XXI

Cabo Sunion

11 de noviembre, seis y media de la mañana

Ari pasó debajo del gran templo de cabo Sunion cuando un resplandor lechoso iluminaba apenas el horizonte. Durante milenios cuántos marineros habían visto desaparecer en la distancia la gran roca gris y con ella la patria querida, alejados de la costa por el viento septentrional.

Dobló hacia el norte dejando a su espalda los blancos espectros de las columnas dóricas y prosiguió en dirección a Maratón hasta que vio un caminito que subía a una casucha aislada, en las lindes de un encinar. Bajó del coche con un envoltorio y al llegar a la puerta, tocó el timbre y esperó en silencio a que alguien fuera a abrirle. No soplaba el viento en aquel lugar tan expuesto y el cielo estaba gris y estático.

Al cabo de unos minutos se abrió la puerta y apareció un hombre de largos cabellos grises envuelto en un albornoz de algodón oscuro.

—Vengo de parte del comandante —dijo Ari.

—Lo sé —repuso el hombre—, pase. —Y lo precedió por un pequeño recibidor y un pasillo hasta llegar a la gran sala desnuda donde solía trabajar.

Ari vio una mesa en la que apoyó el objeto que llevaba y le quitó el papel: apareció la estupenda vasija micénica repujada que diez años antes, en una noche de angustia, había llevado a Atenas.

—El comandante ha dicho que éste es el oro con el que ha de hacer la obra.

—¿Este? Santo cielo, cómo puedo…

Ari lo observó sin pronunciar palabra y permaneció inmóvil con los brazos cruzados sobre el vientre, esperando una respuesta. El hombre contempló largamente el estupendo objeto dando vueltas a su alrededor como para grabarse en la memoria cada detalle de aquella obra. Ari se estremeció y dijo:

—El comandante quiere que no quede nada… si sintiera la tentación de hacer una copia…

El escultor se dirigió al caballete cubierto por un lienzo que había en el rincón y destapó la soberbia máscara realizada primero en arcilla y luego en cemento blanco.

—¿Pero por qué destruir esta maravilla?

—El comandante lo quiere así, el oro debe provenir de esta vasija, es todo. Si es usted amigo suyo, haga lo que le dice, se lo ruego.

El hombre asintió.

—Está bien. Haré lo que me pide. Vuelva dentro de dos días.

—No. Esperaré a que la termine. Todo ha de hacerse en poco tiempo.

Ari se sentó en un rincón y encendió su pipa.

—¿Dónde la llevará cuando esté terminada? —preguntó el escultor.

—A Efira —repuso Ari—, pero todo terminará pronto, muy pronto. Por eso disponemos de poco tiempo.

El escultor inclinó la cabeza y se puso a trabajar.

A esa hora de la mañana, la autopista costera de Patrás estaba casi vacía y el sargento Vlassos conducía a velocidad regular; de vez en cuando le pegaba un mordisco a un bocadillo de salchichas y bebía de una botella de cerveza que después empotraba en la guantera. El capitán Karamanlis iba sentado a su lado hojeando una libreta llena de apuntes.

—Jefe, ¿por qué no pedimos ayuda a nuestros colegas de Préveza? —inquirió Vlassos entre bocado y bocado—. Ponemos una serie de controles alrededor de la ciudad y después en un radio más amplio. Es mucho más fácil que el pez caiga en la red. Después, ya me encargo yo de él. Nos quitaremos de encima el estorbo de una vez para siempre. Voy a destrozarlo. Me las va a pagar… sólo yo sé cuánto he sufrido… maldito cabrón, hijo de puta.

—¿Qué te crees que hice en Dirú y Portolago? Puse controles, unos cercos por los que no debían pasar ni los mosquitos, y sin embargo, pasó, vaya si pasó. El muy maldito tiene al diablo de su parte. Si creyera en las fábulas de los curas, diría que conocí al diablo personalmente, en carne y hueso, como te veo a ti ahora. —Vlassos se quedó con la boca abierta, llena de salchicha—. Aunque todavía no puedo decir a ciencia cierta dónde está… no tardaremos en saberlo…

»Lo he intentado todo y no me queda más que una forma; me quiere a mí, pero sobre todo, te quiere a ti. De no haber intervenido en el último momento, habría acabado contigo en Portolago.

—Entonces yo sería la carnada para nuestro pez. Bien. Que pruebe. Esta vez se le atragantará el bocado.

