Atenas
28 de septiembre, once y media de la noche
Después de oír aquellas palabras, Michel no volvió a conciliar el sueño. ¿Sería realmente Claudio el autor de los delitos? ¿Sería su amigo de otras épocas el despiadado justiciero? Habían transcurrido diez años… ¿era realmente posible? ¿Diez años en la sombra y el silencio alimentando sólo el odio? ¿Diez años pergeñando matanzas, afinando una única y espantosa facultad? ¿Es posible que un hombre fuera capaz de tanto?
Trataba de evocar otros episodios de la vida que habían pasado juntos en los buenos tiempos: las bromas, las discusiones, las tonterías, las salidas ocurrentes, hurgaba en su memoria intentando encontrar un solo y mísero indicio que lo relacionase con su comportamiento actual —si es que realmente se trataba de eso— pero no lograba encontrar nada. En un papel en el que tenía apuntadas las otras frases había escrito la última:
Has metido el pan en el horno frío
Pero no lograba establecer ninguna conexión. Cuando se disponía a irse a la cama y tomarse un somnífero tuvo una idea repentina. Pero claro, ¿cómo no se le había ocurrido antes? Si la frase hallada en el cuerpo de Shields era un pasaje de la Odisea, tal vez también las otras pertenecieran a autores clásicos. ¿Pero dónde buscar en el vasto campo de la literatura si aquellas citas no le decían nada? Quizá se tratara de un pasaje que debía haber conocido, quizá fuera algo simple, al alcance de la mano, pero la frase le resultaba tan extraña que no le recordaba ningún contexto. Por primera vez cayó en la cuenta de que cuanto se había salvado de la literatura antigua continuaba resultando una mole tan grandiosa que desalentaba a cualquier ser humano que hubiera tenido que emprender la búsqueda de una palabra, de una expresión anónima… Un hombre… un hombre se habría desalentado, pero un ordenador no… ¡Icarus!
Icarus podría desentrañar cualquier asociación de por lo menos dos palabras en todo el corpus de la literatura griega y latina desde Homero a Isidoro de Sevilla: quince siglos de pensamiento humano encerrados en un disco óptico de cinco millones de kilobytes. ¿Pero era accesible Icarus? ¿Habrían terminado ya el programa y la lectura con escáner de todas las obras? Por lo que él sabía, el vastísimo catálogo había sido editado hacía años por la British Informatics y estaba casi completo, pero el banco de datos todavía no estaba abierto y mucho menos conectado con los institutos de investigación.
¡Mireille! Sus padres eran socios de la compañía y formaban parte del consejo de administración. Ella lo conseguiría. Si le daban permiso, podría viajar a la sede central de Londres para interrogar al ordenador: dos palabras como «horno frío» o «estoy desnuda» bastarían para encontrar el pasaje y si en su transcripción hubiera alguna inexactitud, el ordenador habría reconocido de todos modos la expresión original.
Se tumbó por fin en la cama y tomó unas cuantas gotas de valium para poder dormir un poco y vencer el nerviosismo que, de lo contrario, lo habría mantenido despierto el resto de la noche.
En cuanto se despertó telefoneó a Mireille y gracias a la diferencia de horario, tuvo la suerte de encontrarla aún en casa.
—Mireille, te necesito. Me puedes resolver un problema en el que estoy empantanado.
—¿Cómo es posible? En pocas horas cambias completamente de idea, primero no me quieres a tu lado y ahora te puedo salvar la vida —dijo la muchacha sin ocultar cierta ironía.
—Mireille, no bromeo, es cuestión de vida o muerte. Verás, la British Informatics tiene un programa llamado Icarus, que de momento no está al alcance del común de los mortales. Quiero que consigas un permiso para acceder a ese programa, que le expongas una serie de preguntas y luego me des la respuesta.
Mireille permaneció callada un instante y finalmente le contestó:
—Tengo que pedírselo a mi padre…
—Ya lo sé… dile que es para ti. No te negará ese favor.
—No es esa la cuestión. Nuestras relaciones no son precisamente maravillosas…
—Mireille, te digo que es cuestión de vida o muerte.
—De acuerdo, lo haré.
—Gracias.
—Yo misma te llevaré el resultado a Atenas.
