«En cierta ocasión», refiere Edgar Wallace, «entrevisté a Mark Twain, y, tras un rato de charla, me dijo: Me gustaría que redactase su artículo en tercera persona; pues, si hace cita verbal de mis palabras, me hará hablar como nunca he hablado en mi vida (…), y desde que he pasado a la categoría de entrevistado, entiendo lo que quería decir. Siento escalofríos al leer algunas de las declaraciones atribuidas a mí, salvajes en su extravagancia y baladreras en su inmodestia.
»No es culpa del periodista: tiene que redactar de prisa y producir una impresión, e imagino que la impresión que yo he creado es la de que estoy más orgulloso de la cantidad que de la calidad de mis obras, lo que no es cierto. Trabajo con rapidez porque no sé trabajar de ningún otro modo. No soy capaz de sentarme día tras día a una hora programada y escribir con pulcra caligrafía un número determinado de páginas, interrumpiendo mi labor del modo que la comencé, al toque de un reloj. O trabajo veloz e ininterrumpidamente, o no trabajo en absoluto. Soy, también, un deliberado holgazán. Me digo: Esta semana no trabajaré lo más mínimo, y, por curioso que parezca, la semana que escojo no es precisamente una llena de atractivas citas».
Wallace parece hablar por boca de su personaje Peter Dewin cuando le hace afirmar, no sin cierta turbación: «Algo extraño sucede en mí, Daphne: cuando mi mente comienza una labor, no hay modo de detenerla[1]».
Edgar podía concentrarse en su tarea literaria al tiempo de atender las demandas afectivas de sus hijos, .para quienes siempre estuvo abierta la puerta de su estudio; podía redactar un artículo en una libreta apoyada sobre sus rodillas a la vez de supervisar el ensayo de una de sus producciones teatrales. Ni la eficiencia de sus secretarios, entre los que se encontraba un campeón europeo de mecanografía, bastaba a veces para pasar al papel con la debida prontitud sus grabaciones en el dictáfono. Compuso su libro El hombre diablo, de ochenta mil palabras, casi de un tirón, durante un fin de semana, haciéndose servir una taza de té cada media hora para combatir el sueño.
Este ritmo de trabajo, normal en él, dio lugar a envidias. Remendones de la cultura, del calibre de quienes provocan un bostezo por palabra cada vez que intentan analizar en qué consiste el arte de la palabra, hicieron el razonamiento de turno: «Si yo, que he bebido en los clásicos, he necesitado domingos en negro y noches en blanco para redactar un borrador sobre las capas sociales en la obra de Jane Austen, ¿cómo es posible que ese condenado Edgar Wallace, que en lugar de ateneos frecuenta hipódromos, sea tan prolífico? Sólo cabe una explicación: lo que escribe carece de interés literario». Y como carecía de interés literario, no lo leyeron. Y lo curioso es cómo, si no lo leyeron, pudieron saber que carecía de interés literario.
Cuando preguntaron a Igor Stravinsky si era difícil conseguir estar inspirado, respondió: «Difícil, no. O es muy fácil o es imposible». Cuando germinaba una idea en la mente de Edgar Wallace, todo su chorro de conciencia se sometía al servicio de esa idea, seleccionando de entre su rica experiencia vital aquellos elementos convenientes a la composición de su nueva obra literaria, a medida que ésta iba adquiriendo forma. No preparaba sinopsis de lo que iba a escribir. «Un relato debe narrarse él mismo, y con harta frecuencia la situación culminante o el personaje central cobra forma a partir de algún giro accidental de la trama», afirma Wallace en un artículo. Se advierte en estas palabras cierta reacción contra la tendencia excesiva de los autores detectivescos a construir sus tramas empezando por el final y sacrificando el frescor del relato a un mero esquema. No obstante, conviene dejar claro que, en lo tocante a la explicación central del misterio criminal, Edgar Wallace la tenía preparada de sobra desde el principio. Basta con leer Los Cuatro Hombres Justos o El círculo carmesí para comprobarlo. Más Wallace, antes que novelista encasillable en un género determinado, es un narrador. El interés de libros como los citados está más en el escalonamiento de los trances que en el misterio a secas. Y no olvidemos que también triunfó con obras muy distintas a las policíacas, como su centenar largo de narraciones de ambiente africano o el guion original de la célebre película King Kong.
