6. Las pistas

Carteles de color rojo sangre, enronquecidos vendedores de periódicos, arrolladores titulares y columna tras columna de letra impresa dijeron al mundo, al día siguiente, cuán cerca habían estado los Cuatro de ser capturados. Los pasajeros de los trenes se inclinaban hacia los periódicos que sostenían sobre sus rodillas, comentando lo que habrían hecho de estar en el lugar del redactor jefe del Megaphone. La gente dejó de hablar de guerras, de hambres, de sequías, de accidentes de tráfico, de política, de los crímenes ordinarios de cada día y del emperador alemán, para dedicar su atención al tema del momento. ¿Cumplirían los Cuatro Hombres Justos su promesa y asesinarían al día siguiente al ministro de Asuntos Exteriores?

No se hablaba de otra cosa. Nada menos que un asesinato anunciado hacía un mes y que, a menos que ocurriese algún imprevisto, iba a cometerse al día siguiente.

No era de extrañar, pues, que la prensa de Londres dedicase su mayor espacio a discutir la aparición de Terrí y su recaptura.

«… no resulta muy fácil de comprender», decía el Telegram, «por qué, teniendo a esos canallas en sus manos, ciertos periodistas relacionados con un sensacional colega de medio penique les permitieron irse en libertad para que puedan llevar a cabo sus malvados designios contra un ilustre hombre de Estado cuya intachable… Empleamos el término condicional si debido a que, desafortunadamente, en estos días de periodismo barato, no pueden aceptarse sin reservas todas las noticias emanadas del sanctasanctórum de esos amantes del sensacionalismo; por tanto, afirmamos que si, como se ha asegurado, esos forajidos visitaron realmente la redacción de un colega en la noche de ayer…»

A mediodía, Scotland Yard hizo circular ampliamente una nota apresuradamente impresa:

MIL LIBRAS DE RECOMPENSA

SE BUSCA, por sospecharse que está relacionado con una organización criminal conocida como «Los Cuatro Hombres Justos», a MIGUEL TERRÍ, alias SAIMONT, alias EL CHICO, natural de Jerez, España; un español que no habla inglés. Estatura, un metro setenta y tres. Ojos pardos, cabello rubio, bigote ligeramente moreno, cara ancha. Señales: cicatriz blanca en una mejilla, antigua cuchillada en el tórax. Figura rechoncha.

La mencionada recompensa se dará a cualquier persona o personas que faciliten información conducente a la identificación y captura del llamado Terrí y de la banda conocida como «Los Cuatro Hombres Justos».

De lo cual podemos inferir que, actuando de acuerdo con la información proporcionada por el redactor jefe y su ayudante a las dos de la madrugada, el Cable Directo con España estuvo muy ocupado. Se obligó a saltar de sus camas a importantes personajes de Madrid, y el historial de Terrí, según estaba archivado en el Departamento, fue reconstruido gracias a los registros de sus casilleros en beneficio de un enérgico comisario de Policía.

Sir Philip Ramón, que estaba escribiendo en su despacho de Portland Place, encontraba difícil concentrarse en la carta que tenía ante él.

Era una misiva dirigida a su agente de Branfell, la inmensa finca donde, en los años en que no se dedicaba a la política, hacía vida de hacendado.

Sir Philip no tenía esposa, ni prometida ni hijos.

«… Si por algún azar esos hombres lograsen su propósito, ya me he ocupado ampliamente no sólo de usted, sino de todos los que me han prestado sus fieles servicios», escribía, de lo cual puede inferirse el tono de la carta.

Durante las últimas semanas, los sentimientos de Sir Philip hacia las posibles consecuencias de su proceder habían experimentado un cambio.

La irritación por el constante espionaje, amistoso por una parte, amenazador por otra, había engendrado en él un resentimiento tan amargo que todos sus temores se habían disipado. Su mente estaba poseída de la inquebrantable determinación de llevar a término la medida que tenía entre manos, de desbaratar los propósitos de los Cuatro Hombres Justos y de vindicar la integridad de un ministro de la Corona. «Sería absurdo», escribió

en un artículo titulado «Individualismo y Servicio Público», inserto unos meses más tarde en la Quaterly Review, «sería monstruoso suponer que la crítica incidental procedente de una fuente carente totalmente de autoridad pueda afectar, o de algún modo, influir, a un miembro del Gobierno en su concepto de la legislación necesaria para los millones de ciudadanos confiados a su tutela. Él es el instrumento, debidamente elegido, para poner en forma tangible los deseos y los anhelos de quienes naturalmente vuelven su mirada hacia él esperando, no sólo que provea los medios y los métodos que mejoren sus condiciones de vida, o que aligere las restricciones impuestas a las relaciones del comercio internacional, sino que ofrezca protección contra los riesgos que pueden comportar otras necesidades vitales, aparte de las comerciales… En tal caso, un ministro de la Corona que se precie debidamente de sus responsabilidades, deja de existir como hombre para pasar a ser un mero autómata despojado del factor humano».

