Parga
11 de noviembre, doce de la noche
Claudio Setti esperaba sentado y en silencio al volante del Alfa Romeo y bajo el débil resplandor de un cielo cubierto, contemplaba el intenso brillo del mar que se extendía ante él, mientras escuchaba un casete y de vez en cuando echaba una mirada a su reloj. Transcurrieron unos cuantos minutos y por el este apareció la silueta oscura de un Mercedes que se detuvo cerca de él. La puerta del lado del conductor se abrió dejando oír durante unos instantes otra música distinta, una sinfonía de Mahler.
—Hola, hijo. ¿Cómo te encuentras?
—Hola, comandante. Me encuentro bien.
—Espero que no te hayas arriesgado demasiado.
—Estoy habituado, esta vez no ha sido peor que las anteriores… pero Ari… le han hecho daño… ¿No se podía evitar?
—Por desgracia no había más remedio. Ari es un hombre fuerte y valiente. Si le han hecho daño, también pagarán por eso. Estamos casi al final… Desde aquí se inicia el último viaje, dentro de tres días todo habrá terminado. Supongo que te darás cuenta de que no había otra manera.
—¿Y después? ¿Y después qué, comandante?
—Eres joven. Habrás concluido un capítulo triste pero importante de tu vida. Has experimentado en carne propia los sufrimientos más duros y los sentimientos más exacerbados, has experimentado lo que significa infligir la pena capital, como Dios, como los reyes, con justicia, para hacer justicia. Volverás a ser un hombre como los demás…
—¿Y no lo veré más?
El comandante le puso una mano en el hombro y a Claudio le pareció que le brillaban los ojos.
—Querría dejar este… este trabajo que hago desde hace tanto tiempo y volver a mi casa. Todo depende de cómo termine este asunto, ojalá tengas la fuerza necesaria y la suerte esté de mi parte. Además, llevaba mucho tiempo viviendo solo y estaba acostumbrado. En el fondo, esta larga aventura que hemos vivido juntos ha pasado rápidamente y me he encariñado contigo… como con un hijo.
—¿No tiene usted familia, comandante?
—La tuve. Una mujer estupenda y orgullosa… fíjate tú qué coincidencia, era de esta región… y un hijo que tendría tu misma edad, se te parecía mucho… sí, mucho. Pero dejémonos de melancolías. Nos veremos en Çanakkale mañana por la noche. Allí te daré la última cita…
Claudio sintió un nudo en la garganta e inclinó la cabeza en silencio pues le pareció que no tenía nada más que preguntar.
Después de estirarse en el asiento reclinado del coche, Mireille se había dormido casi en seguida y Norman condujo un buen rato en silencio, sin encender siquiera la radio. De vez en cuando la miraba y pensaba que Michel tenía mucha suerte de que una muchacha tan hermosa y pasional estuviera tan enamorada de él. La chica había caído en un sueño pesado pero inquieto. Se lamentaba y de cuando en cuando lanzaba un grito sofocado. Debía de estar sufriendo mucho.
Çanakkale. ¿Qué diablos iba a hacer Michel a Çanakkale? No les resultaría sencillo encontrarlo. Además, cuando los del hotel le informaran que Mireille y él iban a buscarlo no era seguro que dejara las señas necesarias para establecer un lugar de encuentro. Al menos, no de inmediato. Tampoco era seguro que telefoneara; de lo contrario, ¿por qué se había marchado tan precipitadamente y sin avisar?
Los primeros trescientos kilómetros del recorrido eran los más duros y difíciles, y Mireille no había estado del todo desacertada en querer marcharse en seguida para poder reunirse con Michel en Çanakkale en menos de treinta y seis horas. Paró en Ioannina para comprar un par de bocadillos en un bar y telefonear al hotel, pero Michel todavía no había llamado. Siguió viaje hacia Métsevon por un camino muy empinado y lleno de curvas, había llegado casi al puerto de montaña cuando Mireille se despertó.
—Has dormido un buen tirón, debías de estar rendida. ¿Te apetece un bocadillo?
