Atenas, bar «Olympia»
20 de octubre, cinco de la tarde
Norman pidió un brandy Metaxa para él y una copa de Roditis para Michel.
—Casi casi también pido algo para ese pies planos apostado en aquel coche.
—¿De verdad piensas que nos están vigilando?
—¿Qué iba a hacer si no un tío que no se me despega ni a sol ni a sombra desde que salí de Sidirókastro? Bueno, dejémoslo que se cueza en su propio jugo. Cambiemos de tema, dime qué te ha hecho volver a este bar después de tantos años.
—Ya estuve hace unos días, por casualidad. Lo pasé muy mal. Este regreso me está costando caro.
—Me has dicho que has descubierto el significado de esas frases, ¿no es así?
—He logrado averiguar el contexto, que ya es algo. Envié a Mireille a Londres a la sede central de la British Informatics para que consultara a Icarus, un programa que recoge toda la literatura clásica existente y es capaz de analizar todos sus aspectos y reproducir todos los comentarios más importantes escritos en los últimos diez años. Se trataba de Herodoto; como verás, un autor bien conocido.
—Fíjate, y nosotros que pensábamos en quién sabe qué.
—Sí, es verdad. Pues bien, las frases son dos: «Estoy desnuda, tengo frío», que apareció en el cadáver de Roussos y en el de Karagheorghis. En realidad se trata de la respuesta que Periandro, tirano de Corinto, obtuvo del fantasma de Melisa, su mujer, al que él había hecho evocar en el oráculo de los muertos de Efira.
Periandro quería saber dónde estaba enterrado un tesoro, pero Melisa le respondía de ese modo porque por avaricia su marido no había hecho quemar las ropas de su esposa en la pira funeraria, tal como mandaban las costumbres, por tratarse de unas prendas preciosas.
»Obtenida esa respuesta, utilizando un pretexto Periandro mandó reunir en un lugar a las damas más ilustres de la ciudad, después les ordenó que se desnudaran e hizo quemar sus ropas en honor de su difunta esposa. Luego hizo que volvieran a interrogarla mediante el oráculo de los muertos, y en esa ocasión, obtuvo la segunda respuesta, la frase grabada en la flecha que alcanzó al sargento Vlassos, siempre y cuando Karamanlis te haya dicho la verdad, “Has metido el pan en el horno frío”.
»Se trata de una expresión despiadadamente alusiva, porque Periandro había yacido con su mujer después de muerta. Por tanto, Melisa le echaba en cara la violación y la profanación de su cadáver, delito que para los antiguos era mucho más que una forma de psicopatía sexual como lo consideramos ahora. Se trataba de una monstruosidad inhumana que merecía el más horrendo de los castigos.
—¿Y para ti cuál es el significado de esos mensajes?
—He reflexionado mucho al respecto. La primera deducción lógica, si es que se puede hablar de lógica en este asunto tan absurdo, es que los mensajes constituyen la motivación de la condena a muerte. Por tanto, dado que el primer mensaje es igual para Roussos y para Karagheorghis, deberíamos deducir que se mancharon con el mismo tipo de culpa, cuya naturaleza, no obstante, me resulta imposible adivinar. Por el contrario, el segundo mensaje está ligado a un contexto más explícito…
El tocadiscos automático que hasta ese momento había permanecido mudo se puso a sonar de pronto y Michel dio un respingo.
—Norman —dijo—, esta canción… ¿te acuerdas de esta canción? —Norman sacudió la cabeza sorprendido—. Claudio solía cantarla cuando os conocí en Parga, a veces la tocaba con la flauta…
Se levantó de golpe y corrió al tocadiscos automático; miró a la cara al hombre que había puesto la canción: una cara oscura, de ojos negrísimos y bigote poblado, un libanés tal vez o un chipriota, de los muchos que había en Atenas. Volvió a sentarse tembloroso y asombrado. Norman lo miró a los ojos y le dijo:
—Michel… Michel… la canción de Claudio era una balada popular italiana… ¿cómo es posible que esté en ese tocadiscos? Tienes alucinaciones…
Michel agachó la cabeza y permaneció callado un rato, entregado a la desesperación de los recuerdos. Cuando volvió a levantarla, tenía los ojos brillantes.
—Es que… no hago más que pensar en…
—Sigue —le pidió Norman—, ánimo, sigue.