Si tuviéramos que poner una etiqueta a la producción de Wallace, corriendo los riesgos que toda etiqueta conlleva, podríamos utilizar la de «literatura mítica». Tam de los Scouts, Sanders, Bosambo, el capitán Tatham, King Kong, Mr. Reeder, King Kerry (El hombre que compró Londres), «Huesos», Evans y un largo etcétera se encuentran entre los mitos no criminales de Wallace; El Círculo Carmesí, Los Cuatro Hombres Justos, El Arquero Verde y otros pertenecen a la galería de sus delincuentes míticos. Algunos de estos mitos encarnan temores colectivos (King Kong o El Círculo Carmesí); otros, añoranzas.
«Cada uno de nosotros tiene una vida secreta, conocida únicamente por unos pocos íntimos», afirma Wallace[2]. «La vida secreta de un individuo exteriormente dichoso puede ser mucho más venturosa o infortunada de lo que parece al observador superficial, pero posee una identidad propia e independiente de aquélla con la que estamos familiarizados.
»Mas existe también una tercera vida, oculta a los ojos del marido o de la esposa, del padre y de la madre…, la vida de sueños que todos vivimos. Es a este ego al que recurre el autor de obras de ficción.
»No hay ninguno de nosotros que no sea autor de ficción y que no haya urdido alguna trama en la que figure como héroe. Esta capacidad para soñar es nuestra salvación en un mundo de realidades feas. Normalmente somos perfectamente capaces de salir de nosotros mismos: soñamos soluciones para nuestros apuros monetarios, felices desenlaces a situaciones desdichadas, recompensas para labores penosas, vacaciones a cambio del trabajo. Pero en ocasiones los hechos desnudos son tan amenazadores que somos incapaces de realizar el esfuerzo preciso para accionar el engranaje onírico. Estamos hipnotizados por el presagio del fracaso, por el pánico del desastre. Es entonces cuando el autor de ficción se convierte en el doctor por excelencia. Es él quien pone en marcha el tren de pensamientos que se dirige al destino deseable…»
En King Kong hace soñar a las masas que la Belleza (encarnada en la joven Ann) acaba por destruir el peligro de una hecatombe presentida durante las crisis sociales de la época (peligro encarnado en el monstruo).
Críticos más familiarizados con narrativa psicológica o realista que con la de tipo imaginativo, tienden a enjuiciar con ligereza las narraciones detectivescas de Edgar Wallace, tachando a sus personajes de bidimensionales. El error de estos críticos procede de aplicar unos criterios que, siendo válidos en otros géneros, son inadecuados para apreciar la dimensión artística de un libro del tipo de los cuatro hombres justos. Tanto se puede pecar de imaginativo en una novela realista, como de realista en una novela imaginativa. Cada género tiene sus leyes. Sería una sandez, por ejemplo, comparar el Crimen y castigo de Dostoiewsky con una novela policíaca de Edgar Wallace, por la sencilla razón de que se proponen metas completamente diferentes.
«Personalmente pienso», dice Edgar Wallace[3], «que en la construcción de una trama de misterio no ha habido ninguna mejora sobre el método de Wilkie Collins, exceptuando el hecho de que el auge de la prensa y la prevalencia del inglés periodístico, que a mi juicio es un inglés muy bueno, ha desplazado al recargado estilo literario que el lector Victoriano demandaba.
