5. El ultraje al «Megaphone»

El redactor jefe del Megaphone, al volver de cenar, se topó con el director del periódico en la escalera. El director, hombre de rostro juvenil, interrumpió sus cábalas sobre un nuevo proyecto (el Megaphone era la sede de los nuevos proyectos), y se interesó por el asunto de los Cuatro Hombres Justos.

—La excitación popular va en aumento —informó el redactor jefe—. La gente no habla de otra cosa que del próximo debate sobre el Acta de Extradición, y el Gobierno está adoptando todo género de medidas para prevenir un ataque a Ramón.

—¿Cuál es, no obstante, la creencia general?

El interrogado se encogió de hombros.

—En realidad, nadie cree que vaya a suceder nada, a pesar de la bomba.

El director, tras meditar unos instantes, preguntó de pronto:

—¿Qué piensas tú?

El redactor jefe se echó a reír.

—Pienso que nunca llevarán a cabo la amenaza; por esta vez, los cuatro han dado con un hueso duro de roer. Si no hubieran avisado a Ramón hubieran podido hacer algo, pero estando éste ya en guardia…

—Ya lo veremos —terminó el director, y se fue a su casa.

El redactor jefe, mientras subía por la escalera, se preguntó por cuánto tiempo los Cuatro serían noticia en su periódico, y casi deseó que realizaran el atentado, aunque resultase fallido, cosa que consideraba inevitable.

Su despacho estaba cerrado y a oscuras. Sacó la llave del bolsillo, la insertó en la cerradura, la hizo girar, abrió la puerta y entró.

—Me pregunto… —musitó, alargando la mano hacia el interruptor de la luz…

Hubo un destello cegador y unas fugaces llamaradas, y el cuarto volvió a sumirse en la oscuridad.

Sobresaltado, salió al corredor y pidió a voces una luz.

—¡Qué venga el electricista! —tronó—. ¡Se ha fundido uno de esos malditos plomos!

Una linterna reveló que la habitación estaba llena de un humo acre, y el electricista descubrió que habían sacado todas las bombillas de sus casquillos y las habían dejado sobre el escritorio.

De uno de los brazos de la lámpara pendía un fino alambre en espiral, a cuyo extremo había una cajita negra, de la que surgía el humo.

—Abrid las ventanas —ordenó el jefe de redacción.

Trajeron un cubo con agua y metieron cuidadosamente la cajita en él.

Fue entonces cuando el redactor jefe reparó en el sobre de color gris verdoso que yacía sobre la mesa. Lo cogió, le dio la vuelta, lo abrió y observó que la solapa todavía estaba húmeda. Decía la nota:

Distinguido señor:

Cuando encienda la luz este atardecer, probablemente se imaginará por un momento que es víctima de uno de esos «ultrajes» a que tanto le gusta referirse. Le debemos nuestras disculpas por las molestias que podamos haberle causado. La sustitución de una lámpara por un «enchufe» conectado a una pequeña carga de magnesio en polvo es el motivo de su desconcierto. Le rogamos crea que hubiera sido igual de sencillo conectar una carga de nitroglicerina, con lo que usted hubiese sido su propio verdugo. Hemos dispuesto esta artimaña como prueba de nuestra inflexible intención de cumplir nuestra promesa respecto al Acta de Extradición. No existe ningún poder en la tierra que pueda salvar a sir Philip Ramón de la destrucción, y le rogamos a usted, como controlador de un gran medio de difusión, que haga uso de su influencia para inclinar la balanza hacia el lado de la justicia, invocando a su Gobierno para que desapruebe una medida tan injusta, para que se salven no sólo las vidas de muchas personas inofensivas que han hallado un refugio en su país, sino también la vida de un ministro de la Corona, cuya única culpa, a nuestros ojos, es su celo en favor de una causa injusta.

(firmado) LOS CUATRO HOMBRES JUSTOS

—¡Uiu! —silbó el redactor jefe, pasándose un pañuelo por la frente y mirando la empapada caja que flotaba tranquilamente sobre el agua del cubo.

—¿Le ocurre algo, señor? —preguntó el electricista.

—Nada, nada —fue la seca respuesta—. Termine su trabajo, ponga esas bombillas en su sitio y váyase.

El obrero, picado por la curiosidad, contempló la flotante caja y el pedazo de alambre.

