XXIII

Çanakkale

13 de noviembre, diez y media de la noche

Salieron del bar y se metieron en el coche.

—El Nemrut Dagi… —repitió Norman poniendo el coche en marcha—. ¿Qué clase de lugar es?

—Deberías conocerlo —le dijo Mireille—. ¿No has estudiado arqueología?

—Hace mucho cursé dos años nada más, y con especial referencia a la construcción técnica del Imperio Romano, calles, acueductos… Después lo dejé. La arqueología me habría recordado los días de Atenas, los amigos perdidos. Preferí cambiar de oficio y me dediqué al periodismo, cada día un tema diferente.

—El Nemrut Dagi es una montaña solitaria de la cadena del Taurus oriental que asoma a la llanura del Éufrates, una montaña desnuda y azotada por el viento. En el siglo I, un pequeño rey aliado de los romanos, Antíoco IV Epífanes de Comagene, mandó construir una tumba fastuosa sobre su cima: una pirámide de guijarros de cincuenta metros de altura, flanqueada por dos terrazas y vigilada por catorce colosos de siete metros. Y delante había… un altar para los sacrificios.

Al parecer, desde tiempos inmemoriales la montaña ha sido un lugar mágico. Según una leyenda islámica local el sacrificio de Isaac tuvo lugar precisamente allí. Allí cazaba el mítico Nemrod, que osó desafiar a Dios. Existen vestigios de la presencia hitita, señales astrológicas de la magia persa…

—¿Es ése el lugar llamado Kelkéa o Boúneima?

—Estoy convencida. Y también estoy convencida de que Michel va hacia ese lugar donde lo espera la muerte… si no llegamos antes.

—¿Antes de qué? —preguntó Norman.

—No lo sé. No lo sé. Antes. No perdamos un minuto más.

—¿Pero cómo hizo Michel para conocer ese lugar si sólo tú pudiste entrar en el sótano de esa casa?

—Él no sabe qué es ese lugar. Lo atrajeron con engaños, no sé cómo… Y no es el único.

—¿Qué quieres decir?

—Él es el carnero.

—¡Oh, Mireille!

—¿Sabías que Michel nació en Siwa? ¿Qué es hijo de un soldado italiano y de una mujer beduina? Nació el 13 de abril, en el lugar del carnero, bajo el signo de Aries, y se crio en un instituto llamado Château Mouton, y a los huérfanos de ese instituto les dicen «moutons». Toda su vida está marcada por ese signo…

—No creo en la astrología y en todas esas patrañas.

—Los otros dos son el toro y el verraco.

Norman sacudió la cabeza.

—No pienso seguirte por ese camino de locura, soy cartesiano… Pero estoy dispuesto a seguirte por los caminos de este país porque quiero encontrar a mi amigo Michel… y también a Claudio porque mató a mi padre. Quiero descubrir si le echaré los brazos al cuello o si le meteré una bala en la frente. Y ahora descansa, porque si puedo, voy a conducir toda la noche.

Mireille abatió el asiento y cerró los ojos mientras Norman se dirigía a toda velocidad en dirección a Esmirna. Desde allí seguiría hacia el interior para cruzar el gran altiplano: Afyon, Konya, Kayseri, Malatya. Aquel viaje iba a ser algo extenuante.

Norman pensó que si Michel se dirigía de verdad a aquel lugar tenía que estar recorriendo el mismo camino, el único posible para quien quisiera llegar al Nemrut Dagi. Todavía no estaba perdida la esperanza de alcanzarlo, de vez en cuando tendría que parar a dormir unas horas… Claro que llevaba un coche más potente y veloz que el Peugeot de Mireille y en una distancia tan grande podía sacarles bastante ventaja. De pronto, mientras reflexionaba y calculaba los tiempos y las distancias de un viaje tan largo, Mireille se sentó en su asiento y dijo:

—Evita la pirámide que se encuentra en el vértice del gran triángulo.

—¿Estás soñando?

—No. Estoy perfectamente despierta. Hace unos días, en la Jefatura de Policía de Atenas pude ver la agenda del capitán Karamanlis, había una página marcada con un señalador y en ella leí esa frase.

—¿Y?