—Un chantaje en toda regla.
—Lo tomas o lo dejas.
—De acuerdo. Coge papel y lápiz que voy a dictarte una serie de combinaciones posibles. Se trata de un mensaje en griego moderno, pero sospecho que lo han traducido de un original antiguo, ¿comprendes?
—Comprendo. Quieres que te averigüe el pasaje y el autor.
—Si es posible… y si la intuición no me ha fallado.
Michel le dictó las posibles versiones en griego antiguo de las frases que Icarus debía identificar y luego le preguntó:
—¿Lo has apuntado todo?
—Sí —contestó Mireille—. Qué extrañas palabras, de lo más extrañas. No sé por qué pero me dan escalofríos.
Si Pavlos Karamanlis tenía alguna duda, la conversación con Norman Shields se las había despejado del todo: hasta ese momento, una misma persona había asesinado a James Shields, Petros Roussos, Yorgo Karagheorghis y había intentado eliminar a Vassilios Vlassos. Esa misma persona lo había reservado a él para el final. Dejaba que se moviera, lo seguía paso a paso, jugaba con él, probablemente como hace el gato con el ratón. Con toda probabilidad, esa persona era Claudio Setti, pues no existían pruebas fehacientes de su muerte. No obstante, seguía en pie la hipótesis de que podía tratarse de alguien que, por motivos desconocidos, quería hacerse pasar por Claudio Setti.
Sin embargo, estaba razonablemente convencido de que el asesino volvería a tratar de matar a Vlassos primero, y esto le daría una ventaja: tenderle otra trampa, pero esta vez infalible.
Abandonó el puesto de policía de Sidirókastro a las ocho de la mañana y fue dando un paseo hasta el pueblo a conseguir el queso féta para su mujer. Compró un buen trozo en una tienda de ultramarinos que le había indicado el sargento que estaba al mando del puesto y de paso compró también salchichas, un poco de requesón, pan y un botellón de retsina de barril. Montó en su coche a eso de las ocho y media y se fue hacia el sur en dirección a la autopista de Salónica.
Lo que no lograba explicarse era el juego de Bógdanos y la versión que Shields le había dado sobre la cita de Kótronas no lo convencía en absoluto.
Abrigaba la sospecha o quizá sólo la sensación de que Bógdanos había tenido algo que ver con el asesinato de Karagheorghis, ¿pero entonces por qué le había salvado prácticamente la vida a Vlassos y cuál era el verdadero motivo por el que se reunió con Shields y Charrier?
Era indispensable que comprendiera en qué mesa jugaba Bógdanos y qué era lo que estaba en juego. Entró en la autopista y alcanzó un buen ritmo: si llegaba a Atenas a una hora decente, podría ponerse en contacto con su viejo amigo del Ministerio de Defensa, suponiendo que todavía estuviera en plantilla, para hacerle alguna pregunta. A la hora del almuerzo, tomó un bocado sin bajarse del coche y continuó su camino hasta llegar al centro de Atenas. Telefoneó a su amigo desde una plazoleta cerca del Ministerio, pero la respuesta que obtuvo lo dejó de piedra.
—¿Qué está muerto? No es posible. Hablé con él hace unos días.
—La cosa es muy reciente, el funeral se celebró en Volos. Estaba por esa zona.
—¿Puedes decirme exactamente cuándo ocurrió?
—Espera un momento —le pidió el funcionario—, voy a buscar la documentación… Aquí la tengo. El funeral se celebró el martes pasado.
—El martes pasado… ¿y de qué se murió? —inquirió Karamanlis.
—Por lo que sé llevaba bastante tiempo enfermo del corazón, me parece. No hubo nada que hacer. ¿Qué más quieres saber? —le preguntó su amigo.
—Nada… de momento nada más… si surgiera algo más volvería a llamarte.
Karamanlis consultó su agenda: «el martes pasado»… por tanto, Bógdanos había muerto exactamente cuatro días después de su último encuentro en Portolago… qué raro… muy raro. Y además, del corazón… Recordó aquella noche en Skardamoula, su paso veloz, ágil, por la calle empinada. No era el paso de un hombre que padeciera del corazón. Volvió a coger el teléfono y llamó a su mujer.