—Esto es algo raro, señor —comentó—. Si quiere saber mi opinión…

—No le he pedido su opinión. Acabe su trabajo y márchese —le atajó el redactor jefe del Megaphone.

—Le ruego que me perdone; no quería molestarlo —se disculpó humildemente el artesano.

Media hora después, el redactor jefe del Megaphone estaba discutiendo la situación con Welby.

Welby, que era el más destacado corresponsal extranjero en Londres, sonrió amablemente y confesó su asombro.

—Siempre he creído que esos tipos hablan en serio —afirmó con entusiasmo—. Es más, tengo el pleno convencimiento de que cumplirán su promesa. Cuando estuve en Génova —Welby obtenía mucha de su información de primera mano—. ¿O fue en Sofía?…, conocí a un sujeto que me habló del caso Trelovitch. El general Trelovitch era uno de los que asesinaron al rey de Servia[26], como tú recordarás.

Bien, una noche salió de su cuartel para asistir al teatro… Aquella misma noche lo hallaron muerto en una plaza pública con una espada atravesándole el corazón. En aquel caso hubo dos detalles dignos de mención —el corresponsal del extranjero los indicó con los dedos—. Primero, el general asesinado era un notable espadachín, y todas las evidencias mostraban que no lo habían matado a sangre fría, sino en un duelo; segundo, el muerto llevaba un corsé, como suelen llevarlo muchos militares agermanados, y uno de sus atacantes reparó en el hecho, seguramente al propinarle una estocada, y le obligó a quitárselo; sea como sea, lo cierto es que hallaron dicha prenda muy cerca del cadáver.

—¿Se supo por entonces que aquello era obra de los Cuatro? —inquirió el redactor jefe.

Welby negó con la cabeza.

—Ni siquiera yo tenía idea entonces de que existieran. ¿Y tú qué has hecho después del susto que te llevaste?

—He interrogado a los porteros, a los botones y a cuantos estaban de servicio en aquellos momentos, pero la llegada y la marcha de nuestro misterioso amigo (no creo que fuera más de uno) sigue sin explicación. La verdad es, Welby, que estoy bastante desorientado. La goma del sobre todavía estaba húmeda. La carta debió de ser escrita dentro del edificio y metida en el sobre momentos antes de entrar yo en mi despacho.

—¿Estaban abiertas las ventanas?

—No; las tres estaban cerradas con pestillo, y hubiera sido imposible penetrar en la habitación por ese medio.

El detective que se presentó para obtener un informe de las circunstancias del caso fue de la misma opinión.

—La persona que dejó la nota debió de salir de esta habitación como mucho un minuto antes de llegar usted —concluyó, y se hizo cargo de la carta.

Siendo un detective joven y entusiasta, antes de dar por terminada la investigación efectuó un registro sumamente meticuloso de la estancia, levantando alfombras, golpeando paredes, inspeccionando armarios y tomando laboriosas e innecesarias medidas con una regla graduada.

—Muchos policías se burlan de las historias de detectives —explicó al divertido redactor jefe—, pero yo he leído todas las obras de Gaboriau y Conan Doyle[27], y creo en la observación de los pequeños detalles. No halló ceniza de cigarrillos o algo por el estilo, ¿verdad? —preguntó anhelosamente.

—Siento decirle que no —dijo el jefe de redacción gravemente.

—Lástima —se condolió el detective, y tras envolver la «máquina infernal» y el alambre, se despidió.

Poco después el redactor jefe comunicó a Welby que el discípulo de Holmes había dedicado media hora a examinar el suelo con su magnífica lupa.

—Encontró medio soberano que perdí hace semanas. No hay mal que por bien no venga.

Nadie se enteró en toda la tarde de lo ocurrido en el despacho del jefe de redacción, a excepción de éste y Welby. Hubo cierto rumor en el departamento de los redactores, referente a un pequeño incidente ocurrido en el sancta sanctorum.

—Al jefe se le fundió un plomo en su despacho y se llevó un susto de aúpa —anunció el periodista que se cuidaba de las listas de embarque.

—Pues a mí —dijo el experto en climatología, levantando la vista de su mapa del tiempo— también me ha ocurrido algo parecido. Una de estas noches…

El redactor jefe había dirigido unas firmes palabras al detective antes de la marcha de éste.

