El aviso final era breve y carecía de rodeos.
Le concedemos de plazo hasta mañana por la noche para reconsiderar su actitud en el asunto del Acta de Extradición. Si a las seis no se publica ninguna nota en la prensa de la tarde anunciando su retractación ante tal medida no tendremos más remedio que cumplir nuestra promesa. Usted morirá a las ocho de la noche. Adjuntamos, para que le sirva de ilustración, una concisa tabla de las disposiciones secretas tomadas por la policía para su seguridad de mañana. Adiós.
(firmado) LOS CUATRO HOMBRES JUSTOS
Sir Philip leyó dos veces la nota sin un estremecimiento. También leyó la hoja en la que estaban consignados, con la extraña caligrafía extranjera, los detalles que la policía no se había atrevido a poner por escrito.
—Tiene que haber una filtración —dijo, y sus dos ansiosos oyentes vieron cómo el rostro del ministro adquiría un tinte grisáceo y se congestionaba.
—Esos detalles solamente los conocíamos cuatro personas —murmuró el detective con calma—, y apostaría mi vida a que no han salido de los labios del comisario ni de los míos.
—¡Ni de los míos! —se defendió enfáticamente Hamilton.
Sir Philip se encogió de hombros, esbozando una sonrisa fatigada.
—Bah, ¿qué importa eso?… Ellos los conocen. Mediante qué sibilino método averiguaron el secreto es algo que ni sé ni me importa. La cuestión es: ¿estaré debidamente protegido mañana a las ocho de la noche?
Falmouth apretó los dientes.
—O sale usted vivo de este trance, o por Dios que matarán a dos —dijo, y había en sus pupilas una chispa de feroz determinación.
La noticia de que había llegado al gran estadista otra carta estuvo en las calles a las diez de la noche. Circuló por los clubs y los teatros, y, en los entreactos, caballeros de grave compostura discutieron en los vestíbulos el peligro que corría Ramón. La Cámara de los Comunes hervía de excitación. Una fuerte Cámara se había congregado, esperando que el ministro se hubiese retractado; pero todos los asistentes se sintieron defraudados, pues resultó evidente, después del descanso de la cena, que sir Philip no tenía intenciones de mostrarse en público aquella noche.
—¿Puedo preguntarle al honorable Primer Ministro si es intención del Gobierno de Su Majestad proceder con el Acta de Extradición (Ofensas Públicas) —preguntó el miembro radical de West Deptford—, y si no ha considerado, en vista de las extraordinarias condiciones en que ha nacido dicha Acta, la conveniencia de posponer la votación de tal medida?
La pregunta fue saludada con un coro de «muy bien…, eso, eso», y el Primer Ministro se levantó lentamente y dirigió una mirada divertida al que la había formulado.
—No conozco ninguna circunstancia que sea capaz de impedir que mi honorable amigo, que por desgracia no está presente esta noche, promueva la segunda ronda de votaciones de dicha Acta mañana —manifestó, y volvió a sentarse.
—¿Por qué diablos sonreiría? —refunfuñó West Deptford, dirigiéndose a su vecino de asiento.
—El Primer Ministro se siente endiabladamente incómodo —dijo el otro sabiamente—. Un miembro del Gabinete me dijo hoy que el viejo J. K. se sentía endiabladamente incómodo. «Fíjese bien en mis palabras», me dijo. «Este asunto de los Cuatro Hombres Justos le hace sentirse al Premier endiabladamente incómodo». —Y el honorable miembro de la Cámara se hundió en su asiento, permitiendo que West Deptford digiriese sus profundas palabras.
—He hecho cuanto he podido para persuadir a Ramón de que retire el Acta —decía el Premier—, pero se muestra inflexible, y lo más penoso es que cree en lo más hondo de su corazón que esos sujetos se proponen cumplir su palabra.
—Es monstruoso —exclamó acaloradamente el ministro de Colonias—. Es inconcebible que tal estado de cosas pueda durar. Ataca la raíz de todas las cosas, desequilibra todos los ajustes de la civilización.