—Sí, gracias —respondió Mireille y empezó a comérselo.
—¿Qué hora es?
—La una.
—¿Quieres que conduzca yo?
—No, gracias. Puedo seguir por lo menos una horita más. Ahí atrás tienes una lata de coca-cola. ¿No quieres decirme qué tipo de peligro corre Michel y por qué quieres reunirte con él a toda costa?
Mireille le lanzó una mirada ardiente:
—A Michel podrían matarlo de un momento a otro.
—Entonces no es cierto que no sabes nada de lo que pasó en Atenas hace diez años.
Mireille inclinó la cabeza fingiendo asentir.
—De acuerdo —dijo Norman—, la noche es larga y no tenemos nada que hacer. Quizá sea mejor que te explique cómo ocurrieron las cosas por si tienes una versión equivocada de los hechos.
Norman comenzó a hablar evocando horas lejanas y angustiosas, las vicisitudes de tres muchachos arrastrados por una vorágine de horror y de sangre. De vez en cuando la brasa del cigarrillo que tenía en la boca brillaba con luz tenue en la oscuridad de la noche y los recuerdos. Pero Mireille no lograba relacionar cuanto había visto en el sótano de la calle Dionysíou con lo que Norman le estaba contando. Su angustia iba en aumento y sus miedos se iban acumulando como si los motivos por los que Michel debía morir se multiplicaran absurdamente sin razón aparente.
—¿Tienes idea del motivo por el cual Michel se ha marchado tan de repente a Çanakkale? —le preguntó a Norman cuando hubo terminado de hablar.
—He pensado mucho. Existen bastantes posibilidades de que, en contra de lo que pensábamos, Claudio Setti, nuestro amigo italiano, siga con vida y que esté dominado por una obsesiva sed de venganza… tal vez esté loco o paranoico. Michel está atormentado por el remordimiento y dominado por la idea de poder justificarse, de redimirse de alguna manera ante los ojos de su amigo. Mientras dormías, he pensado mucho y he llegado a la conclusión de que Claudio Setti podría estar esperando a Michel en Çanakkale.
—¿Una trampa?
—No lo sé, no se puede excluir esa posibilidad. Cuantos estuvieron relacionados de un modo u otro con la muerte de Heleni, la novia de Claudio, han tenido una muerte horrenda o poco les ha faltado. ¿Y tú cómo llegaste a saber la verdad?
—Acabo de descubrirla ahora por lo que me has dicho.
—No mientas.
—No miento. Conozco otro peligro que se cierne sobre él y es igual de letal, pero tal vez los dos senderos de muerte confluyan al final en uno solo. Es preciso que descubramos dónde y cuándo. No quiero perderlo. No podría soportarlo.
Se hizo un largo silencio y Norman encendió la radio para despejar la pesada y enrarecida atmósfera del habitáculo. Más tarde, no lejos de Tríkala, arrimó el coche a la derecha y dijo:
—Estoy muy cansado. Sigue conduciendo tú, por favor.
Mientras Mireille bajaba para tomar el volante, un coche de la policía que iba en sentido contrario se detuvo y uno de los agentes se acercó para hacer un control.
—¿Algún problema? —inquirió llevándose la mano a la gorra.
—No, agente, gracias —respondió Norman—, mi amiga va a ponerse al volante, ha estado descansando mientras que yo llevo varias horas conduciendo.
—Ya, comprendo —dijo el agente—. De todos modos, vayan con cuidado, y si quieren un consejo, alójense en un hotel de Tríkala, no tendrán problemas para encontrar habitación. Es mejor ser prudentes y no arriesgarse.
—Gracias, agente —repuso Norman—, pero tenemos un compromiso ineludible.
—Como quiera —dijo el agente—. Buenas noches y que tengan buen viaje.
En cuanto se marcharon, el agente subió al coche y conectó la radio.
—Aquí el agente Lazaridis llamando a la central desde el kilómetro 52 de la estatal E-87. Acabo de cruzarme con el coche del que pidieron datos desde Préveza, un Peugeot 404 alquilado en Hertz. En él viajaban un hombre de unos treinta y cinco años y una mujer de menos de treinta.
