Atenas, Jefatura Central de Policía
6 de noviembre, seis de la tarde
—Quiero saber ahora mismo dónde se aloja y que un coche la siga a partir de este mismo instante.
El agente consultó el ordenador central de la astynomía y repuso:
—Se aloja en el Neón Hermís, del barrio de Plaka, desde hace aproximadamente tres días.
—¿A quién tenemos en esa zona?
—A Manoulis y a Papanikolaou.
—¿Son rápidos?
—Son listos, capitán.
—Quiero que registren su habitación, quiero ese número de matrícula.
—Está bien, capitán.
—Un momento, hacedlo con mucho cuidado, no tiene que enterarse de nada.
—De acuerdo, capitán, con gran maestría.
—Y quiero que le intervengan el teléfono a partir de ahora.
—Pero capitán, es una extensión.
—Me importa un bledo que sea una extensión, intervenid todos los teléfonos del hotel si es preciso.
—Como quiera, capitán.
Karamanlis regresó a su despacho y volvió a sacar las dos fotos: Heleni y Angheliki Kaloudis, para los amigos Kiki… dos gotas de agua. Consultó su agenda y releyó la frase que habría preferido olvidar: «Evita, si puedes, el vértice del gran triángulo y la pirámide que se encuentra en el vértice del triángulo…». Tonterías, problemas de geometría, palabras sin sentido. Cualquiera era capaz de pronunciar palabras parecidas, no hacía falta ser vidente. Llamaron a la puerta.
—Capitán, hay algo muy raro.
—¿Qué pasa?
—Ha llegado una información sobre ese retrato robot.
—¿De dónde?
—De Córcega. —Karamanlis se levantó y siguió a su subalterno hasta la sala del télex—. Aquí lo tiene. —Le enseñó una telefoto en la que se veía un pelotón de la Legión Extranjera en un oasis africano: un círculo pequeñito rodeaba el rostro de un oficial—. Un suboficial de la Sûreté de San Clemente dice que conoció al hombre del retrato robot: era su comandante en la legión que apoyaba a los ingleses entre Sidi Barrani y Alejandría. Esta foto la hicieron en el oasis de Siwa el 14 de abril de 1943.
Karamanlis cogió una lupa y examinó atentamente la foto.
—Claro que se le parece un poco —dijo al cabo de un rato—. Pero no, no es él. Este hombre tendría ahora unos ochenta años. El hombre que buscamos no pasa de los cincuenta. Seguid insistiendo. Nunca se sabe.
Después de encontrarse con Karamanlis, Norman y Michel hablaron mucho sobre aquel asunto e intentaron hacer un balance de cuanto sabían o creían saber sobre una vicisitud que había marcado sus vidas de modo tan profundo pero de la que aún no lograban ver las consecuencias. Comprobaron que por desgracia habían perdido la pista de la vasija de Tiresias, el objeto que quizá habría podido retrotraerlos a aquella noche de hacía diez años, llevando otra vez a la escena a todos los personajes de la tragedia, o por lo menos, a los que habían sobrevivido. En cualquier caso, y en vista de que las señales provenían de Efira y que el oráculo de los muertos había vuelto a emitir sus vaticinios, era allí adonde convenía dirigirse. Michel tenía conocidos en el Museo Nacional con los que, dada su actividad profesional, había mantenido contacto desde la Universidad, y sin levantar sospechas, logró conseguir ciertos datos bastante exactos sobre Aristotelis Malidis; se había jubilado hacía dos años y regresado a la zona de Parga, donde tenía una casita. Michel se presentó entonces en la Dirección Nacional del Tesoro y pidió que le dieran el domicilio al que le remitían la jubilación.
—Tiene que saber muchas cosas —dijo Norman—. Estuvo aquí muchos años después de marcharnos nosotros.
