XVIII

Drépano, Kozáni

4 de noviembre, ocho de la mañana

Pavlos Karamanlis no esperaba que Norman Shields y Michel Charrier se marcharan de Grecia tal como él les había aconsejado. En efecto, supo que habían abandonado Atenas y se habían ido hacia el oeste, en dirección a Misolongi: era el camino a Parga. El camino que conducía al oráculo de los muertos de Efira, si lo había entendido bien. Locos: se dejaban conducir a la trampa si en verdad era allí adonde los conducían las extrañas sentencias. Y el ángel de la muerte no aceptaría explicaciones, al fin y al cabo, ellos también podían estar en la lista.

¿Sería allí donde Claudio Setti los estaría esperando? ¿Sería allí donde debería rendir cuentas? Pues bien, se presentaría convenientemente a la llamada pero antes quería dejar arregladas un par de cosas: crear un poderoso medio de defensa en caso de que Claudio Setti se presentara para saldarle las cuentas y pedirle algunas explicaciones al supuesto almirante Bógdanos. Seguramente él sabía dónde estaba Claudio Setti, suponiendo que estuviera vivo de verdad.

Y si Claudio Setti estaba vivo y continuaba decidido a exterminar a los que quedaban, es decir, por lo menos a él y a Vlassos, si algo sabía sobre las reacciones de los seres humanos, sólo existía una cosa capaz de detenerlo.

Al fin y al cabo, Efira podía esperarse un poco, le bastó con telefonear a sus colegas de Parga para que mantuvieran vigilados a Charrier y a Shields, en cuanto se registraran en cualquier hotel de la zona, y él se fue a Kalabáka y Kozáni.

Había tenido una corazonada. Hacía unos años, la familia Kaloudis se había mudado al pueblo de Drépano, cerca de Kozáni. Después de la muerte de Heleni habían vendido sus propiedades en Tracia y adquirido una carpintería en aquella zona.

A los Kaloudi les quedaba una hija, hermana menor de Heleni, que tendría veinte años: más o menos la misma edad que Heleni al morir. Karamanlis quería verla.

Cuando la vio regresar del pueblo con la bolsa de la compra, se le iluminó el rostro: la chica era el vivo retrato de su hermana.

En el despacho de Atenas tenía las fotos de Heleni que sus hombres le hicieron en la época del Politécnico. De vez en cuando y sin motivo aparente se dedicaba a mirarlas, y no sabía explicar por qué. Por tanto, se acordaba muy bien del rostro de la muchacha y estaba seguro de que su hermana menor guardaba un extraordinario parecido con ella.

Esa noche durmió en Kozáni y al día siguiente le hizo varias fotos con un buen teleobjetivo. Cuando iba al pueblo en bicicleta. Al salir de las tiendas. Hablando con una amiga. Riendo alegremente las ocurrencias de un par de muchachos.

Las llevó a revelar y sólo después de comprobar que habían salido bien, se marchó. En caso desesperado, aquellas fotos podrían constituir su salvación o convertirse en la carnada de una buena trampa, una trampa en la que pensaba desde que viera a Vlassos traspasado como un san Sebastián, y que esperaba poner en práctica si se presentaba la ocasión adecuada. Lo único que le quedaba era descubrir dónde se ocultaba el muy cabrón. Cuando llamó a la Jefatura Central y se enteró de la existencia de aquella muchacha con el retrato robot del falso Bógdanos, sus ánimos volvieron a ser los de las mejores épocas: por fin el destino ponía en sus manos esa buena carta que jugar.

Al día siguiente se dirigió al sur con la intención de llegar a Atenas, pero en lugar de ir por la carretera nacional rumbo a Larisa, siguió por la provincial hacia Grevena-Kalabáka. Al llegar al desvío de Kalabáka se dio cuenta de que estaba a escasa distancia de un lugar en el que llevaba días pensando, un lugar que a pesar de todo lo llenaba de curiosidad y al mismo tiempo le producía una extraña inquietud.

