Falmouth estaba sentado frente a la mesa escritorio del comisario jefe, con los dedos entrelazados ante él. Sobre la carpeta del escritorio yacía una delgada cuartilla gris.
El comisario volvió a tomarla en las manos y la leyó por segunda vez. Decía:
Cuando reciban esta nota, nosotros, los que a falta de una denominación más feliz nos damos a conocer como «Los Cuatro Hombres Justos», nos habremos dispersado por Europa, y es poco probable que ustedes lleguen a dar con nuestro rastro. Sin espíritu de jactancia afirmamos: hemos consumado la misión que nos propusimos. No pecamos de hipócritas al insistir en que hemos dado este paso extremo forzados por la pura necesidad.
La muerte de sir Philip Ramón bien puede considerarse como accidente, hemos de confesarlo. Terrí cometió un fallo técnico y pagó las consecuencias. Dependimos demasiado de sus conocimientos técnicos. Si efectúan un registro cuidadoso, resolverán pronto el misterio de la muerte de sir Philip Ramón… y comprobarán la veracidad de esa declaración. Adiós.
—No nos dice nada —dijo el comisario.
Falmouth movió la cabeza con desesperanza.
—¡Registro! —exclamó con acrimonia—. Hemos registrado la casa de Downing Street desde la primera a la última baldosa… ¿Dónde más podríamos buscar?
—¿No hay ningún papel entre los documentos de sir Philip que pudiera ofrecernos alguna pista concebible?
—Ninguno que hayamos visto.
El comisario mordisqueó pensativamente el extremo de su pluma.
—¿Se ha examinado su casa de campo?
Falmouth frunció el entrecejo.
—No me pareció necesario.
—¿Ni tampoco la casa de Portland Place?
—Tampoco lo juzgué preciso, ya que estaba cerrada a la hora de cometerse el crimen.
El comisario se incorporó.
—Pruebe en la casa de Portland Place —aconsejó—. Ahora se halla en poder de los ejecutores testamentarios de sir Philip.
El superintendente alquiló un coche de punto, y un cuarto de hora después efectuaba una llamada en el lúgubre portal de la residencia urbana del difunto ministro del Exterior.
Un sirviente de grave continente abrió la puerta; era el mayordomo de sir Philip, a quien Falmouth ya conocía, el cual lo saludó con una reverente inclinación.
—Quiero registrar la casa, Perks. ¿Se ha tocado algo?
El hombre hizo un gesto negativo.
—No, señor Falmouth; todo está como lo dejó sir Philip. Ni siquiera han hecho el inventario los señores abogados.
Falmouth atravesó el helado vestíbulo para entrar en el confortable saloncito reservado para el mayordomo.
—Me gustaría empezar por el estudio.
—Temo que en ese caso habrá una dificultad, señor —objetó Perks respetuosamente.
—¿Por qué? —demandó Falmouth con acento severo.
—Es la única habitación de la casa de la que no tenemos llave. Sir Philip hizo instalar una cerradura de seguridad en su estudio, y siempre llevaba consigo la llave. Naturalmente, tratándose de un ministro del gabinete, y siendo extremadamente meticuloso, tenía fuertes escrúpulos a que entrasen en su estudio.
Falmouth reflexionó.
En Scotland Yard se habían depositado varias llaves halladas en el cadáver de sir Philip.
Garabateó una breve nota dirigida al comisario y envió un mensajero en coche al Yard.
Mientras esperaba sondeó al mayordomo.
—¿Dónde estaba usted, Perkins, cuando se cometió el asesinato?
—En la finca. Sir Philip envió fuera a todos los sirvientes, como recordará.
—¿Y esta casa…?
—Quedó vacía…, completamente vacía.
—¿Había alguna evidencia, cuando regresó, de que alguien hubiera efectuado una entrada?
—Ninguna, señor. Hubiera sido prácticamente imposible asaltar esta casa. Hay cables de alarma conectados con la comisaría más próxima, y las ventanas se cierran por un procedimiento automático.
—¿No habrá ninguna señal en las puertas o en las ventanas que le hiciera suponer que alguien había intentado entrar?
El mayordomo hizo un enfático gesto negativo con la cabeza.
—Ninguna. Durante el cumplimiento de mi deber diario reviso cuidadosamente la pintura de las puertas y ventanas, y hubiera notado cualquier marca de ese tipo.
Media hora más tarde regresó el mensajero, en compañía de un agente de paisano, y Falmouth tomó de manos de éste un pequeño manojo de llaves. El mayordomo lo guió hasta el primer piso.
Indicó una pesada puerta de roble dotada de una cerradura diminuta. Falmouth probó una llave estrecha, que giró produciendo un clic, y la puerta se abrió silenciosamente.
Permaneció unos instantes en el umbral, pues la estancia estaba a oscuras.
—Olvidé —dijo Perkins— que las contraventanas están cerradas… ¿Las abro?