—Quizá sepa dónde está la vasija. Fue el último en verla, y casi seguro que el único. Tal vez los contactos que tuvimos en Dirú partían de él…
—Puede ser…
Abandonaron el hotel de Atenas y partieron hacia el oeste en dirección a Misolongi y de allí siguieron al norte hasta Efira. Cuando llegaron al pueblo, faltaba poco para que se ocultara el sol, los días se habían acortado considerablemente. Norman detuvo el coche en una plazoleta y bajó a estirar las piernas. Michel lo imitó, se apoyó en el guardabarros y encendió un cigarrillo.
—Dios santo, qué bonito paisaje. No he logrado olvidar estos lugares. Fíjate en esas montañas donde se ve ese pueblecito, fue ahí donde recogimos a Claudio la primera vez y lo llevamos hasta Parga.
—El comienzo de una bella amistad.
—Sí, bella y breve… Mira, por aquí… fíjate, el sol se pone sobre el mar de Paxos. De los umbríos recovecos de las grutas isleñas se levanta un lamento: «¡Ha muerto el gran dios Pan!».
—Ya… y la noche desciende sobre los negros abetos de Parga.
—Y en la fría orilla de Aquerusia…
—Santo Dios, Michel, eres un soñador incorregible. Mira a tu alrededor. Fíjate, allí han abierto una pizzería, y allá están construyendo una discoteca. En la fría orilla de Aquerusia no tardarán en oírse los sonidos del rock duro, por lo menos en temporada alta. Ciertos ambientes te hacen vibrar de un modo demasiado intenso y comprometido. Amigo mío, éste es un lugar como cualquier otro, y hemos venido aquí para poner fin a un largo sufrimiento, y si es posible, para reencontrarnos con un amigo perdido y poner fin a una matanza, y si podemos, para encontrar un objeto de belleza incomparable y descubrir su significado. Pero éste es un lugar como cualquier otro, ¿de acuerdo?
Michel lanzó al asfalto la colilla de su Gauloise y le dijo:
—No hace falta que le quites dramatismo a la cosa, estoy perfectamente tranquilo, mi equilibrio mental sigue siendo bueno. Y sobre todo, éste es un lugar como cualquier otro. Mira, allá abajo está el salto de Léucade desde el cual, durante siglos, se lanzaban al mar víctimas humanas; más allá está Ítaca, patria del mito más exaltado y profundo de toda la humanidad, y delante de nosotros tenemos la isla de Paxos en la que una voz misteriosa anunció el final del mundo antiguo; en aquella laguna que dejamos atrás hace poco se decidió la suerte del mundo cuando Octavio y Agripa derrotaron a Marco Antonio y Cleopatra. En este mar se inició la guerra del Peloponeso, que produjo la caída de la civilización ateniense y allí, a nuestros pies, el Aqueronte desembocaba en la laguna Estigia. Al otro lado de esas montañas que ves frente a nosotros, el oráculo de los pelasgos de Dodona, el más antiguo de Europa, hablaba desde el murmullo de las hojas de una colosal encina. Tienes razón, Norman, éste es un lugar exactamente igual a cualquier otro.
—Ahora lo que yo quiero es algo de comer —masculló Norman y se subió al coche. Michel lo siguió.
—¿Te apuestas algo a que la fonda de Tássos, en Parga, sigue abierta?
—Ojalá. Me gustaría parar a comer allí. ¿Crees que nos reconocerá?
—La verdad es que nunca nos quedamos mucho, pero vinimos más de una vez.
A Tássos se le había caído mucho pelo y había echado barriga pero seguía teniendo buena memoria.
—¡Bienvenidos, muchachos! —los saludó en cuanto los vio—. ¿Cómo estáis?
—Bastante bien, Tássos, nos alegramos de verte —respondió Norman—. Queríamos cenar algo antes de irnos al hotel. —Se sentaron al aire libre, bajo el tejadillo.
—¡Claro! —dijo Tássos mientras les servía vino y le indicaba al camarero que les pusiera un poco de todo lo que había—. ¿Estáis seguros de que no queréis entrar? A esta hora ya hace fresquito.
—No, gracias —contestó Michel—, vamos bien abrigados, además nos hemos pasado todo el día metidos en el coche.