¿Existirían de verdad hombres con poderes superiores, capaces de penetrar la oscuridad y el misterio?

Se quedó unos cuantos minutos en el cruce con el motor en punto muerto, luego dobló a la derecha en lugar de a la izquierda, en dirección a Métsevon.

El monte Peristeri era una cima solitaria e imponente, azotada por el viento la mayor parte del año. Se alzaba desnuda y escabrosa en el centro de la línea divisoria de las vertientes del Pindó, a mitad de camino entre Métsevon y Kalabáka: las zonas limítrofes eran visitadas únicamente un par de meses al año, cuando Métsevon se animaba con el turismo local; en la época más calurosa, un cierto número de atenienses, en su mayoría familias de empleados o de pequeños comerciantes, iban allí en busca de aire fresco. Sin embargo, en septiembre, la zona quedaba casi desierta. Acudía allí algún que otro pastor llevando su rebaño a los prados que se extendían a los pies de la gran montaña.

Pavlos Karamanlis aparcó el coche en una plazoleta que había al costado de la carretera provincial y se internó a pie por un sendero que recorría la pendiente por su parte media. Llevaba en el bolsillo la hoja con el retrato robot del hombre que durante años había tomado por el almirante Bógdanos, y que para él constituía un problema prácticamente insoluble, puesto que no había recibido un solo dato desde que lo mandara distribuir a todas las comisarías de policía y a la misma Interpol. A menos que consiguiera sacarle alguna información importante a la muchacha francesa que había ido a verlo a la Jefatura Central. Había decidido de repente y en el último momento hacer aquella expedición a los montes del Epiro porque en el fondo no perdería nada escuchando los desvaríos de un kallikántharos; en cambio, si como decía su amigo esa especie de ermitaño era en verdad un vidente tal vez pudiera proporcionarle alguna pista.

Su amigo le había dicho que no sólo en Grecia sino en muchos otros países, la policía secreta utilizaba regularmente videntes y personas dotadas de capacidades extrasensoriales para resolver casos intrincados e insolubles. Le comentó que en Italia, durante el secuestro y la retención de Aldo Moro, una de estas personas había indicado el lugar exacto en el que tenían prisionero al político y que debido a una confusión de nombres, la policía se había dirigido a un sitio equivocado.

Karamanlis sabía que el vidente vivía en una choza adosada a una gruta que se abría en la ladera meridional del Peristeri, no muy lejos de una fuente. Con esa indicación consiguió que un pastor le diera instrucciones suficientes para dirigirse con cierta seguridad al lugar que buscaba.

Trató de apurar el paso porque ya eran las tres de la tarde y los días comenzaban a acortarse, tardaría más o menos una hora en llegar y otro tanto en regresar y no quería que la oscuridad lo sorprendiera en aquella zona escarpada.

La incomodidad no tardó en invadirlo: iba empapado de sudor pues vestía un terno marrón, camisa, corbata y zapatos absolutamente inadecuados para esos senderos; en más de una ocasión resbaló, cayó de rodillas y acabó cubierto de polvo y con los pantalones llenos de abrojos. Cuando por fin alcanzó a ver su meta, el tiempo comenzó a cambiar y una que otra nube ocultó el sol que descendía sobre el mar Jónico en dirección a Métsevon.

A una decena de metros más abajo de donde se encontraba vio una casucha que, como todas las casas viejas de la zona, tenía el tejado cubierto de lajas de pizarra y los muros de piedras unidas y superpuestas en seco. Alrededor de la casucha había varios corrales con ovejas, cabras, cerdos, un par de asnos, gallinas y pavos, patos, pero se oían también los chillidos de otros animales que parecían monos y papagayos, y ese coro discorde de voces funestas creaba una atmósfera siniestra en aquel lugar donde no se veía ninguna presencia humana.

Karamanlis estuvo a punto de volver sobre sus pasos, especialmente porque el viento parecía acumular en vez de dispersar las nubes y la idea de tener que permanecer allí más de lo necesario le daba una profunda sensación de fastidio. Al comprobar que la puerta se abría de repente se detuvo. Creyó que iba a ver salir al dueño de casa, pero no ocurrió nada, la puerta se había abierto hacia adentro dejando a la vista un vano negro y vacío.