—Me alegra que estés de acuerdo. Pero mantente en guardia. Esta vez no podremos echar mano de nuestros colegas. Existe el peligro de que salgan a la luz ciertas intrigas de esta historia… ya me entiendes. Cuanta más gente metamos en esto, más se dilata el asunto y más difícil se hace de manejar. Se trata de una partida que debemos cerrar nosotros. En el fondo, somos dos contra uno… o tal vez tres contra uno… en el peor de los casos, dos contra dos…

—¿Quién sería el cuarto batidor que va por libre y que no se sabe de parte de quién está?

—El que te salvó el pellejo en Portolago.

—¿Entonces está de nuestra parte?

—No. De nuestra parte no… a lo mejor tampoco de la de él. Empiezo a sospechar que juega su propia partida, pero todavía no he logrado entender qué cartas usa ni sus reglas de juego. Pero ya es cuestión de poco tiempo… es cuestión de poco tiempo…

Vlassos tragó y le preguntó:

—Capitán, ¿esta vez lo lograremos, verdad? Seguramente tendrá un plan, un as en la manga.

Karamanlis continuó hojeando su libreta hasta que llegó a una página en la que había una foto en color de una espléndida muchacha morena: Kiki Kaloudis.

—Sí —respondió levantando la cabeza y mirando la cinta de asfalto que tenía delante—, tengo un as. Pero me lo guardaré para cuando me haya jugado todas las demás cartas de la partida. Ahora para que tengo ganas de mear… esta maldita próstata empieza a causarme problemas. Tal vez Irini tenga razón… tal vez sea hora de que me decida a pedir la jubilación.

Vlassos bebió unos cuantos sorbos de cerveza, se limpió los labios con el dorso de la mano y repuso:

—Ya se jubilará, jefe, cuando lo hayamos arreglado todo. Ahora paro para que mee.

Mireille no descansó casi nada. Regresó al hotel, pagó la cuenta con tarjeta de crédito al portero de noche y partió inmediatamente, después de dejarle un mensaje al señor Zolotas y una generosa propina al camarero del bar «Milos».

Ella también tomó la autopista del Peloponeso y le llevaba a Karamanlis por lo menos tres horas de ventaja, pero de vez en cuando se detenía, asaltada por el cansancio. Paraba en los aparcamientos y dormía cinco o diez minutos, después se pasaba una toallita por la cara y seguía el viaje.

Sabía que había iniciado una lucha contra el tiempo y que de esa lucha dependía la vida de Michel. Por desgracia, sólo disponía de leves indicios sobre dónde encontrarlo y corría en plena noche para llegar antes que un destino inminente, un destino que —lo presentía— le llevaba mucha ventaja y podría desencadenarse en cualquier momento.

Era ya pleno día cuando en Ríon hizo cola detrás de un par de coches y media docena de camiones para subir al transbordador que la cruzaría a la orilla septentrional del golfo de Corinto. Pasó por Misolongi y Arta sin detenerse, comiendo una que otra galleta y una manzana, y llegó a Préveza a primeras horas de la tarde. El sol de noviembre estaba ya bajo y pálido. Norman la esperaba en el hotel.

—He buscado por todas partes —le dijo—, y lo único que encontré es esto. —Le enseñó una notita que decía: «Te llamaré pasado mañana por la noche desde Çanakkale. Espero. No tenía tiempo. Michel.»—. Nos conviene esperar aquí hasta que llame y podamos averiguar qué lo hizo marcharse tan precipitadamente. Aquí teníamos a un viejo amigo, el señor Aristotelis Malidis, que nos ayudó en la época de la revuelta del Politécnico. Lo he buscado, pero también parece haber desaparecido.

—¿Os ayudó? ¿En qué?

—Supongo que Michel no te contó nada de esos días.

—No.

—Entonces, perdóname, pero posiblemente no tengo derecho a…

—Como quieras. Yo me marcho.

—¿Te marchas? Pero si no puedes tenerte en pie. Tienes un aspecto horrible.

—Gracias —dijo la muchacha con un tímido y repentino asomo de femineidad ofendida.

—Quiero decir que tienes aspecto de llevar una semana sin dormir. Escúchame, te das una ducha y te tumbas en la cama hasta la hora de cenar. Incluso es posible que Michel llame antes, y así podrás hablar con él.