Sir Philip Ramón tenía muy pocos amigos. No poseía ninguna de las cualidades que tornan popular a un hombre. Era un individuo honrado, consciente, fuerte. Era la criatura de sangre fría, cínica, que una existencia desprovista de amor había hecho de él. No tenía entusiasmo alguno… ni inspiraba ninguno. Cuando estaba persuadido de que un proceder era menos erróneo que cualquier otro, lo adoptaba. Satisfecho con que una medida era beneficiosa a la corta o a la larga para sus semejantes, la defendía contra viento y marea hasta su resultado final. Podía decirse de él que no tenía ambiciones… solamente objetivos. Era el miembro peligroso del Gabinete, al que dominaba con mano maestra, pues ignoraba el significado de la bendita palabra «compromiso».

Si tenía alguna opinión sobre cualquier materia bajo el sol, esa opinión había de ser necesariamente la de sus colegas.

Cuatro veces, en la breve historia de su administración, los titulares «Se rumorea la dimisión de un ministro del Gabinete» habían llenado los tablones de los periódicos, y cada vez, el ministro cuya dimisión fue finalmente aceptada había sido el miembro cuyos puntos de vista habían chocado con los del ministro de Asuntos Exteriores. Tanto en las cosas pequeñas como en las grandes tenía sus propios criterios.

Se había negado por completo a ocupar su residencia oficial, y el número 44 de Downing Street se convirtió en mitad oficina, mitad palacio. Su hogar era la casa de Portland Place, y de allí salía en coche todas las mañanas, pasando por delante del reloj de la Guardia Montada cuando éste daba la última campanada de las diez.

Un teléfono privado conectaba su despacho de Portland Place con la residencia oficial, siendo éste todo su contacto con la casa de Downing Street, la ocupación de la cual había constituido la ambición de los más destacados representantes de su partido.

Ahora, no obstante, al aproximarse el día en que habían de verse los resultados de todos sus esfuerzos, la Policía insistió en que trasladase su residencia a Downing Street.

Aquí, decían, la tarea de proteger al ministro se simplificaría. Conocían bien el número 44 de dicha calle. Podrían vigilar mejor sus cercanías y, además, el trayecto (¡peligroso trayecto!) entre Portland Place y Asuntos Exteriores quedaría eliminado.

Costó muchas presiones y súplicas inducir a sir Philip a dar incluso este paso, y sólo cedió cuando se le aseguró que la vigilancia a que estaba sujeto le resultaría menos perceptible.

—A usted no le gusta hallar a mis hombres al otro lado de la puerta cuando se está afeitando —dijo el superintendente Falmouth en tono contundente—. Puso usted objeciones a la presencia de uno de mis muchachos en su cuarto de aseo la otra mañana, y se quejó por tener que soportar la presencia de un detective de paisano en su coche… Bien, sir Philip, le prometo que en Downing Street ni siquiera los verá.

Esto puso punto y final a las argumentaciones.

Hasta justamente antes de abandonar Portland Place para ocupar su nueva residencia no se sentó a escribir a su agente, mientras el superintendente esperaba en el antedespacho.

El teléfono situado junto al codo de sir Philip emitió un suave zumbido (odiaba los timbres), y la voz de su secretario particular le preguntó con cierta ansiedad cuánto tardaría aún.

—Tenemos sesenta agentes de servicio en el 44 —prosiguió el joven y eficiente secretario—, y hoy y mañana estaremos… —y sir Philip escuchó con creciente impaciencia el recital.

—Me maravilla que no haya adquirido una caja de caudales para encerrarme dentro —rezongó, poniendo término a la conversación.

Hubo una llamada a la puerta y Falmouth asomó la cabeza.