—Sólo usted y yo conocemos lo sucedido aquí, de modo que si se filtra la noticia sabré que es culpa de Scotland Yard.

—Le aseguro que nadie sabrá nada por boca nuestra —repuso el detective—. Ya estamos metidos en aguas demasiado calientes.

—Está bien —aprobó el jefe de redactores, pero aquel «está bien» sonó como una amenaza.

Así que Welby y el redactor jefe guardaron secreto el incidente hasta media hora antes de que el periódico entrara en prensa.

Este proceder puede extrañar al profano, mas la experiencia ha demostrado a la mayoría de quienes controlan los periódicos que las noticias tienen una malhadada tendencia a filtrarse al exterior antes de ser publicadas.

Se sabe de linotipistas avarientos (pues hasta los linotipistas pueden ser avarientos) que han obtenido copias de importantes noticias en exclusiva y las han arrojado por una oportuna ventana, haciéndolas caer junto a un paciente individuo que está al acecho en la calle y que sin dilación corre a la redacción de un diario rival, vendiendo la noticia por más de su peso en oro.

Pero a las once y media de la noche, la colmena del Megaphone empezó a zumbar, siendo entonces cuando los redactores supieron lo del «ultraje».

Fue una gran noticia, otro triunfo en exclusiva del Megaphone, cuyos titulares, que llenaban media página, decían:

OTRA VEZ LOS CUATRO HOMBRES JUSTOS.

ASALTO EN LA REDACCIÓN DEL «MEGAPHONE».

INGENIO DIABÓLICO.

Otra carta amenazadora. Los Cuatro cumplirán su promesa. Un documento sensacional. ¿Podrá la policía salvar a sir Philip Ramón?

—Sí, una excelente noticia —afirmó el jefe de redacción, complacido al leer las pruebas.

Estaba ya a punto de marcharse y conversaba con Welby junto a la puerta.

—No está mal —concedió el exigente corresponsal extranjero—. Pero opino que… ¡Hola!

El saludo iba dirigido a un botones que acompañaba a un desconocido.

—Este caballero desea hablar con alguien, señor… Está algo excitado, de modo que lo he dejado pasar. Es extranjero y no entiendo lo que dice…, así que se lo traigo a ustedes.

—¿Qué desea usted? —inquirió el redactor jefe en francés.

El desconocido hizo un gesto negativo con la cabeza, y pronunció unas palabras en otro idioma.

—Ah…, español —sonrió Welby—. Bien, ¿qué desea? —inquirió en dicho idioma.

—¿Es ésta la redacción de este periódico? —preguntó el español, exhibiendo un ajado ejemplar del Megaphone.

—Sí.

—¿Podría hablar con el jefe?

El redactor jefe miró al recién llegado con manifiesta desconfianza.

—Yo soy el jefe.

El desconocido miró hacia atrás por encima del hombro y luego se inclinó hacia adelante.

—Yo soy uno de los Cuatro Hombres Justos —declaró en tono titubeante.

Welby dio un paso hacia él y escrutó su rostro atentamente.

—¿Cómo se llama?

—Miguel Terrí, de Jerez —aclaró el desconocido.

Eran las diez y media cuando, de regreso de un concierto, la berlina que conducía a Poiccart y a Manfred hacia el oeste de Londres cruzó la plaza de Hannover y dobló hacia Oxford Street.

Decía Manfred a su amigo:

—Una vez asegurado, mediante cualquier inocente consulta telefónica, de que el redactor jefe está ausente, entras en el edificio y preguntas por él. Te dirán que no está y tú insistirás en ver a alguien de las oficinas. Te guiarán hasta éstas… Expones tu caso con brevedad a cualquiera. Lo sentirán mucho, pero no podrán ayudarte. Son muy amables, pero no hasta el extremo de acompañarte a la salida, por lo que, haciéndote el despistado en busca de ésta, llegas hasta el despacho del redactor jefe y, tras cerciorarte de que no está, te escurres dentro, dispones todo según lo convenido, sales dejando la puerta cerrada en caso de que no haya nadie por allí, o despidiéndote en voz alta de un ocupante imaginario si alguien te ve… y voilà!

Poiccart mordió la punta de su cigarro.