Karamanlis descendió y se acercó despacio a la entrada.

—¿Hay alguien en casa? ¿Puedo pasar? —preguntó sin obtener respuesta.

De pronto cayó en la cuenta de que sus hombres habían sido asesinados después de haber sido conducidos con engaños a un lugar solitario y alejado. Como aquél. Estúpido. Estúpido. ¿Había ido por su propio pie a entregarse al carnicero?

En el fondo, su amigo del Ministerio nunca había sentido la necesidad de hablarle de Bógdanos, de describírselo, y aquella amistad la había alimentado siempre con las sumas de dinero sacadas del fondo destinado a los confidentes e informantes que les proporcionaban datos reservados.

Sacó la pistola de la cartuchera, la metió en el bolsillo y se preparó para abrir fuego ante el menor peligro.

En ese momento se oyó una voz que provenía del interior.

—Las armas no te hacen falta. En este lugar no hay peligros para ti. Los peligros están en otra parte…

Karamanlis dio un brinco, se acercó al umbral y echó un vistazo al interior: un hombre estaba sentado de espaldas a él junto al hogar apagado. A su izquierda, posado en un trípode, había un pájaro, un halcón o un milano, y a sus pies un perro grande de pelambre gris que lo miraba sin pestañear, absolutamente inmóvil.

—Soy…

—Eres ó Távros, jefe de muchos hombres pero temes quedarte solo, ¿no es verdad? Temes quedarte solo.

—Veo que alguien te ha hablado de mí —comentó Karamanlis guardando la pistola en la cartuchera que llevaba debajo de la axila. El vidente se volvió hacia él: era un hombre de cabellos negros y rizados y piel oscura. Tenía unas manos largas y nerviosas, brazos largos y fuertes. Llevaba el traje tradicional con las enaguas plisadas y una camisa de mangas ahuecadas debajo del jubón de lana negra. Karamanlis se sintió desconcertado.

—Me has llamado ó Távros, mi nombre de batalla durante la guerra civil, alguien te ha hablado de mí…

—En cierto modo sí. ¿Qué quieres de mí? —Afuera la luz disminuyó bruscamente y el perro lanzó un leve gañido.

—Busco a un hombre que durante años conocí con una falsa identidad. Por más que me esfuerce, no logro explicarme ni uno solo de sus actos, porque todos se contradicen entre sí. Su aparición va siempre acompañada de la muerte, que lo precede o lo sigue de cerca… —Se asombró del modo en que le hablaba al pastor, como si de verdad estuviera en condiciones de darle una respuesta—. Sólo conozco su cara… es una cara difícil de olvidar porque parece inmutable… como si para él no pasara el tiempo.

—Hay gente que lleva bien los años —dijo el nombre.

—¿Sabes de quién te estoy hablando?

—No.

Karamanlis se reprochó para sus adentros por permitir que su credulidad lo hubiera empujado inútilmente hasta aquel lugar abandonado.

—Pero siento que te amenaza —añadió el hombre.

—¿Puedes describírmelo?

—Puedo hacer algo más —respondió Karamanlis—, puedo enseñarte un retrato que lo reproduce fielmente. —Sacó del bolsillo el retrato robot y se lo tendió. El hombre lo cogió pero ni siquiera lo miró. Lo dejó sobre una banqueta que tenía delante y apoyó sobre él la mano abierta. De pronto, su voz se tornó profunda y ronca, casi distorsionada.

—¿Qué quieres de mí? —le preguntó.

—Mi vida está amenazada —repuso Karamanlis.

—¿Qué tengo que hacer?

—Está amenazada por este hombre, lo sé.

—¿Por este hombre? ¿No será por otro? La última vez él mismo salvó a uno de mis hombres…

—Él es quien administra la muerte. ¿Adónde vas ahora?

—A Atenas.