»Las historias de misterio, tal y como yo entiendo su modo de escribirlas, difieren de la novela ordinaria como un número de music-hall difiere del habitual drama teatral. En el drama uno dispone de todo un acto para crear una atmósfera, presentar los personajes y plantear el argumento. Un intérprete de music-hall dispone de contados segundos para impresionar a la audiencia con su personalidad y producir una atmósfera».
Wallace es conciso. Adquirió entrenamiento en este arte durante su labor periodística. Un par de frases pueden bastarle para dar una pincelada pintoresca a un personaje:
«…¿Si conozco a los Cuatro? —sus hombros subieron hasta sus orejas—. ¿Quién no? Hubo un caso en Málaga, ¿sabe? (…) Terrí no es un gran criminal[4]…»
Los signos (…), unidos a la precedente expresión «sus hombros subieron hasta sus orejas», nos producen la impresión de que el hablante es muy expresivo y locuaz, pero no necesitamos soportar esa locuacidad.
A veces, esta concisión es intraducible. Recuerdo, por ejemplo, la dificultad que me planteó la palabra sniffing durante la traducción de El círculo carmesí. Había un personaje «con un perpetuo sniffing». El término es el gerundio de un verbo que significa, entre otras acepciones, «olfatear, aspirar por la nariz, husmear al modo de un perro». Esta característica cuadraba con la psique del individuo, un abogado rastrero (como un perro) que, en la práctica de su profesión, estaba continuamente al acecho (husmeaba) de informes obtenidos ilícitamente.
Wallace utiliza materiales de la realidad pintorescos o improbables, combinándolos imaginativamente. Su Tony Perelli está inspirado en Al Capone; su célebre Mr. Reeder es una caricaturización de un investigador real, al decir de Percy Hoskins[5]; su Sanders es sir Henry H. Johnston, etc.
«Por lo que respecta a la improbabilidad de mis historias criminales, la verdadera dificultad al escribir estriba en encontrar algo auténticamente improbable», afirma Wallace en uno de los artículos citados. «Todos los días hay casos en los tribunales que, de ser escritos en forma de ficción, serían tachados de imposibles».
Mucho de su material lo extrajo de Old Bailey, el tribunal de lo criminal en Londres, así como de su frecuente trato con miembros del hampa. Su Hombre Diablo existió realmente: fue el célebre criminal Charles Peace. Escribió numerosas historias de crímenes reales. Su concepto del criminal es pesimista, influido por una antropología de signo lombrosiano: cree poco en la reforma.
«A la vez que crea, Wallace se recrea», dijo alguien. Al escribir, disfrutaba por lo menos tanto como su público al leerlo. Y de esta delectación surge un humor fresco, nunca corrosivo: el humor de quien siempre reaccionó con una sonrisa ante los más amargos avatares de la vida. Este humor ha quedado oscurecido por su faceta de autor detectivesco, mas ha sido apreciado por algunos lectores. Es seguramente una de las cualidades que en él apreciaba el también humorista P. G. Wodehouse, quien en una carta dirigida a un tal Townend escribió: «¿Puede conseguir algo para leer estos días? Estuve ayer en la biblioteca del Times y salí con las manos vacías. No había nada que me apeteciese. Para rellenar el tiempo hasta que Edgar Wallace escriba otro libro…» James Joyce escribía a Stanislaus: «¿Lees alguna vez el Daily Mail? Un tipo llamado Edgar Wallace escribe en él a veces una columna burlesca: es muy divertida[6]».
Wallace puede ser saboreado por un público muy variado en edades y en cultura. Cuando el señor Pound, director del Strand Magazine, fue abordado en la calle por una niña que quería su autógrafo, se sintió agradablemente sorprendido. Mas sufrió una desilusión cuando la niña le explicó: «Es porque usted conoce a Edgar Wallace». Entre los fans de Edgar figuran personajes tan dispares como el compositor Delius y Crippen, el célebre médico asesino. Anwar-el-Sadat, el asesinado presidente de Egipto, aprendió alemán traduciendo un libro de Wallace publicado en este idioma, y Rudolph Hess, el lugarteniente de Hitler, estuvo concentrado en una novela de este autor cuando debería haber estado estudiando los documentos de su caso. Konrad Adenauer, el presidente Roosevelt y Jorge V de Inglaterra se encontraban entre sus lectores más entusiastas.