—Aquí la central —respondió una voz por la radio.
—¿Hacia dónde van?
—Hacia el este, en dirección a Larisa y quizá más allá. No tienen intención de detenerse en Tríkala, conducen sin parar y se van turnando.
La central de Tríkala comunicó de inmediato la información a la de Préveza, de donde había partido la petición, pero el suboficial de guardia no pasó el dato a los dos colegas de Atenas que dormían en el hotel Cleopatra. Tenía órdenes de hacerlo únicamente cuando recibieran noticias sobre un Rover azul con matrícula inglesa conducido por un hombre solo, de unos treinta años. Las noticias llegaron cerca de las seis de la mañana.
—Capitán Karamanlis —dijo el suboficial en cuanto obtuvo respuesta—, tenemos los dos datos, el Peugeot de la Hertz y el Rover azul.
Karamanlis se sentó en la cama y bebió un sorbo de agua del vaso que tenía sobre la mesita de noche.
—Estupendo. ¿Tienes las horas y las posiciones?
—El Peugeot estaba en las afueras de Tríkala poco antes de las dos de la mañana, y el Rover fue visto ahora en Rendina, en la península Calcídica. Los dos coches van hacia el este. Por los últimos datos que tenemos, el Peugeot va ganando terreno, en él viajan dos personas y se turnan para conducir sin parar.
—Muy bien. Ahora trata de encontrarnos un medio rápido para llegar a Tracia. Si lo consigues te prometo un aumento de sueldo por méritos.
—¿A qué lugar de Tracia, capitán?
—A cualquiera, el que esté más cerca de la frontera con Turquía. Trata de averiguar si van hacia Kesan o hacia Edirne… nunca se sabe.
Karamanlis se vistió, despertó a Vlassos y se lo llevó al salón del hotel, donde un camarero medio adormilado estaba encendiendo la máquina de café.
—¿El francés ya está en Rendina? —preguntó Vlassos.
—No lograremos alcanzarlo, jefe, a menos que mande que lo detengan en la frontera.
—No podemos detenerlo. Tenemos que seguirlo… Además, no está dicha la última palabra. Comamos algo.
Se tomaron un café; con cierto apetito, Karamanlis mojó en el suyo unas cuantas galletas. La cacería le despertaba siempre el apetito y le hacía olvidar todo lo demás. Cuando terminaron de desayunar, Karamanlis cogió un periódico, se sentó en un sillón y se puso a leer bajo la mirada asombrada de su compañero que se paseaba muy nervioso por el salón fumando un cigarrillo tras otro. Al cabo de una hora, a las siete y media, los llamaron desde la central.
—Capitán, le he encontrado un vuelo, un pequeño avión de la Esso Papás que parte dentro de media hora de Aktion y va directo hacia Piges a inspeccionar una planta química. Dicen que pueden llevarlos. Dentro de cinco minutos le envío un coche de servicio, tienen que coger el transbordador de las siete cuarenta y cinco, el aeropuerto está al otro lado del golfo.
—Eres un as, chico, un verdadero as. El aumento por méritos es tuyo, no te lo quita nadie. Pide que en el aeropuerto de llegada me tengan preparado un coche normal con el depósito lleno y algo de comida. Gracias, hasta la vista.
—Pero capitán, ¿no quiere saber cómo me llamo?
—Ah, sí, claro, qué cabeza la mía, se me olvidaba lo más importante. ¿Cómo te llamas, muchacho?
A medida que avanzaba hacia oriente, Michel se sentía cada vez más cansado. Le ardían los ojos y notaba calambres en el estómago. Había dejado atrás Kavala y Xanthi y se acercaba a Komotiní. Por vía aérea, Çanakkale se encontraba bastante cerca, pero por tierra estaba todavía muy lejos. Pasada la frontera con Turquía había que continuar muchos kilómetros en dirección este y luego desviar hacia el oeste durante una distancia igual para recorrer toda la península de Gallípoli hasta Eceabat, en la punta opuesta, de donde partía el transbordador hacia la orilla asiática.