—¿No lo entiendes? La pirámide que está en el vértice del gran triángulo: es el túmulo que hay en la cima del Nemrut Dagi, vértice del triángulo que nosotros mismos hemos calculado. Esa frase advertía a Karamanlis que no debía acercarse a ese lugar. Dios mío, Kamaranlis debe de ser el verraco… o el toro. ¿Pero quién pudo haberle advertido? ¿Quién más estaría al tanto de todo esto?

Norman no supo qué contestarle: al pie de una subida cambió de marcha y forzó el motor al máximo, casi con ira, despechado. Al llegar a lo alto, el coche se lanzó cuesta abajo a toda velocidad y las luces rojas de posición se desdibujaron en la lejanía.

—Van como locos —dijo Karamanlis—. Acelera si no quieres perderlos.

Vlassos aceleró.

—Quédese tranquilo, capitán, que no pienso soltarlos. Además, nosotros estamos más descansados, anoche dormimos toda la noche, mientras que ellos han echado una que otra cabezadita en ese trasto en el que viajan.

—Ya —admitió Karamanlis con un suspiro—, pero ellos son más jóvenes.

—¿Cree que van a ese lugar que marcaron en el mapa del bar del puerto?

—Creo que sí.

—¿Pero por qué habrán montado tanto follón corriendo de un lado a otro para acabar trazando esas líneas en el mapa mural?

Karamanlis hizo como que no había oído la pregunta: bajo el haz de la luz de lectura hojeaba su agenda que de repente quedó abierta en la página del 14 de octubre donde había escrito aquella frase:

Evita la pirámide

que se encuentra en el vértice del gran triángulo

Y de inmediato le vino a la mente el gran triángulo que Norman y Mireille habían trazado sobre el mapa en la atmósfera cargada de humo del bar del puerto; ¿conque era en ese lugar perdido entre las montañas de Anatolia donde lo esperaba su destino… la rendición de cuentas? Eso parecía; recordó entonces el rostro sudoroso y trastornado del kallikántharos en el monte Peristeri, y aquella voz extraña y cruel:

¿Qué hace usted aquí, capitán Karamanlis?

De pronto lo invadió una repentina rebeldía que lo llenó de una perversa vitalidad y asestó un fuerte puñetazo en la página de la agenda.

—¿A usted qué carajo le importa lo que hago aquí? —gritó—. ¿Qué carajo le importa?

Vlassos se volvió de golpe hacia él, lo miró con cara de asombro y le preguntó:

—Eh, jefe, ¿con quién está enfadado? ¿Seguro que se encuentra bien?

Karamanlis ordenó su agenda, se reclinó en el asiento para descansar un poco y respondió:

—¿Bien? Claro que me encuentro bien, nunca me he encontrado mejor.

Vlassos se quedó callado un rato y de vez en cuando miraba de reojo a su compañero de viaje que iba sentado con los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos cerrados.

—Capitán —dijo al fin—, según parece, adonde nos dirigimos nos estarán esperando más de uno y nosotros sólo somos dos. ¿Podremos con todos? Ese hombre… aunque vaya solo ya es duro de pelar…

—¿Tienes miedo, Vlassos? No debes tener miedo, ¿sabías que en este país también tengo muchos amigos? En la época de la guerra de Chipre, cuando había un embargo de armas contra Turquía, dejé pasar uno que otro cargamento de recambios y por esta zona hay algunos que todavía se acuerdan de eso.

—¿Pasó usted suministros a los turcos? Pero capitán…

—Idiota, ¿qué sabes tú de la gran estrategia internacional? Lo importante es que en Adyaman nos encontraremos con un grupito de guerrilleros kurdos armados hasta los dientes, dispuestos a ayudarnos a rastrear las montañas y a cazar a ciertos traficantes de droga forrados en dólares y otros bienes de Dios… Los traficantes muertos serán para nosotros, se sobreentiende, y para ellos los dólares. ¿Qué te parece, eh? Se creían que alejándonos de nuestra base nos tendrían solos y desarmados, en tierras extranjeras y hostiles, y mira por dónde, no ha sido así. Los caballeros siempre tienen amigos en todas partes… recuérdalo. Y ahora déjame dormir. Despiértame únicamente cuando no puedas tener los ojos abiertos, pero hasta que eso no ocurra, corre como el viento.

