XVII

Atenas, aeropuerto de Glifáda

26 de octubre, diez y media de la mañana

Mireille llegó al aeropuerto de Atenas-Glifáda un día de sol velado e hizo que la llevaran inmediatamente al hotel: una pequeña residencia de la zona del Zappeion. En su casa había dejado un mensaje en el contestador por si Michel la llamaba: no quería que supiera que estaba en Grecia, al menos por el momento. Eran muchas las cosas que quería aclarar y que Michel parecía ocultarle.

En cuanto llegó se dio una ducha para quitarse la desagradable sensación de estar pegajosa que le daba la atmósfera bochornosa de Atenas; envuelta en un albornoz se tumbó sobre la cama y sacó del bolso las hojas con los apuntes que había copiado de los papeles de Michel que encontrara en su estudio de la rue des Orfèvres. Lo que más la impresionaba era aquella nota: «buscar el editor de Harvatis en Dionysíou, 17, Atenas… ¿cómo voy a encontrar fuerzas para volver a ver Atenas?». Aquellas palabras parecían ocultar una experiencia triste que debía ser olvidada. Cogió un mapa de la ciudad y buscó la calle Dionysíou; se trataba de una callecita del centro que no estaba lejos del casco antiguo… ¿Pero por qué buscar al editor, no sería mejor buscar antes al autor?

Tomó la guía telefónica, buscó el nombre de Periklis Harvatis pero no lo encontró. Entonces se le ocurrió ir a la Oficina de Empadronamiento. Se puso un traje bastante elegante y fue en taxi hasta el palacio municipal; una vez allí le indicaron que la Oficina de Empadronamiento estaba en el sótano. El encargado era un señor de aspecto singular: más cercano a los sesenta que a los cincuenta, de baja estatura, impecablemente vestido con un terno claro y un clavel en el ojal. Estaba sentado tras una mesita fumando un elegante Macedonia ovalado y tomando a sorbitos su café turco. Inventó lo primero que se le pasó por la cabeza:

—Trabajé con el profesor Harvatis hace unos años y me gustaría saber dónde vive, porque he perdido su dirección.

—Habrá que ver si es de Atenas… si no lo ha encontrado en la guía telefónica difícilmente estará aquí. Espere… —Se dirigió a los archivadores y comenzó a buscar—. Aquí está… —dijo al cabo de unos minutos—. Harvatis, Periklis, nacido en Ioannina el 4 de abril de 1901 y fallecido en Atenas el 17 de noviembre de 1973.

—¿Ha fallecido?

—Lamentablemente, sí, señorita. El profesor murió hace diez años… qué casualidad, dentro de veinte días se cumplirán diez años exactos.

—¿Podría darme los datos de su familia? Tal vez alguno de los suyos siga con vida… Por favor, es muy importante para mí. ¿Podría darme una hoja de papel para tomar nota?

Se veía a las claras que el empleado habría sido capaz de lanzarse a las llamas por ella. Le entregó una hoja de papel con membrete en la que se destacaba la frase dimos athinon y el sello con el búho.

—De los datos familiares no se desprende nada: era soltero y vivía solo en el barrio de Neápolis. Lo siento, señorita.

Mireille quiso darle una propina por las molestias que se había tomado, pero el hombre la rechazó cortésmente; se disponía a marcharse cuando se le ocurrió una última gestión posible.

—¿Podría hacerme otro favor? —le preguntó al empleado con un mínimo indispensable de coquetería. Aunque no hacía falta pues a su alrededor todo olía a mujer, incluso los muebles metálicos. El caballeroso empleado la miraba con fascinada admiración, dispuesto a satisfacer hasta el menor de sus deseos.

—¿Sería posible encontrar su certificado de defunción y tal vez el nombre del médico que lo firmó?

—Se puede encontrar.

—¿Cree usted que dentro de un par de horas…?

—¿Un par de horas? Bueno, necesitaré un poco de tiempo. No lograré encontrarlo dentro del horario de oficina, pero si quiere usted pasar esta tarde por mi casa…

Mireille había contado con esa posibilidad y tenía preparada una respuesta:

—Pasaré a recogerlo a las dos para que comamos juntos. ¿Le parece bien, señor…?