Ya había oscurecido y en la carretera sólo había tráfico pesado, enormes camiones y remolques que llevaban mercancías de todo tipo a Oriente Medio. Exhausto, se detuvo en una gasolinera para llenar el depósito y tomar un bocado, pero tenía el estómago cerrado y no le pasaba nada. Presentía que si llegaba tarde a aquella cita, el resto de su vida sería un infierno. Esta vez habría sido incapaz de olvidar, de enterrarlo todo.
Bebió un vaso de leche mientras un grupo de camioneros húngaros se sentaba delante de un plato de salchichas humeantes y una enorme jarra de cerveza. Se encerró en el coche para dormir unos minutos, lo mínimo indispensable si no quería acabar estrellándose contra el primer hito de la carretera, pero cayó en un sueño profundo.
El bocinazo, violento y lacerante como las trompetas del juicio, de un camión con remolque lo despertó de golpe y se dio cuenta de que se había detenido más de lo debido.
Bebió un sorbo de café del termo que llevaba en el coche, encendió un cigarrillo y se lanzó a la carretera a la máxima velocidad posible. Recuperó en parte el tiempo perdido, pero en el puesto fronterizo de Ipsala, un empleado de la aduana le inspeccionó minuciosamente el equipaje y los documentos mientras se debatía impotente, con los ojos fijos en el enorme reloj eléctrico que había en la entrada de la tienda libre de impuestos.
Por fin pudo seguir viaje a toda velocidad hasta Gallípoli, pero de todos modos perdió por un pelo el transbordador de las once, el único que le habría permitido llegar antes de medianoche al muelle de Çanakkale.
Como un loco, sudado y trastornado por la fatiga y el insomnio, corrió entre los puestecillos en busca de un barco privado, pero a esa hora los pescadores de altura ya habían salido para echar sus redes en el mar de Mármara, y en esa temporada los servicios turísticos llevaban bastante tiempo sin funcionar. Pálido y desesperado por la impaciencia tuvo que esperar a que el siguiente transbordador echara la rampa de embarque sobre el muelle. Cuando la embarcación atracó en el muelle de Çanakkale, sobre la orilla asiática, eran las doce y diez de la noche. En cuanto la rampa tocó el muelle, salió hecho una tromba, aparcó en el primer lugar libre que encontró y comenzó a mirar a su alrededor a la luz de las farolas. Los coches que bajaban del transbordador se alejaban uno tras otro siguiendo su camino mientras los camioneros aparcaban donde podían, apagaban los motores y corrían la cortina delante del parabrisas para dormir en las literas.
Sólo veía pasar a alguien de vez en cuando. Un joven se le acercó y le preguntó:
—Hotel? Hotel, sir? Three stars four stars five stars no problem good food no sheep good price… nice girls if you like…
—Ahir, teshekur —lo interrumpió Michel en turco para quitárselo de encima. En ese momento, durante una fracción de segundo, las luces de los faros de una grúa que maniobraba desde el muelle iluminaron un rincón oscuro de la explanada y Michel vio a un hombre de pie junto a la puerta abierta de un Toyota Land Cruiser; llevaba una americana verde grisácea, jersey negro, barba oscura y descuidada, y hablaba con otro hombre más viejo que él que le ponía la mano sobre el hombro. ¡Era él! ¡Claudio!
Michel abrió la boca para gritar su nombre en el mismo instante en que el joven desaparecía en el interior del coche y partía a toda velocidad. Michel corrió tras él con todas las energías que le quedaban gritando:
—¡Claudio! ¡Para! ¡Para! ¡Santo cielo, para!