Eski Hahta, Anatolia oriental

16 de noviembre, cinco de la tarde

Michel bajó del coche completamente exhausto y se apoyó en la pared de una casa cercana para no caerse. En los últimos tres días apenas había dormido unas cuantas horas, pero seguía atormentado por la idea de haber llegado tarde una vez más, de haber perdido el tiempo inútilmente para reparar el coche que ya no aguantaba el ritmo infernal que él le imprimía, de haberse equivocado de camino un par de veces, destrozado por el cansancio y la fatiga.

Esperó hasta que recuperó un mínimo de equilibrio y el aire frío de la tarde le devolvió un poco de vitalidad; luego se dirigió a la oficina de turismo donde en verano alquilaban los jeeps que llevaban a los turistas a la montaña. La oficina estaba cerrada, pero un niño le indicó dónde podía encontrar al representante de las grandes empresas de alquiler de Esmirna, de Estambul y de Adana. Era un hombre de unos sesenta años, que se dedicaba además a curtir pieles y lo recibió en medio de un buen número de ovejas despellejadas. Le comentó que el italiano había pasado por ahí pero que no había devuelto el coche, porque quería conservarlo veinticuatro horas más.

—¿Sabe usted adónde ha ido? —preguntó Michel.

El hombre meneó la cabeza.

—Ese tipo está loco. Ha tomado el camino de la montaña. Le advertí que las previsiones hablan de mal tiempo pero ni siquiera me contestó. Da igual, de todos modos, los coches están asegurados contra todo riesgo. Si a él le parece bien…

—¿Pero qué habrá ido a hacer a la montaña?

El hombre extendió los brazos y repuso:

—A ver el monumento, ¿a qué iba a ir si no? La verdad es que en esta época nunca había visto tanta gente.

—¿Por qué, ha subido alguien más? —inquirió Michel.

—Hace un par de horas subieron dos hombres.

—¿Los vio usted?

—Uno de ellos tendría unos sesenta años, con bigote gris y poco pelo, el otro es más joven, andará por los cincuenta, es grueso y bien plantado. Los dos van bien equipados.

—Gracias. Según usted, ¿hasta dónde puedo llegar con ese coche? —le preguntó Michel indicándole el Rover azul cubierto de polvo.

—Pues diría que hasta poco antes de la cima si no llueve o no nieva, que es peor. En ese caso, no me gustaría estar en su lugar.

—Le agradezco la advertencia —dijo Michel.

Encontró una tienda abierta que vendía de todo, desde aceite de oliva hasta botas de montaña y se compró un par de zapatones pesados, una manta y un chaquetón de piel de cordero. En una tahona compró una hogaza de pan y una botella de agua; después subió a su coche y envuelto en una nube de polvo atravesó el pueblo de casitas bajas reunidas alrededor de un pequeño alminar. La cima puntiaguda de la montaña se recortaba contra el cielo enrojecido del ocaso.

Por los campos pasaban los rebaños que descendían hacia las dehesas invernales empujados por sus pastores envueltos en capas de piel largas hasta los pies, rodeados por feroces mastines de Capadocia con collares de púas de hierro y las orejas recortadas hasta la base. ¿Qué habría ido a hacer Claudio a aquella montaña? Por un momento le asaltó la duda de haber sido víctima de algún error, de haber seguido a través de Anatolia un fantasma apenas atisbado en la explanada polvorienta y atestada de camiones. Pero la imagen volvió a surgir ante sus ojos con los duros contornos de la realidad: Claudio giraba en ese momento hacia él iluminado por los faros de un vehículo, sus ojos aparecían llenos de dolor, como aquella noche en que los vio un instante en el patio de la astynomía en Atenas. ¿Lo habría reconocido acaso? ¿Habría huido por eso tan deprisa? ¿O acaso él también acudía a una cita a la que no le estaba permitido faltar? Continuó hasta que el coche pudo subir, luego lo abandonó, cogió la mochila y una manta, el pan y los cigarrillos, y siguió a pie. A cada paso, la cima de la montaña se tornaba más oscura, como si fuera un pináculo negro recortado contra el cielo lóbrego, y la hierba de los prados, casi seca después de la larga estación árida, se doblegaba bajo las imprevistas ráfagas de viento gélido.