—Zolotas, Andreas Zolotas, pero puede llamarme Andreas, si prefiere. De acuerdo, procuraré complacerla.

Mireille le dio las gracias con una sonrisa y salió del sótano donde un solo ventilador no alcanzaba a vencer, con su lento movimiento, el bochorno de aquel día caliginoso.

Dionysíou, 17. Desde el palacio municipal no tardaría mucho en llegar a esa calle, y en vista de que tenía tiempo, fue andando. Cuando comprobó que en ese número no había más que una persiana echada fue a sentarse al bar de enfrente y pidió un oúzo con hielo, lo más parecido al Pernod que se podía encontrar en aquel lugar.

—¿No vive nadie en el número 17? —le preguntó al camarero que la servía.

El camarero le dio a entender que no era la primera persona que le pedía la misma información, que tiempo atrás se lo había preguntado otro señor, un extranjero alto así, con el cabello así y que él le había dicho que no, que no había visto nunca a nadie, pero que justamente esa noche vio una luz que se colaba por debajo de la persiana y después otras veces, en plena noche, había visto la luz, pero que aquel señor no había vuelto más y que él no había podido comentárselo. Ayudando al camarero con la descripción, Mireille dedujo que el hombre que había estado preguntando por el inquilino del número 17 de la calle Dyonisíou no podía ser más que Michel. Le dio al camarero una propina de mil dracmas y el número de teléfono del hotel y le pidió que la llamara si llegaba a ver luz por debajo de la persiana del número 17. El camarero le dio las gracias y le aseguró que la llamaría sin falta.

Le quedaba algún tiempo antes de su cita con el señor Zolotas; volvió andando hacia Odós Stadíou limitándose a echar una simple ojeada a la persiana cerrada y cubierta de polvo del número 17: si alguien entraba en aquel lugar, sin duda lo hacía por otro lado. La persiana daba la impresión de haber permanecido cerrada durante años.

Andreas Zolotas fue muy eficiente y no dejó de jactarse a los ojos de Mireille haciéndole notar cómo en muy poco tiempo había logrado obtener una cantidad de datos de oficinas de difícil acceso.

—Es que vi en seguida que es usted un hombre con grandes responsabilidades en el municipio —le dijo Mireille.

—El profesor Harvatis murió de un ataque cardíaco a las 3 de la mañana del sábado 17 de noviembre de 1973… fue la noche en que el ejército tomó por asalto el Politécnico… Verá usted, señorita, yo he sido siempre de izquierdas, y estuve en contra de la dictadura…

—No lo dudo —comentó Mireille, si bien el aspecto de Zolotas era el de un pequeño burgués conservador, aferrado a su insignificante y cómodo estatus de empleado del ayuntamiento.

—La partida de defunción la extendió el doctor Psarros, del hospital de Kifissía. He averiguado que sigue en servicio. Vive en el número 28 de Odós Spétses.

—Estoy… estoy asombrada de tanta eficiencia, señor Zolotas, no sabré cómo pagarle.

—No hace falta. Cuando descubrí las circunstancias en las que murió el profesor Harvatis y por qué causas, comprendí que su curiosidad, señorita, probablemente no guardaba relación con los motivos que usted me explicó. Esa noche murieron muchos estudiantes y no fueron pocos los profesores víctimas de la violencia, hombres que se habían puesto de parte de ellos…

—Señor Zolotas, yo no sé si…

—No me diga nada más, señorita. Esa noche un hijo mío estaba en el Politécnico: me lo trajeron por los tejados herido y empapado de sangre… arruinado para siempre. Hasta hoy no ha logrado encontrar trabajo… creo que roba… posiblemente se droga. Era un buen muchacho, señorita, guapo, alto… mucho más alto que yo…

De la forma más firme y cortés le impidió que pagara la cuenta. Sacó un clavel fresco del ramillete que adornaba el centro de mesa y lo sustituyó por el otro medio mustio que llevaba en el ojal, le besó la mano con un gesto ligero y elegante y se marchó.

