Si, partiendo de la Plaza de Mina, bajáis la estrecha calle donde, de diez a cuatro, pende indolentemente la gran bandera del consulado de los Estados Unidos; cruzáis la plaza donde se alza el Hotel de Francia, rodeáis la iglesia de Nuestra Señora y proseguís a lo largo de la pulcra y estrecha vía pública que es la arteria principal de Cádiz, llegaréis al Café de las Naciones.
A las cinco suele haber pocos clientes en el amplio local sostenido por columnas, y generalmente las redondas mesitas que obstruyen la acera frente a sus puertas permanecen desocupadas.
El verano pasado (en el año del hambre[8]) cuatro hombres sentados en torno a una de las mesas hablaban de negocios.
León González era uno, Poiccart otro, George Manfred era un notable tercero, y Terrí, o Saimont, era el cuarto.
De este cuarteto, únicamente Terrí no requiere ser presentado al estudioso de historia contemporánea. Su historial se encuentra archivado en el Departamento de Asuntos Públicos. Allí está registrado como Terrí, alias Saimont.
Podéis, si sois inquisitivos y obtenéis el permiso necesario, examinar fotografías que lo presentan en dieciocho posturas: con los brazos cruzados sobre el ancho pecho, de frente, con barba de tres días, de perfil, con…, pero ¿para qué enumerarlas todas?
Hay también fotografías de sus orejas (de fealdad repelente, parecidas a las de los murciélagos) y una larga y bien documentada historia de su vida.
El señor Paolo Mantegazza[9], director del Museo Nacional de Antropología de Florencia, ha hecho a Terrí el honor de incluirlo en su admirable obra (véase el capítulo sobre «Valor intelectual de un rostro»); de aquí que considere que, para todos los estudiantes de criminología y fisiognomía, Terrí no necesita presentación.
Estaba sentado a la mesa, visiblemente incómodo, pellizcándose las carnosas mejillas, alisándose las pobladas cejas, toqueteando la blanca cicatriz de su barbilla sin afeitar, realizando todos esos gestos que los de las clases más modestas hacen cuando de improviso se encuentran en términos de igualdad con personas de mayor rango social.
Pues aunque González, de ojos azul claro y manos siempre inquietas, y Poiccart, saturnino y suspicaz, y George Manfred, con su barba salpicada de gris y su monóculo, eran menos famosos en el mundo criminal, cada uno era un gran personaje, como pronto veréis.
Manfred dejo sobre la mesa el Heraldo de Madrid, se quitó el monóculo, lo frotó con un inmaculado pañuelo y se echó a reír quedamente.
—Esos rusos son divertidos —comentó.
Poiccart frunció el entrecejo y cogió el periódico.
—¿Quién ha sido… esta vez?
—El gobernador de una de las provincias del sur.
—¿Asesinado?
El bigote de Manfred se encrespó en un desdeñoso gesto de mofa.
—¡Bah! ¡Cuándo se ha visto eso de asesinar a un individuo con una bomba! Sí, sí; ya sé que se ha hecho antes…, pero es tan chabacano, tan primitivo… Es como minar la muralla de una ciudad para que se derrumbe y mate —entre otros— a tu enemigo.
Poiccart estaba leyendo la noticia dada por el corresponsal del periódico atentamente, sin prisa alguna, de acuerdo con su carácter.
—«El príncipe resultó gravemente herido y el presunto asesino perdió un brazo» —leyó, y frunció los labios con desaprobación. Las manos de González, nunca en reposo, se abrían y cerraban nerviosamente, lo que en él era síntoma de perturbación.
—Nuestro amigo —Manfred indicó a González con la cabeza, sonriendo—, nuestro amigo tiene una conciencia y…
—Sólo una vez —interrumpió León prontamente—, y no por deseo mío, recuérdalo, Manfred; recuérdalo, Poiccart —no se dirigió a Terrí—. ¿Os acordáis de que me opuse a tal medida? —parecía ansioso por librarse de toda posible acusación—. Fue un asunto deplorable, yo estaba en Madrid, y acudieron a mí unos obreros de una fábrica de Barcelona. Me contaron lo que pensaban hacer, y me quedé horrorizado por su ignorancia de las leyes más elementales de la química. Hice la lista de los ingredientes y sus proporciones, y les supliqué…, ¡oh, sí!, les supliqué casi de rodillas, que empleasen otro método. «Amigos míos», les dije, «estáis jugando con algo que incluso los químicos temen manejar. Si el dueño de la fábrica es un canalla, bien está que lo exterminéis; pegadle un tiro, aguardadlo después de que haya comido y se encuentre amodorrado y torpe, y presentad una petición con la mano derecha y… con la mano izquierda… haced así».