En un momento dado, vencido por la fatiga de la subida, las piernas se le doblaron y cayó de rodillas. Miró a su alrededor aturdido: si la ventisca lo sorprendía en esa posición moriría de frío. Un poco más adelante había una pequeña gruta al abrigo del viento y, como pudo, se arrastró hasta ella. Algún pastor la habría utilizado ya porque en un rincón había un poco de heno y de paja. Se acurrucó, se tapó con la manta, sacó el pan de la mochila y se puso a comer bebiendo de vez en cuando un sorbo de agua. Cuando hubo terminado, se sintió más animado y decidió que en cuanto amaneciera seguiría camino hacia la cima. ¿A esa hora quién iba a andar por aquella soledad? Se cerró bien el chaquetón y encendió un cigarrillo. No se le ocurrió pensar que esa pequeña ascua en medio de semejante desierto sería como un faro en alta mar.

—Capitán, capitán, ¿ha visto eso?

Karamanlis tenía los ojos fijos en el pináculo negro que se cernía a menos de un kilómetro de allí, el enorme mausoleo de Comagene. Se volvió hacia Vlassos con expresión de fastidio.

—¿Si he visto qué?

—Una luz, allá abajo, mire, ahí la tiene… ¿la ve?

—¿Y? Será algún pastor fumándose un cigarro maloliente. Tranquilízate y descansa. En cuanto amanezca subiremos, veremos si hay alguien y qué intenciones tiene. A esta hora, nuestros amigos vienen hacia aquí, ellos están habituados a andar en la oscuridad, son como los gatos.

Vlassos apretó el fusil, se aseguró de que estuviera cargado y dispuesto para disparar y luego se estiró dentro del saco de dormir.

—Si llega a acercarse alguien, sea pastor o no, yo para asegurarme lo frío al instante. Este lugar no me gusta nada.

El silbido del viento pareció calmarse y el lejano retumbo del trueno se amortiguó un poco cuando de pronto, en aquel repentino silencio, desde la cima del monte les llegó un sonido raro, un sonido que parecía el de una flauta: una música dulcísima, angustiosa, que se insinuaba en las gargantas rocosas, se deslizaba por los áridos prados y lamía las ramas desnudas de los árboles.

Vlassos se sentó de golpe y preguntó:

—¿Y eso qué cuernos es?

Karamanlis aguzó el oído sin lograr convencerse de un fenómeno tan extraño; después, mientras la música fue subiendo de tono, como en sueños, se vio a sí mismo con diez años menos, recorriendo el pasillo subterráneo de la astynomía, y volvió a oír aquel canto de desolada altivez que se colaba por la puerta maciza de una celda.

—Ya sé lo que es —dijo—. Ya he oído esa nenia… Es un desafío, quiere que sepamos que está aquí y que nos espera.

—Me cago en Dios, voy a subir ya…

—Tú no vas a ninguna parte. Déjalo que toque. Ya le llegará la hora de bailar a él. En cuanto llegue el resto de la orquesta le vamos a marcar el ritmo.

El resto de la orquesta subía a pie en la oscuridad, por la ladera occidental de la montaña, para presentarse en el lugar convenido y rodear toda la zona desde la cima bloqueando así los senderos principales.

Eran cinco hombres armados con kalashnikovs, vestían los tradicionales pantalones anchos y negros y en la cintura llevaban la faja típica de los kurdos meridionales. Debían de provenir de las zonas de Jezireh, cerca de la frontera iraquí. Subían con el paso lento e inexorable de los montañeses pues habían fijado la cita con los dos forasteros para antes del alba. Una vez superado un peñasco rocoso, el que iba al frente de la fila levantó la mano para que la columna se detuviera y señaló algo delante de él, a unas decenas de metros.

Parecía un vivac pero había un hombre solo sentado delante del fuego. El jefe del grupo se acercó y lo miró a la cara: llevaba la cabeza cubierta por una capucha que dejaba ver el pelo oscuro y la barba, tenía la piel morena y los ojos azules duros y penetrantes; vestía como los campesinos del altiplano y ante sí, apoyado en las rodillas, tenía un extraño objeto.