—Emplea para el sobre una goma que no se seque antes de una hora o así, y eso aumentará el misterio —dijo calmosamente, y Manfred se mostró muy divertido.

—El sobre recién cerrado es un cebo irresistible para cualquier detective inglés —asintió.

El coche dejó Oxford Street para internarse en Edgware Road, y Manfred abrió la puertecita que los separaba del conductor.

—Nos apearemos aquí —indicó, y el hombre acercó el vehículo a la acera.

—Pensé que habían dicho Pembridge Gardens… —observó cuando Manfred abonaba el trayecto.

—Así fue —afirmó Manfred—. Buenas noches.

Se quedaron charlando en la acera hasta que el coche desapareció, y entonces volvieron sus pasos hacia Marble Arch, cruzaron hasta Park Lane, recorrieron aquella plutocrática calle y doblaron por Piccadilly. Cerca del Circus hallaron un restaurante con un mostrador largo y muchos pequeños reservados con mesas de mármol, en torno a las cuales había diversos clientes bebiendo, fumando y hablando. En uno de los reservados estaba González, solo, fumando un largo cigarrillo, con una expresión meditativa en su expresivo y bien rasurado rostro.

Al verlo, ninguno de los recién llegados evidenció el menor signo de sorpresa…, si bien el corazón de Manfred se saltó un latido y las pálidas mejillas de Poiccart dejaron afluir dos manchas encarnadas.

Tomaron asiento, vino un camarero, pidieron unas consumiciones y, cuando el camarero se hubo alejado, Manfred preguntó en voz baja:

—¿Dónde está Terrí?

León hizo un ligerísimo encogimiento de hombros.

—Terrí se ha escapado —explicó calmosamente.

Durante un largo minuto ninguno habló.

—Esta mañana, antes de iros vosotros —prosiguió León González—, le entregasteis varios periódicos, ¿verdad?

—Eran ingleses —asintió Manfred—. Terrí no entiende ni una palabra de inglés, pero había unas fotografías y pensé que podía distraerse mirándolas.

—Y entre aquellos periódicos estaba el Megaphone, ¿verdad?

—Sí…, ¡claro! —recordó Manfred de repente.

—La oferta de la recompensa, junto con el anuncio del indulto, estaban impresos en español.

Manfred tenía la mirada perdida en el vacío.

—Sí, lo recuerdo —asintió lentamente—. Lo leí después.

—Fue muy ingenioso —comentó Poiccart aprobadoramente.

—Noté que estaba bastante excitado, pero lo achaqué a lo que le habíamos contado anoche sobre el método que hemos adoptado para eliminar a Ramón y al papel que le hemos asignado en el asunto.

León varió de tema al ver aproximarse al camarero con los refrescos.

—Es inconcebible que un caballo en el que se apuesta tanto dinero no haya sido enviado a Inglaterra al menos con un mes de antelación.

—Nunca se ha oído que se haga pasar la cuarentena al caballo favorito de una gran carrera —repuso Manfred severamente.

El camarero se alejó.

—Esta tarde salimos a dar el acostumbrado paseo —prosiguió González— y llegamos a Regent Street. Terrí se detenía cada pocos segundos para mirar los escaparates. De repente, estando parados ante el escaparate de un establecimiento fotográfico…, lo eché de menos. Había cientos de personas en la calle, pero no se veía a Terrí… He estado buscándolo desde entonces.

León dio un sorbo a su bebida y consultó su reloj.

Sus dos compañeros no hicieron ni dijeron nada.

Un observador minucioso, no obstante, habría visto que las manos de Poiccart y de Manfred se elevaban hacia el botón superior de sus chaquetas[28].

—Quizá no sea para tanto —sonrió González.

Por fin, Manfred habló.

—Toda la culpa es mía —comenzó, pero calló ante un ademán de Poiccart.

—Si alguna culpa existe, yo estoy completamente exento de ella, ¿no es cierto? —dijo, y soltó una breve carcajada—. No, George, es demasiado tarde para hablar de culpas. Hemos subestimado la astucia del español, la eficiencia de los periodistas ingleses y…, y…

— …y nos olvidamos de la chica de Jerez —concluyó León.

Transcurrieron cinco minutos en silencio, cada cual embebido en sus pensamientos.