—Sí, por favor.
Momentos después, el cuarto quedó inundado de luz.
Era una estancia amueblada con sobriedad, de apariencia bastante similar a aquella donde el ministro había encontrado su fin. Despedía un rancio olor a cuero viejo, y tenía las paredes cubiertas por estanterías de libros. En el centro había un gran escritorio de caoba, con fajos de papeles pulcramente dispuestos.
Falmouth hizo un rápido y cuidadoso examen de este escritorio. Tenía acumulada una espesa capa de polvo. A un extremo, al alcance del vacante sillón, había un teléfono.
—Sin timbre, claro —comentó Falmouth.
—En efecto —asintió el mayordomo—. A sir Philip no le gustaban los timbres. Hay un zumbador.
—Claro —murmuró Falmouth—. Recuerdo que… ¡Caramba!
Se inclinó ávidamente hacia adelante.
—Vaya, ¿qué le ha ocurrido al teléfono?
La pregunta estaba justificada, pues su acero estaba combado, torcido. Debajo de donde había estado el receptor de vulcanita, se veía un montoncito de ceniza negra, y el cordón que conectaba el aparato con el mundo exterior no era más que un cable retorcido y descolorido.
La parte de la mesa sobre la que el teléfono se apoyaba estaba chamuscada como bajo los efectos de un calentamiento súbito.
El superintendente respiró profundamente.
Se volvió hacia su subordinado.
—Vaya corriendo a la tienda de Miller el electricista, en Regent Street y pídale que venga al momento.
Estaba aún contemplando el teléfono cuando llegó el electricista.
—Señor Miller —dijo Falmouth lentamente—, ¿qué le ha ocurrido a este teléfono?
El electricista se ajustó sus quevedos e inspeccionó el arruinado aparato.
—Hum… Por lo visto, algún instalador de línea ha sido criminalmente descuidado.
—¿Instalador de línea? ¿Qué quiere decir? —preguntó Falmouth en tono perentorio.
—Me refiero a los obreros encargados de colocar los cables telefónicos.
Efectuó una segunda inspección.
—¿No lo ve?
Señaló el aparato.
—Ya veo que el teléfono está totalmente destruido…, pero ¿por qué?
El electricista se agachó y cogió del suelo el chamuscado cable.
—Lo que quiero decir —explicó— es que alguien empalmó un cable de alto voltaje, probablemente un cable de la luz, a esta línea telefónica; y si se hubiese puesto alguien al… —calló de repente y su rostro se tomó blanco.
—¡Dios mío! —susurró—. ¡A sir Philip Ramón lo electrocutaron[44]!
Durante un rato ninguno habló. De pronto la mano de Falmouth marchó disparada al bolsillo y extrajo la pequeña libreta que Billy Marks había robado.
—¡Ésta es la solución! —proclamó—. ¡Aquí está indicada la dirección que seguían los cables!… Pero ¿cómo es posible que el teléfono de Downing Street no quedase igualmente destruido?
El electricista, lívido y tembloroso, sacudió impacientemente la cabeza.
—Ya me he cansado de buscarle una explicación a los caprichos de la electricidad —comentó—. Además, la corriente, la fuerza completa de la corriente, pudo haber sido desviada (por ejemplo, pudo haberse formado un cortocircuito), pudo suceder cualquier cosa.
—¡Un momento! —exclamó ansiosamente Falmouth—. Suponga que el hombre que hizo el empalme hubiese cometido un fallo, y que hubiese recibido la corriente plena… ¿Habría dado eso lugar a lo que sucedió?
—Es posible…
—«Terrí cometió un fallo técnico… y pagó las consecuencias» —citó Falmouth pausadamente—. Los Hombres Justos tenían planeado telefonear al ministro y esperar a oír su voz antes de dar marcha a la corriente, pero por culpa del fallo de Terrí la conexión eléctrica se produjo antes de que tuvieran tiempo de hacer ponerse al teléfono a sir Philip… Éste hubiera salvado su vida a no ser por el hecho de estar sosteniendo en la mano una rosa húmeda…, rosa que casualmente estaba rozando la parte metálica del teléfono y que le transmitió parte de la descarga…, suficiente para asustarlo… Tenía el corazón débil… ¡La chamuscadura de la flor y de la mano, los gorriones muertos! ¡Cielo santo! ¡Está tan claro como la luz del día!
Más tarde una brigada de policías registró el edificio de Carnaby Street, pero no encontraron nada…, nada a excepción de un cigarrillo a medio consumir que ostentaba la marca de un fabricante londinense y la matriz de un pasaje para Nueva York.
Tenía el sello «por R. M. S. Lucania». Era de primera clase, para tres pasajeros.
Cuando el Lucania arribó a Nueva York, lo registraron de proa a popa, pero no descubrieron a los Cuatro Hombres Justos.
Era González quien había puesto la «pista» para que la policía la encontrase.