Mireille se avergonzó por haberse preparado a resistir a los pesados avances de un cincuentón baboso. Echó un vistazo al reloj: llevaba menos de cinco horas en Atenas y ya se sentía envuelta por una corriente que en poco tiempo había adquirido impulso, como la de un vórtice, pero no alcanzaba a comprender a qué distancia se encontraba el lugar de máxima velocidad, del cual no había retorno, y tampoco quería saberlo.

Esperó al doctor Psarros a la entrada de su casa en Odós Spétses a las cinco y media de la tarde, hora en que terminaba su turno.

—¿Por qué pregunta por el profesor Harvatis?

—Se trata de una investigación. Harvatis es autor de un estudio de gran interés que dejó inacabado, me gustaría conocer qué hizo los últimos días de su vida, pues en muchos aspectos podría resultar revelador.

—Podemos subir a mi casa —dijo Psarros hurgando en los bolsillos en busca de las llaves—, o si prefiere, podemos sentarnos a una mesa de esa taberna y tomar algo.

—De acuerdo —dijo Mireille—, me apetecería mucho beberme una copa de retsina.

—Bien —siguió Psarros adelantándose—, en primer lugar, he de decir que cuando me telefoneó hace una hora me pilló por sorpresa. Casi me había olvidado de ese episodio, después de todo han pasado diez años, que no son pocos.

—Ya. Diez años justos. Dentro de veinte días se cumple el aniversario de la batalla del Politécnico.

Psarros hizo una mueca.

—¿Batalla? Vamos, señorita, no diga usted eso. Se trató de una operación policial normal para restituir el orden en el ateneo, para restablecer un servicio público que una exigua minoría de facinerosos impedía que se prestara. Después, la prensa exageró las cosas, habló de decenas de muertos, de centenares de heridos… Algún contuso, alguna cabeza rota, poco más. Además, fíjese usted en qué estado nos encontramos ahora… Han querido democracia, ¿no? Que disfruten ahora de la democracia. Fíjese —se puso a hojear un ejemplar de Tó Vradi que había sobre la mesa—, fíjese… Inflación de dos dígitos, la deuda pública fuera de control, corrupción, droga. Créame, cuando mandaba el ejército, estas cosas no ocurrían. Los jóvenes se cortaban el pelo y vestían con decencia…

—Ya, es verdad que la democracia trae ciertos inconvenientes… De esto deben de saber más que nadie puesto que la han inventado ustedes, los griegos, mejor dicho, los atenienses, si no me equivoco —apuntó Mireille—. Pero hábleme de Harvatis.

—Ah, sí, Harvatis. Verá, no hay mucho que decir. He recuperado esa antigua historia clínica y alguna anotación que hice en el diario que llevo siempre. Harvatis fue conducido al hospital alrededor de las dos de la madrugada por un tal Aristotelis Malidis, que después resultó ser un colaborador suyo, un guardián de la Dirección General de Bellas Artes, dependiente del Museo Arqueológico Nacional. El estado del profesor era crítico: se encontraba bajo los efectos de un shock y prácticamente inconsciente. El cuadro cardíaco estaba en el límite de la fibrilación y, en general, no parecía tener suficientes reservas físicas para poder recuperarse. Aplicamos terapia intensiva sin éxito. Murió al cabo de una hora. Malidis, que era quien lo había hecho ingresar, no volvió a aparecer. Como la cosa me pareció extraña, avisé a la policía, al capitán Karamanlis, Pavlos Karamanlis, si no me equivoco, pero no volví a tener noticias de los resultados de las investigaciones. A decir verdad, ni siquiera sé si se llevó a efecto una investigación.

—¿Tiene idea de dónde sepultaron al profesor Harvatis?

—No. ¿Por qué quiere saberlo?

—No lo sé. Me gustaría ver qué aspecto tenía. Quizás en la tumba esté su imagen.