—Tengo un automóvil no lejos de aquí —expresó González al cabo—. Vosotros me citasteis aquí a Las once; la lancha está en Burnham-on-Crouch… Podemos estar en Francia al amanecer.

—¿Cuál es tu opinión personal? —preguntó Manfred, mirándolo fijo a los ojos.

—Debemos quedarnos y terminar el trabajo —declaró León.

—Opino lo mismo —manifestó Poiccart con resolución.

Manfred llamó al camarero.

—¿Tiene la última edición de los diarios de la tarde?

El camarero respondió que podría conseguirlos. Volvió con dos periódicos.

Manfred repasó las páginas atentamente, y dejó los ejemplares a un lado.

—En éstos no hay nada —anunció—. Si Terrí ha acudido a la policía, tendremos que escondernos e idear otro método para el ataque, o bien atacar ahora mismo. Al fin y al cabo, Terrí nos ha dicho todo lo que necesitábamos saber, pero…

—Eso sería injusto para Ramón —fue Poiccart el que concluyó la frase, en un tono que ponía fin brusco a aquella posibilidad—. Todavía le quedan dos días de plazo, y aún ha de recibir una última advertencia.

—Entonces es preciso encontrar a Terrí.

Fue Manfred quien habló, y a continuación se puso de pie, siendo imitado por Poiccart y González.

—Si Terrí no ha acudido a la policía…, ¿adónde ha ido?

La entonación con que León formuló la pregunta sugería ya la respuesta.

—A la redacción del periódico que publicó el anuncio en español —respondió Manfred, e instintivamente los tres hombres supieron que ésta era la solución correcta.

—Tu automóvil nos será útil —observó Manfred, y los tres salieron del bar.

En el despacho del redactor jefe, Terrí se hallaba frente a los dos periodistas.

—¿Terrí? —repitió Welby—. No me suena ese apellido. ¿De dónde viene usted? ¿Dónde vive?

—Vengo de Jerez, en Andalucía; de las bodegas de Sieno.

—No pregunto eso —le interrumpió Welby—. De dónde viene ahora, de qué parte de Londres.

Terrí levantó las manos desesperadamente.

—¿Cómo puedo saberlo? Hay tantas calles, tantas casas, tanta gente… Bueno, vivo aquí en Londres, y tenía que matar a un hombre, a un ministro, porque ha hecho una ley muy mala… Ellos no me dijeron…

—¿Ellos? ¿Quiénes? —preguntó ávidamente el redactor jefe.

—Los otros tres.

—¿Sus nombres?

Terrí dirigió una mirada suspicaz a su inquisidor.

—Hay una recompensa —gruñó—, y un perdón. Quiero tener ambas cosas antes de decir…

El redactor jefe pasó detrás de su escritorio.

—Si usted es uno de los Cuatro tendrá la recompensa… y ahora mismo una parte de ella.

Pulsó un timbre y se presentó un botones.

—Ve a la sala de composición y dile al jefe de la imprenta que no deje marchar a ninguno de sus empleados hasta que yo dé la orden.

Abajo, en el sótano, las rotativas atronaban el espacio, haciendo volar las primeras noticias de la edición matutina.

—Ahora… —el redactor jefe se volvió hacia Terrí, que, inquieto, cambiaba constantemente su postura sobre los pies—, ahora, cuente todo cuanto sepa.

Terrí no respondió, manteniendo los ojos fijos en el suelo.

—Hay una recompensa y un perdón —musitó tercamente.

—¡Basta! —le atajó Welby—. Recibirá la recompensa y también el perdón. Vamos, diga de una vez, ¿quiénes son los Cuatro Hombres Justos, quiénes son los otros tres? ¿Dónde se los puede encontrar?

—Aquí —resonó una voz a sus espaldas; y Welby se volvió en el instante en que un desconocido, tras cerrar la puerta, se encaraba con los tres hombres…, un desconocido vestido de smoking y enmascarado hasta la barbilla.

En la mano, que colgaba a un costado, había un revólver.

—Yo soy uno de ellos —precisó con tranquilidad—. Hay otros dos aguardando fuera de este edificio.

—¿Cómo ha logrado llegar hasta aquí?… ¿Qué es lo que se propone? —demandó el redactor jefe al tiempo que alargaba la mano hacia un cajón abierto del escritorio.