Tropezó y cayó de rodillas en medio de la calzada mientras el Toyota desaparecía en la noche; quedó en esa posición, golpeándose las rodillas con los puños, ya sin energías ni voluntad. Un pesado camión que venía en dirección contraria hizo sonar todas las bocinas que llevaba y lo bañó con una ráfaga enceguecedora de las luces largas; Michel se incorporó, se apartó de la calzada y regresó a la explanada entristecido, con la cabeza gacha. El edificio de la aduana estaba iluminado y se veía el cartel luminoso de un bar. Michel entró para comer algo porque ya no podía tenerse en pie. Mientras se comía un bocadillo y bebía un vaso de leche le dio por mirar a su derecha, hacia la zona de oficinas; vio el sector de agencias de alquiler y en ese momento cayó en la cuenta de que Claudio podía haber alquilado el Toyota allí mismo.
Por debajo del cristal, le pasó un billete de diez dólares al empleado de Avis y le dijo:
—Disculpe, necesito que me ayude. Un amigo mío acaba de marcharse con un Toyota Land Cruiser que le han alquilado. Tengo que alcanzarlo para entregarle un mensaje de su familia, pero lo he perdido de vista y no me ha reconocido cuando le hice señas para que se detuviera. ¿Podría decirme dónde está previsto que devuelva el coche?
El empleado cogió el billete con un leve movimiento de la mano, lo metió en una bolsita que tenía sobre las rodillas y comenzó a hojear un paquete de contratos de alquiler que había sobre la mesa.
—¿Cómo se llama su amigo?
La pregunta tomó a Michel por sorpresa pues no estaba preparado para responderla por lo que trató de ganar tiempo.
—Verá, mi amigo es italiano y…
—Ah, sí, el italiano al que le dimos el Toyota. Aquí está. Dino Ferretti, reside en Tarquinia, Italia. ¿Es él?
—Sí, el mismo, gracias. ¿Puede indicarme dónde está previsto que entregue el coche?
—Aquí lo tengo… en Eski Kahta… ¿Sabe dónde está? ¿No? Por la zona de Adyaman. Un buen trecho si tiene que alcanzarlo usted.
—Ya me las arreglaré, aunque tuviera que ir a casa del diablo —dijo Michel—. Teshekur ederim. Muchas gracias.
Volvió al Rover azul y enfiló hacia Esmirna. Planeaba detenerse al costado de la carretera en cuanto encontrara un sitio para dormir unas horas. Claudio iba solo y al fin y al cabo también era de carne y hueso.
Recorrió unos veinte kilómetros sin encontrar un lugar que le gustara hasta que llegó a un pequeño ensanche del que partía el caminito que conducía a las excavaciones de Ilio. Se metió por allí y se detuvo en la explanada que había delante de la entrada sobre la que se levantaba el horrible caballo de madera construido por los turcos para regocijo de los turistas. Era un buen sitio, pues había un guardián y una garita con un policía de servicio. Antes de estirarse en el asiento, echó un vistazo a su alrededor y vio que otro había tenido la misma idea que él: un Mercedes negro había aparcado a cien metros de allí. El conductor estaba afuera, de pie, apoyado en el capó, y daba la impresión de estar contemplando atentamente la llanura de abajo, envuelta en la oscuridad y la bruma, aguzando el oído para captar el chillido intermitente de las rapaces nocturnas. A ratos, el ascua del cigarrillo le iluminaba apenas el rostro con un leve reflejo rojizo.
Al llegar al aeropuerto de Piges, el capitán Karamanlis se encontró con un coche preparado y los últimos datos sobre la posición del Peugeot de Mireille y Norman: lo habían visto una hora antes por la zona de Kavala. Seguramente podría interceptarlo en un tiempo bastante breve en la estatal que conducía a la frontera.
A esas alturas estaba casi seguro de que Norman y Mireille iban tras Michel y de que podía tratarse de la pista adecuada que debía seguir.
Pidió a sus colegas que le consiguieran documentación civil para él y para Vlassos y que se la tuvieran preparada en la frontera, por si se veían obligados a cruzarla y se apostó con paciencia en la estatal hasta que vio pasar el Peugeot de la Hertz. Era cerca de mediodía y conducía Norman. El asiento del acompañante estaba completamente abatido. Sin duda, la chica trataba de dormir o descansar un poco.