—Este no es el camino que va a Atenas.

—Lo sé.

—¿Cuál es tu próxima meta?

—Efira. Creo que tarde o temprano iré a Efira.

—Donde fluye el Aqueronte. Por esas zonas está la laguna de los muertos, ¿lo sabías? —Su voz parecía salir con dolor, como si cada palabra le costara un duro sacrificio.

—Ya lo sé, eso me han dicho, pero es allí adonde conducen las pistas que estoy siguiendo. Soy policía y debo seguir la pista aunque me conduzca a la boca del infierno… No quiero que me digas si voy a palmarla en ese lugar. Quiero jugar bien mi partida, sin resignación.

—No está… allí… el peligro. —Tenía los labios blancos cubiertos de saliva seca, la mano que apoyaba sobre la hoja estaba húmeda de sudor. Los animales en sus corrales guardaban silencio pero se les oía golpetear el suelo de piedras con las patas, como si corrieran asustados de un extremo a otro. El kallikántharos continuó hablando—: Tu ánimo es duro… pero los hombres deben tratar de sobrevivir… Si puedes… evita el vértice del gran triángulo y evita la pirámide que se encuentra en el vértice del triángulo… allí donde oriente y occidente se tocan, dándose la espalda… Es allí donde el toro, el carnero y…

Karamanlis se le acercó hasta que quedaron cara a cara; el hombre tenía el rostro crispado, la frente empapada de sudor y surcada por profundas arrugas. Parecía haber envejecido diez años.

—¡Dime quién es y dónde está, dímelo! —exclamó.

El vidente inclinó la cabeza hacia adelante, parecía aplastado por un peso insostenible, cual si un puño pesado como un mazo le hubiera golpeado en la espalda; el perro se levantó de repente sobre las patas anteriores, husmeó el aire y se volvió hacia la puerta lanzando un gañido atemorizado.

—Está…

—¿Quién es? —gritó Karamanlis agarrándolo de las ropas—. ¡Dime quién es ese cabrón que me ha tomado el pelo durante diez años!

El hombre volvió a levantar la cabeza con gran esfuerzo sin apartar la mano del papel, manteniéndola firme e inmóvil, mientras el resto de su cuerpo parecía recorrido por un temblor incontenible.

—¡Está… aquí!

Karamanlis se estremeció.

—¿Aquí? ¿Pero qué dices?

Miró a su alrededor y apuntó la pistola con gesto fulminante en dirección al vano de la puerta en la que temía ver aparecer la figura de sus pesadillas. Cuando se volvió otra vez, el rostro del hombre era casi irreconocible y más que aliento, de sus labios salió un penoso silbido. Despacio, con dificultad, apartó la mano de la hoja y cuando al dirigirle la palabra su boca articuló un sonido, Karamanlis notó horrorizado que lo recorría un escalofrío; ya no era la voz del hombre que tenía delante sino la de quien durante tantos años había tenido por el almirante Bógdanos.

—¿Qué hace usted aquí, capitán Karamanlis?

Karamanlis retrocedió tambaleándose; por la puerta abierta entró una ráfaga de viento que lo embistió por la espalda, le despeinó el cabello y le subió el cuello de la chaqueta pegándoselo a la nuca.

—¿Quién eres? —gritó—. ¿Quién eres?

Siguió retrocediendo hasta llegar afuera; una corriente de aire cerró la puerta y la hizo golpear dos, tres veces con gran estruendo. La cima del monte no se veía, estaba envuelta por negros nubarrones. Cuando comenzó a caer la lluvia, Karamanlis echó a correr. En la distancia que lo separaba de su coche no había dónde resguardarse; jadeando, cayéndose, tambaleándose a cada trueno y a cada relámpago corrió con todas las energías que llevaba dentro hasta que llegó al coche con el corazón galopante, empapado y lastimado. Puso el motor en marcha y encendió la calefacción, se desvistió y permaneció desnudo e inmóvil bajo aquel diluvio, temblando de frío y de miedo. Finalmente pasaron un coche, luego un camión y una caravana de turistas extranjeros: había regresado al mundo real de las personas, los ruidos y las voces auténticas. Nada haría que volviera a abandonarlo por voluntad propia.