Una curiosa cualidad de Edgar Wallace es la sensación de presencia actual que produce en quien lo lee. Con motivo de la publicación en Selecciones del Reader’s Digest de su artículo «Inolvidable Edgar Wallace[7]», Nigel Morland recibió numerosas cartas con fragmentos como éstos:
«¿Sabe? Cuando finalizo un libro de Edgar Wallace siempre siento una especie de sensación de que él se halla en algún lugar próximo, y cuando suelto una carcajada por algún pasaje divertido escrito por él, tengo la certeza de que Edgar ríe también…»
«Sé que suena terriblemente tonto, pero cuando releo alguno de mis muy queridos libros de Edgar Wallace y lo cierro con un sentimiento de placer, estoy seguro de ver a Edgar con el rabillo del ojo, sonriéndome».
«No puedes negar que está alrededor. Siempre que hablas de Edgar Wallace recibes la impresión de que está contigo».
* * *
En la presente edición se ofrece por vez primera a los lectores de habla española el primer libro que escribió Edgar Wallace: Los cuatro hombres justos (The Four Just Man). Lo publicó el propio Wallace en su modesta editorial Tallis Press, en 1905. En la primera edición no incluyó el capítulo de la solución, habiendo ofrecido públicamente quinientas libras en premios a las personas que ofreciesen una explicación correcta al problema detectivesco planteado.
Los Cuatro Justos son un mito: son hombres capaces de juzgar a sus semejantes. La dicotomía de conceptos irreconciliables humanos justo adquiere identidad literaria en un grupo de tres hombres de diferentes nacionalidades (el cuarto había muerto anteriormente a la acción del libro), los cuales, imbuidos de la idea de la justicia social, ponen sus vidas y sus fortunas al servicio de la misma. Creen en una justicia de orden natural, marcada en la conciencia del hombre universal, la cual no se cumple debido a la corrupción de las autoridades. No explica Wallace en qué se basaban los Cuatro para arrogarse el derecho divino de quitar la vida. Simplemente nos dice que ellos estaban convencidos de ser instrumentos de la Providencia. Y para corroborarlo, deja que sea la Providencia la que tenga la última palabra, sirviéndose de una rosa… Pero no adelantemos los acontecimientos.
Filmografía
Hay dos películas de cine y una serie televisiva basadas en Los Cuatro Hombres Justos.
La primera película (The Four Just Men) data de 1921, siendo su director George Ridgewell, y los actores Cecil Humphreys, Teddy Arundell, C. H. Croker-King, Charles Tilson-Chowne, Owen Roughwood, George Bellamy y Robert Vallis. Fue producida por Stoll.
La segunda película, de igual título, es de 1939. La dirigió Walter Forde, siendo los guionistas Roland Pertwee, Angus McPhail y Sergei Nolbandov. Entre los actores estaban Hugh Sinclair, Griffith Jones, Francis L. Sullivan (los Hombres Justos, cuyos nombres están cambiados), Frank Lawton (Terrí), Alan Napier (el ministro de Asuntos Exteriores), At hole Stewart (comisario adjunto de Scotland Yard), George Merrit (Falmouth) y Garry Marsh (Billy). En los Estados Unidos se tituló The Secret Four (Los cuatro secretos).
La serie de televisión estuvo protagonizada por Vittorio de Sica, Dan Dailey, Jack Hawkins y Richard Conte. Es poco fiel a los textos.
Teatro
George Warren escribió una versión teatral de la novela. Fue estrenada en el teatro Colchester Royal en agosto de 1906, siendo el productor H. A. Saintsbury, quien además interpretó el papel de Manfred. El director fue J. Bannistair Howard.
Juan Santisteban