—No. La vida de Michel corre grave peligro. Es imprescindible que me reúna con él.

Norman frunció el ceño y repitió:

—¿Qué su vida corre peligro? ¿Y por qué?

—Ahora no tengo tiempo de explicártelo, es posible que ni siquiera me creyeras. Pues bien, si no tienes ninguna otra información útil que darme, me marcho.

Norman la retuvo aferrándola por el brazo.

—Pero si ni siquiera sabes dónde buscarlo. Çanakkale no es una aldea.

—Ya me las arreglaré. Tengo que marcharme. Estaba sudada y pálida. Norman se dio cuenta de que nada iba a detenerla.

—De acuerdo. Si te empeñas en marcharte, iré contigo. Conduciré yo, así podrás aprovechar para dormir, descansar un poco. En vista de que Michel se ha llevado mi coche, se me acaba de ocurrir una idea para encontrarlo. Anda, date una ducha mientras hago la maleta y bajo a avisar a recepción que cuando llame le digan que tratamos de reunimos con él y que nos deje dicho dónde podemos encontrarlo. Pararemos por el camino para telefonear al hotel. ¿Qué te parece?

Mireille agachó la cabeza y dejó caer al suelo el bolso de viaje.

—Me parece una buena idea. Estaré lista dentro de diez minutos. Mi coche es el Peugeot de Hertz que está aparcado junto a la acera de enfrente.

Karamanlis y Vlassos llegaron al oscurecer y fueron a la comisaría de Préveza. Karamanlis se identificó y pidió los libros de viajeros de los hoteles y las pensiones de la zona para buscar los posibles indicios de la presencia de un extranjero al que pudiera identificar como Claudio Setti. En temporada baja no debía de haber demasiados extranjeros por la zona. Lo único que logró descubrir fue que Norman Shields y Michel Charrier habían estado allí unos días y que se habían ido separados aunque con un breve lapso el uno del otro.

Se presentó en el hotel donde se alojaron y le informaron que el señor Shields se había marchado con una hermosa muchacha. Por la descripción que le dio uno de los conserjes le pareció probable que se tratara de Mireille.

Estaban todos. Habían pasado todos por allí. ¿Pero por qué? ¿Y a dónde irían? Se reunió con Vlassos en el pequeño motel de la carretera de Efira donde había reservado habitación para pasar la noche y, cuando fue a la recepción a recoger su llave, el empleado le entregó una nota que decía: «Se ha citado para verse con Ari Malidis esta noche a las once en la hospedería de las excavaciones. Ha visto a Vlassos en la ciudad y está fuera de sí. Procuren no equivocarse».

Llamó a la puerta de la habitación de Vlassos y el sargento fue a abrirle en calzoncillos.

—Me había tumbado un rato, capitán. ¿Qué novedades hay?

—Me han pasado un dato. Nuestro hombre estará esta noche a las once en la hospedería de las excavaciones que hay en el río. Es un lugar adecuado, aislado. Más arriba hay una vieja iglesia, me apostaré allí y esperaré a que entre. Si es posible, será mejor que acabemos con el asunto en un sitio cubierto y reparado. En cuanto esté dentro, te haré una señal con el walkie-talkie y tú entrarás por la parte de atrás. ¿Has entendido?

—No se preocupe. ¿Pero por qué no me deja entrar a mí? Prometió que me lo dejaría a mí, me lo prometió, ¿lo recuerda?

—Claro que lo recuerdo, de hecho quiero cogerlo vivo, si puedo. Antes de enviarlo al infierno, quiero que me cuente algunas cosas y tú eres la persona más indicada que conozco para hacer cantar a alguien. He visto un redil abandonado aquí detrás, en la montaña. Lo llevaremos allí, no nos molestará nadie.

—Así me gusta, capitán.

Cogió la maleta con su equipaje y se puso a revisar y a probar la Beretta calibre 9 de cañón largo y el fusil de precisión con mira infrarroja. Lo pasaba de una mano a otra, se lo llevaba al hombro y apuntaba, apretaba el gatillo.

—¿Y el viejo? ¿Qué hacemos con él?

—Está solo y no tiene testigos. De todos modos, si es posible será mejor que no lo matemos. Diremos que Setti está arrestado y que debe ser interrogado.

Karamanlis también revisó a fondo su pistola haciendo girar varias veces el tambor y cargándola con mucho cuidado y precisión.

—Una cosa más, Vlassos…

—Dígame.