—No quiero meterle prisa, señor —murmuró—, pero…

El ministro del Exterior se marchó a Downing Street con algo notablemente parecido a la cólera. Pues no estaba habituado a que le metieran prisas, o a que lo cuidasen, ni a recibir órdenes a diestro y siniestro. Aún le irritó más el ver a los ya familiares ciclistas a cada lado del coche y el reconocer cada pocos metros a un obvio policía de paisano admirando las vistas de la acera; y cuando llegó a Downing Street y vio que impedían el paso a todos los carruajes menos al suyo y que se había congregado una enorme multitud de morbosos mirones para aclamarlo a la entrada, se sintió como nunca en su vida se había sentido… humillado.

Halló a su secretario esperándolo en su despacho privado, provisto del esquema del discurso de introducción a la segunda lectura del Acta de Extradición.

—Estamos completamente seguros de que la Oposición ofrecerá una gran resistencia —informó el secretario—, pero Mainland ha hecho una llamada especial a todos los nuestros, y espera conseguir una mayoría de treinta y seis… como mínimo.

Ramón repasó las notas y las encontró confortantes. Le devolvían la vieja sensación de seguridad e importancia. Al fin y al cabo, él era un gran ministro del Estado. Desde luego, aquellas amenazas eran absurdas por completo (la Policía era la culpable del revuelo armado; y, por supuesto, la prensa). Sí, eso es lo que había sido todo… un espejismo sensacionalista de los periódicos.

Había algo optimista, algo casi cordial, en su semblante, cuando se volvió con media sonrisa hacia su secretario.

—Bien, ¿qué se sabe de mis desconocidos amigos…, como se llaman a sí mismos los muy canallas… los Cuatro Hombres Justos?

Aunque así hablara, estaba interpretando un papel. No había olvidado aquella denominación, que no se apartaba de su mente ni de día ni de noche.

El secretario titubeó. Entre su superior y él, los Cuatro Hombres Justos habían sido hasta entonces un tema tabú.

—Oh… no hemos oído de ellos mucho más de lo que usted haya podido leer —respondió en tono inseguro el secretario—. Sí, se sabe ya quién es Terrí, mas no se ha conseguido localizar a sus tres compañeros.

El ministro frunció los labios.

—Me conceden hasta mañana por la noche para retractarme —declaró.

—¿Ha vuelto a tener noticias suyas?

—La más breve de las notas —informó sir Philip con ligereza.

—¿Y en caso de que no se retracte…?

—Cumplirán su promesa —respondió sir Philip lacónicamente, pues la expresión «Y en caso de que no se retracte…» le había transmitido al corazón un frío cuya razón no acababa de comprender.

En la habitación de arriba del taller de Carnaby Street, Terrí, sumiso, hosco, temeroso, estaba sentado frente a los Tres.

—Quiero que entiendas claramente —decía Manfred— que no te guardamos rencor por lo que has hecho. Opino, y lo mismo opina el señor Poiccart, que el señor González hizo bien en respetar tu vida y volver a traerte con nosotros.

Terrí bajó la mirada ante la sonrisa semifestiva del hablante.

—Mañana por la noche harás lo que acordamos hacer… si todavía sigue siendo necesario. Después, te irás… —calló.

—¿Adónde? —exigió Terrí, súbitamente encolerizado—. ¿Adónde, en nombre del Cielo? Les he dicho mi nombre y sabrán quién soy sólo con escribir a la Policía española. ¿Adónde podré ir?

Se incorporó de un salto, lanzando a los tres una mirada asesina. Sus manos temblaban de rabia, y su sólido esqueleto estaba siendo sacudido por la intensidad de su ira.

—Tú mismo te has traicionado —replicó Manfred en voz baja—, y ése es tu castigo. Pero nosotros encontraremos un sitio para ti, una nueva España bajo otro firmamento…, donde te estará aguardando la chica de Jerez.

Terrí paseó su mirada suspicazmente de uno a otro. ¿Se estarían divirtiendo a su costa?

No había sonrisas en sus rostros. González lo miraba con ojos inquisitivos y penetrantes, como si hubiese visto algún significado oculto en sus palabras.

—¿Lo juran? —preguntó Terrí roncamente—. ¿Lo juran por él…?

—Te lo prometo… y si quieres, lo juraré —le interrumpió Manfred—. Y ahora —prosiguió, cambiando la voz—, ¿sabes ya lo que se espera de ti mañana por la noche…, sabes lo que tienes que hacer?

Terrí asintió.