Después de hablar con la policía, Mireille regresó a Odós Dionysíou para hablar con el camarero del bar «Milos». Le dio más dinero y le pidió que la llamara sin falta al hotel si volvía a ver luz debajo de la persiana del número 17, o si volvía a ver un Mercedes negro aparcado por los alrededores. El camarero le dijo que se quedara tranquila, que si no la encontraba, le dejaría un mensaje en la recepción del hotel. Mireille fue luego a ver otra vez al señor Zolotas. Lo había citado en un bar de la plaza Omónia y había acudido a la cita con un traje azul con bolsillos a lunares y una gardenia en el ojal. Dada su condición, su vestuario era siempre increíblemente cuidado, aunque un tanto pasado de moda.

—Y bien, señorita, ¿qué tal marchan sus investigaciones? —le preguntó al verla.

—Mejor de lo que esperaba, pero por desgracia, los elementos que he logrado reunir no me han permitido encontrar ninguna solución. Necesito más datos… he ido a ver a la policía, pero la persona que buscaba no está en Atenas. Me dicen que regresará hoy mismo.

—Si no es indiscreción, ¿puedo preguntarle a quién buscaba?

—A un oficial que en cierto modo participó en los acontecimientos que rodearon la muerte del profesor Harvatis… el capitán Pavlos Karamanlis. —Zolotas palicedió—. ¿Lo conoce? —le preguntó Mireille.

—Por desgracia, sí. Es un hombre peligroso. En la época de la dictadura fue uno de los mastines de la represión. La noche del Politécnico no pegó ojo y los que pasaron por sus manos llevan todavía las marcas, se lo puedo asegurar. Tenga cuidado con lo que le diga, procure hablar lo menos posible.

—Le agradezco la advertencia, vale usted mucho, señor Zolotas.

—¿Qué otra información le hace falta?

—Unos datos del catastro. ¿Podría conseguírmelos?

—Personalmente, no, pero puedo encontrar a la persona indicada. ¿Qué es lo que quiere saber?

—A quién pertenece la imprenta de la calle Dionysíou, 17. Si hay alguien que paga el alquiler. Si tiene otras entradas además de la principal, que está cerrada desde hace por lo menos siete años, si no más.

Zolotas tomaba nota en su libreta con un lápiz diminuto. Cuando terminó de escribir, la miró directamente a la cara; no era un hombre guapo, tenía los ojos saltones, de un color claro pero indefinido, la nariz aguileña, las mejillas un poco fláccidas pero el cabello siempre bien peinado, y por su aspecto, a Mireille le recordaba uno de esos bustos de la edad helenística del Museo Nacional que reproducían a filósofos estoicos o a académicos de la generación tardía. Le estaba tomando cariño.

—¿Y qué quería preguntarle al capitán Karamanlis?

—Quería enseñarle el retrato de un hombre y preguntarle si sabe quién es. Tengo el número de matrícula de su coche.

—Yo que usted no le daría ese número.

—¿Por qué? —inquirió Mireille con cierta contrariedad puesto que ya había informado a la policía que lo tenía.

—Que se lo busque él si tanto le interesa. ¿Por qué va a ayudarlo usted?

—Pero a mí también me interesa.

—¿Se fía usted de mí, señorita?

—Sí.

—Déme a mí el número. Iré al registro de vehículos. Mi griego es más fluido que el suyo.

—Pero estoy mejorando —arguyó la muchacha.

—Es verdad, dentro de un mes o dos hablará a la perfección.

—He venido tantas veces de vacaciones y además hice el bachillerato clásico, tampoco resulta tan difícil una vez que se le encuentra la vuelta a la curiosa pronunciación que tienen ustedes.

Zolotas arqueó las cejas y preguntó:

—¿Curiosa? Perdóneme, señorita, pero los griegos somos nosotros, creo.