—Irini, soy yo. Perdona, pero volveré muy tarde, es posible incluso que no vuelva esta noche, no lo sé…
—¿Pero cómo? Me habías dicho que llegarías temprano… se echará a perder el requesón de Sidirókastro…
—Irini, por favor, a mí qué diablos me importa tu requesón… Perdóname, no quería ofenderte, pero a estas alturas deberías saber cómo es mi trabajo. Te dejo, tal vez nos veamos esta noche… no es seguro…
Subió a su coche y retrocedió poniendo la sirena para poder salir del tráfico de la ciudad y alcanzar la autopista; pisó el acelerador a fondo, sacándole al motor de su viejo coche toda la potencia que aún le quedaba. Al cabo de dos horas y media llegó a Volos y se puso a buscar el cementerio. Estaba cerrado, obviamente; telefoneó al Ayuntamiento y averiguó el nombre y la dirección del guardián para que pudiera abrirle. Cuando el guardián giró la llave del candado que cerraba el portón, el sol estaba ya bajo, próximo al ocaso. El cementerio se encontraba en una colina desde la que se veía la bahía de Volos teñida de rojo por el crepúsculo. Hacia oriente, una estrella brillaba sobre la cima del monte Pelio.
—¿Sabe usted dónde está enterrado el almirante Bógdanos?
Después de hacer entrar a su acompañante, el guardián volvió a entrecerrar el portón y tendió la mano hacia una esquina del cementerio.
—Allá abajo —respondió—, en esa construcción de mármol blanco, es la tumba de su familia.
Karamanlis se dirigió presuroso al lugar indicado y entró: notó de inmediato cuál era el nicho en el que hacía poco habían sepultado a alguien porque la lápida era la más brillante y las flores estaban frescas. Parecían frescas, de ese mismo día. En letras mayúsculas de bronce se leía únicamente el nombre, el apellido y las fechas de nacimiento y de defunción.
Karamanlis se puso las gafas y se acercó para ver la foto: asombrado, comprobó que se trataba de un hombre de rostro menudo, con unos bigotitos finos y caídos, y ojos pequeños y negros. Un mechón de cabellos ralos echados para atrás cubría a duras penas el cráneo completamente calvo. Se quedó mudo e inmóvil, vencido por el estupor: ¡aquel hombre no era el almirante Bógdanos! O mejor dicho, la persona a la que él siempre había considerado como el almirante Bógdanos era un impostor. Regresó al portón donde el guardián lo esperaba para cerrar.
—¿Es usted un pariente? —le preguntó.
—¿Un pariente? No… fuimos compañeros de armas durante la guerra.
—Ya, comprendo —dijo el guardián y cerró el candado con un golpe seco.
Karamanlis regresó a la Jefatura Central de Policía de la ciudad y ordenó que distribuyeran un retrato robot del impostor a todas las centrales del país con una petición de identificación, fundada en el hecho de que sospechaba que ese hombre estaba en posesión de datos importantes que podrían imprimir un giro decisivo a las investigaciones de la muerte de Roussos y Karagheorghis. Hizo otro tanto con Scotland Yard, agregando que el hombre podía suministrar elementos útiles para la investigación del asesinato de James Henry Shields. Advirtió a la Jefatura de Atenas que le comunicaran de inmediato cualquier novedad y que lo mantuvieran informado incluso fuera del horario de servicio.
Se dio cuenta de que se había dejado engañar; diez años atrás, aquel hombre le había quitado a Claudio Setti aún con vida y sin duda lo había salvado. Se había dejado engañar como un novato, pero al menos ya lo había desenmascarado: no volvería a caer en la trampa. Sólo le quedaba ponerle un nombre al individuo que durante diez años se había ocultado tras la identidad del almirante Anastasios Bógdanos. Lo único que tenía de él era el rostro, pero quizá con eso bastara. Tenía que recibir alguna noticia de alguna parte de Grecia o de Inglaterra. De ser preciso, recurriría incluso a la Interpol. Era una partida que seguiría a muerte.
Regresó a su casa poco antes de las diez.
Fue a abrirle su mujer y se quedó mirándolo durante un instante, de pie en el rellano, con el paquete de féta en una mano y el botellón de retsina en la otra.