—Es posible. Mire, yo que usted probaría en el cementerio municipal de Kifissía. ¿Sabe dónde está? ¿No? —Sacó un bolígrafo del bolsillo, cogió una servilleta de papel y le dibujó un mapa sucinto—. Mire, nosotros estamos aquí, vuelva a la avenida y siga por ahí hasta el final y luego doble a la derecha. Al tercer semáforo doble a la izquierda… —Concluida la pequeña obra cartográfica, dobló la servilleta y se la entregó.

—Doctor Psarros, ¿le practicaron la autopsia?

—La solicité en seguida, pero tardó un tiempo. En esos días había mucha confusión. No obstante, se hizo la autopsia. Lo recuerdo perfectamente.

—¿Qué se pudo averiguar?

—Fue un caso singular: esperábamos encontrarnos ante un infarto masivo.

—¿Y qué fue lo que encontraron?

—Nada. Aparentemente, aquel corazón no había sufrido daño alguno.

—¿Pero cómo justificó su muerte?

—Paro cardíaco.

—Que yo sepa, eso no significa demasiado.

—Efectivamente. Casi nada.

—¿Usted qué opina?

—Quién sabe… un shock de cualquier origen… En estos casos no se puede decir mucho. El hombre que lo ingresó, el tal Malidis, quizás habría podido explicarnos lo que ocurrió en realidad, pero no volví a saber de él. Quizás el capitán Karamanlis lo interrogara… cualquiera sabe.

—Le doy las gracias, doctor.

—No tiene por qué agradecerme nada. Si descubre algo, infórmeme.

Mireille subió a su Peugeot de alquiler y se le ocurrió partir de inmediato para el cementerio de Kifissía, pero el reloj marcaba ya las seis, y como todos los servicios municipales, seguramente a esa hora estaría cerrado aunque, si lograba encontrar al guardián, le ofrecería una buena propina para que le abriera.

—Por quinientos dracmas soy capaz hasta de abrirle la tumba, señorita —le dijo el guardián que estaba a punto de marcharse a casa cuando Mireille le puso en la mano el billete.

—Pero tendrá usted que acompañarme —le pidió la muchacha—. Está oscureciendo y me da un poco de miedo dar vueltas sola entre todas esas tumbas.

El guardián ya lo había notado y la siguió diciéndole:

—Señorita, hace usted mal en temer a los muertos. Son los vivos y no los muertos, y perdone usted la expresión, los verdaderos hijos de puta. Igual que mi cuñado, a quien hace cinco años le presté un dinero para que pusiera una tienda y todavía no he visto un céntimo. —En un momento dado, el guardián dobló a la derecha y al cabo de unos cuantos pasos, le indicó una tumba—. Ahí lo tiene, el señor Periklis Harvatis. Sé muy bien con qué bueyes aro, me los conozco a todos uno por uno.

Mireille observó el pequeño retrato ovalado que mostraba a un hombre muy anciano con el pelo ralo y blanco, un rostro delgado pero con mucha dignidad. En la inscripción figuraban sólo el nombre y el apellido, y la fecha de nacimiento y de defunción, pero delante de la lápida había un ramo de flores casi frescas y el lugar parecía cuidado.

—¿Quién pone las flores, usted? —inquirió Mireille.

El guardián levantó la cabeza y cerró los ojos. No. Mireille sonrió para sí pensando en aquella extraña manera de negar común a todos los habitantes del Mediterráneo suroriental, desde los sicilianos a los libaneses. Le hizo una seña para que lo siguiese hacia la salida y le indicó unas cuantas floristerías que había al otro lado de la calle: no, la de la derecha no, sino la segunda por la izquierda; había allí una señora que de vez en cuando le llevaba flores.

—¿De vez en cuando? —inquirió Mireille.

Era preguntar demasiado. La muchacha volvió a darle las gracias al guardián estrechándole efusivamente la mano, luego cruzó la calle y entró en la floristería.

El camarero se hizo un bocadillo con queso féta, aceitunas y tomate y se sirvió un vaso de vino: el tentempié que tomaba siempre antes de marcharse a casa. Era el momento en que aprovechaba para sentarse después de haber servido a tanta gente, para relajarse tomando un bocado, a veces hojeando el periódico. Soplaba el siroco y todavía era agradable estar al aire libre, pero se veía que el tiempo cambiaría en los próximos días. El diario deportivo era el que estaba más arrugado pero todavía se podía leer y no había nada que lo relajara más que conocer los resultados de las carreras de caballos y cotejar si había ganado. Había perdido.