—Sí, es verdad.

Una vez en el hotel, Mireille le entregó el número y le dijo:

—Me encontrará aquí si me necesita. Esta tarde iré a la policía.

—Tenga cuidado, señorita, se lo ruego.

—Tendré cuidado. Señor Zolotas, ¿cree usted que puede haber peligro?

—Si lo abandonara todo y volviera a Francia a esperar a su novio, no. Pero si durante tantos años hubo tantas cosas que permanecieron ocultas, algún motivo tiene que haber, cualquiera sabe, podría tratarse de un motivo grave. Hasta la vista, señorita.

—Hasta pronto, señor Zolotas.

El capitán Karamanlis entró en la Jefatura Central cerca de las siete de la tarde y fue directamente a su despacho, sin saludar a nadie. Se sentó ante su mesa y con una llave abrió el último cajón del escritorio; sacó la carpeta que contenía las fotos de Heleni, eligió una y la puso sobre la mesa. Después sacó de su portafolios una de las fotos que le hiciera a la hermana y la colocó al lado de la otra. No se había engañado: parecían dos imágenes de la misma persona. Un leve retoque del laboratorio habría hecho que la ilusión fuera perfecta, o casi.

Guardó los negativos y se puso a leer la correspondencia. Al poco rato, el centinela lo llamó.

—Capitán, ha venido a verlo esa muchacha. Caray, capitán, es un pedazo de…

Karamanlis no estaba de humor para ocurrencias salaces y le contestó:

—Los comentarios te los puedes meter en el culo. Hazla pasar ahora mismo.

—Sí, capitán. En seguida, capitán.

Karamanlis hizo todo lo posible por ofrecer a Mireille una imagen de hombre abierto, honesto y cordial, y sobre todo, por no parecer un inquisidor.

—Ha venido a traernos el retrato de un hombre —le dijo—, para preguntarnos si sabemos algo.

—Efectivamente.

—¿Puedo verlo?

Mireille sacó del bolso el dibujo que había hecho y se lo entregó. Karamanlis a duras penas logró ocultar su estupor.

—¿Lo hizo usted, señorita?

—Sí.

—Es perfecto. Me consta porque he visto a este hombre en muchas ocasiones. ¿Qué quiere saber?

—Busco información sobre un arqueólogo que murió hace diez años en Atenas, un tal Periklis Harvatis. Dejó un estudio de una gran importancia, pero por desgracia está inconcluso, y sería esencial encontrar sus papeles. Por la información que he logrado reunir, sé que el profesor Harvatis estaba relacionado con un empleado de la Dirección General de Bellas Artes, un tal Aristotelis Malidis y con otra persona más… —Con el dedo señaló el retrato que estaba sobre la mesa y añadió—: Con ésta.

Karamanlis no había apartado la vista del retrato, a su pesar notaba que aquella mirada lo traspasaba, lo controlaba, como si fuera el ojo de Dios.

—Alguien le ha aconsejado que viniera a verme, ¿no es así? —inquirió.

—Así es.

—¿Puedo preguntarle quién ha sido?

—Un médico, el doctor Psarros del hospital de Kifissía.

—Psarros… Sí, ya me acuerdo. Me llamó la noche que murió Periklis Harvatis, o quizá la noche siguiente, para dar parte de las extrañas circunstancias en las que le habían llevado al paciente, casi agonizante. Hice ciertas averiguaciones sobre Malidis, era jefe de obras en las excavaciones arqueológicas.

—¿Qué excavaciones?

—No lo sé. En la Dirección General de Bellas Artes me dieron una lista de las excavaciones en curso pero me dijeron que para conseguir una lista completa tenía que solicitarla a las administraciones regionales. No pude sacar nada en limpio.

—Yo sí. Antes de venir aquí, he estado en la Biblioteca Nacional y consulté las noticias sobre las excavaciones. El 16 de noviembre de 1973 Periklis Harvatis estaba excavando el ádito del oráculo de los muertos de Efira. Los resultados de la excavación fueron publicados por su sucesor, el profesor Mákaris.

