13

Maggie descubrió aliviada que su relación con Mark volvió a la normalidad al día siguiente del de Acción de Gracias. Le llevó café a la juguetería y se comportó con tanta serenidad y simpatía que casi habría jurado que no había sucedido nada en su porche.

El lunes, su día libre, Mark le pidió que lo acompañara para comprar la decoración de Navidad, dado que ni Sam ni él tenían un solo adorno. Maggie lo acompañó a varias tiendas de Friday Harbor y le aconsejó comprar guirnaldas de flores frescas para las repisas de las chimeneas y las puertas, una corona de acebo para la entrada, un juego de velas con sus correspondientes candelabros de latón y un poster de Papá Noel de estilo retro. Mark sólo protestó con una pirámide de fruta ornamental de estilo colonial sureño, que sería el centro de mesa.

—Odio la fruta de plástico —dijo.

—¿Por qué? Es bonita. Es lo que usaban en la época victoriana como decoración navideña.

—No me gusta ver algo que parece que se puede comer pero que no es comestible. Preferiría que estuviera hecha con fruta de verdad.

Maggie sonrió exasperada.

—No duraría el tiempo necesario. Y si está hecha de fruta de verdad y te la comes, ¿luego qué?

—Compraría más fruta.

Después de meter toda la compra en su camioneta, Mark consiguió que aceptara su invitación a cenar. Al principio, intentó negarse con la excusa de que se parecía demasiado a una cita, pero él zanjó el asunto con un:

—Será como un almuerzo, sólo que más tarde.

De modo que cedió. Fueron a un restaurante íntimo a unos seis kilómetros de Friday Harbor, donde ocuparon una mesa junto a la chimenea de piedra. A la luz de las velas, comieron unas conchas de peregrino rellenas de paté de pato y queso de cabra, y después un filet mignon con cobertura de café.

—Si hubiera sido una cita —le dijo Mark después de la cena—, habría sido la mejor de mi vida.

—Como ejercicio de práctica ha sido estupendo —replicó Maggie con una carcajada—, para cuando salgas en serio con alguien.

Sin embargo, incluso a ella le sonó falso y vacío de contenido.

A lo largo de las semanas previas al día de Navidad, en la isla se sucedieron las actividades festivas: conciertos, celebraciones, concursos para nombrar las mejores iluminaciones y festivales. Lo que más ansiaba Holly era ver el desfile anual de barcos. Patrocinado por el Club de Vela de Friday Harbor y el Club Náutico de la isla de San Juan, consistía en una flotilla de barcos totalmente iluminada que hacía el recorrido de ida y vuelta entre Shipyard Cove y el puerto deportivo. Los dueños de los barcos que no participan en el desfile también engalanaban sus embarcaciones. Cerraría el desfile el Barco de Papá Noel, del que desembarcaría el propio Papá Noel en el muelle de Spring Street. Allí lo recibirían los músicos y desde allí partiría hacia el sanatorio en un camión de bomberos.

—Quiero verlo contigo —le dijo Holly a Maggie, que le prometió reunirse con ellos en el muelle después de cerrar la juguetería.

Sin embargo, el muelle y las zonas colindantes estaban atestados, y los espectadores y los coros de villancicos resultaban ensordecedores. Maggie deambuló entre la multitud, abriéndose paso entre familias con sus hijos, parejas y grupos de amigos. Los barcos iluminados relucían en la oscuridad, arrancando vítores a la multitud. Se le cayó el alma a los pies al darse cuenta de que no podría encontrar a Mark y a Holly con la facilidad que había previsto.

Daría igual, se dijo. Se lo pasarían muy bien sin ella. Al fin y al cabo, no formaba parte de su familia. Si Holly se llevaba una decepción porque no aparecía, se le olvidaría pronto.

Aunque eso no la ayudó a deshacer el nudo que tenía en la garganta ni la presión que sentía en el pecho. Siguió buscando entre la multitud, de familia en familia.

Le pareció escuchar su nombre en el tumulto. Se detuvo, se volvió y miró bien a su alrededor. A lo lejos, vio a una niña ataviada con un abrigo rosa y un gorro rojo. Era Holly, que estaba junto a Mark y le hacía señas. Con un gemido aliviado, se abrió paso hasta ellos.