—Es una idea poética —dijo el flemático Premier—, y el punto de vista de los Cuatro es completamente lógico. Pensemos en el enorme poder que para bien o para mal se concede con frecuencia a un solo individuo: un capitalista controlando los mercados mundiales, un especulador acumulando en sus almacenes algodón o trigo mientras los molinos están parados y la gente desfallece de hambre, tiranos y déspotas con los destinos de las naciones entre el pulgar y el índice…, y después pensemos en esos cuatro hombres a los que nadie conoce; vagas, sombrías figuras que se pasean trágica y majestuosamente por el mundo, condenando y ejecutando al capitalista, al especulador, a los tiranos…, a todas las fuerzas del mal, a todos cuantos se hallan más allá del alcance de la ley. Hemos dicho de tales seres, quienes estamos inspirados por el misticismo, que Dios los juzgará. He aquí a hombres que se arrogan el derecho divino de un juicio superior. Si logramos atraparlos, terminarán sus vidas, de modo poco pintoresco, en una pequeña celda de la prisión de Pentonville, y el mundo jamás volverá a saber cuán grandes artistas son, una vez muertos.
—¿Pero… Ramón…?
El Premier sonrió.
—Creo que en este caso esos hombres se han excedido. De haberse contentado con matar primero y explicar el motivo después, no dudo que Ramón estaría ya muerto. Pero han enviado aviso tras aviso, exponiéndose una docena de veces. Nada sé de los preparativos adoptados por la policía, pero me imagino que mañana por la noche será tan difícil acercarse a una docena de metros de Ramón como lo sería para un prisionero de la Siberia cenar con el zar.
—¿No hay alguna posibilidad de que Ramón retire el Acta? —insistió el de Colonias.
El Premier negó con la cabeza.
—Absolutamente ninguna.
En aquel momento se incorporó en la fila delantera un miembro de la Oposición para introducir una enmienda a una cláusula que estaba bajo debate, y esto puso fin a la conversación.
Al saberse que sir Philip no aparecería aquella noche, la Cámara se vació en un abrir y cerrar de ojos, y los parlamentarios se reunieron en grupos en el salón de fumar y el vestíbulo para discutir el asunto que ocupaba el primer plano en el ánimo de todos.
En los alrededores del patio del Palacio se había congregado una gran muchedumbre, como suele suceder en Londres, con la remota esperanza de conseguir un atisbo del hombre cuyo nombre pronunciaban todas las bocas. Vendedores callejeros vendían su retrato, individuos desharrapados que pregonaban las verdaderas andanzas de los Cuatro Hombres Justos hicieron su agosto, y cantantes itinerantes, intercalando improvisados versos en su repertorio, declamaban el valor del osado ministro que se atrevía a resistir a las amenazas de quienes eran cobardes extranjeros y depravados anarquistas.
Había en esta humilde lírica alabanzas para sir Philip, que trataba de impedir que los extranjeros quitaran el pan de la boca a los trabajadores honrados.
El humor que de ello se desprendía divirtió mucho a Manfred, quien, con Poiccart, había recorrido el Embankment hasta llegar a Westminster, y, tras despedir el coche de punto, fueron andando hacia Whitehall.
—Opino que esos versos sobre los «depravados anarquistas extranjeros», o algo así, que «quitan el pan de la boca a los obreros de casa», son notablemente buenos —rió Manfred.
Los dos vestían de etiqueta, y Poiccart lucía en su ojal el brillante distintivo de Chevalier de la Légion d’Honneur[32].
—Dudo que en Londres haya habido tanta sensación desde…, ¿desde cuándo? —continuó Manfred.
La torva sonrisa de Poiccart fue captada por su amigo, que sonrió con simpatía.
—¿Y bien…?
—Le hice la misma pregunta al maitre d’hótel —murmuró lentamente, como quien es reacio a compartir una broma—, y comparó esta agitación con los horribles crímenes del East End[33].
Manfred se detuvo en seco y miró con horror a su acompañante.
—¡Cielo santo! —exclamó con aflicción—. ¡Nunca se me hubiera ocurrido que pudieran compararnos con… él!
Reanudaron el paseo.
—Esto forma parte del eterno bathos —señaló Poiccart con calma—. Ni siquiera De Quincey[34] enseñó nada a los ingleses. El Dios de la Justicia sólo tiene aquí un intérprete, que vive en un asilo de Lancashire, y es un aventajado discípulo del llorado Marwood, cuyo sistema de pensamiento él ha mejorado.
Estaban atravesando la parte de Whitehall situada a la altura de Scotland Yard.
Un individuo que deambulaba arrastrando los pies, cabizbajo y con las manos hundidas hasta el fondo de los bolsillos de un andrajoso abrigo, les dirigió una imperceptible mirada de soslayo, se detuvo cuando ellos hubieron pasado y los miró cuando se alejaban. Dio media vuelta y aceleró su arrastrado paso en seguimiento de ellos. Un apiñamiento de gente y el al parecer incesante tráfico obligaron a Manfred y Poiccart a detenerse en la esquina de Cockspur Street, en espera de una oportunidad para cruzar la calzada. Se vieron sujetos a apretujones cuando el torbellino de peatones que esperaban se espesó, pero al final consiguieron cruzar, y se dirigieron hacia St. Martin’s Lane.