León apretó el puño y lo proyectó contra un adversario imaginario.
—Pero no estaban en condiciones de escucharme.
Manfred agitó la copa de cremoso líquido que descansaba junto a su codo y asintió con la cabeza. Sus grises pupilas reflejaban una chispa de humor.
—Recuerdo… Varias personas murieron, y el principal testigo en el proceso contra el experto en explosivos fue el hombre contra quien iba dirigida la bomba.
Terrí se aclaró la garganta como si fuese a hablar, y los otros tres lo miraron con curiosidad. Había cierto resentimiento en su voz.
—No pretendo ser un hombre tan brillante como ustedes, señores. La mitad de las veces no sé de qué están hablando… Ustedes hablan de gobiernos, de reyes, de constituciones y de procesos. Si un tipo me hace a mí alguna injuria, yo le machaco los sesos —vaciló—. No sé cómo expresarlo…, pero quiero decir… Bueno, ustedes matan a gente a quien no odian, a individuos que no les han hecho daño alguno. Ahora bien, no es ése mi sistema…
Volvió a vacilar como intentando coordinar sus ideas; miró atentamente el centro de la calzada, sacudió la cabeza y volvió a sumirse en el silencio.
Los otros tenían la mirada fija en él.
Finalmente se miraron unos a otros y sonrieron. Manfred sacó una abultada pitillera del bolsillo, extrajo un cigarrillo mal liado, lo desenrolló y volvió a liarlo con destreza, y rascó una cerilla contra la suela de su bota.
—Tu-sis-te-ma-mi-que-ri-do-Te-rrí —dijo emitiendo el humo al compás de las sílabas—, es un sistema de necios. Matas por beneficiarte materialmente. Nosotros matamos en pro de la justicia, lo que nos eleva por encima de la masa de matones profesionales. Cuando vemos a un hombre injusto oprimiendo a sus semejantes; cuando presenciamos una ofensa contra Dios o contra los hombres, y sabemos que por las leyes dictadas por los mismos hombres, el autor de ésa ofensa puede escapar a su castigo…, nosotros castigamos.
—Escucha —intervino el taciturno Poiccart—. Hubo una vez por allí arriba —ondeó la mano señalando con infalible instinto hacia el norte— una chica preciosa y un sacerdote (un sacerdote, fijaos). Él, abusando del ascendiente moral que su ministerio le confería, la sedujo… Los padres de la joven hicieron un poco la vista gorda porque el mal ya estaba hecho… pero la muchacha sentía tanto asco de sí misma y tanta vergüenza, que no se atrevía a volver a su hogar, así que él la hizo caer en el lazo y la retuvo en una casa. Cuando el fruto de su unión salió a la luz, la arrojó a la calle, y yo me encontré con ella. La joven no significaba nada para mí, pero me dije: «He aquí una injusticia que la ley no es capaz de enmendar adecuadamente». Así que una noche fui a casa del sacerdote con el sombrero echado sobre los ojos y le dije que quería que asistiese a un viajero moribundo. Él no hubiera venido a aquellas horas, pero añadí que el moribundo era persona rica y de alta prosapia. Montó en el caballo que yo llevaba, y cabalgamos hasta una casita de la montaña… Ya dentro, eché la llave a la puerta y él se volvió en redondo… ¡Estaba atrapado, y lo comprendió! «¿Qué va usted a hacer?», preguntó con voz jadeante. «Voy a matarlo, padre», dije, y él me creyó. Le conté la historia de la muchacha… Chilló cuando me moví hacia él, pero podía haberse ahorrado el aliento. «Permítame ver a un sacerdote», suplicó; y le tendí… un espejo.
Poiccart se detuvo para tomar un sorbo de su café.
—Lo encontraron en la carretera al día siguiente sin ninguna señal que indicase cómo había muerto —concluyó sencillamente.