—Como queráis —dijo el posadero y se puso a evocar los tiempos en los que se conocieron, cuando eran unos estudiantes que recorrían las montañas de Epiro en busca de antigüedades—. ¿Y vuestro amigo italiano?
—Por desgracia, Claudio nos ha dejado. Hace diez años se vio envuelto en el asalto del Politécnico… Murió, Tássos.
—¿Murió? —repitió el posadero con una mezcla de estupor e incredulidad.
—Eso nos dijeron —comentó Norman—. ¿Acaso tienes noticias de que se salvó?
Tássos se sirvió un vaso de vino y lo levantó para brindar.
—¡Salud! —Los otros también levantaron sus copas con una sonrisa melancólica—. Es una verdadera lástima. Habría sido bonito brindar todos juntos, como en los viejos tiempos. ¿Decís que murió en el Politécnico?
—Precisamente esa noche, no. Un par de días más tarde. Eso leímos en los diarios —contestó Norman.
Por la calle ya no pasaba casi nadie y el local de Tássos estaba medio vacío. Un perro atado a una cadena se puso a ladrar de repente, en las casas vecinas otros le contestaron y el valle se llenó de frágiles ecos. El posadero le encajó una patada al chucho que gañó de dolor y se acurrucó en silencio. Uno por uno los otros perros también se fueron callando. El mar lejano era como una losa de pizarra; el aire se tornó gris y frío y en el valle comenzó a insinuarse un leve vientecillo. El camarero les llevó la cena y Tássos se sirvió otro vaso.
—No sé, juraría que lo he visto por esta zona, pero no sabría precisar cuándo. Tal vez sea sólo una impresión. Dentro de unos días será el aniversario de la batalla del Politécnico…
—Ya —dijo Michel—. Dentro de nada tendré que volver a Grenoble. Pronto comenzará el año académico.
—¿Conoces a Aristotelis Malidis? —preguntó Norman.
—¿El viejo Ari? Ya lo creo que sí.
—¿Dónde vive?
—Tiene un apartamento pequeño en Parga, pero creo que lo alquiló. Es el guardián de las excavaciones de Efira. Vive en la hospedería y durante la temporada turística se encarga de acompañar a los pocos visitantes que hay.
Había oscurecido del todo y comenzaba a hacer frío. Norman y Michel pagaron y se encaminaron al hotel.
—¿Has oído lo que Tássos comentó sobre Claudio? —preguntó Norman.
—Lo he oído y no soporto esta incertidumbre, no la soporto más.
10 de noviembre, ocho de la tarde
—Michel, soy Mireille. Por fin te encuentro.
—Amor mío, qué alegría oír tu voz. Iba a llamarte esta misma noche.
—Preferí hacerlo yo para estar más segura.
—¿Dónde estás?
—En casa. El senador Laroche ha llamado varias veces, dice que no ha vuelto a saber de ti.
—Es verdad. Dile que estoy muy ocupado con una investigación de interés excepcional y que le telefonearé en cuanto pueda. Espero que esto lo tranquilice durante unos días.
—¿Cuándo vuelves?
—Creo que pronto.
—Tengo muchas cosas que decirte, pero no me gusta decírtelas por teléfono. Es que… nunca habíamos estado separados tanto tiempo. No entiendo qué puede ser tan importante como para mantenerte lejos de mí de este modo.
—Yo también lo estoy pasando mal. Vivo en una dimensión extraña que ni siquiera yo logro explicarme. Pero cuando vuelva y te lo cuente todo, lo entenderás.
—¿Qué ocurre en este momento?
—Nada. No ocurre nada. En este lugar hay una curiosa inmovilidad. Los pájaros no cantan, no vuelan, hasta el mar está inmóvil.
—Vuelve ahora mismo.
—Mireille… Mireille. Te siento muy cerca de mí…
—Yo también. Y es peor.
—Vamos, mujer, no me hagas esto. He de terminar mi investigación.
—Michel. Dime qué es lo que estás buscando. Es importante. Yo también empiezo a intuir algo.
