—¿No has visto cómo está de paja de garrobero, y de estiércol, y de too… que da asco?
—No, hija, no me he fijado…
—Pues no sé dónde tiés los ojos… Son esos zánganos, que no hacen más que ir y venir y llevarse paquetes y mancharlo too y comprometernos a toos…
La inquietud de Valeriana casi me hace reír.
—¡Así que todo ese berrinche es porque te manchan la escalera!
—No, por eso mismamente no es…, aunque también creo yo…
Hace dos días que oigo tiros y estallidos terribles que hacen temblar los vidrios del balcón. En este momento se oye uno tan cerca que Valeriana da un grito y se persigna, diciendo como en las tormentas: «Santa Bárbara bendita, que en el cielo estás escrita y en el ara de la Cruz… Santa muerte, amén Jesús».
Al levantarme hoy acabo de saber lo que está ocurriendo en casa. El abuelo ha dado a «esos tafarotes» —según los nombra Valeriana, y que no sé quién son— todas las armas de la panoplia del vestíbulo…
—Será por hierro viejo, porque estaban que no se las podía tocar de orín.
—No lo creas, que el señor las ha estado limpiando con todo cuidado… Cuantimás que también les ha dado la escopeta de tu padre y el fusil de él, de sus tiempos, y una caja con unas pistolas así de grandes.
—Pero ¿qué van a hacer con todo eso?
—Yo no sé…, pero esas bestias con una escopeta en la mano son capaces de matar a su madre… ¡Virgen Santísima del Remedio, sácanos con bien de ésta!
—Mira, Valeriana, no seas aspaventera y no asustes a las nenas. Vamos a tomar el desayuno y vamos a bajar.
—No, si ya no tenéis que bajar… No se oye ni un tiro por ninguna parte…
—Bien, entonces es que se ha terminado todo…
—Se me hace a mí que ahora que too se ha terminao es cuando está empezando para nosotros.
A la hora de comer me quedé sorprendida al ver al abuelo. Estaba casi lívido y nos miraba como si no nos conociera.
Sentados a la mesa, dije:
—¿Has estado enfermo, abuelito?
—No…, estoy bien, no te preocupes.
—¿Se sabe algo de papá?
—No…, no puede saberse. Aquí han vencido los sublevados y en Madrid no… Estamos incomunicados.
—Él no se meterá en nada, creo yo —dije, por decir algo.
—Hará mal… —contestó el abuelo.
Noté que le temblaban fuertemente las manos al echarse agua en la copa; sin embargo, trató de hablar, y le conté cómo lo había pasado en el sótano.
—Cayó un ratón en la ratonera y nos asustamos al sentirlo…
—¡Era chiquitín, abuelito, y tan mono! Yo quería subir a enseñártelo y no me dejó Celia.
—¡Ratonín mío!
Valeriana terció:
—¿Dónde está el ratón, que yo no lo he visto?
—Lo solté —dije riendo—. El pobrecito tenía derecho a vivir.
—Es verdad —dijo el abuelo—. Es un derecho divino…
Y luego no habló más…
Por la tarde salimos al huerto, siempre con el abuelo, que hoy parece no querer separarse de nosotras, y nos oye cantar y decir acertijos:
Veo, veo.
¿Qué ves?
Una cosita.
¿Con qué letrita?
Empieza con C y acaba con E.
—¿Se come?
Cuando anochece, entramos en casa y esperamos la cena en el cuarto del abuelo. Él se sienta en el sofá, se pone una nena en cada rodilla y yo bajo la lámpara para reunir los trozos de un puzle que se ha salido de la caja…
De pronto oímos golpear la puerta de la calle con el aldabón y el abuelo escucha y manda callar a las nenas…
Hace calor y el balcón está sólo con la persiana. Voy a levantarla para mirar y el abuelo dice con energía:
—Quieta.
Me siento. Alguien ha entrado y sube la escalera… El abuelo me dice con una voz que casi no reconozco:
—Celia…, si me pasa algo…, a Madrid con las nenas… Júrame que…
—Sí, abuelo.
Los pasos resuenan en el pasillo y se abre la puerta.
—Don Juan Antonio de Montalbán.
Tres hombres altos y desconocidos entran en la habitación. El abuelo se ha puesto de pie y María Fuencisla ha rodado por el sofá mientras Teresina, de pie, trata de ocultarse detrás de las piernas del abuelo.
—Queda detenido. Venga con nosotros —he oído como en sueños.
—¡Yo iré solo! —ruge el abuelo—. No me pongan la mano encima, traidores.
—No insulte… En todo caso, el traidor es el que entrega armas al pueblo…
El abuelo echa fuego por los ojos y vuelve a rugir con su vozarrón acostumbrado al mando… Dice no sé qué de los Reyes Católicos, de los deberes del militar, del pueblo, pero no puede seguir, porque le sujetan las manos y le veo salir entre aquellos hombres.
La cabeza blanca sobrepasa las de todos. Se alejan los pasos y las voces por el pasillo, les oigo bajar la escalera y luego cerrar la puerta de la calle.
Valeriana ha entrado y nos miramos sin hablar. A ella le caen dos lágrimas por la cara.