Karamanlis se sorprendió de que una muchacha con aspecto de muñequita fuese tan despierta, demasiado, quizá. Efira… de ahí venía la vasija de oro… ¿quién más habría podido llegar a Atenas aquella noche desde una excavación arqueológica? Tal vez la vasija había vuelto al mismo lugar. ¿Habrían regresado por eso Charrier y Shields a Efira desafiando el peligro de encontrar allí la muerte?

—Si me descuido, me quita usted el puesto —le dijo con una sonrisa complaciente—. En fin, que por el lado de Malidis no logramos averiguar nada… mejor dicho, tenía mis sospechas, pero no logré encontrar nada que me permitiera arrestar a ese hombre.

—¿Qué me dice de éste? ¿Qué tuvo éste que ver con el profesor Harvatis? —le preguntó Mireille indicando el retrato de la mesa.

Karamanlis estaba en un aprieto, quería que la muchacha le dijera unas cuantas cosas, pero tenía claro que no lo haría sin pedirle algo a cambio. Tendría que pasarle la información menos comprometedora pero más verosímil. Al cabo de un instante, le contestó:

—Señorita, este hombre es para mí un verdadero enigma, pero hay ciertas cosas que empiezan a aclararse, y creo que si usted me ayuda, al final lograremos saber cuanto nos interesa. Le dijo usted a mis hombres que había tomado nota de un número de matrícula…

—Capitán —lo interrumpió Mireille—, tengo la seguridad de que nos haremos muy amigos, y cuando así sea, usted me hará un favor y yo le echaré una mano. Pero por el momento yo le digo una cosa y usted me dice otra. ¿De acuerdo?

—Me parece muy justo —repuso Karamanlis—. Bien, puedo decirle que este señor que conocí durante años con un nombre que resultó falso estaba al tanto de la existencia de un objeto arqueológico de inestimable valor que, con toda probabilidad, llegó a Atenas traído por Malidis o el mismo Harvatis la noche del 16 al 17 de noviembre de 1973, deduzco que procedente de Efira.

—¿Lo deduce por mis investigaciones sobre las noticias de las excavaciones, no?

—Pues sí.

—Por tanto, hasta ahora estamos empatados. Si yo no le hubiera dicho que Harvatis estaba excavando en Efira, usted no habría podido relacionar ese objeto con Harvatis, Malidis y con este… llamémosle señor X.

—Es usted tremenda, señorita. Tenga en cuenta que la gente está acostumbrada a colaborar con la policía sin pedir nada a cambio.

—En efecto, y yo colaboro gratuitamente, pero quiero estar al tanto de cuanto hablamos. Me parece legítimo. Por tanto, este señor está relacionado con este objeto arqueológico… ¿de qué manera? ¿Y de qué objeto se trata?

—Oiga, en este despacho, soy yo quien acostumbra a preguntar.

—Si es así… —dijo Mireille e hizo ademán de levantarse.

—Siéntese, por favor. Tenemos que localizar a este hombre. Hay vidas que corren peligro. Y él… bueno, él es la única pista que puede ayudarnos a evitar la amenaza.

—Comprendo. Entonces dígame de qué objeto se trataba. Soy docente de Historia del Arte, puedo darle una interpretación… Además, he descubierto que una floristería de esta ciudad tiene el encargo de poner flores frescas en la tumba del profesor Harvatis todas las semanas, de parte de… de este señor. —Y volvió a indicar el retrato a lápiz que había sobre la mesa de Karamanlis.

—No entiendo cómo ha podido…

—¿Va a decirme de qué objeto se trataba? A estas alturas puede ser algo importante.

—Una vasija… una vasija muy antigua… de oro.

—¿La vio usted?

—Sí.

—¿Dónde?

—En el sótano del Museo Arqueológico Nacional.

—Y ahora, obviamente, ya no está allí.

—Obviamente, no.

—¿Quién la tiene?

—Yo creo que la tiene él —respondió Karamanlis indicando el dibujo con la punta de la barbilla—. Al parecer, trató de vendérsela a dos extranjeros.