—Heleni debe de haber sufrido la misma injuria que sufrió Melisa… el mismo insulto a su cuerpo sin vida… ¡oh Dios mío, Dios mío! —Se cubrió la frente con la mano para ocultar las lágrimas que ya no lograba contener.
Norman también parecía turbado y conmovido:
—Creo que estás muy cerca de la verdad. A Vlassos le dispararon una flecha en la ingle y creo que fue deliberadamente.
—Si lo que pienso es verdad, ¿te das cuenta de lo que sufrieron los dos? Y si Claudio logró sobrevivir, hoy debe de ser una persona envenenada por el odio y el deseo de venganza, una máquina de matar… Ya no es un hombre, Norman, ya no es un hombre… Piensa en todo lo que ha sufrido por mi culpa…
Norman le ofreció su copa llena de brandy y le dijo:
—Bébete esto que es más fuerte. Que te lo bebas, te digo. —Le puso la mano en el hombro—. Todos los hombres tenemos un umbral de resistencia; tú eras un muchacho inexperto, incapaz en ese momento de soportar la tortura; tal vez Claudio también habría cedido de haber estado en tu lugar, tal vez yo también habría cedido. No es una vergüenza, Michel, no es una vergüenza. Escúchame, si está vivo, hemos de intentar ponernos en contacto con él por todos los medios, hablarle, sacarlo del enloquecido aislamiento en el que debió de vivir forzosamente hasta hoy, impedirle que cometa más delitos… contarle lo que ocurrió, hacerle comprender lo que ha hecho… Pero tenemos que encontrarlo. Karamanlis está convencido de que Vlassos volverá a ser atacado y de que después le tocará a él.
Michel siguió callado unos minutos, parecía estar observando a la gente que pasaba delante de él por la acera, pero en realidad no miraba nada. Sus ojos estaban poblados de fantasmas, de una ansiosa inquietud.
—Quizá yo también estoy en la lista. No se me había ocurrido nunca. Siempre lo he apreciado; me parece imposible que quiera matarme.
—Y yo también, quizá… Para él, yo también puedo ser culpable como tú. Esa noche estaba citado con él en el barrio de Plaka, junto con el médico, para hacerle la transfusión a Heleni. Claudio puede considerar que lo traicioné. Piensa en mi padre… El mensaje que encontraron en su cadáver hace pensar que participó en aquel crimen aunque cuando Karamanlis y yo nos vimos en Sidirókastro me dijo que no. No tenemos alternativa, Michel, debemos encontrarlo y contarle la verdad. Nos creerá, por Dios, tendrá que creernos. Pero si queremos encontrarlo necesitamos la colaboración de Karamanlis. Tenemos que buscarlo y…
Michel se volvió de golpe y exclamó:
—¡No! Aunque me mates. Ese hombre es el causante de todo. Él fue quien mandó que me torturasen, quien mandó matar a Heleni, quien convirtió a Claudio en una máquina sin alma, si es que sigue vivo. —Tenía una luz fría en los ojos—. Si vuelvo a ver a Karamanlis será para ajustarle las cuentas.
Norman lo sujetó con fuerza por los hombros.
—No digas idioteces, por favor. Tenemos que buscarlo, ¿entendido? No nos queda otra alternativa. Cuando hablamos en Sidirókastro dudo que me lo dijera todo, lo dudo mucho. Intentaba más que nada sacarme información. Ahora nosotros hemos logrado descifrar por fin esos mensajes, mientras que él va dando tumbos en la oscuridad. Le diremos por dónde va la cosa si él está dispuesto a completarnos el panorama. Sólo así podremos interpretar con seguridad los mensajes… y preparar una respuesta.
Michel encendió un cigarrillo y permaneció callado durante largo rato.
—Norman, no sé si podré soportar el volver a ver a ese hombre, ponte tú en mi lugar…
—Debes hacerlo, Michel. Esa noche estuviste en la Jefatura Central de Policía, puede que logres darte cuenta de muchas cosas, confirmar otras, recuperar impresiones, imágenes… tú estuviste allí, Michel…
Michel inspiró profundamente, apretó los puños entre las rodillas, como para reunir todas las fuerzas en el arco tenso de su cuerpo y finalmente contestó:
—Está bien, ¿cuándo?