—¿Y cómo fue? —inquirió Terrí inclinándose anhelosamente hacia adelante, mas Poiccart no respondió, limitándose a sonreír torvamente.
Terrí enarcó las cejas y con suspicacia miró uno a uno a sus contertulios.
—Si ustedes saben matar del modo que aseguran, ¿por qué han recurrido a mí? Yo era feliz en Jerez, trabajando en las bodegas… Allí hay una chica…, Juana Samárez… —se enjugó la frente y volvió a mirarlos de uno en uno—. Cuando recibí su recado, pensé que me gustaría matarlos (quienesquiera fuesen ustedes). Comprendan que soy feliz… y está por medio la chica… y he olvidado la vieja vida…
—Oye —le atajó imperiosamente Manfred—, no es a ti a quien corresponde pedir explicaciones. Sabemos quién eres y lo que eres; sabemos más cosas de ti que la misma policía, y podríamos enviarte al garrote[10].
Poiccart asintió con un leve movimiento de cabeza. González miró a Terrí con curiosidad, como estudioso de la naturaleza humana que era.
—Necesitamos un cuarto hombre —continuó Manfred— para algo que deseamos hacer. Hubiéramos preferido contar con alguien animado por el puro deseo de justicia. A falta de eso, hemos de contentarnos con un criminal, un asesino si prefieres.
Terrí hizo un gesto como para decir algo, mas fue incapaz de hablar.
—Alguien a quien con una palabra podamos enviar a la muerte si nos falla. No correrás ningún riesgo. Obtendrás una generosa recompensa. Es posible que no te pidamos que mates. Escucha —prosiguió Manfred al ver que Terrí había abierto la boca para hablar—. ¿Conoces Inglaterra? Ya veo que no… ¿Conoces Gibraltar? Bueno, es la misma gente. Es un país que está hacia allá —las expresivas manos de Manfred señalaron hacia el norte—. Es un país curioso y tristón, con gente curiosa y tristona. Allí hay un hombre, un miembro del gobierno, y hay otros hombres de los que el gobierno no ha oído nunca hablar. ¿Te acuerdas de un tal García, Manuel García, líder del movimiento carlista? Está en Inglaterra. Es el único país donde podría estar a salvo. Y desde allí está dirigiendo el movimiento en España, el gran movimiento. ¿Sabes de qué hablo?
Terrí hizo un gesto de asentimiento.
—Este año, así como el anterior, ha sido un año de hambre. La gente ha estado muriéndose en los portales de los templos, desfalleciendo en las plazas. Han presenciado cómo a un gobierno corrompido ha sucedido otro gobierno corrompido; han visto cómo los millones del tesoro público han ido a parar a los bolsillos de los políticos. Este año algo ocurrirá. El antiguo régimen debe desaparecer. Y el gobierno lo sabe. Sus dirigentes saben dónde radica el peligro, saben que su salvación sólo es posible si García cae en sus manos antes de que la revolución alcance sus objetivos. Más García, por el momento, está a salvo, y lo seguiría estando indefinidamente a no ser por un miembro del gobierno inglés que está a punto de presentar un proyecto legislativo que pronto puede convertirse en ley. Y si esto sucede, García podrá contarse entre los muertos. Tú debes ayudarnos a evitar que el proyecto se convierta en ley. Es por eso por lo que hemos recurrido a ti.
Terrí parecía desconcertado.
—Pero ¿cómo? —tartamudeó.
Manfred extrajo un papel del bolsillo y se lo entregó a Terrí.
—Esto, según creo —articuló con parsimonia—, es una copia exacta de la ficha que la Policía tiene de ti.
Terrí asintió. Manfred, inclinándose más hacia el papel, indicó una palabra situada hacia la mitad del mismo.
—¿Es ése tu oficio? —preguntó.
Terrí parecía intrigado.
—Sí —afirmó.
—¿Sabes de verdad algo de ese oficio? —inquirió Manfred escrutándole el rostro.
Los otros dos se echaron hacia adelante para captar mejor la respuesta.
—Sé todo cuanto hay que saber de ese oficio —aseveró Terrí—. A no ser por una… equivocación, podría haber ganado mucho dinero.
Manfred emitió un suspiro de alivio y dirigió a sus compañeros un gesto de asentimiento.
—Entonces —dijo animadamente—, el ministro inglés es hombre muerto.