—¿Se acuerda cómo era la vasija? ¿Podría describírmela?

Karamanlis se esforzó en describirle la vasija de oro a pesar de que la había visto sólo unos instantes, hacía diez años.

—… y en el centro había un hombre que llevaba algo al hombro, una pala o una clava, no sabría decirle con exactitud, y detrás de él había un toro, un carnero y un cerdo… o un jabalí… Después, alguien me golpeó en la cabeza y cuando recuperé el conocimiento, la vasija había desaparecido. Estoy convencido de que fue él quien la mandó robar.

—Tal vez fuera suya, o estuviera destinada a él.

—Señorita, ¿cómo hizo este dibujo y cuál es el número de matrícula?

—Veamos, la noche del 16 al 17 de noviembre de 1973 llegan a Atenas procedentes de Efira por lo menos dos personas, el profesor Harvatis y su capataz, Aristotelis Malidis. Harvatis está moribundo, pero el doctor Psarros que examinó el informe de la autopsia no sabe precisar la causa del fallecimiento. El cuadro era el de un infarto masivo, pero el perito que se encargó de la disección no encontró el menor rastro. Sin duda, Malidis fue quien llevó la vasija al sótano del museo, como empleado de la Dirección General de Bellas Artes tenía fácil acceso a esas dependencias. Pero se trató de un emplazamiento provisional porque posteriormente desapareció de allí, y podemos suponer que fue a parar a manos de nuestro misterioso amigo…

—Brillante —dijo Karamanlis despechado porque en tantos años no se le había ocurrido llegar a ciertas deducciones—. ¿Acaso cree que nunca hice estas reflexiones? ¿Y después qué? ¿Eh, después qué? Si no logramos descubrir quién es este hombre y qué quiere, no vamos a ninguna parte. Y usted que sabe algo, se niega a decírmelo.

—Ocurrió la noche del asalto al Politécnico, ¿no es así, capitán Karamanlis? ¿Es así? —Recordó entonces la frase garabateada al pie de la hoja de un bloc de notas que había en la mesa de Michel, «Atenas… ¿Cómo voy a encontrar fuerzas para volver a ver Atenas?».

—Así es. ¿Pero qué tiene que ver?

—Nada. No tiene nada que ver.

—¿Quiere decirme cómo hizo el dibujo? Créame, hay vidas humanas en juego.

Mireille sacó del bolso una foto del bajorrelieve que había hecho el día anterior cerca de cabo Sunion y se las tendió.

—Lo hice a partir de esto.

Karamanlis la cogió y la examinó con cara de asombro.

—¿Puede dármela? Seguramente tendrá usted el negativo…

—Lo siento, pero se trata de un ejemplar único. No se la puedo dar.

—Permítame al menos que la reproduzca. Mireille asintió.

—No tardaré más que cinco minutos —dijo Karamanlis—. Tenga paciencia y se la traigo en seguida.

Salió y fue al laboratorio fotográfico. Cuando la puerta se cerró tras él, Mireille notó que había dejado un maletín en el suelo, al costado de la silla. No pudo resistir la tentación de mirar dentro, pero no encontró nada interesante: expedientes, documentos, una agenda con el señalador en el día anterior. En medio de la página, escrita a lápiz, se leía una frase que le pareció rara. La copió lo mejor que pudo y volvió a dejar la agenda en su sitio. Karamanlis entró al cabo de poco rato con la foto en la mano.

—¿Dónde sacó la foto? ¿Qué significa esta escultura?

—La saqué en el taller del escultor que hizo la escultura, pero de momento no puedo decirle nada más.

—¿Y usted qué cree que es?

—La he estudiado a fondo… he reflexionado mucho. Para mí sólo cabe una explicación, se trata de una máscara. Podría decirse que es una máscara… fúnebre. —Calló un instante y luego añadió—: ¿Alguna vez ha visto las máscaras de oro de las tumbas de Micenas que hay en el Museo Nacional?