—Ahora mismo.
Norman se puso en pie y con paso seguro fue hasta el coche que llevaba rato aparcado al otro lado de la calle. El hombre que iba al volante hizo ademán de arrancar, pero Norman ya estaba cerca.
—Eh, tú. Sí, a ti te digo. Llama a tu capitán y dile que mi amigo francés y yo queremos hablar con él. Y que sea ahora o nunca. Lo esperamos en ese bar, en una de las salas interiores.
Superado el desconcierto inicial, el policía puso el motor en marcha y se alejó. Poco después llamaba por radio al capitán Karamanlis y le transmitía la invitación que le hacían. Karamanlis recibió la comunicación mientras dirigía el interrogatorio de alguien que había sido condenado anteriormente; pidió a su ayudante que lo sustituyera, fue a su coche y se dirigió al café de Odós Stadíou. El sol descendía sobre la ciudad por el lado del Pireo, hundiéndose en la capa inmóvil de la contaminación dejando una aureola sulfúrea y negruzca.
Norman y Michel entraron en una de las salitas interiores y se sentaron a una mesa junto a la luna que daba a la calle.
—Michel, ¿qué opinas del mensaje que encontraron en el cuerpo de mi padre?
—No lo sé, por el sentido venía a decir algo así como «eres un hombre acostumbrado a ver muerte y violencia pero habrías sido incapaz de soportar la visión de aquel hecho». Quien escribió el mensaje probablemente conocía las actividades de tu padre como agente o como combatiente, pero quería echarle en cara la muerte de una muchacha…
—¿Heleni igual que Casandra?
—Tal vez… En cualquier caso, todos estos mensajes tienen algo en común.
—¿Qué?
—Son todas palabras pronunciadas por muertos. Y esto también constituye un mensaje preciso.
—Animo —le dijo en ese momento Norman que mantenía la mirada fija en la calle—, que ahí viene.
Michel se puso mortalmente pálido pero se controló. Cuando Karamanlis se le sentó delante, mirándolo a los ojos y sin que le temblara la voz, le dijo:
—Hierba mala nunca muere, capitán Karamanlis. ¿Toma algo?
Fue Norman quien entró en el tema y le explicó cómo habían logrado identificar los textos de los que habían salido los mensajes de muerte; Karamanlis se dio cuenta de que tendría que descubrir otras cartas si quería ver el juego que tenían sus interlocutores. Ninguno de ellos notó que mientras tanto un Mercedes negro con los cristales ahumados había aparcado cerca de la acera de enfrente y ninguno de ellos se percató de que tras el parabrisas el objetivo de una máquina fotográfica los captaba repetidas veces mientras hablaban y bebían juntos.
Al concluir la reunión, Norman, que en Sidirókastro había logrado enterarse sólo una parte de la verdad, ya conocía con exactitud cuál había sido la causa de la muerte de su padre, y Michel se enteró también del significado del primer mensaje, el que habían hallado en los cuerpos de Roussos y Karagheorghis. Después, Michel quiso explicarle personalmente a Karamanlis el significado del mensaje grabado en las flechas que habían traspasado a Vlassos, y al interpretar su incómodo silencio como una admisión, lleno de odio e indignación, añadió:
—¡O sea que permitió usted que el sargento Vlassos cometiera semejante monstruosidad! Es usted un infame, debería estar encerrado en el manicomio de una penitenciaría y no volver a ver la luz del sol el resto de sus días. ¡Ojalá pueda verlo reventar como un sapo!
Norman tomó cartas en el asunto; no quería que la situación se le escapara de las manos.
—Michel, por favor. No estamos aquí para esto.
Al parecer, Karamanlis había acusado el golpe.
—No quería que se llegara a tanto —dijo con voz insegura—. La cosa degeneró antes de que yo pudiera impedirlo.
—Esto no es asunto nuestro —dijo Norman—. El motivo por el que pedimos verlo era para comprender cabalmente el significado de los mensajes que acompañaron la muerte de mi padre, de sus hombres y el atentado a Vlassos, y sólo usted poseía esa información. Si me lo hubiera contado todo en Sidirókastro nos habríamos ahorrado este encuentro tan desagradable.