—Debes prepararte para un posible imprevisto. No puedo excluir la posibilidad de que se trate de una trampa para conducirnos a un lugar alejado. Podría aparecer un cuarto hombre… el que nos ha dado esta información. Es un tipo de unos cincuenta años, de estatura media… un tipo duro, ¿entiendes? La última vez que lo vi llevaba una chaqueta negra de piel y un jersey claro. Si ves que toma posición, estate al quite, no te expongas porque me parece que ese tipo es capaz de dejarte seco en un abrir y cerrar de ojos.

—¿Pero no me ha dicho que es el que me salvó el pellejo en Portolago?

—El mismo, pero en mi opinión eso no quiere decir nada. No sabemos nada de él. Ni siquiera su nombre. No podemos fiarnos. Tú estate al quite, hazme caso. A lo mejor no pasa nada, pero tú, al quite.

Salieron por separado, cada uno con un walkie-talkie para mantenerse en contacto; Vlassos se marchó a las diez para apostarse entre un grupo de árboles y ocupar una posición dominante que le permitiera controlar la parte posterior de la hospedería y el camino que llevaba al pueblo. Poco después, Karamanlis entró en la iglesia desacralizada que dominaba el oráculo de los muertos. A poca distancia, delante de él, se encontraba la entrada de la hospedería. Podría encañonar con su pistola a todo aquel que entrara o saliera. Hacía fresco pero la brisa conservaba aún la dulzura de los últimos días de un prolongado otoño.

De repente, las luces de un coche iluminaron la cima del pequeño campanario y Karamanlis vio un automóvil que bajaba hacia él y aparcaba delante de la hospedería. Bajó un hombre más bien anciano: Aristotelis Malidis. De momento, la información era correcta. Miró el reloj, eran las diez y media.

El viejo llevaba un envoltorio bajo el brazo izquierdo, con la otra mano giró la llave en la cerradura, entró y encendió la luz. Desapareció tras una segunda puerta y minutos después, cuando volvió a aparecer, ya no llevaba el envoltorio bajo el brazo, únicamente una linterna que apagó y guardó en un cajón. Se sentó y encendió la televisión.

Karamanlis lo observaba con los prismáticos y no lo perdía de vista ni un segundo; de cuando en cuando llamaba a Vlassos.

—¿Alguna novedad por ahí?

Minutos antes de las once, otro sablazo de luz hendió la oscuridad de la noche y un segundo coche se acercó a la hospedería. Vlassos también lo había visto.

—¿Es él, jefe? ¿Es él? —inquirió sibilante por el walkie-talkie.

—¿Cómo puedo saberlo si todavía no lo he visto? Pero creo que sí. Estate listo para intervenir desde atrás, pero antes asegúrate de que nadie te vigila.

—De acuerdo. Espero su señal.

El coche, un pequeño Alfa Romeo con matrícula italiana, se detuvo con la puertezuela del lado del conductor casi en contacto con la puerta. Bajó un hombre que de inmediato entró en la hospedería. Karamanlis no pudo siquiera verlo.

Dejó la pistola y cogió los prismáticos escrutando a través de la ventana; lo vio durante unos instantes antes de que el viejo cerrara la ventana de cristales empapelados y su corazón de viejo policía encallecido dio un vuelco: ¡era él! ¡Era Claudio Setti! Llevaba una chaqueta militar, el cabello despeinado sobre la frente y barba de varios días. Era él. El que le había roto los huesos a Roussos para arrastrarlo después por el talón con un gancho de hielo, el que había atravesado a Karagheorghis con un racimo de estalactitas, el que había clavado a Vlassos al suelo y lo había dejado medio castrado… el que diez años atrás había salido medio muerto de la Jefatura de Policía de Atenas en el interior de un maletero, apretado contra el cadáver ensangrentado y ultrajado de su mujer. Todos aquellos pensamientos estallaron en un segundo en la mente del capitán Karamanlis y lo convencieron de que después de lo sucedido en el mundo no había lugar para los dos. ¿Para qué capturarlo e interrogarlo? Atornilló un silenciador al cañón de la pistola. Lo liquidaría en cuanto entrara y mataría también al viejo. Después, tendría todo el tiempo del mundo para hacer desaparecer los cadáveres.

—Vlassos —dijo en voz baja por el walkie-talkie.

—Estoy aquí, capitán.