—No ha de haber ninguna pega…, ningún fallo. Tú, yo, Poiccart y González mataremos a ese hombre injusto de un modo que el mundo no puede sospechar… Una ejecución tal que asombrará a la humanidad. Una muerte rápida, una muerte segura, una muerte que se deslizará a través de estrechas hendiduras, que pasará junto a los guardianes sin ser vista. Ah, nunca se ha hecho nada semejante sobre la faz de la Tierra, nada que… —se detuvo en seco, encendidas las mejillas y encandilados los ojos, y se encontró con la mirada de sus dos compañeros. Poiccart, impasible, semejante a una esfinge; León, interesado y analítico. La cara de Manfred adquirió un matiz más pálido.

—Lo siento —murmuró casi con humildad—. Por un momento he olvidado la causa y el fin, debido a lo ingenioso del método.

Alzó una mano en son de disculpa.

—Es comprensible —razonó Poiccart con gravedad.

León presionó amistosamente el brazo de Manfred.

Durante un momento guardaron un silencio embarazoso, que rompió Manfred echándose a reír.

—¡Manos a la obra! —exclamó, y encabezó el grupo en dirección al improvisado laboratorio.

Una vez dentro, Terrí se despojó de la chaqueta. Ahora estaba en su terreno, y, dejando de ser el prisionero acobardado, pasó a tomar la iniciativa del grupo, dirigiendo a los otros, dando instrucciones e impartiendo órdenes hasta ganarse a los hombres que, minutos antes, le causaban tan intenso terror.

Quedaba mucho por hacer, mucho que ensayar, mucho que calcular, muchas pequeñas sumas que trazar en el papel, pues en el asesinato de sir Philip Ramón intervendrían al servicio de los Cuatro los recursos de la ciencia.

—Voy a inspeccionar la zona —manifestó de repente Manfred, y, tras desaparecer por el estudio, volvió con una escala de madera. La desplegó en el lóbrego pasillo y ascendió ágilmente. Empujó una trampilla que daba paso al tejado del edificio.

Se izó con cuidado, reptó por la plomiza superficie y, poniéndose de pie cautelosamente, se asomó sobre el bajo parapeto.

Se hallaba en el centro de un círculo de casi un kilómetro de radio, compuesto de tejados irregulares. Más allá de la circunferencia de su horizonte, Londres surgía cual lúgubre aparición a través del humo y la niebla. Abajo, la calle estaba muy frecuentada. Manfred inspeccionó velozmente el tejado con sus chimeneas, su poco ornamental poste de telégrafo, su suelo plomizo y sus canalones oxidados; después, por medio de unos prismáticos de campaña, examinó larga y concienzudamente la vista hacia el sur. Volvió a arrastrarse hacia la trampilla, la levantó, y fue dejándose caer con sumo cuidado hasta que sus pies tocaron el último peldaño de la escalera. Luego descendió rápidamente, dejando cerrada la trampilla.

—¿Y qué…? —preguntó Terrí con cierta nota triunfal en la voz.

—Veo que lo has clasificado bien —concedió Manfred.

—Es mejor así…, puesto que trabajaremos en la oscuridad —explicó Terrí.

—¿Viste entonces…? —comenzó Poiccart.

Manfred asintió.

—Muy borrosamente… Las Casas del Parlamento sólo se divisan vagamente, y Downing Street parece un amasijo de tejados.

Terrí había vuelto a la tarea que estaba reclamando su atención. Fuese cual fuese su oficio, era un trabajador diestro.

De algún modo sentía la necesidad de ofrecer a aquellos hombres lo mejor de sí mismo. En los días pasados habíase visto forzado a reconocer la superioridad de ellos, y ahora sentía el afán de hacer valer su destreza, su individualidad, y de ganarse la estima de unos individuos que le habían hecho sentir su pequeñez.

Manfred y los otros dos se mantenían apartados de Terrí, observándolo en silencio. León, con expresión perpleja, mantenía sus ojos fijos en el rostro del trabajador. Él, el científico, el fisiognomista (su traducción de la Fisiognomía de Lequetius era estimada como la más pulcra), intentaba reconciliar la imagen del criminal con la del artesano.

Terrí no tardó mucho en finalizar su labor.

—Todo listo —anunció con una abierta sonrisa de satisfacción—. Dejen que encuentre a su ministro del Exterior, concédanme un minuto de charla con él, y al minuto siguiente es hombre muerto.

Su rostro, repulsivo en reposo, era ahora demoníaco. Traía al recuerdo algunos de los toros más fieros de su país, siendo aún más terrible por la ansiedad de sangre que parecía palpitar en las aletas de su nariz.