—Traes mala cara —le dijo—. ¿Qué te ha ocurrido?
Hacía por lo menos un par de años que Mireille no le pedía un favor personal a su padre, desde que comenzara su relación con Michel. No le resultó sencillo ni agradable buscar un motivo válido y verosímil para solicitarle a su padre, Guy François de Saint-Cyr, que le allanara el camino para acceder a Icarus. Pero habría hecho cualquier cosa con tal de volver a reunirse con Michel, con tal de volver a entrar en su vida, de la que se sentía excluida desde hacía bastante tiempo. El recuerdo de aquella noche en la calle des Orfèvres, en Grenoble, seguía tan vivo en ella que le producía una sensación de inquietud y malestar, y las palabras cuyo significado debía desentrañar contribuían en gran medida a aumentar su desasosiego.
—Estoy interesada en un tipo de terminología técnica de la literatura antigua —le dijo—, para una publicación mía; Icarus podría decirme en media hora lo que me llevaría meses de trabajo. Pero no quiero causarte problemas, si puedes ayudarme, te estaré agradecida, pero si para ti fuera una molestia, déjalo correr. Me iré a Estados Unidos donde en algunas universidades tienen colecciones parciales. En Stanford, creo, o Los Ángeles.
La sola idea de que Mireille se marchara a esos locos ambientes californianos que, a su modo de ver, estaban nutridos de extravagancias y drogas, fue suficiente para que el conde de Saint-Cyr le otorgara todo su apoyo. Además, le parecía bonito que su hija volviera a recurrir a él en busca de ayuda, como solía hacer en el pasado.
Mireille tuvo que esperar unos cuantos días a que llegara el permiso de Londres; entretanto, se puso en contacto con Michel todas las veces que pudo. Él, por su parte y para no perder tiempo, había empezado su investigación y en la Biblioteca Nacional de Atenas repasaba los textos que de alguna manera habrían podido contener aquellas frases. Trabajaba guiándose exclusivamente por la intuición: el Antiguo Testamento en la versión de los Setenta, pero también Ateneo, Apolodoro, Dionisio el Aeropagita, los Padres de la Iglesia, Luciano. Mientras, se había presentado en la oficina del catastro para averiguar quién era el propietario de la imprenta de la calle Dionysíou, 17, pero el empleado se tomaba su tiempo. Intentó incluso darle una propina, pero las cosas no mejoraron demasiado porque los demás ciudadanos también le daban propinas para que los atendieran con un mínimo de rapidez y así sucesivamente.
Mireille no logró tener acceso a Icarus antes de mediados de octubre cuando recibió una comunicación oficial de la empresa. Se presentó con la elegancia y el estilo dignos de su belleza y de su rango social, y fue conducida de inmediato a ver al director, que la entretuvo para darle un saludo más complacido que formal y después la derivó al doctor Jones, el técnico que la ayudaría a interrogar a Icarus. Se trataba de un joven cohibido, muy pecoso y de cabellos pelirrojos quien, seguramente, era la primera vez que debía ocuparse de una mujer tan inteligente dispuesta a dialogar con Icarus y tan hermosa que hacía temblar las piernas y nublaba el pensamiento. Todos sus intentos por agasajarla resultaban fuera de lugar, sus cumplidos, torpes e inoportunos, pero Mireille sonreía de todos modos mientras recorrían los largos pasillos y bajaban en ascensor al sótano aséptico y uniformemente luminoso en el que estaban encerrados los más importantes secretos informáticos de la compañía, y donde un disco de unas cuantas decenas de centímetros cuadrados recogía todo el saber que se había salvado del naufragio del mundo antiguo.
Mireille no quería que su padre se arrepintiera de haberla introducido en la sede central de la compañía, por lo que durante al menos una hora le formuló al ordenador una serie de preguntas de las que nada le importaba, pero que, de ser necesario, comprobaban que había ido hasta allí para hacer lo que había anunciado. Pero no veía la hora de escribir en el teclado la serie de frases que llevaba anotadas en su libreta.
—Doctor Jones —dijo cuando consideró llegado el momento—, no sé cómo agradecérselo. Icarus es un verdadero prodigio y me ha ahorrado muchísimos meses de trabajo y de fatigantes investigaciones.