—Aparte la mano de ahí —y el fino cañón del revólver se levantó con una sacudida—. Cómo llegué hasta aquí, el portero se lo explicará cuando recobre el conocimiento. El motivo de mi visita es que deseo salvar mi vida…, deseo bastante razonable. Si Terrí habla, es posible que yo sea hombre muerto… y por lo tanto estoy decidido a impedir que hable. No tengo nada contra ustedes, caballeros, pero si alguno me hace frente lo mataré —estableció sin ambages.

Habíase expresado en inglés. Terrí, con los ojos desmesuradamente abiertos y la nariz aleteante, se acurrucó contra la pared, respirando aceleradamente.

—Tú —continuó el enmascarado, dirigiéndose en español al aterrado delator— hubieras traicionado a tus camaradas… Hubieras destruido un noble propósito. Por tanto, es justo que mueras.

Levantó el arma a la altura del pecho de Terrí, quien cayó de rodillas, articulando a duras penas una plegaria.

—¡Dios mío…, no! ¡No! —gritó el redactor jefe, saltando hacia adelante.

El revólver se volvió hacia él.

—Caballero —dijo el desconocido, y su voz se ahogó hasta ser casi un susurro—, por el amor de Dios, no me obligue a matarle a usted.

—Usted no cometerá un asesinato a sangre fría —exclamó el jefe de redacción, blanco de ira, avanzando un paso más. Welby lo contuvo.

—¿Qué vas a adelantar? —preguntó el corresponsal en voz baja—; él está resuelto a hacerlo… No podemos hacer nada.

—Pueden hacer algo —replicó el desconocido, dejando caer a un lado el brazo que sostenía el revólver.

Hubo una llamada a la puerta.

—Digan que están ocupados —y el revólver apuntó a Terrí, que era una sollozante, temblorosa mole junto a la pared.

—No interrumpan ahora —voceó el redactor jefe—. Estoy ocupado.

—Las rotativas esperan —informó la voz del botones.

—Y ahora —dijo el redactor jefe cuando los pasos del muchacho se hubieron alejado—, ¿qué podemos hacer?

—Pueden salvar la vida de este hombre.

—¿Cómo?

—Dándome su palabra de honor de que nos dejarán marchar a los dos, y que no darán ninguna voz de alarma ni saldrán de este despacho antes de un cuarto de hora.

El redactor jefe titubeó.

—¿Cómo sabremos que no cometerá usted el asesinato tan pronto como estén fuera de aquí?

El otro rió bajo su máscara.

—¿Cómo puedo saber que tan pronto como salgamos de esta habitación no pedirán socorro?

—Yo le daría mi palabra —respondió firmemente el jefe de redactores.

—Y yo la mía —fue la tranquila réplica—. Y jamás he faltado a ella.

El redactor jefe luchaba consigo mismo. En sus manos tenía la noticia más sensacional en lo que iba de siglo. Un minuto más, y le habrían sacado a Terrí el secreto de los Cuatro.

Incluso ahora, un movimiento atrevido podría salvarlo todo… y las rotativas esperaban…, pero la mano que empuñaba el revólver era la mano de un hombre resuelto, y el redactor jefe cedió.

—Accedo…, pero con mi más firme protesta —advirtió—. Y le prevengo que su arresto y su castigo serán inevitables.

—Siento —objetó el enmascarado haciendo una ligera reverencia— no compartir su opinión… Nada es inevitable, salvo la muerte. Vamos, Terrí —añadió, en español—. Te doy mi palabra de caballero de que no te haré ningún daño.

Terrí vaciló y, de pronto, avanzó hacia la puerta, cabizbajo y con la mirada fija en el suelo.

El enmascarado abrió la puerta unos centímetros, prestó atención, y en aquel momento el redactor jefe tuvo la inspiración de su vida.

—Oiga —dijo apresuradamente, dejando que el periodista se impusiera al hombre—, cuando lleguen a su domicilio, ¿,será tan amable de escribirnos un artículo sobre ustedes? No es necesario que nos dé detalles incriminatorios, ya sabe… Algo respecto a sus aspiraciones… a su raison d’être.

—Caballero —respondió el enmascarado, y en su voz había una nota de admiración—, reconozco en usted a un artista. El artículo será entregado mañana.

Tras abrir la puerta, los dos hombres salieron al oscuro pasillo.