—Es difícil… difícil. Busco un trozo de mi vida, busco a un amigo perdido y algo más…
—¿Quién es ese amigo?
—Se llamaba Claudio…
—Es italiano. ¿Y lo buscas allí?
—Al parecer lo han visto por esta zona. Todavía existe una esperanza…
—No estoy en casa. Estoy en Grecia.
—¿Dónde? ¿Dónde?
—Donde pueda encontrar una respuesta a mis interrogantes. Lo que buscas también tiene que ver conmigo, ¿o te has olvidado? Yo también tengo que saber. Soy tu mujer.
—Mireille, te pido por favor que vuelvas a casa.
—¿Por qué?
—Porque… Este es un camino por el que no podrás seguirme. Es peligroso.
—¿Y tu amigo Norman?
—Él estaba metido en esto desde el principio. Vuelve a casa, Mireille, querida, te lo pido por favor.
—Tonto. Si estuviera desnuda en tu cama…
—Vuelve a casa. Te lo ruego. Me dispongo a… a consultar el oráculo de los muertos y no sé cuál será la respuesta.
—Iré a verte y te sacaré de esta historia.
—Mireille, te quiero, pero he llegado demasiado lejos y no puedo echarme atrás. Presiento que ocurrirá algo, pero te pido por favor que te vayas.
—No quiero.
—Mireille, hay una mancha en mi vida y quiero liberarme de ella. Yo solo. Aunque sea lo último que haga. Se trata de algo que me causa un profundo dolor y una gran vergüenza. Algo que tengo derecho a guardarme. —Mireille calló, humillada—. Perdóname —dijo Michel—, no quería herirte. Cuando pueda explicártelo todo, lo entenderás.
—Michel, en la calle Dionysíou, 17, están ocurriendo cosas raras. Creo que he localizado al editor de ese estudio de Harvatis que te interesa. —Michel se quedó sin palabras, estupefacto.
—¿Pero cómo sabes…?
—En Grenoble leí unos apuntes que había en tu mesa, y he seguido una buena pista aquí en Atenas… ¿Todavía estás seguro de no querer verme?
—Mireille, estás jugando con fuego… Pero si quieres verme, ven.
—En cuanto haya resuelto un pequeño problema. Te llamaré pronto. No te preocupes por mí, sé cuidarme. Más bien ten cuidado tú. Si llegara a ocurrirte algo, me resultaría muy difícil sustituirte… en mi corazón, en mi mente, en mis ojos… en mi cama.
Mireille colgó sin imaginarse que al cabo de unos minutos, el capitán Karamanlis se habría enterado hasta del último detalle de su conversación con Michel. Fue a sentarse ante la mesita y siguió mirando los apuntes que había copiado de los papeles hallados en el estudio de Michel en Grenoble y los elementos que había reunido en Atenas. Era consciente de que existían muchas cosas extrañas y misteriosas relacionadas con la presencia en Grecia de Norman y Michel, pero todavía no lograba dilucidar cuál era el hilo conductor. Si hubiera podido meterse detrás de la persiana siempre cerrada de la calle Dionysíou…
La llamaron desde recepción:
—En el vestíbulo tiene una visita, señorita.
Era el señor Zolotas.
—Me alegro de verlo —le dijo Mireille.
—Yo también, señorita.
—¿Tiene alguna novedad?
—Por desgracia nada importante. Averigüé lo del número de matrícula. Está a nombre de una empresa de alquiler de coches que tiene una sola filial en Atenas, en Odós Dimokritou, y la central está en Beirut. Por cierto, la licencia del coche fue expedida por la sede central. En Atenas no tienen idea de quién puede ser el concesionario de esa matrícula; en cuanto a los datos del catastro que me pidió, espero poder dárselos mañana mismo.
—Se lo agradezco, señor Zolotas, no sabe usted cómo me está ayudando. ¿Puedo invitarlo a tomar algo?
—Pues sí, le acepto un café. Aquí preparan un expreso aceptable.
Mireille pidió el café para su invitado y un vaso de agua para ella.