—Te has perdido algunos barcos —le dijo Holly al tiempo que se cogía de su mano.

—Lo siento —se disculpó casi sin aliento—. Me ha costado encontraros.

Mark sonrió y le pasó un brazo por los hombros, pegándola a su costado. La miró a la cara cuando se percató de que inspiraba hondo.

—¿Estás bien? —le preguntó.

Maggie sonrió y asintió con la cabeza, aunque estaba al borde del llanto.

«No —pensó—. No estoy bien».

Tenía la sensación de que había despertado de uno de esos sueños en los que se corría con desesperación en busca de algo o de alguien que nunca se alcanzaba, una de esas pesadillas de las que no se podía escapar. Y en ese momento se encontraba donde más le apetecía estar, con las dos personas con las que más anhelaba estar.

Era una sensación tan maravillosa que la embargó el pánico.

—¿Estás segura de que no quieres un árbol? —le preguntó Mark a Maggie al lunes siguiente, mientras ella lo ayudaba a meter un abeto perfecto en su camioneta.

—No me hace falta —contestó con alegría mientras olía la resina fresca que se le había quedado en los guantes y Mark aseguraba el abeto—. Siempre paso la Navidad en Bellingham.

—¿Cuándo te vas?

—En Nochebuena. —Al percatarse de que Mark fruncía el ceño, añadió—: Antes de irme, dejaré un regalo bajo el árbol para Holly, así podrá abrirlo el día de Navidad.

—Holly preferiría abrirlo contigo delante.

Maggie parpadeó, sin saber muy bien cómo contestar. ¿Le estaba diciendo que quería que pasara la Navidad con él? ¿Tenía pensado invitarla?

—Siempre paso el día de Navidad con mi familia —dijo con cierta inseguridad.

Mark asintió con la cabeza y lo dejó estar. Regresaron a Viñedos Sotavento y juntos consiguieron meter el árbol por la puerta.

En la casa reinaba el silencio, ya que Holly estaba en el colegio. Sam había ido a Seattle para visitar a unos amigos y para hacer algunas compras.

Maggie sonrió al ver la proliferación de copos de nieve de papel que colgaban de las puertas y de los techos.

—Alguien ha estado muy ocupado.

—Holly ha aprendido a hacerlos en clase —dijo Mark—. Ahora se ha convertido en una fábrica unipersonal de hacer copos de nieve.

Mark encendió la chimenea mientras ella abría las cajas de luces para adornar el árbol.

En cuestión de una hora, habían colocado el árbol en su sitio y lo habían adornado con las luces.

—Ahora viene la parte mágica —dijo ella, que se metió en el estrecho hueco que quedaba detrás del árbol para enchufar las luces. El árbol comenzó a brillar y a parpadear.

—No es magia —replicó Mark, pero estaba sonriendo mientras contemplaba el árbol.

—¿Y qué es?

—Un sistema de bombillas minúsculas iluminadas por el movimiento de los electrones a través de un material semiconductor.

—Sí. —Maggie levantó el índice con gesto elocuente mientras se acercaba a él—. Pero ¿qué las hace parpadear?

—La magia —cedió, resignado, con una sonrisa en los labios.

—Exacto. —Lo miró con una expresión satisfecha. Mark le pasó las manos por el pelo y le sujetó la cabeza mientras la miraba a los ojos.

—Te necesito en mi vida.

Maggie fue incapaz de moverse o de respirar. La declaración era sorprendente por su sinceridad, por su claridad. No podía apartarse, no podía hacer nada salvo mirarlo, hipnotizada por la expresión de esos ojos azules.

—Hace poco tiempo le dije a Holly que el amor es una elección —continuó Mark—. Me equivoqué. El amor no es una elección. La única elección posible es lo que vas a hacer con él.

—Por favor —susurró.

—Comprendo tus miedos. Comprendo por qué es tan duro para ti. Y puedes elegir no arriesgarte. Pero yo te querré de todas formas.

Maggie cerró los ojos.

—Tendrás todo el tiempo del mundo —siguió él—. Puedo esperar hasta que estés preparada. Pero tenía que decirte lo que siento.

Seguía sin poder mirarlo a la cara.