Los rostros de los otros ofrecían un curioso contraste. Ni un músculo se movía. No había ni exultación ni alegría en sus expresiones… Sólo había ese algo curioso que entra sigilosamente en el semblante del juez cuando pronuncia la inexorable sentencia de la ley. Terrí captó ese algo, que le heló hasta la médula de los huesos.

Levantó las manos con violencia, como intentando ahuyentar aquellos pétreos semblantes.

—¡Basta! ¡Basta! —chilló—. No miren así, en nombre de Dios… ¡No, no!

Se cubrió el rostro con manos temblorosas.

—¿De qué modo, Terrí? —inquirió León suavemente.

Terrí movió la cabeza.

—No sé explicarlo… Como el juez de Granada cuando dice…, cuando dice: «¡Qué se cumpla la sentencia!».

—Si producimos esa impresión —dijo Manfred con severidad— es porque somos jueces… y no sólo jueces, sino ejecutores de nuestras sentencias.

—Pensé que habían quedado ustedes complacidos —gimoteó Terrí.

—Lo has hecho bien —observó Manfred gravemente.

—¡Muy bien, muy bien! —corroboraron los otros.

—Quiera Dios que tengamos éxito —añadió Manfred solemnemente, y Terrí contempló asombrado a este curioso individuo.

El superintendente Falmouth comunicó al comisario aquella tarde que habían acabado de adoptarse todas las disposiciones encaminadas a la protección del ministro amenazado.

—He llenado el 44 de Downing Street —informó—; hay prácticamente un hombre en cada habitación. He apostado a cuatro de nuestros mejores agentes en el tejado, a otros en el sótano, a otros en las cocinas.

—¿Y los sirvientes? —quiso saber el comisario.

—Sir Philip ha traído a su propia servidumbre del campo, y ahora no hay una sola persona en la casa, desde el secretario particular hasta el portero, cuyos datos e historial no conozca de la A a la Z.

El comisario exhaló un suspiro de ansiedad.

—Me alegraré cuando concluya todo mañana. ¿Cuáles son los últimos preparativos?

—No ha habido cambios, señor, después de lo que dispusimos la mañana en que se instaló sir Philip. Él permanecerá en el 44 todo el día de mañana hasta las ocho y media, se dirigirá a la Cámara a las nueve para la segunda votación del Acta y regresará a las once.

—He dado órdenes para que desvíen el tráfico a lo largo del Embankment entre las nueve menos cuarto y las nueve y cuarto, y lo mismo a las once —manifestó el comisario—. Cuatro coches cerrados irán desde Downing Street a la Cámara, y sir Philip los seguirá en un auto inmediatamente detrás.

Hubo una llamada a la puerta (la conversación tenía lugar en el despacho del comisario), y entró un agente. Dejó una tarjeta sobre la mesa.

—El señor José de Silva —leyó el comisario—. Es el jefe de la Policía española —explicó al superintendente, y agregó—: Hágale pasar, por favor.

El señor De Silva, hombrecillo de elásticos movimientos, barbudo y de nariz pronunciada, saludó a los ingleses con la exagerada cortesía que es peculiar en los círculos oficiales españoles.

—Lamento haberle hecho venir —se excusó el comisario, después de haber estrechado la mano de su visitante y haberle presentado a Falmouth—, pero pensé que podría ayudarnos en nuestra investigación sobre Terrí.

—Por suerte me hallaba en París —dijo el español—. Sí, conozco a Terrí, y me asombra sobremanera que se halle en tan distinguida compañía. ¿Si conozco a los Cuatro? —sus hombros subieron hasta sus orejas—. ¿Quién no? Hubo un caso en Málaga, ¿sabe? (…) Terrí no es un gran criminal. Me quedé de una pieza al saber que se había unido a la banda.

—A propósito —dijo el comisario, cogiendo una copia de la ficha policial que yacía sobre su escritorio, y pasando la vista sobre ella—, los suyos omitieron decir (aunque realmente no tenga gran importancia) cuál es el oficio de Terrí.

El policía español frunció el ceño.

—¡El oficio de Terrí! Permítanme recordar —hizo memoria durante un instante—. ¿El oficio de Terrí? Me parece que no lo sé, si bien tengo idea de que tiene algo que ver con la goma. Su primer delito consistió en robar goma; pero si desean saberlo con seguridad…

El comisario se echó a reír.

—Carece por completo de importancia —dijo con ligereza.