—Ha entrado en este momento, es él, no tengo dudas. Comprueba la hora. Cuando yo te diga, dispones de diez segundos para entrar por tu lado. Yo entraré por el mío. ¿Has visto a alguien por ahí?

—No. Todo está tranquilo. No hay un alma.

—Perfecto, aquí también está todo en orden. ¡Ya, allá voy!

Karamanlis salió de la iglesia, en pocos instantes se encontró ante la puerta y cuando en su reloj sonó la señal acústica indicando que los diez segundos habían transcurrido, abrió la puerta de una patada y entró apuntando con la pistola. Al mismo tiempo oyó la patada con la que Vlassos echaba abajo la puerta posterior y lo vio entrar por la parte trasera gritando:

—¡Qué nadie se mueva!

Ari dio un brinco y se abalanzó contra la pared con las manos en alto.

—¿Dónde está el otro? —aulló Karamanlis—. ¡Deprisa, Vlassos, registra esta pocilga y ten cuidado con esa víbora, ha vuelto a jugárnosla, maldita sea!

Vlassos desapareció tras la puerta por la que había entrado y un instante después se lo oyó subir las escaleras con paso agitado y moverse luego por la planta de arriba y por el empedrado de la zona arqueológica.

—¿Dónde está? —volvió a preguntar Karamanlis al viejo apoyándole la pistola en el cuello.

—No lo sé —respondió Ari.

—Te volaré la tapa de los sesos si no hablas. Te doy dos segundos. —Levantó el percusor—. ¡Uno!

El estruendo del Alfa Romeo estalló como un rugido en el patio, los cristales de las ventanas y las paredes de la casa fueron ametrallados por la lluvia de piedras que el coche levantó al lanzarse en ese mismo instante como un proyectil hacia el camino que iba a Préveza.

Karamanlis soltó a Ari y salió corriendo mientras Vlassos llegaba también a la carrera desde una esquina de la casa. Disparó varias veces pero no había tenido tiempo de quitarle el silenciador a la pistola y los disparos no tenían gran alcance. Cuando Vlassos se puso a disparar con el fusil, el coche ya se había puesto al reparo de una curva y cuando volvió a aparecer más allá para desaparecer otra vez, el policía ni siquiera tuvo tiempo de hacer puntería.

—¡Mierda, mierda y mierda! —gritó Karamanlis descargando una serie de puñetazos contra la pared. Vlassos reparó entonces en su pistola y le dijo:

—Pero capitán, ¿por qué puso el silenciador? Si no lo hubiera tenido puesto, seguro que le habría dado.

Karamanlis se volvió hacia él hecho un basilisco:

—Eso es asunto mío, ¿estamos? ¿A ti qué cojones te importa?

Volvieron a entrar; Vlassos agarró a Ari por el cuello y lo levantó en vilo de la silla en la que se había dejado caer.

—Este pájaro nos dirá dónde ha ido el muchacho del Alfa Romeo, ¿no es así, abuelo?

—¿Y bien? —inquirió Karamanlis. Ari sacudió la cabeza. Karamanlis le hizo una señal a Vlassos y éste le encajó un revés al viejo. Ari cayó al suelo con la boca ensangrentada.

—Viejo baboso, te voy a arrancar los cojones si no me dices dónde ha ido —gritó Vlassos. Ari contestó con un lamento. Karamanlis hizo otra señal con la cabeza y Vlassos siguió pegándole a su víctima en el vientre, la cara, la entrepierna.

—Ya basta —ordenó Karamanlis—. Quiero que hable, no que se muera.

Ari a duras penas logró sentarse con la espalda contra la pared.

—¿Y bien?

—A estas alturas ya no lo cogerán —bufó.

—Eso está por verse. Tú dinos adonde se dirige si no quieres que sigamos.

—Es inútil. Ya ha cambiado de coche, de documentos y dentro de poco se habrá cambiado la ropa y el color del pelo. No lo cogerán y su amenaza seguirá cerniéndose sobre sus cabezas…

Vlassos levantó la mano pero Karamanlis lo detuvo.

—No, déjalo estar. No sirve de nada.

—Liquidémoslo, al menos. Este viejo de mierda sabe demasiadas cosas.

—Hasta hoy no ha abierto la boca. ¿Por qué iba a hablar ahora? ¿No es así, viejo?

—Sí —contestó Ari—, he callado, pero no por miedo, sino para esperar que llegara el día de su castigo, si hay castigo para lo que han hecho.