—Vaya, yo no he hecho nada. Ha sido un placer disfrutar de su compañía todo este tiempo. Verá usted, no todos los días se tiene ocasión de estar sentado junto a una muchacha tan guapa. Fíjese usted, otra ventaja de las máquinas inteligentes es que son insensibles a la fascinación femenina y pueden trabajar de forma absolutamente correcta y racional… quiero decir que un ser humano se confundiría a la vista de una… al menos uno como yo, quiero decir…
—Doctor Jones, es muy simpático de su parte que me diga estas cosas.
Jones tragó saliva.
—¿Seguro que no quiere preguntarle nada más a nuestro programa?
—Ahora que lo dice, tengo un par de citas que saqué hace mucho tiempo de un libro y me gustaría saber cuál es su fuente… pero no querría abusar de su amabilidad. Se trata de algo sin mayor importancia.
—Por favor, no es ningún abuso. Dígame de qué se trata.
—Obviamente sabe usted griego.
—Obviamente, señorita, dado que he contribuido en gran medida en la programación de Icarus.
—Pues verá, se trata de unas frases que un amigo mío transcribió del griego antiguo al moderno. Me gustaría encontrar el original. En total son dos frases:
Estoy desnuda, tengo frío
y
Has metido el pan en el horno frío.
Le enseñó las transcripciones que llevaba en la libreta y le dijo:
—Una de estas podría estar en la versión original.
—Se trata de frases muy extrañas —comentó Jones.
—En efecto, lo son.
—Bien. Probemos.
El técnico introdujo la primera frase a través del teclado y luego pulsó la función de búsqueda. En la pantalla comenzaron a aparecer a toda velocidad las cifras correspondientes a los archivos que la máquina iba leyendo mientras en la parte inferior se leía el mensaje:
ESTIMATED TIME FOR THE RESEARCH: EIGHT MINUTES
¡Ocho minutos! ¡El ordenador podía leer y reconocer toda la literatura clásica contenida en el disco en ocho minutos!
—La ha encontrado —dijo al cabo de un rato el técnico—. Fíjese, señorita, la ha encontrado.
En la parte superior derecha de la pantalla, una luz parpadeante de color azul indicaba que la búsqueda había terminado y en mitad de la pantalla aparecía en ese momento la cita exacta de la fuente:
ORACLES OF THE DEAD, APUD HERODOT. V, 92, 2.
Jones se volvió hacia la muchacha con una expresión de leve desconcierto y le dijo:
—Un oráculo de los muertos, señorita, citado por Herodoto.
Herodoto… Quién sabe qué fuentes abstrusas estaría investigando Michel en ese momento… ¡Por qué siempre pensará uno en las cosas más difíciles… Herodoto! Increíble…
—Veamos a qué se refiere —agregó Jones, y a través del teclado introdujo otra petición. En esa ocasión, Icarus respondió al cabo de un segundo:
SEE MELISSA
y luego
PERIANDER’S DEAD WIFE.
—La frase pertenece a Melisa, la difunta esposa de Periandro, tirano de Corinto, si no me equivoco.
CORRECT
yespondió Icarus a la solicitud de confirmación.
—Veamos la segunda frase —dijo Jones e introdujo la primera de las versiones que Mireille había copiado en su libreta.
NOT FOUND
Contestó Icarus al cabo de unos minutos y añadió
SEARCHING FOR A SIMILAR EXPRESSION.
Transcurrieron unos cuantos minutos más durante los cuales en la pantalla apareció una ventana en la que el ordenador analizaba todas las posibles variantes gramaticales y estilísticas que su extensa memoria filológica le permitía.
Mireille estaba fascinada.
—Increíble… —murmuraba con los ojos fijos en la pantalla.