La comparación hecha por Poiccart aún flotaba en la mente de Manfred.
—Esta noche habrá muchos espectadores en el Majesty, aplaudiendo a Bruto cuando pregunta: «¿Qué miserable tocó su cuerpo y lo hirió que al obrar así no estuviera haciendo justicia?»[35]. No encontrarás un solo historiador serio ni ningún hombre de mediana inteligencia que, al preguntársele si no hubiese sido una bendición de Dios para el mundo que hubiesen asesinado a Bonaparte a su regreso de Egipto, no respondiera sin vacilar: «Sí». Pero nosotros… ¡nosotros somos asesinos!
—No le habrían erigido ninguna estatua al asesino de Napoleón —afirmó Poiccart tranquilamente—, como tampoco se venera a Felton, que mató a un libertino y corrompido ministro de Carlos I[36]. Es posible que la posteridad nos haga justicia —añadió con un dejo de burla—. Por mi parte, estoy satisfecho con la aprobación de mi conciencia.
Tiró el cigarro que estaba fumando y metió una mano en el bolsillo interior de su abrigo para coger otro. Retiró la mano sin el cigarro y llamó con un silbido a un coche de punto que pasaba.
Manfred lo miró sorprendido.
—¿Qué te ocurre? Pensé que deseabas dar un paseo…
Sin embargo, subió al carruaje, seguido por Poiccart, que dio las señas por la trampilla.
—A la estación de Baker Street.
El coche estaba ya traqueteando por Shaftesbury Avenue antes de que Poiccart ofreciese una explicación.
—Me han robado —dijo en voz baja—. Me falta el reloj, pero eso no importa. La libreta donde apunté las instrucciones para Terrí ha desaparecido…, ¡y esto sí importa!
—Debe de haber sido un ratero vulgar, ya que se llevó el reloj.
Poiccart se palpó velozmente todos los bolsillos.
—No falta nada más. Puede haberse tratado, como dices, de un carterista, que se contentará con el reloj y arrojará el cuaderno a la primera boca de alcantarilla que encuentre; pero también puede haber sido un agente de policía.
—¿Hay algo en el cuaderno que te identifique? —inquirió aprensivamente Manfred.
—Nada —fue la pronto respuesta—; pero, a menos que la policía sea ciega, comprendería los cálculos y los planes. Puede que no llegue a sus manos, pero en caso contrario, y si el ratero fuese capaz de reconocemos, nos veríamos en un mal paso.
El coche se detuvo en la estación de Baker Street y del mismo saltaron al suelo los dos hombres.
—Iré hacia el este —dijo Poiccart—. Nos encontraremos por la mañana. Por entonces, ya sabré si el cuaderno está o no en Scotland Yard. Buenas noches.
Sin más despedida, los dos amigos se separaron.
Si Billy Marks no hubiese tomado unos tragos de más se habría sentido plenamente satisfecho con su trabajo de aquella noche. Lleno, no obstante, de aquella engañosa y líquida confianza que hace descarriarse a tantos hombres honestos, Billy pensó que sería un pecado desdeñar las oportunidades que los dioses le estaban concediendo. La excitación provocada por las amenazas de los Cuatro Hombres Justos había llevado a todo el Londres suburbano a Westminster, y en el lado Surrey del puente, Billy encontró a centenares de pacientes habitantes de los suburbios aguardando los medios de transporte hacia Streatham, Camberwell Clapham y Greenwich.
Como la noche era relativamente joven, Billy decidió trabajar los tranvías.
Birló el monedero a una robusta anciana de negro, un reloj Waterbury a un caballero con sombrero de copa, un espejito de un elegante bolso femenino, y decidió concluir sus operaciones con la exploración de un bolsillo alto de una joven dama.
La exploración de Billy resultó un éxito. Un monedero y un pañuelo de encaje fueron su recompensa, y se dispuso a efectuar una modesta retirada. Fue entonces cuando una amable voz llegó hasta sus oídos.
—¡Hola, Billy!
Conocía la voz, y momentáneamente se sintió mal.
—Hola, señor Howard —exclamó con fingida alegría—. ¿Cómo está, señor? ¡Qué sorpresa verlo[37]!.