—¿Dónde está Claudio Setti? —insistió Karamanlis.

—Mañana por la noche estará en Turquía, quizá llegue por vía marítima… o quizá por vía terrestre. ¿Lo ve? No tiene ninguna posibilidad. No lo encontrará nunca. Pero cuando llegue el momento él sí que lo encontrará a usted.

—Eso está por verse —dijo Karamanlis. Y dirigiéndose a Vlassos le ordenó—: Vámonos.

Salieron dando un portazo y fueron al coche. Poco antes de medianoche Karamanlis entraba en su habitación del hotel. Se tumbó en la cama con dolor de cabeza. ¿Cómo era posible? Lo había visto entrar en la hospedería y saludar al viejo. Y un minuto después ya no estaba: ¿para qué habría ido? ¿Para llevarse algo? ¿Para dejar algo? ¿Sólo para dejarse ver? ¿Para burlarse de él? ¿O acaso alguien le habría avisado? ¿Cómo iba a hacer para dar con su pista? ¡Al diablo! Era como tener sarna y no poder rascarse.

—¿Cómo han ido las cosas, capitán Karamanlis? —La voz sonó de repente desde el fondo de la habitación y al mismo tiempo se encendió la luz de la mesilla de noche revelando al hombre que estaba allí sentado.

Karamanlis se estremeció.

—¿Cómo ha entrado?

—Pedí que me abrieran. ¿No dejó usted dicho en recepción que el televisor no funcionaba?

—¿Mi televisor? Al diablo con usted.

—¿Y?

—No ha podido ir peor. Se nos ha vuelto a escapar y no sabemos dónde rayos ha ido. Tal vez a Turquía. Y ahora, si me hace el favor de esfumarse…

—Mis informaciones eran exactas.

—Sus informaciones siempre son exactas, pero al final siempre hay algo que no funciona.

—Por su ineptitud.

—¡Váyase al infierno!

—Como quiera. Pero le advierto que tal como están las cosas le quitarán la investigación de los homicidios anteriores y del intento de homicidio de Portolago y se la pasarán a algún otro. Probablemente lo someterán a interrogatorio. Diría que es casi seguro. Tendrán que encontrarle una explicación a todo esto y a estas alturas, usted es la mejor solución. Una vez que le corten a usted la cabeza, todo estará resuelto, el caso quedará cerrado y todo el mundo contento.

—No me lo creo. No pasará nada. Usted no cuenta para nada.

—El optimismo es una bonita cualidad. Ojalá todo salga según sus expectativas. Adiós, Karamanlis. —Se puso en pie y fue hacia la puerta.

—Espere.

—Lo escucho.

—Nadie se compadece de un viejo mastín que ha perdido los dientes… ¿no es así?

—Por desgracia, sí.

—Aunque haya servido siempre fielmente y arriesgado la vida…

—Lamentablemente, sí.

—Qué sucio es este mundo.

—En efecto, lo es.

—¿Qué carta me queda por jugar?

—O mata a Claudio Setti o se presenta usted por su propia voluntad y lo confiesa todo.

—¿Y por qué no lo hace usted, maldita sea?

—Es usted un imbécil, Karamanlis. Verá, puede considerarme como la expresión explícita pero informal del poder constituido. La colaboración que este poder le ofrece constituye ya de por sí una señal de aprecio que usted ni siquiera da muestras de entender. No puedo actuar personalmente por la sencilla razón de que fue usted quien, en su momento, cometió una grave transgresión sin estar en condiciones de impedir o sofocar sus consecuencias. Un buen policía puede hacer lo que se le antoje siempre y cuando sepa cubrirse las espaldas.

—¿Existe todavía alguna manera de encontrarlo?

—Existen bastantes esperanzas.

—¿Cuáles serían?

—Su amigo Michel Charrier lo busca y tenemos motivos para creer que sabe dónde encontrarlo. Va en un Rover azul, uno que conoce usted bien, y se encuentra en alguna parte entre aquí y Alexandrópolis. No debería resultarle difícil hacer que lo localizaran y seguirlo de cerca. En cualquier caso, no se separe usted de Vlassos. Aunque es posible que no logre usted dar con él, con toda probabilidad él sí lo encontrará a usted. Tenga en cuenta que la elección del campo de batalla puede ser importante, si no decisiva. Buenas noches, Karamanlis.