Cerró el periódico calculando cuánto dinero había tirado en su vida jugando todos los domingos a los caballos y perdiendo regularmente, y cuando levantó la cabeza notó que un Mercedes negro avanzaba despacio desde el fondo de la calle para detenerse delante del número 17. Esperaba ver bajar a alguien, pero el motor y los faros se apagaron sin que nadie saliera del coche. Algo extraño.

Minutos más tarde, cuando terminó su turno, se dirigió a su casa andando por la acera de enfrente, pasó junto al coche y echó una mirada en el interior: estaba vacío. Instintivamente miró hacia la persiana y vio que en ese instante se filtraba una luz por el borde inferior. Apoyó la oreja pero alcanzó a oír muy poco: el ruido apenas perceptible de unos pasos que se apagaban como si se alejasen por un pasillo. Recordó el billete de mil que había ganado esa misma tarde y fue al primer teléfono público que encontró. Mireille estaba ya en el hotel.

—¿Miss? En este momento, la luz está encendida en la calle Dionysíou, 17. —Mireille llevaba un par de horas durmiendo y tardó en comprender el significado de la llamada—. Miss, ¿me oye? Soy el camarero del bar «Milos». Me dio usted una propina de mil dracmas, ¿no se acuerda?

—Ah, sí, claro. Gracias, amigo.

—Y tengo más novedades, hay un Mercedes negro aparcado delante, pero no vi bajar a nadie.

—¿Está seguro? —le preguntó Mireille.

Yes, sir —respondió el camarero olvidándose de que hablaba con una mujer.

—Muy bien, gracias.

Good night —dijo el camarero y como todas las noches siguió andando hasta su casa.

Mireille echó un vistazo al reloj y a punto estuvo de apagar la luz y volver a dormirse pues estaba cansadísima por el viaje y las muchas fatigas del largo día, pero se dio cuenta de que aquélla era una ocasión única que tal vez no se repetiría. A pesar de la hora y la situación, no renunció a un mínimo de maquillaje, se vistió deprisa, bajó, subió a su coche y por las calles casi vacías se dirigió a la de Dionysíou.

Pasó despacio delante del número 17 y comprobó que, efectivamente, la luz estaba encendida, pero él candado seguía cerrado. ¿Por dónde habría entrado el dueño de la casa? ¿Y el Mercedes negro? Seguía aparcado delante de la persiana y estaba vacío. El portón de la finca también estaba cerrado: por más que se devanara los sesos, no había manera de encontrarle explicación. Sin embargo, aquélla era la imprenta donde habían impreso la obra del profesor Harvatis y a la una y media de la madrugada había alguien dentro. Se detuvo al final de la calle, más allá del bar, giró el coche para poder ver bien al Mercedes y a su propietario si llegaba a aparecer.

La calle estaba apenas iluminada y Mireille tenía un poco de miedo. Se acurrucó para confundirse con la silueta del asiento, pero no perdió de vista el delgado haz de luz que se filtraba por la persiana, ni el coche aparcado junto a la acera. Durante un rato tuvo la radio encendida con el volumen bajo, para que le hiciera compañía, pero sólo sintonizaba esas insoportables canciones populares griegas y al final acabó apagándola. Fumaba para mantenerse despierta, pero de vez en cuando la cabeza se le inclinaba sobre el pecho y se adormecía unos minutos para despertar sobresaltada y volver a fijar la vista cansada en aquel delgado haz de luz amarilla y en aquella masa negra. Todo le parecía tan extraño y absurdo: horas antes se encontraba en su precioso dormitorio de su bonita casa, rodeada de comodidades y ahora estaba muerta de sueño y de frío en un coche de alquiler nada confortable vigilando una persiana echada.