Se produjo un silencio hosco y siniestro. El camarero que pasaba en ese momento les preguntó si querían algo más, pero aquellos tres hombres absortos y pálidos, inmóviles como maniquíes, sentados alrededor de la misma mesa, parecían igual de distantes que planetas en la inmensidad de un gélido espacio. No obtuvo respuesta y se alejó lleno de asombro, atemorizado casi.
—Usted me dijo que mi padre estaba en contra de ese crimen —prosiguió Norman—, que intentó oponerse. No quiero su piedad, además, mi padre ya ha muerto, pero al menos dígame la maldita verdad.
—Es tal como se lo cuento. Su padre casi me agredió, pero Claudio Setti debió de haberlo visto detrás de mí cuando lo devolvían a su celda y lo relacionaría con la situación… Lo que no logro entender, aunque pienso en ello día y noche, es cómo habrá hecho para enterarse quién era y matarlo diez años después en un bosque de la Macedonia yugoslava. No sé qué pensar; a veces tiendo a creer que ha sido otra persona la que ha organizado todo este montaje para echarle la culpa a alguien que ya no existe…
—En Sidirókastro usted me dio a entender que no fue responsable de la muerte de Claudio Setti —dijo Norman.
—Así es —respondió Karamanlis—. Recibí una información de los servicios secretos según la cual Claudio Setti había muerto… De todos modos, no logro imaginar quién más podría estar…
Michel pareció sobresaltarse y salir de su aparente estado de sopor.
—No se haga ilusiones, todos esos mensajes vienen de un solo lugar y todos son pronunciados por un muerto: el espectro de Agamenón que habla con Ulises en el Hades, el fantasma de Melisa evocado por el oráculo de los muertos… Éste es el significado de esas palabras; es un muerto que les habla del más allá donde creyeron ustedes que lo habían sepultado. Es Claudio que nos envía el mensaje y nos da cita en las orillas del Aqueronte. Es allí donde sabremos cuál será nuestro fin.
Karamanlis se puso en pie y le dijo:
—Yo no me dejo impresionar. Logré salir de situaciones mucho más duras que ésta. Mis hombres no fueron asesinados por un fantasma. Quien mata puede ser muerto… No es invulnerable. Así las cosas, si hay algo más que sepan que no me hayan dicho, será mejor que me lo digan de lo contrario, sigan ustedes su camino que yo seguiré el mío. No sé qué intenciones tienen y la verdad es que no me importa demasiado. Si quieren un consejo, váyanse, vuelvan a casa: los muertos, muertos están y no pueden resucitar, lo que está hecho, hecho está. Váyanse y dejen que resuelva esto a mi manera. Será mejor para todos. Si lo que dicen es verdad, ustedes tampoco están a salvo: ustedes eran los únicos que sabían dónde se encontraba Setti con la muchacha y él lo sabe, a estas alturas, seguramente lo sabe. —Con gesto perentorio apoyó la punta del índice sobre la mesa—. Abandonen Atenas y Grecia ahora, mientras están a tiempo —les advirtió. Les volvió la espalda y se marchó.
Tres días más tarde en Estambul, Claudio Setti fue abordado por un muchachito mientras tomaba el té en una ciayane en el puente de Galata.
—Me han pedido que te entregue esto de parte del comandante —le dijo dándole un sobre y se fue sin pedir propina ni esperar respuesta.
Claudio abrió el sobre y vio una foto en blanco y negro en la que aparecía Michel, sentado a la mesa de un bar, mientras hablaba con Karamanlis. Sintió una aguda punzada en el pecho y notó que los ojos se le llenaban de lágrimas. Se levantó y avanzó hacia el parapeto: allá abajo, el agua del Cuerno de Oro brillaba con mil reflejos al paso de los grandes barcos; bandadas de gaviotas se zambullían disputándose con agudos chillidos los desechos lanzados al agua desde las posadas y los pequeños restaurantes que asomaban entre las aberturas del arco del puente. A lo lejos se divisaba la orilla asiática, la costa de una tierra inmensa. Tiró la foto al agua y la siguió con la mirada hasta que la vio hundirse.
—Güle, güle, arkadash —murmuró en turco—. Adiós, amigo.
Regresó a su mesa, se sentó y siguió bebiendo el té. Tenía la mirada tranquila, y los ojos tersos y secos, fijos en un punto vacío del cielo, eran como los del viejo macilento y consumido por el tiempo, sentado en el suelo, cerca de él, cubierto de harapos y con los pies desnudos.