—¿Cómo le ha ido con Karamanlis? —le preguntó Zolotas.
—Quiere a toda costa que le dé el número de matrícula, pero no se lo he dado. En cambio, he logrado enterarme de que fue el profesor Harvatis quien, con toda probabilidad, sacó de las excavaciones de Efira un objeto precioso, una antigua vasija de oro que el mismo Karamanlis vio en el Museo Nacional, pero que después desapareció esa misma noche sin dejar rastro. Tengo la corazonada de que ese objeto está relacionado de alguna manera con la muerte del profesor Harvatis.
—Es posible —admitió Zolotas—. Para muchos fue aquélla una noche aciaga… Bueno, se ha hecho tarde, señorita, creo que me voy a dormir. Si me necesitara otra vez, llámeme, que gustosamente la ayudaré.
—Lo haré —repuso Mireille—. Buenas noches, señor Zolotas.
Mireille subió a su habitación, encendió la radio y continuó estudiando sus papeles. Había enganchado una foto de Michel en el espejo y cada tanto levantaba la vista para mirarla. Le daba la impresión de tenerlo en ese momento bajo su protección. Volvió a sonar el teléfono.
—Señorita, soy el camarero del bar «Milos», el Mercedes acaba de llegar ahora mismo a la calle Dionysíou.
—Muchas gracias —dijo Mireille—. Es usted muy eficiente. Voy para allá en seguida. Por favor, no lo pierda de vista.
—Quédese tranquila —repuso el camarero—. De aquí no me muevo por lo menos hasta dentro de dos horas.
Mireille se asomó a la ventana: el cielo estaba oscuro y no había estrellas, soplaba el viento y amenazaba lluvia. Se puso el único jersey grueso que tenía en la maleta, se echó sobre los hombros una chaqueta de piel y salió.
Un minuto más tarde, Pavlos Karamanlis fue informado desde la central que Mireille se dirigía en coche a la calle Dionysíou porque alguien le había indicado que había llegado el Mercedes negro, probablemente el mismo que él estaba buscando.
—Enviad dos coches normales y que aparquen al principio y al final de la calle Dionysíou. Vigilad el Mercedes sin que os vean, me reuniré con vosotros dentro de diez minutos.
El camarero recogió las últimas dos mesas, sirvió un par de cafés y fue a la puerta de cristal para vigilar el coche. Todavía había alguien sentado al volante, se veía su silueta a contraluz. ¿Pero qué haría ahí solo a las once de la noche? El camarero notó que en el techo del coche había una enorme antena y vio que el hombre tenía la mano derecha a la altura de la oreja, ¿estaría telefoneando?
La voz de Claudio Setti llegaba a través del auricular un poco deformada por las descargas estáticas; seguramente se acercaba un fuerte temporal.
—Comandante, soy Claudio, ¿me oye?
—Te oigo. ¿Dónde estás, hijo mío?
—En Métsevon. Bajaré a Préveza. ¿Sigue en pie nuestra cita en el promontorio cimerio?
—Sí, aunque por el momento no puedo moverme.
—Pero tengo que verlo. ¿Dónde está?
—En Atenas. Te hablo desde el teléfono del coche. Tienes que ir a Efira, a ver a Ari. Dile que coja la vasija y que la lleve donde ya sabe… que parta en cuanto reciba por teléfono la señal de siempre. Dile que le agradezco todo lo que ha hecho por mí, y que esto es lo último que le pido… lo último. Y tú ten cuidado, andan por ahí muchas personas que te conocen; ¿me entiendes lo que te quiero decir? Por tanto, actúa únicamente de noche y después de asegurarte de que no haya nadie cerca.
—Pero comandante, ¿por qué me hace ir a ese lugar?
—Porque tienes que hacer de carnada. Debemos llevarlos a un lugar alejado, donde no cuenten con ningún apoyo y donde nadie pueda perseguirte después. ¿Te ves capaz?
—¿Pero usted irá?