El cansancio volvió a vencerla poco antes de las seis de la mañana y flaqueó; apoyó la cabeza en el asiento y se quedó adormilada unos minutos. La despertó el ruido apagado de un motor que se ponía en marcha. Dio un brinco, se concentró y de inmediato lanzó una mirada a la persiana: la luz se había apagado. En ese preciso instante, en cambio, se encendían las luces de posición del Mercedes y el coche se apartaba de la acera para dirigirse despacio y en silencio hacia la calle Stadíou. Mireille arrancó también sin encender las luces de posición y siguió al Mercedes a cierta distancia. En la calle Stadíou las cosas resultaron un poco más sencillas porque ya había algún tránsito y Mireille podía confundirse mejor entre los demás coches.

En un semáforo rojo logró colocarse a la izquierda del Mercedes y ver de reojo al hombre que iba al volante: tendría unos cincuenta años, el rostro bronceado y el cabello y la barba negros, salpicados de canas. Vestía un jersey claro de cuello redondo y un blazer azul. Las manos que aferraban el volante eran grandes, fuertes y aristocráticas, como las de un gran señor. Cuando el semáforo se puso verde, Mireille volvió a colocarse detrás, a una cierta distancia, pero sin perderlo de vista.

Comenzaba a aclarar, pero el cielo estaba cubierto de gruesos nubarrones que se desplazaban veloces de occidente a oriente. El Mercedes enfiló en dirección al Faliro y luego hacia cabo Sunion. Mireille consultó un mapa y al darse cuenta de que no había otros caminos que condujeran al interior hasta el templo de Poseidón decidió mantenerse más alejada para no levantar sospechas. Aproximadamente una hora después llegó al cabo Sunion; el sol acababa de asomar por el horizonte perforando con sus rayos los nubarrones que se acumulaban sobre el mar. Una de las largas espadas de luz golpeó de pronto el templo dórico que estaba en lo alto del promontorio, dejándolo blanco como un lirio y haciendo que se destacara vivido y glorioso entre las olas del mar y las nubes del cielo mientras el viento que azotaba incesantemente los peñascos doblegaba los arbustos de genista, imprimiéndoles un movimiento ondulante más breve e inquieto que el otro vasto y solemne del mar.

El Mercedes se había detenido al costado de un carnoso matorral de euforbios y el hombre se cerró el impermeable y permaneció inmóvil sobre una roca justo delante del templo que se había vuelto gris como el cielo que se cernía sobre él. Mireille se detuvo antes de la última curva, después del hotel Poseidón, apagó el motor y se quedó observándolo sin ser vista. El hombre siguió en la misma posición diez minutos. Su figura erguida, pequeña y oscura, contrastaba increíblemente con los blancos colosos que sostenían el arquitrabe del santuario. Después se dio la vuelta y se dirigió hacia los peñascos que caían en vertical hacia el mar. Una ráfaga de viento le infló el impermeable y así de lejos, por un momento pareció un pájaro enorme a punto de levantar vuelo sobre la lívida extensión del Egeo. A lo lejos, la isla de Patroclo, envuelta en blanca espuma, aparecía negra y brillante como el dorso de un cetáceo.

Cuando el Mercedes reemprendió la marcha apartándose del mar para dirigirse al norte hacia el interior del Ática, Mireille lo siguió durante casi un hora siempre a una cierta distancia. No había tenido un momento para desayunar y además de sueño tenía hambre, y aquel extraño vagar no sólo le parecía inútil sino interminable. Se disponía a abandonar el seguimiento cuando vio que el Mercedes salía de la carretera y trepaba por un sendero que subía a la izquierda en dirección a una casita solitaria erigida al costado de un encinar. Dejó el coche y subió a pie al reparo de una cresta. Vio que el hombre llamaba, que un viejo le abría y cerraba la puerta tras él. No había perros en los alrededores por lo que Mireille se acercó sigilosamente a la ventana que daba al encinar, al menor ruido se ocultaría en seguida entre los arbustos. Vio una habitación de pocos metros, iluminada por un par de ventanas: era el taller de un artista.