Mireille decidió reunirse con Michel en Grecia porque ninguna de las razones que había aducido para prolongar de tal manera su estancia en aquel país la habían convencido. Además, las palabras encontradas en la memoria de Icarus la habían llenado de inquietud: ¿qué buscaba Michel en esa historia macabra? ¿Y qué le ocultaba? Cuando le telefoneó para comunicarle el resultado de su investigación, le dijo que se reuniría con él en Atenas, pero le contestó con una negativa, atenuada por palabras amables, pero negativa al fin.
Cuando su padre se dio cuenta de que se disponía a marcharse a Grecia, para reunirse con Michel, decidió exponerle de frente y de manera clara y definitiva lo que la familia pensaba de esa relación: Michel no sólo no pertenecía a una familia del rango de los Saint-Cyr sino que no pertenecía a familia alguna. Los Charrier lo habían adoptado en el orfanato de Château Mouton; por tanto, Michel era un mouton, como llamaban jocosamente en una época a los niños expósitos que salían de ese orfanato. Mireille debía saber, entonces, que la familia no estaba dispuesta a hacer frente al bochorno que supondría cuando todo el mundo se enterase. El hecho de tener padres desconocidos podía significar cualquier cosa, Michel podía ser hijo de un hombre poco recomendable, quizá de una prostituta. El conde no se mostró ni insolente ni desdeñoso, pero fue muy eficaz exponiendo un hecho que habría creado excesivos problemas a la familia.
Tampoco Mireille fue desdeñosa ni insolente. Le hizo entender a su padre que no renunciaría a Michel por ningún motivo del mundo y que si él la quería, se casaría con él aunque no tuviera un céntimo, porque era un joven brillante, bien situado, inteligente, y ella tenía un puesto de profesora asociada discretamente remunerado. Ni él ni ella estaban en situación de ser chantajeados por la familia. Eso era todo.
A esas alturas, el conde creyó que para lograr que la muchacha renunciara a una elección de la que quizás un día podría arrepentirse, debía utilizar un último argumento que se había reservado y que consideraba definitivo.
—Te ruego que no me juzgues mal —dijo—, pero lo hice por tu bien. He utilizado mis influencias para conocer los documentos que acompañaron la aceptación del niño en el orfanato…
Mireille, que hasta ese momento había logrado controlar su temperamento, al oír aquellas palabras se encendió de rabia:
—¿Y éste es un comportamiento de caballero? Dios mío, te has manchado con una bajeza para la que no existe justificación. ¡Hayas descubierto lo que hayas descubierto, es Michel quién debería estar avergonzado de emparentarse con gente como nosotros!
—Mireille, no te consiento que…
—Está bien, papá, ahora que te he dicho lo que pienso de ti, cuéntamelo todo, tengo curiosidad por saber qué mancha original marca a fuego al hombre que amo haciéndolo indigno de los Saint-Cyr.
—Bien, dado que me lo pides, has de saber que el hombre que amas, como dices tú, nació de la relación entre un soldado italiano y una mujer árabe. Durante la guerra, cayó prisionero de los ingleses, pero logró huir y se refugió entre una tribu de beduinos en el oasis de Siwa. Allí fue donde nació el niño. Más tarde, la madre murió de tifus y él fue a Argelia, donde se enroló en la legión extranjera, pero logró que al niño lo trasladaran a Francia y lo acogieran en el orfanato. Ya te harás cargo de…
Mireille sacudió la cabeza y lo interrumpió:
—Medio italiano y medio beduino… peor de cuanto habrías podido imaginar, pobre papá. Muy bien, ahora que me lo has dicho, espero que estés satisfecho y espero también que pueda interesarte saber que la cuestión no sólo me trae sin cuidado sino que, por el contrario, me explica muchos detalles de su carácter y ciertos aspectos excepcionales de su virilidad.
Encolerizado por aquella provocación, el conde levantó la mano para abofetearla, pero Mireille lo miró impasible a los ojos.
—Intenta tocarme siquiera y no volverás a verme nunca más —le advirtió—. Hablo en serio.
Lo dijo con una determinación tan grande que su padre dejó caer la mano sobre la mesa e inclinó la cabeza vencido, o más bien resignado.