—¿No está avanzada la temporada, campesino —le preguntó el kurdo—, y no es avanzada la hora para utilizar esa herramienta que llevas? —Se volvió hacia la montaña—. El viento sopla con fuerza pero por aquí no veo grano trillado que aventar.

El hombre le lanzó una mirada de fuego:

—Tienes razón, peshmerga, estoy aquí por otros motivos. Regresa con tus hombres, amigo mío y marchaos en paz. Esta es una mala noche… —Volvió a mirarlo a la cara con sus ojos brillantes por la reverberación de las llamas—. No estoy aquí para agitar el tamo ni espantar autillos con esto que tomas por un aventador, sino para dispersar las almas en el viento, si Dios quiere… —dicho esto, inclinó la cabeza.

—Lo lamento, viejo —repuso el guerrillero kurdo—, pero en ese monte nos espera una buena cosecha y debes dejarnos pasar. —Apoyó la mano en la empuñadura de la ametralladora.

Acurrucado en la gruta que había más arriba, Michel oyó el eco de un disparo propagarse por el valle, seguido de otro y otro más, y después una descarga furibunda, pero no pudo descifrar cuántos eran los disparos ni cuántos los ecos que se multiplicaban enloquecidos entre los barrancos y peñascos que cubrían las laderas peladas del Nemrut Dagi.

El sargento Vlassos volvió a dar un brinco en su saco y aferró el fusil.

—¡Diablos! ¿Y ésta qué clase de música es?

Karamanlis no sabía qué pensar y repuso:

—Cálmate. Esta montaña está plagada de contrabandistas y a veces se producen tiroteos con los grupos del ejército o entre los pastores que se roban las ovejas. Ya está, ¿lo ves? Todo ha acabado. —La montaña volvía a sumirse en el silencio—. Éste es un lugar extraño, amigo mío. Ahora tratemos de dormir un poco. Mañana acabaremos con esta historia y no volveremos a pensar en ella. El sábado podremos irnos al barrio de Plaka a comernos una buena sopa de alubias con retsina nuevo.

—Tiene razón —dijo Vlassos— no se me había ocurrido, ya casi es tiempo de probar el retsina nuevo.

Norman y Mireille llegaron a Eski Kahta poco después de medianoche en un coche nuevo, un Ford Blazer, por el cual habían cambiado el anterior en una oficina de alquiler de Kayseri. Había empezado a llover y las calles polvorientas de Eski Kahta se estaban transformados en torrentes fangosos. El altavoz que había en lo alto del alminar difundía la invitación a la última plegaria del día y el canto del almuédano se propagaba como un llanto bajo la copiosa lluvia.

Pusieron el despertador y se tumbaron para dormir por lo menos una hora. Al oír el sonido intermitente de su reloj electrónico, Norman se sentó, puso el respaldo del asiento en posición vertical y encendió el motor dejando que Mireille siguiera durmiendo. La miró durante un rato largo: a pesar de estar exhausta, de las oscuras ojeras, de ir envuelta en un grueso jersey, era increíblemente hermosa.

El Ford Blazer se lanzó por el sendero de tierra apisonada que llevaba a la montaña y en cada curva resbalaba sobre la espesa capa de barro que lo cubría. Norman encendió la radio y buscó la emisora de la base norteamericana de Diarbakir. Las previsiones decían que esa noche nevaría por encima de los tres mil metros.

El frío hizo que el capitán Karamanlis despertara de su sueño agitado: soplaba un viento muy fuerte y caía un aguanieve helada, como minúsculas bolitas de granizo que perforaban las manos y el rostro. Echó un vistazo al reloj, eran las cinco y todavía estaba oscuro, pero del fino polvillo del aguanieve y del cielo nublado emanaba una claridad difusa, parecía que el alba, todavía lejana, se estuviera aproximando. Echó una mirada a la cúspide y le pareció ver titilar una luz. Sí, algo se movía allá arriba: el halo de una llama cada vez más evidente, que por momentos reverberaba con un tenue fulgor rojizo sobre los colosos de piedra sentados e inmóviles a los pies del enorme mausoleo, evocándolos como espectros de las tinieblas. En la explanada había una fogata y volvía a oírse el sonido débil, apenas perceptible, de una flauta que sonaba suave y doliente como un gemido para volverse dura y cortante igual que el canto de desafío de un ave de rapiña de las alturas.