En un rincón había una palangana llena de arcilla húmeda cubierta con un trozo de nailon, por otro lado había un caballete con un relieve aún fresco que representaba una escena de pesca: hombres de brazos enjutos echaban las redes desde una barca sobre la que pendía el sol, mientras los delfines y los atunes se escurrían entrando y saliendo de la red. El hombre que había bajado del Mercedes se había quitado el impermeable y estaba sentado en un taburete mostrándole el perfil. Pero el viejo le daba la espalda y sólo alcanzaba a verle la nuca: una cascada de cabellos blanquísimos le caían sobre el cuello de la bata de algodón. Aguzando el oído logró oír lo que decían.

—Me alegro de verlo, comandante. ¿Ha venido para terminar el trabajo? —dijo el viejo.

—Sí, por eso he venido. Yo también me alegro de verlo, maestro. ¿Cómo se encuentra?

—Como quien se siente cercano al final.

—¿Por qué dice eso?

—Vivo desde hace demasiado tiempo, ¿cuánto cree que me queda?

—¿Y eso lo angustia?

—Estoy perdiendo la vista… Se aproxima la noche.

—¿Acaso ha habido una noche tras la cual no llegara el alba?

—Es un pensamiento que no logra consolarme. No puedo separarme para siempre del espectáculo de la naturaleza.

Una ráfaga de viento hizo que del bosque se elevara un profundo murmullo y durante unos instantes, Mireille no logró oír nada, sólo veía los ojos del desconocido, azules y sombríos, que brillaban como lo único vivo en la atmósfera gris de la espaciosa estancia. Volvió a hablar, luego escuchaba, inmóvil en el taburete, con las manos cruzadas sobre las rodillas. De vez en cuando, el artista se acercaba a él, le rozaba el rostro con los largos dedos enjutos como si deseara capturar sus facciones para plasmarlas en la arcilla. Le estaba haciendo un retrato.

De vez en cuando, Mireille se daba la vuelta y miraba a su alrededor, temiendo que alguien pudiera llegar, pero el lugar estaba desierto y el viento arrancaba al bosque murmullos más sonoros. Ya no podía oír sus palabras, pero permaneció junto a la ventana hasta que el viejo escultor hubo terminado. Vio cómo se quitaba la bata e iba a lavarse las manos, y cuando se separó de la ventana, Mireille alcanzó a ver el retrato que había terminado: era un bajorrelieve que reproducía únicamente el rostro del hombre que había servido de modelo, sólo el rostro, con los ojos cerrados por el sueño… ¿o por la muerte?

Era un rostro que había perdido la dura tensión y la intensidad dominante de la mirada para asumir una tranquilidad misteriosa, la grave y solemne majestuosidad de un rey dormido.

El escultor lo acompañó a la puerta y Mireille, oculta tras la esquina de la casa, volvió a oír sus palabras.

—La obra está terminada, antes de la tarde coceré la arcilla en el horno.

—Sólo falta el oro.

—No tarde en traérmelo, ésta podría ser mi última obra. Quiero que sea perfecta… y quiero que me diga por qué quiso que la hiciera.

—Ha retratado mi rostro, ha tocado mi alma con sus dedos. ¿Qué podría decirle que en el fondo de su corazón no sepa ya? En cuanto al oro… he de advertirle que… no se trata de metal informe… deberá destruir y remodelar la obra que posiblemente usted mismo construyera hace mucho tiempo… o tal vez fue alguien como usted. Sólo así podré cerrar el círculo y poner punto final a una historia que ningún hombre, por paciente que sea, habría podido llevar sobre sus hombros. ¿Lo hará?

El viejo asintió.

—Lo haré por usted, comandante.

—Sabía que no me abandonaría. Hasta la vista, maestro.

El viejo se quedó mirándolo desde el umbral mientras el hombre subía al coche y se alejaba por el caminito polvoriento en dirección a la carretera provincial. Mireille sacó su máquina fotográfica y antes de que el artista volviera a entrar en su modesto taller, sacó varias fotos a la máscara de arcilla que tenía ante sí, al otro lado del cristal empañado de la ventana. Le recordaba algo que creía haber visto ya.