—Entonces me marcho —añadió Mireille al cabo de un momento—, entretanto, trata de superar tu hipocresía. Si es que puedes, al menos inténtalo.
La bajeza de su familia la hizo sentirse todavía más íntimamente unida a Michel, y lo amó todavía más por las vicisitudes de su infancia. Sintió en ese momento un tremendo deseo de abrazarlo, de oler el aroma seco de su piel que le recordaba el de los bosques en las playas de Sète y los grupitos de arbustos azotados por el viento en la Camargue donde habían paseado tantas veces a caballo o en coche, en su absurdo dos caballos. Pero en ese momento ni siquiera sabía dónde buscarlo para hablarle. En el despacho le había dejado el número de un hotel de Parga, un pueblo del Epiro, donde iban a reunirse entre la primera y la segunda semana de octubre.
Subió a su dormitorio y de un cajón sacó las llaves del apartamento de Michel de la rue des Orfèvres. Esa noche quería dormir allí, soñar que se encontraba en sus brazos, sentir cerca sus cosas, escuchar su música, hojear sus libros, darse un baño en su bañera.
Hizo un alto para comerse un bocadillo y tomar una copa de Beaujolais nouveau, en una sandwichería del centro, y después subió al apartamento de Michel. Echó una mirada al dormitorio y sonrió al recordar su actitud tímida cuando se desnudaba delante de ella y cómo se olvidaba siempre de quitarse los calcetines antes que los pantalones.
Fue a la cocina, abrió la llave de paso del gas, se preparó un café y luego se dirigió a su estudio: todo estaba en perfecto orden excepto su mesa de trabajo, atestada, como de costumbre, por una mezcla confusa de papeles, libros, bocetos, apuntes, mapas, correspondencia contestada y por contestar, extractos, una escuadra, lápices, rotuladores.
Echó una mirada a aquel caos pero tuvo la impresión de que la confusión tenía una cierta lógica, de que todo giraba en un determinado sentido y alrededor de un centro, y de que ese centro era una hoja de papel transparente en la que sólo se veía trazada una simple línea recta salpicada por unos cuantos puntos señalados con letras del alfabeto: arriba una D, más abajo una O, una T y en el otro extremo una S. Entre las dos primeras letras aparecía una cruz que evidenciaba la palabra «Efira» y en la parte superior una especie de leyenda: «el eje de Harvatis». Efira… había oído ese nombre hacía poco… claro que sí, Efira era el lugar donde dentro de unos días se reuniría con Michel, donde le había pedido que le telefonease.
Oyó el borboteo de la cafetera en el fuego y fue a servirse una taza de buen expreso italiano… ahora que sabía que Michel era medio italiano, ese gusto suyo por el expreso casi le parecía una reminiscencia genética de su carácter que, por lo demás, era muy francés. Regresó al estudio y se sentó a sorber el café sin apartar la vista de aquella línea.
En un momento dado, levantó la cabeza y vio delante de ella un mapa de la Grecia antigua y del Mediterráneo oriental «Graecia Antiqua Cum Oris Maris Aegei». ¿Y si el contenido de la hoja de papel transparente hubiera sido calcado sobre ese mapa? Se acercó y vio claramente marcada la localidad de Efira en la costa que hay frente a las islas Jónicas, al norte del golfo de Ambracia. Efira… ¡pero en Efira estaba el oráculo de los muertos donde Periandro había mandado evocar la sombra de Melisa, su mujer! Todavía llevaba en el bolso una copia del pasaje de Herodoto impresa por Icarus. ¿Qué diablos iba a hacer Michel a aquel lugar?
Bebió el último sorbo de café, se acercó a la hoja de papel transparente, apartó todos los objetos que estaban a su alrededor y fue a la pared donde la pegó sobre el mapa de Grecia. Hizo que la cruz marcada con la palabra «Efira» coincidiera con el mismo topónimo indicado en el mapa y luego comenzó a girar la hoja hasta que descubrió que todos los demás puntos marcados con letras coincidían con otras tantas localidades: D de Dodona, el santuario profético de Zeus, el oráculo más antiguo del mundo griego; O de Olimpia, el gran santuario del Zeus panhelénico; T de Taínaron, el promontorio central del Peloponeso, y finalmente, mucho más al sur, en el desierto norteafricano, S de Siwa, el oasis del oráculo de Amón. ¿Era ése el eje de Harvatis? ¿Qué diablos significaría?