En el puesto fronterizo de la policía, Karamanlis retiró un documento de identidad a nombre de Sotiris Arnopoulos, comerciante de Salónica, mientras el sargento Vlassos, a partir de ese momento, iba a ser el señor Konstantinos Tsulís, dependiente.
Siguieron al Peugeot sin dejarse ver y después de pasar por Kesan, cuando estuvieron seguros de que iba hacia la derecha, por el camino obligado para Eceabat-Çanakkale, lo adelantaron cuando se detuvo para repostar y continuaron hasta el embarcadero donde subieron al transbordador que los llevaría a la orilla asiática.
Mireille y Norman desembarcaron a eso de las cuatro de la tarde, cuando el sol ya estaba bajo y dieron una vuelta por la ciudad con la esperanza de ver el Rover de Michel. Fueron a la policía de vialidad para tratar de conseguir ayuda, pero el oficial que los recibió no pudo hacer nada por ellos.
—Si al menos me dijeran hacia dónde iba su amigo, enviaría un aviso a las patrullas de vialidad, y tarde o temprano lo detendrían y le pasarían su mensaje, pero sin ningún dato, por vago que sea… no sé, se fue hacia el sur, hacia el este, ha vuelto a embarcar… tendría que hacer que lo buscaran por toda Turquía, y como sabrán ustedes, Turquía es muy grande. Lo siento. Podrían tratar de enviarle un mensaje por radio, pero no es seguro que lo reciba. Muchos turistas europeos que no aprecian la música oriental, al cabo de un rato apagan la radio, escuchan cintas o sintonizan una emisora extranjera que nosotros no logramos captar.
De todas maneras tomó nota y les prometió que por lo menos en su jurisdicción haría lo posible para encontrar el Rover azul y transmitir su mensaje.
Después de seguirlos un rato en su deambular, Karamanlis se dio cuenta de que iban a ciegas porque se veía claramente que no tenían idea de dónde estaba su amigo y se dijo una y mil veces que era un idiota por haber tenido una iniciativa tan estúpida.
—Por desgracia, ellos saben menos que nosotros, capitán —comentó Vlassos—. Yo me volvería a casa. Si estos turcos del diablo se dan cuenta de que somos policías griegos de incógnito nos costará trabajo salvar el pellejo.
—¿Y abandonarlo todo después de tantos meses de fatigas, de pacientes investigaciones, de continuos aciertos y desaciertos? —Karamanlis habría sido capaz de cualquier cosa con tal de llegar al final de aquella odiosa historia—. Esperemos otro poco, veamos qué hacen ellos, nunca se sabe. Lo que está claro es que lo están buscando y puede que sepan algo más que nosotros. No está dicha la última palabra. —Miró fijamente los ojitos de cerdo de Vlassos, le puso una mano en el hombro y pensó: «Además, estás tú, amigo mío, y puede que una carnada así acabe atrayendo a nuestro pececito».
Norman y Mireille entraron en un restaurante y pidieron algo de comer. Norman estaba completamente desalentado.
—Tenemos una pista exacta —dijo de pronto Mireille—, de la que no te he hablado porque me habrías tomado por loca, pero ahora no nos queda otra alternativa si queremos encontrar a Michel.
—¿Una pista exacta? —repitió Norman.
—Sí. Pero no sé cómo descifrarla. Escúchame con atención porque lo que voy a decirte es la pura verdad aunque admito que las conclusiones parecen absolutamente absurdas.
—Ya lo veremos —dijo Norman—. Cuéntamelo todo sin omitir una sola palabra de lo que sepas.
Vlassos tenía órdenes de Karamanlis de no perder de vista a Norman y a Mireille por nada del mundo mientras él trataba de conseguir la ayuda de un amigo de Estambul. Por tanto, se había apostado con el coche en la acera opuesta al local donde cenaban los dos jóvenes y los vigilaba sin cesar echando una ojeada suspicaz por el retrovisor y los espejitos laterales. La noche de Portolago estaba viva en su mente y el hecho de ir prácticamente desarmado lo ponía nervioso y le provocaba una desagradable inquietud.