—Iré y todo saldrá bien. Es algo importante, lo último que te pido; después saldaremos cuentas con Karamanlis y los otros en el lugar y el momento oportunos. Te explicaré muchas cosas cuando… —Se produjo una pausa.
—Comandante, comandante, no lo oigo. ¿Sigue usted ahí?
—Sí, hijo, pero he de dejarte. He visto unos movimientos sospechosos que no me gustan nada…
—¿Está usted en peligro?
—Es difícil pillarme, pero parece ser que alguien lo está intentando. Te ruego que hagas cuanto te he pedido. Ari te dirá dónde es la próxima cita.
—Descuide, pero tenga usted cuidado. ¿Está seguro de que no me necesita? Puedo bajar a Atenas a lo sumo en tres horas.
—No, me las arreglaré solo. Tengo que dejarte, debo ocuparme de mí ahora.
—Como quiera. Hágame saber cómo le ha ido.
Mireille decidió aparcar a cierta distancia y llegar sin ser vista. Caminó una decena de metros a la sombra de un paseo arbolado hasta la confluencia con la calle Dionysíou. Antes de cruzar se detuvo cuando vio un coche que paraba en ese instante. De él bajó un hombre que se acercó a la esquina entre las dos calles y asomó la cabeza para mirar en dirección al Mercedes negro, aparcado a un centenar de metros más allá, cerca de la acera. De pronto, unos hombres que parecían surgidos de la nada rodearon al primero, que comenzó a darles instrucciones.
Mireille se acercó un poco más y cuando el hombre se volvió en su dirección lo reconoció: era el capitán Karamanlis. Vio que había sacado de su coche el receptor de la radio y que daba órdenes: ¿acaso le estaría tendiendo una trampa al hombre del coche negro?
Mireille volvió sobre sus pasos; dio un rodeo a toda carrera para llegar a la confluencia de una travesía de la calle Dionysíou y procuró llegar casi a la altura del lugar en el que estaba aparcado el coche. Se asomó y miró primero a la derecha y después a la izquierda: por ambos lados se veían hombres que tomaban posición o por lo menos eso parecía. Levantó la vista y tuvo la impresión de que en el tejado de enfrente algo se había movido.
Pensó en el hombre que había posado para aquella máscara inquietante, en las facciones soberbias, la frente altanera, pensó en la voz falsa y las manos frías de Pavlos Karamanlis y de pronto sintió que debía tomar partido tal como le dictaba su instinto. Se lanzaría hacia el coche y le avisaría para que fuera hasta la travesía que todavía no estaba vigilada; había unas casuchas bajas con balconcitos: los tejados de la ciudad habrían sido una vía de escape sencilla. Pero mientras reunía el valor para echarse a correr vio que dos coches irrumpían por ambos extremos bloqueando los accesos a la calle Dyonisíou. Los vehículos se detuvieron a poca distancia del Mercedes negro haciendo chillar los frenos y bajaron unos cuantos hombres que lo rodearon. Mireille se parapetó contra la pared en la zona en sombras.
Karamanlis se acercó a la puerta del lado del conductor con una linterna encendida en la mano e hizo ademán de abrirla, pero se detuvo estupefacto y airado: dentro no había nadie, el coche estaba vacío.
—No es posible —dijo—, lo he visto, lo he visto, vosotros también lo habéis visto.
—Sí, capitán —asintió uno de sus hombres acercándose—. Nosotros también lo hemos visto.
Karamanlis retrocedió, le parecía estar oyendo aún aquella voz burlona que lo había dejado helado en una cabaña del monte Peristeri: «¿Qué hace usted aquí, capitán Karamanlis?». Reaccionó con furia:
—En este trasto tiene que haber algún artilugio. Mirad en la parte de abajo, deprisa.
Uno de los hombres se tendió en el suelo e inspeccionó la parte inferior del coche.
—Tenía razón, capitán —dijo al cabo de nada—. Tiene un fondo corredizo en la parte del acompañante y aquí abajo está la tapa del alcantarillado.