—Fantástico…
Al cabo de un instante, se leyó la frase
SENTENCE NOT AVAILABLE IN DIRECT SPEECH
—La frase no existe en discurso directo, tal como nos la ha proporcionado usted —dijo Jones—. Probemos en discurso indirecto. —Y a través del teclado introdujo:
TRY INDIRECT SPEECH:
Icarus volvió a iniciar la búsqueda y al cabo de unos segundos contestó categóricamente:
ORIGINAL SENTENCE FOUND
A continuación se vio en griego antiguo:
ŐTI EPÌ PSYCHRÒN TÒN ÌPNÒN TOÙS ÀRTOUS ÈPÉBALE
Y concluyó con la cita textual:
ORACLES OF THE DEAD, APUD HERODOT. V, 92, 3
—Qué raro —dijo Mireille—. ¿Es posible que se trate del mismo pasaje?
—El mismo no, señorita. Esta segunda frase pertenece al párrafo siguiente. Espere que le pido el texto de todo el capítulo.
En unos segundos apareció en la pantalla el capítulo 92 del libro V de Herodoto. Los dos lo leyeron en silencio y después Jones comentó con una pizca de malicia:
—Una historia muy escabrosa, señorita.
—Ya —contestó Mireille un tanto incómoda—. Me pregunto qué significaría en el contexto en que lo leí…
—Icarus ya está imprimiendo todas las operaciones que le hemos pedido. Si quiere más de una copia debemos pedírselas.
—Sí, hágame un par de copias de todo, por favor.
—¿También de este último texto, señorita?
—Sí, por favor.
Jones recogió las hojas que iban saliendo de la impresora, las metió en una carpeta y se la entregó a Mireille que le dio las gracias calurosamente.
—¿Volverá en seguida a Francia? —atinó a preguntar Jones a media voz.
Mireille miró el reloj y respondió:
—Si me doy prisa llegaré a coger el avión que sale de Heathrow a las siete y media de la tarde. No tengo palabras para agradecerle, doctor Jones. ¿Me despedirá usted del director, verdad?
—Claro que sí —balbuceó Jones decepcionado.
Subieron al ascensor y en aquella breve y forzada intimidad habría querido hacer otro intento, pero cuando creyó haber reunido valor, el ascensor había llegado ya y se abrió la puerta.
—Muchas gracias otra vez —dijo Mireille y se alejó por el pasillo que conducía a la salida.
Durante un instante Jones se quedó contemplando el suave ondular de sus caderas bajo la falda de lino blanco, sonrojándose por los pensamientos que en ese momento cruzaban su mente, luego le gritó:
—¡Venga a vernos si vuelve a necesitarnos, venga cuando quiera!
Mireille se volvió sonriente agitando la mano a manera de saludo y después traspuso la salida. En la primera cabina que encontró trató de ponerse en contacto con Michel y más tarde desde el aeropuerto pero sin resultado. En esos momentos, Michel estaba inmerso en una búsqueda inútil y fatigante, repasando los textos de los trágicos en la Biblioteca Nacional. Logró dar con él pasada la medianoche; lo llamó desde un restaurante de la autopista.
—Misión cumplida, profesor.
—Mireille, ¿de veras lo has conseguido?
—Icarus es espeluznante: ha tardado poco más de un cuarto de hora. Las dos frases provienen de un pasaje de Herodoto…
—¿Herodoto? Santo cielo, no me lo puedo creer.
—Ya, Herodoto V, 92, 2-3. Es un oráculo de los muertos… el mensaje viene de las orillas del Aqueronte.
Pavlos Karamanlis llegó a la Jefatura Central de Policía confiando en que iba a encontrar algún dato sobre el retrato robot que había mandado distribuir por todo el país, pero no tardó en recibir una decepción. Sobre su mesa se habían acumulado unas cuantas respuestas: todas negativas. Al parecer, nadie había visto nunca aquella cara, exceptuando a los de Skardamoula y Gerolimin, pero a esos ni siquiera les había enviado el retrato robot.
Pidió una cita a su amigo del Ministerio de Defensa y lo invitó a cenar en una fonda.
—Oye —le dijo—, ¿es posible que en vuestro archivo haya errores, por ejemplo, qué sé yo, que hubiera un cambio de persona?
—Yo lo descartaría por completo; ¿por qué me lo preguntas?
Sacó del bolsillo una copia del retrato robot que había hecho preparar del hombre que buscaba.
—¿Has visto alguna vez a este hombre? —Su amigo sacudió la cabeza—. Míralo bien —insistió Karamanlis—, es muy importante. ¿Estás seguro de que no lo has visto nunca?