Más allá de la luna de la entrada, a la derecha, un enorme asador de doner kebab giraba y giraba e iba soltando grasa, mientras que a la izquierda había una inscripción con el logotipo del local, pero en el centro quedaba espacio suficiente para ver el rostro encendido de aquella espléndida mujer y para darse cuenta por los gestos y la mímica que estaba contando algo excepcional. El joven que tenía delante la escuchaba sin pestañear y seguía con la mirada los movimientos imprevistos de las manos de la chica, que de vez en cuando garabateaba algo en una hoja de papel: ¿serían números, signos? ¿Qué estarían tramando? Habría dado un dedo de la mano por saber de qué diablos hablaban. El muchacho parecía agitado, nervioso. De pronto se levantó y salió corriendo hacia el coche a coger un mapa. ¿Qué tramarían?
El joven volvió a entrar corriendo en el local y se sentó a la mesa mientras la chica volvía a hablar angustiada, daba la impresión de tener los ojos llenos de lágrimas.
Karamanlis llegó por fin, y de un humor por demás discreto.
—Menos mal, ya tenemos las armas. Me sentía en calzones sin una pipa encima.
—No me lo recuerde, capitán. La idea de que ese cabrón me use para practicar el tiro al blanco sin que pueda responderle como es debido me pone la carne de gallina.
—¿Qué ha pasado hasta ahora?
Vlassos intentó describirle lo mejor que pudo cuanto había visto tras la ventana, entre el humo que soltaba el doner kebab, las idas y venidas de Norman, el mapa sobre la mesa y todo lo demás.
Estaba bastante oscuro para acercarse sin demasiados riesgos y Karamanlis se aproximó a la luna del restaurante manteniéndose pegado a la pared. Norman y Mireille sacaban cuentas con una calculadora y tenían un mapa sobre la mesa. Karamanlis se animó: todo hacía pensar que por fin esos dos habían hallado la forma de encontrar un camino o un itinerario. La idea de pasearse por Turquía exhibiendo la cara de Vlassos con la frágil esperanza de que Claudio Setti estuviera por ahí mirando no le hacía demasiada gracia.
Pero la cosa no era tan simple. Norman presentía que la solución estaba cercana pero sabía que todavía le faltaba algo muy importante.
—Caray, Mireille, si lo que acabas de contarme no ha sido un sueño, es posible que logremos descubrir adonde va Michel… En cuanto a lo demás, es imposible, créeme… ¿me has oído? Imposible. Ahora bien, si hubiera algo de verdad, aunque fuera una mínima parte, tendremos una historia fantástica para contar… pero eso ya es harina de otro costal.
—¿Y entonces?
—Mira, ¿lo ves? Lo que Michel llama «el eje de Harvatis» es una línea loxodrómica que une Dodona con el oasis de Siwa en Egipto pasando por el nacimiento del Aqueronte y tocando, por tanto, Efira y también el santuario de Zeus Olímpico y cabo Ténaro.
—Las dos palomas que partieron de la Tebas egipcia…
—¿Palomas?
—Sí, es una historia referida por Herodoto que explica el modo en que nacieron los dos oráculos más antiguos de la tierra, el de Dodona y el de Siwa. Dos palomas negras partieron al mismo tiempo desde Tebas, en Egipto; una de ellas fue a posarse sobre una encina, cerca de Dodona, y la otra sobre una palmera, en el oasis de Siwa, donde se transformaron en dos sacerdotisas que comenzaron a hacer oráculos.
—Ya, comprendo. Si hubieras traído ese fascículo, todo estaría más claro, pero esta fórmula también me parece descifrable. ET/TS = 0,37 indica casi con toda seguridad la relación entre las dos distancias Efira-Cabo Ténaro y Cabo Ténaro-Siwa. Ahora bien, si imaginamos que el segmento Dodona-Siwa es la base desde la cual podemos identificar el lugar denominado Keléa o Boúneima necesitaremos una convergencia, pongamos como hipótesis, el vértice de un triángulo cuya base sea el eje de Harvatis.