—Sacadlo —ordenó Karamanlis. Empujaron el coche unos cuantos metros, el capitán quitó la tapa y se metió en la alcantarilla seguido por dos de sus hombres. Mireille observaba cuanto ocurría y de vez en cuando echaba una mirada por encima del hombro para asegurarse de que nadie se le acercara por detrás. Oyó la voz amortiguada de Karamanlis que decía:
—¡Seguidme, deprisa, oigo el ruido de sus pasos!
Hacía frío y tenía las manos ateridas; sin embargo, se notaba empapada de sudor en las axilas y entre los pechos. Trataba de imaginar lo que ocurría bajo tierra, dónde estaría en ese momento el dueño del Mercedes negro, tal vez sus perseguidores ya lo habrían acorralado y recorrería jadeando y asustado bajo bóvedas de las que chorreaba el agua, entre arroyos fétidos de aguas pútridas, en medio de un montón de ratas asquerosas.
—¡Vigilad todas las bocas del alcantarillado de alrededor! —ordenó el suboficial que se había quedado junto al coche—. No debemos dejarle ninguna salida.
Ari terminó su paseo de inspección y se sentó a ver la televisión. El telediario de la noche recordaba los grandes acontecimientos que él mismo había vivido diez años antes como protagonista, se veían las imágenes del asalto al Politécnico por parte del ejército, la humareda de los gases lacrimógenos, el estruendo de las ruedas de oruga, los gritos por los megáfonos, un oficial de la astynomía que disparaba a matar. Pero la voz del comentarista se imponía a aquella vieja tragedia, la archivaba, la desactivaba para siempre colocándola entre las memorias históricas.
El viejo Ari era presa de un extraño nerviosismo, de una insólita excitación. De vez en cuando se levantaba y se asomaba a la ventana. Afuera reinaba la oscuridad y llovía; sobre los cristales se reflejaban las imágenes deformadas de la televisión. Sonó el timbre de la puerta y fue a abrir.
—¿Quién es?
—Soy yo, Ari, Michel Charrier, ¿se acuerda de mí?
Ari retrocedió confuso.
—Sí, claro —respondió después de un instante de turbación—. Claro que me acuerdo, muchacho, pasa, no te quedes en la puerta, siéntate.
Apagó la televisión, se dirigió a un armario y sacó una botella y dos copitas. Michel llevaba un impermeable gris y el viento le había alborotado el pelo. Se sentó y se pasó rápidamente la mano por la cabeza.
—¿Te gusta el Metaxa?
—No te sorprende verme.
—A mi edad ya no hay nada que pueda sorprenderme.
—No eres tan viejo. No llegas todavía a los setenta.
—Es como si tuviera cien. Estoy cansado, muchacho, cansado. Pero dime, ¿a qué debo esta sorpresa?
Michel parecía confundido, como avergonzado.
—Ari, me cuesta encontrar las palabras… no hemos vuelto a vernos desde aquella noche terrible en que nos separamos.
—No, es verdad.
—¿No quieres saber por qué?
—Por la manera en que lo preguntas se trata de una historia triste o difícil de contar. No me debes ninguna explicación, hijo, no soy más que un viejo guardián, un jubilado que ha venido a terminar sus días a este rincón tranquilo. No me debes ninguna explicación.
Lo miraba con ojos limpios y serenos. Michel permaneció un rato callado mientras bebía el brandy; entretanto, el viejo giraba entre sus dedos un kombolói de ámbar imitación haciendo chocar las cuentas entre sí con secos movimientos.
—Me detuvo la policía, Ari…
—Por favor, no quiero…
—Me obligaron a hablar.
—¿De qué sirve? Todo ha pasado, está terminado…
—No. No es verdad. Claudio Setti sigue vivo, estoy seguro… Y tú también debes saber algo… Al parecer, lo han visto hace algún tiempo por esta zona… ¿No es así?
Ari se levantó y se dirigió a la ventana. Muy amortiguado le llegaba desde el pueblo el sonido de una flauta y un canto. Se esforzó por ver en la oscuridad.
—En la fonda de Tássos hay alguien que toca… es una música bonita, ¿la oyes? Es una bonita canción.