—Nunca estaré preparada para la clase de compromiso que quieres. Si quisieras sexo sin ataduras, no tendría problema. Podría hacerlo. Pero…

—Vale.

Maggie abrió los ojos de par en par.

—¿Cómo que vale?

—Que acepto el sexo sin ataduras.

Lo miró, alucinada.

—¡Acabas de decir que ibas a esperar!

—Y puedo esperar para el compromiso. Pero mientras tanto, me conformo con el sexo.

—¿Te conformas con una relación física que tal vez no llegue a otra cosa?

—Si es tu mejor oferta…

Lo miró por fin y vio la expresión risueña de sus ojos.

—Te estás quedando conmigo —dijo.

—Lo mismo que tú.

—No me crees capaz de hacerlo, ¿verdad?

—Pues no —contestó él en voz baja.

Maggie estaba demasiado confusa como para analizar la maraña que eran sus emociones. Sentía indignación, miedo, alarma e incluso cierta sorna… pero nada de eso era responsable del deseo abrasador y vibrante que le quemaba el cuerpo. La sensación se intensificó en lugares que le provocaron un intenso rubor y que hicieron que fuera muy consciente de la cercanía de Mark. Lo deseaba, en ese preciso instante, con una pasión arrolladora y desaforada.

—¿Cuál es tu dormitorio? —le preguntó, y le extrañó muchísimo que no le temblara la voz.

Experimentó la satisfacción de verlo abrir los ojos de par en par al tiempo que desaparecía la expresión risueña.

Mark la condujo escaleras arriba, mirándola de vez en cuando para asegurarse de que lo seguía. Entraron en su dormitorio, limpio y con pocos muebles, con las paredes pintadas en un color neutro imposible de distinguir a la mortecina luz invernal.

Antes de que el valor la abandonase, Maggie se quitó los zapatos, los vaqueros y el jersey La frialdad reinante en el dormitorio hizo que se estremeciera, ya que sólo llevaba la ropa interior. Cuando Mark se acercó a ella, levantó la cabeza y se dio cuenta de que él también se había quitado el jersey y la camiseta, dejando al desnudo su musculoso torso. Se movía con elegancia y cierta cautela, como si no quisiera asustarla. Su mirada se posó en su cara con la suavidad de una caricia.

—¡Eres preciosa! —exclamó al tiempo que le acariciaba un hombro con los dedos.

Maggie creyó que pasaba una eternidad hasta que por fin terminó de desnudarla, besando cada centímetro de piel que iba dejando al descubierto.

Cuando por fin estuvo en la cama, desnuda, extendió los brazos hacia él. Mark se quitó los vaqueros y la abrazó con fuerza. Maggie notó que le ardía la piel mientras lo exploraba. Mark la besó, primero con exquisitez y luego con insistencia hasta que se rindió y se entregó a él por completo.

La invadió una oleada de nuevas sensaciones. Las suaves y expertas caricias de sus labios y sus manos despertaron la pasión.

Mark se colocó sobre ella y le apartó el pelo de la cara, húmeda por el sudor.

—¿De verdad creías que iba a ser menos que esto? —le preguntó con ternura.

Maggie lo miró, estremecida hasta lo más hondo de su alma. Porque para ellos no podía haber nada que no fuera amor, nada que no fuera la eternidad. La verdad latía en sus desbocados corazones, en el palpitante deseo que compartían. Ya no podía seguir negándolo.

—Hazme el amor —susurró, porque lo necesitaba, porque deseaba ser suya.

—Siempre. Maggie, amor mío…

Mark se hundió en ella con un movimiento certero que la llenó por entero. Notaba la fuerza de su presencia rodeándola, poseyéndola. El placer la abrumó en oleadas cada vez más intensas y más exquisitas hasta que gritó al alcanzar el clímax. Se aferró a su espalda, y notó cómo se le contraían los músculos bajo la piel sudorosa. Mark no tardó en alcanzar el clímax en el dulce puerto de sus brazos.

Después siguieron acurrucados el uno junto al otro, sumidos en un silencio trascendental.

Habría más preguntas que formular, más respuestas que descubrir. Pero eso podía esperar de momento, pensó Maggie, saturada por la novedad, por las posibilidades. Y por la esperanza.