—¿Adónde te diriges, Billy? —preguntó el afable señor Howard, cogiendo amistosamente al ratero por el brazo.
—A casa —respondió el virtuoso Billy.
—Ah, a casa… —exclamó el señor Howard, apartando al reacio Billy de la multitud—. Hogar, dulce hogar… —llamó a otro joven, al que parecía conocer—. Sube a ese vagón, Porter, y mira si alguien ha perdido algo. Si encuentras a alguien, que te acompañe.
El joven obedeció.
—Y ahora —prosiguió el señor Howard, siempre manteniendo a Billy amistosamente cogido por el brazo—, cuéntame cómo te ha tratado el mundo.
—Oiga, señor Howard —dijo Billy seriamente—, ¿cuál es su juego? ¿Adónde me lleva?
—El juego es el viejo juego —respondió tristemente el señor Howard—, el viejo juego de siempre, Billy, y te llevo al mismo y dulce lugar de siempre.
—Esta vez se ha equivocado, jefe —exclamó Billy fieramente, y resonó un leve tintineo en el suelo.
—Permíteme, Billy —dijo el señor Howard, agachándose rápidamente y recogiendo el monedero que Billy había dejado caer.
En la comisaría, el sargento de servicio, desde detrás del mostrador, fingió recibir con gran júbilo la llegada de Billy, y el carcelero, que pasó las manos a través de sus bien disimulados bolsillos y lo encerró tras unas rejas de hierro, lo saludó como a un amigo.
—Reloj de oro, cadena de oro, tres monederos, dos pañuelos y una libreta de tafilete rojo —informó el carcelero.
El sargento asintió aprobadoramente.
—Buen día de trabajo, William[38] —comentó.
—¿Qué me caerá esta vez? —inquirió el preso, y el señor Howard, que era un agente de paisano encargado de completar pruebas para la acusación de Billy, opinó que nueve lunas.
—¡Vamos! —exclamó Billy Marks, consternado.
—En realidad —intervino el sargento—, eres un pícaro y un vago, Billy, además de un ladronzuelo, y esta vez te has excedido a ti mismo… Número Ocho.
Esto último iba dirigido al carcelero, que se llevó a Billy hacia las celdas a pesar de las vigorosas protestas del ratero contra una fuerza de policía que sólo sabía dar en la cresta a pobres ganapanes como él, siendo en cambio incapaz de tocar un solo pelo a asesinos tan sanguinarios como los Cuatro Hombres Justos.
—¿Para qué pagamos contribuciones municipales e impuestos? —demandó indignado Billy a través de las rejas.
—No lo dirás por los que pagas tú, Billy —replicó el carcelero al tiempo que cerraba doblemente la puerta.
En la sala de cargos, Howard y el sargento estaban examinando el botín, y tres perjudicados que había encontrado P. C. Porter estaban haciendo reclamación de sus pertenencias.
—Con esto tenemos ya distribuidos todos los objetos, excepto el reloj de oro y la libreta —dijo el sargento cuando los reclamantes se hubieron marchado—. Un reloj de oro, Elgin semicazador, número 5029090, y un cuadernito carente de señas que sólo tiene escritas tres páginas. No entiendo esto.
El sargento entregó el cuaderno a Howard. La página que intrigaba al primero contenía simplemente una lista de calles. Junto al nombre de cada calle había garabateado un signo cabalístico.
—Parece el diario de un trapero —comentó Howard—. ¿Qué hay en las otras páginas?
Volvieron la hoja. La página siguiente estaba llena de números.
—Hum… —gruñó el sargento con desaliento, y pasó la hoja. El contenido de la siguiente página era comprensible y legible, aunque evidentemente lo habían escrito muy de prisa, como si lo hubieran tomado al dictado.
—El tipo que escribió esto debía de tener que coger un tren —observó el ocurrente señor Howard, indicando las abreviaturas:
No dejará DS excepto por Com. Irá a Com. en coche (primero 4 berlinas de anzuelo), 8,30. A 2 600 p. hab. desv. tráf. Embank, 80 pols. dentro de DS. 1 cada habt., 3 cada pas., 6 sót., 6 tej. Todas puer. abier. permitir vean uno a otro, todos pols. con revól. Nadie excep. F y H acercar a R. En Com. galería llena pols., todo prensa con pase. 200 pols. en pas. Si neces. batallón guardias a disposición.
Howard lo leyó con gran detenimiento.
—¿Qué demonios significa este galimatías? —preguntó el sargento, desalentado.
Fue en aquel preciso momento cuando el agente Howard se ganó su ascenso.