—Absolutamente seguro. Es una cara que no se olvida fácilmente.
—Bien, en los últimos diez años traté en varias ocasiones con este hombre como si fuera el almirante Anastasios Bógdanos. Así fue como se me presentó hace diez años y siempre lo he tenido por tal.
—Pero el almirante Bógdanos era diferente, muy diferente. Dios mío, ¿cómo es posible que esto le ocurra a un hombre como tú? ¿Y nunca sentiste la necesidad de informarte?
—Te telefoneé y tú me diste los datos pertinentes pero no se me ocurrió preguntarte qué aspecto tenía. Por otra parte, estaba siempre tan informado de todo, se lo veía tan decidido, tan condenadamente preciso en el momento preciso en el lugar preciso, que ni siquiera se me cruzó por la cabeza que pudiera ser otra persona.
—Me has dicho que lo has visto hace poco.
—Sí. Gracias a él uno de mis hombres, el sargento Vlassos, logró salvar el pellejo.
—¿En el asunto de Portolago?
—Sí. Procuramos que la prensa no se enterara, pero está claro que nos encontramos ante la misma mano que eliminó a Roussos y Karagheorghis.
—Es posible.
—Tengo que desenmascararlo. Si este asunto se me escapa de las manos, me han jodido vivo porque me encuentro entre dos fuegos… Por un lado las autoridades que comienzan a sospechar y tal vez ya han comenzado a indagar, y por otra, ese loco de atar…
—¿Quieres decir que podría tocarte a ti también?
—Estoy absolutamente convencido.
—¿Qué representa ese hombre para ti?
—Todo. Puede que incluso la salvación…
—¿Qué sabe de ti?
—Mucho… demasiado.
—¿Y tú de él?
—Nada. Ni siquiera sé cómo se llama.
—¿Tienes al menos una pista?
Karamanlis meneó la cabeza.
—Una vasija de oro que hace diez años desapareció del Museo Nacional la noche del asalto al Politécnico y en la que estaba muy interesado.
—¿Y dónde está ahora?
—No se sabe. Quizá la tenga él, o quizá se la haya dado a alguna otra persona…
—¿Eso es todo?
—Todo, o casi —admitió Karamanlis.
Habían terminado de comer y el camarero les llevó el café. Un grupito de parroquianos se había puesto a cantar y entre canción y canción comían pistachos y bebían vino mientras hablaban en voz alta sobre la nueva temporada futbolística.
—Prácticamente nada. Es un asunto extraño, demasiado extraño… En el fondo hay algo que rehúye a la comprensión normal, no sé qué es, pero lo presiento. ¿Cuándo descubriste que ese hombre era un impostor?
—Cuando me dijiste que había muerto. Me pareció imposible y me fui directamente al cementerio de Volos. Vi su foto.
—Escúchame, querría sugerirte algo. Dado que no cuentas con nada seguro, con probar no pierdes nada… Existen personas que con una simple foto o con una imagen similar logran captar o percibir a quien está representado en esa imagen o esa foto, como cuando el radar localiza una silueta en el cielo o en el mar.
Karamanlis sonrió.
—¿Tan mal me ves que me mandas a un brujo para que me lea los posos de café?
El otro pareció ofendido.
—La persona de quien te hablo no es un brujo. Es un ser con unas capacidades excepcionales. Se dice que en situaciones críticas han ido a consultarlo emisarios del gobierno, incluso el mismísimo presidente. Vive completamente aislado en una choza en el monte Peristeri y se alimenta de lo que encuentra entre esos barrancos y leche de las ovejas y las cabras que comparten su casa. Nadie sabe cuántos años tiene y tampoco sabe nadie cómo se llama. Ve a verlo y enséñale esa imagen, descríbele la vasija tal como la recuerdas. El sabrá recuperar la imagen completa. Va donde quiere, en el momento que quiere, y a la distancia que sea. Es un… kallikántharos.
En la pequeña posada quedaba poca gente. En un rincón, un viejo probablemente borracho, dormía con la cabeza apoyada sobre la mesa. Karamanlis se levantó y se puso la chaqueta.
—Lo pensaré —dijo—. Se trata de algo que no se hace todos los días… lo pensaré.