Mireille se despertó alrededor de las dos de la tarde y trató de ponerse en contacto con Michel en el hotel de Efira del que le había dejado el número, pero el empleado le dijo que el señor Charrier había salido por la mañana y que no había dicho cuándo regresaría. Bajó y tomó algo en el bar, después llamó al director y le pidió que telefoneara a la Dirección General de Bellas Artes para preguntar si en sus dependencias trabajaba el señor Aristotelis Malidis.

El empleado respondió que Malidis se había jubilado y que no sabían nada más. Tal vez habría regresado a Parga, su ciudad natal. Allí tendría que buscarlo. Mireille le dio las gracias. Parga… Parga era la capital en cuya circunscripción se encontraba Efira; ¿acaso Michel también habría ido hasta allí a buscar a Malidis?

Salió a pie y fue al laboratorio fotográfico donde a última hora de esa mañana, después del viaje a Sunion, había dejado el carrete. Había pedido que le hicieran ampliaciones en blanco y negro; las fotos salieron bastante bien aunque un poco fuera de foco. En una papelería compró lápices y papel transparente y subió a su habitación del hotel. Colocó el papel transparente sobre la foto que reproducía el retrato en bajorrelieve y comenzó a dibujarlo con lápiz modificándolo aquí y allá según lo que recordaba del modelo que había posado para aquel retrato. Cuando apartó el papel transparente comprobó satisfecha que el retrato se parecía más bien al de un hombre de mirada intensa y profunda y de facciones marcadas. Guardó el dibujo en el bolso, se fue al coche y se dirigió al cementerio de Kifissía. La floristería estaba abierta, Mireille entró y le enseñó el dibujo a la florista.

—¿Es éste el hombre que le pide que ponga flores en la tumba de Periklis Harvatis?

Maravillada, la mujer miró el dibujo, luego miró a Mireille y después volvió a mirar el dibujo. Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.

Né, né, aftós ine. —Sí, era el mismo.

Esa misma tarde le enseñó el dibujo al doctor Psarros.

—Este hombre está ligado de alguna manera a Periklis Harvatis —le dijo—. No sé cómo, ni por qué, pero estoy segura. ¿Lo ha visto alguna vez?

Psarros sacudió la cabeza.

—Nunca. ¿Sabe quién es?

—Me gustaría. Este hombre reúne en su persona más misterios que el dogma de la Trinidad. Por desgracia, no sé nada de él. Sólo tengo la matrícula de su coche. Un Mercedes negro.

Psarros meditó un instante sin pronunciar palabra y finalmente le sugirió:

—¿Por qué no va a ver al capitán Karamanlis de la policía? Creo que sigue en activo. Quizás él pueda echarle una mano. A lo mejor, en su momento, llevó a cabo ciertas investigaciones… quién sabe.

—Buena idea —dijo Mireille—. Se lo agradezco, doctor Psarros.

Cerca de medianoche, cuando Karamanlis telefoneo a la Jefatura Central de Atenas para saber si había novedades, el oficial de servicio le informó que, efectivamente, había novedades.

—Capitán, ¿se acuerda del retrato robot que nos pidió que enviáramos a la Interpol?

—Cómo no voy a acordarme si yo mismo lo mandé hacer.

—Hoy ha venido una muchacha extranjera y nos ha traído uno igual o casi. Nos ha preguntado si sabíamos algo. Quería hablar con usted.

—¿Conmigo?

—Con usted personalmente. Dijo: «Quiero hablar con el capitán Karamanlis».

—¿Cómo se llama esa muchacha?

—Mireille de Saint-Cyr. Debe de ser aristócrata.

—¿Saint-Cyr? No lo había oído nunca.

—Dice que lo ha seguido y que tiene la matrícula de su coche, pero que se guarda el dato, no quiere dárnoslo. Karamanlis dio un brinco.

—Si en algo valoras el pellejo, no dejes que se escape.

—¿Debo detenerla?

—No, imbécil. Mantenía vigilada, nada más. Quiero hablar con ella. Llegaré mañana.

—¿Pero dónde está usted ahora, capitán?

—¿Y a ti qué cuernos te importa? Te he dicho que llegaré mañana.