Volvió a la mesa y comenzó a investigar poniendo cuidado de volver a colocar cada cosa en el mismo desorden en que la había encontrado hasta que dio con un bloc en el que leyó una nota bibliográfica: Periklis Harvatis, Hipótesis sobre el rito nigromántico en Odisea XI. La cogió y comenzó a moverla: Michel había trazado una especie de escala, de esquematización de la obra que había citado.
Comenzó a leer; el autor sostenía que el rito de evocación de los muertos descrito en el undécimo canto de la Odisea era, en realidad, el utilizado en el Nekromantion de Efira ya en la época micénica; por tanto, el rito que en la Odisea aparece ambientado a orillas del océano en realidad tuvo lugar en Epiro, en la desembocadura del Aqueronte. La «ciudad de los cimerios», de la que hablaba el poeta, estaba situada en el promontorio Cimerio, a una milla de Efira.
Además, Michel había tomado algunos apuntes: La profecía de Tiresias.
Los tres animales que Ulises debía sacrificar: un toro, un verraco y un carnero podrían referirse a signos astrológicos. El mismo eje zodiacal con centro en Siwa, Egipto, une las entradas del Hades de Cabo Ténaro (las grutas de Dirú) y de Efira, y alinea tres grandes santuarios relacionados con los tres símbolos zodiacales. (Nota: el verraco o jabalí es un signo de agua identificare con el signo de Piscis y ligado al santuario de Zeus de Dodona). También la isla de Kérkira está comprendida en el signo de Piscis.
Nota: la hipótesis de Harvatis sobre los ejes zodiacales que unen a los principales santuarios del Mediterráneo antiguo no es del todo original; por tanto, rara vez es tenida en cuenta por los estudiosos, puesto que no se ha demostrado hasta qué punto estaban los antiguos en condiciones de calcular la latitud y la longitud y mucho menos de trazar líneas loxodrómicas entre puntos tan distantes (como Siwa y Efira, o Dodona).
Mireille copió todos los apuntes, página por página, y también el dibujo que Michel denominaba «eje de Harvatis». Cuando se disponía a dejar el bloc donde lo había encontrado, descubrió que había un par de páginas más escritas por el dorso.
En la primera decía: «Problema: en cualquier punto del Mediterráneo donde el mito ambienta el desembarco de la nave de Ulises, la muerte de uno de sus compañeros o la presencia de cualquier otro héroe homérico (Diomedes en Puglia, Teucro en Chipre, Antenor en Véneto, Eneas en el Lacio), surge un culto del que desde tiempos antiguos se daba fe mediante santuarios, antiquísimas estatuías, etcétera. En Ítaca, patria de Ulises, no existe constancia de que haya habido nunca un culto al héroe. ¿Por qué? Nemo propheta in patria sua: no, demasiado banal. Tiene que haber una razón mucho más profunda. ¿Pero cuál?».
En la segunda página, escrito como título en mayúsculas se leía el nombre «KELKEA», y más abajo, «véase Escol. Hom. XI, 112. Kelkea (otros autores asocian a este nombre el de Boúneima) tal vez lo único que queda de un poema perdido… ¿la continuación de la Odisea? Kelkea era el lugar donde Ulises debería haber concluido su aventura para siempre, celebrando el sacrificio del toro, el verraco y el carnero. ¿Dónde estaba Kelkea?».
Al final de la página aparecía otra nota: «buscar al editor de Harvatis en Dionysíou, 17, Atenas… ¿Cómo voy a encontrar fuerzas para volver a ver Atenas?».
Mireille se quedó levantada hasta tarde, copiando apuntes, leyendo, siguiendo los pensamientos que la visión de aquellas páginas y de aquella caligrafía nerviosa y fragmentada evocaban en su mente; después se desvistió y se metió en la cama de Michel. Pensó en la última vez que había hecho el amor en aquella cama, en el cuerpo de efebo de Michel, en sus piernas largas, su vientre plano y musculoso, sus pestañas negras y sus ojos siempre húmedos y sombríos como los de un pura sangre. En ese momento lo necesitaba terriblemente.