Despertó a Vlassos, que se restregó los ojos y se subió el cuello del anorak.

—Es hora de movernos, nos espera allá arriba, acabemos de una vez.

—Pero capitán, ¿no teníamos que recibir ayuda? Karamanlis bajó la cabeza y repuso:

—Deberían haber llegado hace rato… es gente que no tiene miedo de la montaña ni de la nieve. Me temo que esos disparos que oímos…

Vlassos abrió los ojos como platos con una expresión de patético asombro.

—Pero entonces, capitán… quizá sería mejor que nos volviéramos… no sé si…

—Te estás cagando en los pantalones, ¿no es así? De acuerdo, vete al diablo, que te den por saco, vete adonde quieras. Subiré solo. ¡Pero apártate de mi vista, por favor, está claro que ya no eres un hombre entero!

Vlassos reaccionó.

—Eh, jefe, eh, ya basta. No me estoy cagando en los pantalones. Valgo mucho más yo con un solo cojón que usted y ése de ahí arriba con los dos. Ya veremos si soy un hombre entero. —Cogió la ametralladora, con un golpe de la palma de la mano le metió el cargador y se dirigió hacia la cima.

—Espera —le dijo Karamanlis—. Somos dos y podemos darle una y mil vueltas. He notado que el túmulo está flanqueado por dos terrazas, una que mira hacia el este y la otra hacia el oeste. Subiré por detrás, desde el oeste y tardaré un poco más. Tú sube por aquí. Ese trasto que llevas tiene mira infrarroja, podrás ver a ese cabrón aunque se esconda. No lo dejes ni respirar, en cuanto lo veas, mátalo como a un perro, es demasiado peligroso. Ten en cuenta que llegaré por el otro lado, así que procura no darme a mí. Buena suerte.

—Para usted también, capitán. Esta noche echaremos un buen trago y después nos iremos de este país de mierda en el primer barco, el primer avión o lo que encontremos.

Emprendió la marcha procurando mantenerse a cubierto y confundirse después de cada movimiento con las demás siluetas oscuras, rocas y troncos secos que se destacaban en el fondo blanco que cubría la montaña.

Transcurrido un cuarto de hora de marcha silenciosa llegó a la amplia explanada en la que surgía el inmenso complejo monumental y se asomó para recorrerlo con la mirada. Ante él vio las colosales cabezas de las estatuas del podio que se alzaban, truncadas y atónitas como si un hacha monstruosa las hubiera cercenado de sus bustos. Detrás, casi en el centro de la explanada, crepitaba un fuego de troncos y astillas.

Miró a su alrededor inspeccionando con atención espasmódica cada metro de aquel espacio inquietante y de pronto se le iluminó el rostro: ahí estaba, medio oculto tras un bloque de piedra, vestía la misma americana de felpa verde grisácea con una inscripción del ejército norteamericano que llevaba la última vez que lo viera en el sótano de la Jefatura de Policía. De vez en cuando se asomaba quizá para comprobar si llegaba alguien. Vlassos apuntó con su fusil y la mira infrarroja le confirmó que en aquel cuerpo ardía todavía, aunque por poco tiempo, el calor de la vida. No lo dudó más: hizo cinco disparos en rápida sucesión y vio que el cuerpo se desplomaba.

Salió corriendo mientras gritaba:

—¡Capitán, le he dado! ¡Lo he dejado tieso, capitán!

Pero en cuanto estuvo cerca de su objetivo se detuvo en seco y el corazón le dio un vuelco: ante él tenía un muñeco sostenido por un soporte de palos, colocado sobre un montón de brasas cubiertas de cenizas. El calor que subía de las brasas lo impregnaba y de ese modo había engañado la mira infrarroja de su MI6.

A su espalda resonó una voz que no había podido olvidar:

—¡Estoy aquí, Chíros!