—Déjeme ese cuaderno sólo diez minutos —pidió con voz excitada.
El sargento se lo entregó, mirándolo intrigado.
—Creo que podré dar con el dueño de esto —afirmó Howard con la mano temblándole al tomar el cuaderno, y, apisonando su sombrero contra su cabeza, salió a la calle corriendo como alma que lleva el diablo.
No detuvo su frenética carrera hasta llegar a la calle principal, donde saltó a un cabriolé al tiempo que daba una acelerada orden al cochero.
—A Whitehall… ¡y corra como un relámpago! —bramó, y minutos después daba su recado al inspector de servicio en el cordón que custodiaba los accesos a Downing Street.
—Agente Howard, 946 L. reserva —se presentó—. Tengo un mensaje importante para el superintendente Falmouth.
El superintendente, cuyo semblante presentaba los estigmas de la derrota y la fatiga, escuchó el informe del agente.
—Tengo la impresión —concluyó Howard, falto de aliento—, de que esto está relacionado con su caso, señor D. S. es Downing Street, y… —presentó el cuaderno y Falmouth se lo arrebató.
Leyó unas pocas palabras y emitió una exclamación de triunfo.
—¡Nuestras instrucciones secretas! —proclamó, y cogiendo al agente por un brazo lo arrastró hasta el vestíbulo.
—¿Está mi coche fuera? —preguntó, y en respuesta a un silbato apareció un auto—. Monte, Howard.
El automóvil se deslizó por Whitehall.
—¿Quién es el ladrón? —quiso saber el superintendente.
—Billy Marks, señor. Es posible que no lo conozca, pero en Lambeth es un tipo muy popular.
—Oh, sí —se apresuró a asentir Falmouth—. Conozco de sobra a Billy… Veremos qué nos dice.
El auto aparco frente a la comisaría y los dos hombres saltaron a tierra.
El sargento se puso de pie al reconocer al famoso Falmouth, y saludó respetuosamente.
—Quiero ver al preso Marks —dijo el superintendente sin preámbulos, y Billy, despertado de su sueño, entró pestañeando en la sala de cargos.
—Escucha, Billy, tengo unas palabras que decirte.
—¡Diantre, si es el señor Falmouth! —exclamó el atónito Billy al tiempo que una sombra de temor se cernía sobre su semblante—. ¡Y no tengo nada que ver con ese asunto de Oxton, bien lo sabe Dios!
—Tranquilo, Billy. No te acuso de nada, y si respondes a mis preguntas con veracidad es posible que a cambio salgas libre de la presente acusación y consigas una recompensa.
Billy reaccionó con suspicacia.
—No pienso dar ningún soplo, si se refiere a eso, señor —manifestó hoscamente.
—No pido eso —dijo el superintendente con impaciencia—. Quiero saber dónde encontraste este cuadernito —y lo exhibió.
Billy desplegó una abierta sonrisa.
—Lo encontré en la acera —mintió.
—¡Quiero la verdad! —tronó Falmouth.
—Bien… —rectificó Billy haciendo una mueca de disgusto—, lo afané.
—¿A quién?
—No me paré a preguntarle el nombre —fue la insolente respuesta.
Falmouth respiró profundamente.
—Escúchame bien —dijo bajando la voz—, ¿has oído hablar de los Cuatro Hombres Justos?
Billy asintió, abriendo al máximo los ojos.
—¡Bien! —exclamó Falmouth con voz impresionante—, el hombre a quien pertenece este cuaderno es uno de ellos.
—¡Qué! —gritó Billy.
—Para su captura se ofrece una recompensa de mil libras. Si tu descripción conduce al arresto de ese personaje, son tuyas.
Billy Marks quedó paralizado al pensarlo.
—¿Mil…, mil libras? —murmuró, atolondrado—. ¡Y pensar que pude hacerlo capturar tan fácilmente!
—¡Vamos, vamos! —le urgió el superintendente—. Todavía puedes atraparlo… Dinos cuál era su aspecto.
Billy arrugó la frente en honda concentración.
—Parecía un señorito —expresó, intentando recordar, en medio del caos de su mente, una imagen de su víctima—. Iba vestido de etiqueta, con camisa blanca, bonitos zapatos de charol…
—Su cara…, ¡su cara! —exigió el policía.
—¿Su cara? —exclamó Billy con genuina imaginación—. ¿Cómo puedo saber cómo era? ¿Voy a pararme a mirar la cara de un fulano a quien le estoy birlando el reloj?