—Es posible… no se me había ocurrido. —Mireille se inclinó sobre el mapa y luego sobre las hojas en las que Norman apuntaba sus hipótesis y comentó—: Pero aquí sólo tenemos una incógnita, alfa. ¿Cómo vamos a calcular el otro ángulo?
Norman sacó un cigarrillo, le temblaba tanto la mano que no lograba acercar la llama para encenderlo.
—¡Una sola incógnita… maldita sea! ¿Y si fuera isósceles? —Se golpeó la frente con la mano—. ¡Claro que sí, qué estúpido he sido! ¡Sin duda es un isósceles, por lo cual los ángulos de la base son idénticos! Por tanto, bastará con calcular el valor de alfa. —Volvió a encender la calculadora—. Multiplicamos 180 x 0,37… y nos da 66,6. Si tu Harvatis no se ha equivocado de medio a medio, el punto hacia el cual se dirige Michel es el vértice de un triángulo isósceles cuya base está entre Dodona y Siwa, con un ángulo de base de 66,6 grados.
—Norman.
—¿Qué ocurre?
—Seis, seis, seis… ¿No es un número maldito? ¿No es el del Apocalipsis?
—Santo cielo, Mireille, qué tiene que ver el Apocalipsis en esto, tú te refieres a una película norteamericana en la que aparece ese niño llamado Damien, el Anticristo, me parece, que lleva los tres seis tatuados en el coco.
—Justamente, del Apocalipsis.
—Vamos a ver, no pongamos demasiada carne al asador; Mireille, por favor, sólo nos faltaba el Apocalipsis, ¿no crees que ya tenemos bastante…? Ahora lo que necesitamos es un goniómetro… ¿Dónde voy a encontrar yo un goniómetro a estas horas?
—En una papelería. Todavía no son las ocho. Aquí las tiendas no tienen horarios muy estrictos.
—En seguida vuelvo —dijo Norman.
Salió como una tromba pero un segundo después se asomó y le preguntó:
—¿Sabes cómo se dice goniómetro en turco? —Mireille meneó la cabeza—. Da igual, me haré entender. Tú aquí quietecita. ¡Pobre de ti si te marchas!
Subió al coche.
—¿Lo sigo, capitán? —inquirió Vlassos poniendo las manos en el volante.
—No. Ha dejado aquí a la chica, volverá en seguida.
Norman tardó más de media hora en encontrar una papelería, en explicarle lo que necesitaba al dueño que no tenía un goniómetro, pero a quien le costó lo suyo hacerle entender al muchacho que fuera a ver a un amigo que vendía verduras en la tienda de al lado y que tenía un hijo agrimensor que seguramente le podría prestar un goniómetro.
—Déjame ver el mapa —dijo Norman sudado y jadeante cuando hubo regresado.
Había sacado del coche una placa cuadrada de aluminio, la que utilizaba como prolongación del gato, y la utilizó como regla para trazar la base. Después, con el pequeño goniómetro de plástico transparente midió dos ángulos de 66,6 grados en la base, pero cuando intentó trazar los lados se dio cuenta de que el vértice caía fuera de la extensión que abarcaba el mapa.
—¡Diablos! —exclamó Mireille—, necesitaríamos un mapa que incluyera Grecia y Oriente Medio, o por lo menos Grecia y Turquía.
—¡El bar del puerto! —exclamó Norman—. En el bar del puerto tienen un Freytag & Berndt de toda la zona. El que usan los camioneros que vienen de los Balcanes. Hay uno igual en la aduana de Capitán Adreevo en Bulgaria. Vamos.
Era tal como Norman decía: en la pared del bar del puerto había un mapa Freytag & Berndt a escala 1/800 000. Ante los ojos pasmados de los presentes, Norman y Mireille trazaron sobre el mapa mural «el eje de Harvatis», los dos ángulos de la base y finalmente los dos lados.
—¡Dios mío! —exclamó Mireille retrocediendo—. ¡Dios mío, el Nemrut Dagi!