Antes de que tuviera tiempo de volverse una flecha fue a clavársele entre los omóplatos y su punta le asomó por el tórax. Con las energías que le quedaban, Vlassos se volvió para dispararle el resto del cargador, pero su verdugo había empuñado ya la pistola y le destrozó la mano con una rápida descarga. Vlassos se desplomó encima de su propia sangre, que manaba abundantemente sobre la piedra del gran altar y, antes de que se le nublara la vista, logró reconocer al joven que hacía tantos años había padecido por su culpa el más cruel de los suplicios en el sótano de la Jefatura de Policía de Atenas. Con los últimos restos de energía levantó los brazos haciendo un gesto obsceno y balbuceó:

—A tu mujer me la he…

Pero no pudo acabar la frase; un último disparo le perforó la garganta dejándola a medias y Vassilios Vlassos, alias ó Chíros, inclinó la cabeza y exhaló el último suspiro sobre la piedra helada de la montaña.

El sonido de los disparos había llegado hasta donde estaba Michel que despertó del sopor y salió de su refugio y, más abajo, hizo que Norman se detuviera. Apagó el motor para asegurarse de haber oído bien y los disparos que siguieron le llegaron claramente, empujados por el viento del norte que soplaba en su dirección cada vez con más fuerza. Mireille también bajó del coche y cerca de la cima pudo ver el destello de los disparos.

—¡Ay, Dios mío, Michel! —comenzó a gritar—. ¡Michel! ¡Retrocede, soy yo, retrocede!

Pero Michel no podía oírla porque el viento se llevaba sus gritos y porque él ya había iniciado el ascenso en dirección a los disparos y los destellos del fuego.

El capitán Karamanlis había oído la primera descarga cuando acababa de llegar al borde de la plataforma occidental y luego los gritos de Vlassos que lo llamaban, pero debido al ruido que hacían sus propios pasos sobre las piedras del camino no logró entender bien.

Un momento antes había intentado encaramarse a la pirámide, pero los guijarros sueltos que la formaban se desprendían bajo sus pies y cayó rodando otra vez hasta la base del monumento. Comenzó entonces a avanzar por el borde meridional del túmulo al reparo de las gruesas lápidas que en su época flanqueaban el recorrido del cortejo.

Finalmente logró asomarse a la explanada oriental azotada por el viento y el aguanieve donde palpitaban los últimos brillos de la gran fogata que comenzaba a apagarse. Se deslizó por el costado del león de piedra que vigilaba con las fauces abiertas la tumba del rey Antíoco y, mientras su mirada caía sobre el cuerpo tieso de Vlassos recubierto ya por una fina capa de hielo, de detrás de la estatua le llegó una voz más sombría que aquella noche y más fría que aquel viento, honda y vibrante como si saliera de una laringe de bronce.

—¿Qué hace usted aquí, capitán Karamanlis?

Después vio el destello de dos ojos azules como el hielo en las mañanas invernales y el brillo de una sonrisa de lobo. En ese momento volvió a oír en su mente la advertencia del kallikántharos:

Él es quien administra la muerte.

Salió de su escondite disparando y gritando como un poseso:

—¡Tú, maldito impostor, me has traído aquí con engaños, pero verás el infierno conmigo!

El hombre se había esfumado del mismo modo que había aparecido y mientras miraba a su alrededor lleno de asombro oyó que gritaban su nombre desde lo alto.

—¡Karamanlis!

Se volvió apuntando la pistola hacia el cielo y vio a Claudio de pie sobre las rodillas de la estatua acéfala de Zeus Doliqueno apuntándole ya con la suya. Se sintió paralizado e impotente, a merced de enemigos implacables. Para salvarse gritó:

—¡No, detente! ¡Heleni está viva, sé dónde está! —De un bolsillo había sacado una foto y tendiéndola hacia arriba, añadió—: ¡Mira! ¡Heleni está viva!

Pero el viento ahogaba sus palabras y Claudio no las oyó. Levantó el arma y disparó; una bala le dio a Karamanlis entre las clavículas y la otra lo lanzó ya sin vida entre las patas del león de piedra.

Claudio saltó al suelo para contemplar a los enemigos que había abatido, se volvió hacia el león de piedra y gritó:

—¡Comandante, Vlassos y Karamanlis están muertos!

En ese momento, Michel asomó a la explanada: estaba empapado, tenía las ropas hechas jirones, las manos sucias y ensangrentadas.