El sonido se transformó en un canto, una especie de melodía vocal sin palabras. Ari también comenzó a canturrear en voz baja con voz de falsete, como queriendo seguir las notas lejanas.
Michel dio un brinco.
—Es su canción, es él quien canta oculto en la noche para matarme de angustia. —Se levantó de golpe, fue hasta la puerta y la abrió de par en par—. ¿Dónde estás? —gritó—. ¿Ya no quieres cantar conmigo? ¿Dónde estás?
Ari le puso una mano en el hombro.
—Llueve. Te mojarás, anda, entra.
Michel contuvo las lágrimas que le asomaban a los ojos y se volvió hacia el viejo.
—Ari, por el amor de Dios, escúchame. Norman y yo hemos vuelto a Grecia después de tantos años cuando habíamos logrado olvidar porque alguien nos ha hablado de la vasija de oro, ¿la recuerdas? La vasija de oro que aquella noche llevaste a Atenas. Eso fue lo que nos trajo a este país después de tanto tiempo. Esa vasija desapareció entonces y no ha vuelto a aparecer. Sólo tú pudiste haberla cogido; por tanto, debes saber por qué nos han hecho venir hasta aquí, primero al Peloponeso y luego a Epiro, fuimos atraídos por una serie de mensajes, de pistas… Eres el único contacto con ese objeto maldito que nos ha marcado a todos. Tú lo llevaste a Atenas y lo sacaste de allí. Ari, ha sido Claudio el que nos ha hecho venir hasta aquí, ¿verdad? Ari, tú nos tenías aprecio, sabes que no éramos más que unos muchachos… ay, Dios mío, ¿por qué esa noche tuvo que tocarnos semejante suerte?
El viejo lo miró largo rato con resignada compasión.
—Estamos todos marcados por el destino, muchacho. Cuando nos llega el momento, resulta difícil librarnos.
—Ari, por el amor de Dios, si Claudio está vivo ayúdame a hablar con él, Dios mío, ayúdame a hablarle…
Ari tenía la expresión absorta y parecía afinar el oído para captar la música lejana.
—Ay, muchacho, muchacho… No sé si está vivo o muerto, pero lo que sí es verdad es que ya no existe ninguna lengua que tú hables y que él pueda entender… ¿Comprendes lo que quiero decirte? ¿Lo comprendes?
La música les llegaba confusa, entremezclada con el ruido de la lluvia, más lejana, más bella y acongojada quizás, a ratos amortiguada y apagada por las ráfagas del viento occidental.
—Ari, ayúdame a hablar con él, por lo que más quieras, te lo suplico.
Ari deslizaba entre los dedos las cuentas de su kombolói. Cuando abrió la boca su mirada era intensa y penetrante.
—Márchate, hijo mío. Por favor, vuelve a casa y olvídate de todo. Vete lejos… lejos. Todavía estás a tiempo.
—No puedo. Dime dónde debo buscar.
El viejo miró al techo como para rehuir la insistencia obsesiva de Michel.
—Tu amigo Norman… se llamaba Norman, ¿verdad? ¿Dónde está ahora?
—Aquí, en Efira. Él también sigue su pista.
El viejo volvió a lanzarle una larga mirada melancólica, brillante por la emoción.
—Caray, podía haber sido una bonita fiesta, los cuatro reunidos bebiendo retsina y recordando los viejos tiempos…
Michel lo agarró de las manos, acercó su cara a la de él y clavó en su rostro sus ojos trastornados:
—Dime dónde… dónde debo buscar. Dímelo.
—Buscas el paso por donde se cruza la frontera entre la vida y la muerte… Si es eso lo que quieres, puede que tengas una posibilidad. En el muelle de Çanakkale, pasado mañana, poco antes de medianoche… quizá puedas verlo.
Michel pareció animarse.
—Entonces no me había engañado. Está vivo.
—¿Vivo? Ay, hijo mío… existen lugares… épocas… y personas para las que las palabras vivo o muerto ya no tienen el significado que nos es familiar.