—¡La obra todavía no está acabada! —gritó la voz a su espalda—. ¡Él fue quién te traicionó! Dispárale y haz justicia.

Con el rostro pálido, Claudio levantó el arma contra Michel que se detuvo con las manos abandonadas a los costados y le suplicó:

—Me engañaron, Claudio, por el amor del cielo, escúchame, aunque sea un momento, escúchame primero y luego mátame si quieres. —Tenía el rostro surcado de lágrimas—. Claudio, por el amor del cielo, soy Michel, tu amigo.

—Por su bajeza torturaron y violaron a Heleni. ¡No es justo que viva! —atronaba la voz como si saliera de las fauces del león.

Claudio volvió a levantar la pistola y a apuntar, pero en ese instante en el borde de la explanada aparecieron Norman y Mireille.

—¡No! ¡Claudio, no! —gritó Mireille—. ¡No estás haciendo justicia! ¡Estás llevando a cabo un sacrificio humano! ¡Fuiste elegido para inmolar al toro, al verraco y al carnero! ¡Mira detrás de ti, en la cima de la pirámide, mira! Y perdónale la vida a tu amigo, Claudio. ¡Por piedad te lo pido, no lo mates!

Norman contemplaba petrificado la escena sin poder moverse ni pronunciar palabra.

—Fue él quien te traicionó. ¡Y vino hasta aquí arriba con Karamanlis!

La voz parecía provenir desde lo alto del túmulo. Claudio apretó el gatillo y la pistola hizo un ruido seco: se había quedado sin balas. Con gesto mecánico se quitó el arco que llevaba en bandolera, colocó una flecha y le apuntó a Michel al pecho mientras Mireille, desesperada, gritaba con los ojos llenos de lágrimas:

—¡Mira detrás de ti, en la cima de la colina!

—Ya me has matado —dijo Michel mirándolo fijamente con ojos ardientes—. Ya no me importa nada… pero no he venido aquí con tus enemigos… durante todo este tiempo te busqué para humillarme delante de ti, para pedirte perdón por mi debilidad, por no haber sabido morir en lugar de Heleni…

A Claudio le tembló el arco entre las manos y volvió la cabeza atrás. Entre los remolinos de aguanieve vio que algo se había encaramado en lo alto del túmulo: ¡el remo de una barca! Y gritó:

—¡Comandante!

La voz sonó cerca de él:

—Estoy aquí, hijo.

—Comandante, ¿debo matar a un hombre inerme que pide perdón?

Notó que estaba a su lado, presencia sombría y dominante, y miró a su derecha: vio brillar dos ojos azules, como si estuvieran empañados por las lágrimas.

—Debes hacer lo que el corazón te dice… Los humanos no tienen otra solución… Adiós, hijo mío.

Lo vio alejarse a paso lento y sintió que su fuerza desaparecía. Dejó caer el arco; el carcaj y las flechas rodaron sobre la piedra.

—¡Comandante! —gritó—. ¡Siempre hice lo que me pidió! ¡Pero esto no podía, no podía, no podía!

Cayó al suelo y se echó a llorar; en ese momento, el viento había dejado de soplar, comenzaba a clarear sobre la inmensa llanura mesopotámica; el alba iluminaba la cima del monte con una lívida palidez. Permaneció largo rato en aquella posición mientras sus amigos se incorporaban y se le acercaban con paso vacilante. Al llegar a su lado se arrodillaron junto a él y lo estrecharon en un prolongado abrazo, después fueron bajando hacia el valle.

Claudio quedó solo en la gran explanada, junto a los cadáveres de sus enemigos. Se puso en pie, recogió su arco y el carcaj y se dispuso a descender por la ladera occidental. Mientras enfilaba hacia el sendero recorrido en otros tiempos por el cortejo recordó que antes de morir, Karamanlis había agitado algo en la mano gritándole no sé qué cosa. Volvió sobre sus pasos y vio que todavía aferraba una foto. Por la parte de atrás tenía una fecha escrita y el nombre de una localidad: Claudio contempló el estupendo rostro, la cabellera de azabache, los labios húmedos y rojos, luego se guardó la foto en el bolsillo interior de la americana y emprendió el regreso.