Skardamoula
13 de septiembre, nueve de la mañana
Después de abandonar la camioneta de la cooperativa de pescadores en la estación de servicio que les habían indicado, Norman y Michel regresaron en autobús al hotel, donde encontraron el Rover azul en perfecto estado y las llaves en su casillero de la recepción del Plaja, pero durante varios días esperaron en vano recibir ulteriores contactos. Michel había meditado a fondo con la esperanza de descifrar el significado de la frase encontrada junto a los cadáveres de Petros Roussos y Yorgo Karagheorghis pero con escaso éxito. Decidieron entonces reemprender las investigaciones desde el momento en que sus vidas habían entrado imprevistamente en contacto con la vasija de oro en el sótano del Museo Arqueológico Nacional de Atenas. Regresaron a la capital para buscar a Aristotelis Malidis, que había acompañado a Periklis Harvatis en sus últimas horas de vida y había sido el último depositario de la vasija de Tiresias. Quizás él fuera el nexo de unión entre el misterioso personaje al que habían dejado el Rover azul y que les había prometido enseñarles la vasija.
Pero antes Norman quiso ir a Macedonia, al lugar donde habían encontrado muerto a su padre, para comprobar si lograba encontrar alguna pista o conseguir alguna información, además de la que Scotland Yard le había suministrado oficialmente.
Decidieron separarse; establecieron que se telefonearían cada dos días y que al cabo de una semana volverían a reunirse en Atenas para intercambiar los datos que hubieran podido conseguir. A los dos les pareció una buena solución.
Norman recorrió el valle del río Strimónas un bonito día de finales de septiembre y se encontró en una tierra estupenda, que a punto estuvo de hacerle olvidar el objetivo de su expedición. El río fluía en amplios remolinos entre orillas boscosas y espléndidas dehesas. En los anchos recodos al final de los meandros, las aguas disminuían su velocidad y se cubrían de un denso tapiz de nenúfares y pontederias florecidas. Los plátanos y las hayas seculares combaban sus copas hasta lamer casi el agua, a la cual, en las horas más calurosas, descendían los rebaños a beber y disfrutar del frescor. Aquella era la patria ancestral de Orfeo y Zalmoxis, la tierra mítica de los centauros y las quimeras.
Pasó la noche en un dormitorio limpio de una casa particular que olía a cal fresca, en un pueblecito cercano a la frontera denominado Sidirókastro, donde realmente se sentía uno cerca de las estrellas: la galaxia se curvaba sobre las cimas del Pindó como el velo de una diosa que fluctúa en la oscuridad y las estrellas se encontraban tan cerca de la tierra que parecían perfumadas como las orquídeas de montaña.
Por la noche, en la fonda, preguntó si era posible conseguir un guía que conociera bien la zona a ambos lados de la frontera, un guía que hablara el valaco, el dialecto difundido en las montañas, incluso en la Macedonia yugoslava. No tuvo que esforzarse demasiado en vista de la generosa recompensa de cincuenta dólares diarios que ofrecía. Al atardecer del día siguiente, se presentó un cazador de unos cuarenta años, llamado Haralambos Hackiris; era nativo de la zona y conocía cada palmo de los bosques y las riberas del río en un radio de veinte kilómetros a la redonda, incluso del lado yugoslavo, donde tenía muchos conocidos. Era evidente que se trataba de un contrabandista como después tuvo ocasión de oírle decir Norman, pero sobre todo, se trataba de un hombre serio y de confianza.
Norman le explicó el motivo por el cual se encontraba en esos montes y le pidió que le refiriera cuanto sabía o había oído contar sobre un caballero inglés que había ido a cazar por esos montes a principios del verano y que fue encontrado muerto de un flechazo, con los ojos y la boca cerrados.
—He oído hablar de ello —le dijo Hackiris—, y puedo decirle que el que lo mató no es de por aquí de lo contrario, lo sabríamos, e incluso conoceríamos más o menos el motivo. Nosotros sabemos todo lo que ocurre en estas montañas. Todavía hay furtivos que van a cazar con arco para que no los oigan los guardianes de los cotos, pero son pocos, están viejos y no habrían matado a un hombre ni por todo el oro del mundo. Después están los que pasan del otro lado la droga turca, pero ésos tienen otras costumbres.
—Te ofrezco un premio especial de trescientos dólares —le dijo Norman—, si me ayudas a averiguar quién pudo haberlo eliminado y sobre las circunstancias de su muerte, pero si llegas a engañarme, no te pagaré siquiera el precio diario que establecimos.
Al día siguiente partieron en coche, cruzaron la frontera yugoslava, aparcaron en un garaje de la carretera estatal, emprendieron la marcha a pie hacia la cima de las montañas y luego recorrieron el alto valle del Strimónas.
—Si hay por aquí alguien que sepa algo, sin duda lo encontraremos —le dijo Hackiris indicando una aldea que se veía junto a la ribera del río.
Vadearon el río y alrededor de las tres de la tarde entraron en el pueblo casi desierto. En la calle principal se veía pasar de vez en cuando alguna vieja vestida de negro llevando un haz de hierba en la cabeza o un cántaro de agua. No había un puesto de policía pero existía un guardia nacional que residía en su casa particular. Hackiris le explicó el motivo por el que se encontraban allí y charló unos minutos con él en valaco.
—¿Tienes veinte dólares? —le preguntó luego a Norman. Norman le tendió unos cuantos billetes.
—¿Y?
—Hay cosas interesantes. Él fue el primero en examinar el cadáver. Dice que debía de llevar muerto pocas horas.
—¿Y qué fue lo que encontró?
—Un mensaje apuntado en el bolsillo de la chaqueta que llevaba el cadáver. Le pidió a un amigo que sabe griego que se lo copiase antes de entregárselo a la policía que vino de Belgrado.
—¿Y por qué lo hizo?
—¿Veinte dólares no te parecen motivo suficiente? Porque le pareció que tarde o temprano ese documento habría podido valer algo.
—¿Podemos conseguirlo, pues?
—Claro que sí.
El guardia bajó un bote de un estante, metió en él la mano, sacó una hoja de libreta de papel cuadriculado en la que se veían escritas unas cuantas líneas y se la entregó a Norman que la releyó rápidamente:
Presenciaste tú ya una matanza en la que muchos hombres,
uno a uno, en terrible combate, perdieron
la vida, pero tu corazón con la escena se habría partido.
Hackiris observó su expresión y le preguntó:
—¿Es algo que valía los veinte dólares?
—Valía mucho más —respondió Norman—. La vida de un hombre…
Hackiris volvió a confabular en valaco con su interlocutor sin que ninguno de los dos pareciera conmovido en absoluto por las palabras de Norman.
—Hay algo más —dijo al fin—, pero te costará el doble, cuarenta dólares.
—De acuerdo —aceptó Norman volviendo a echar mano de la billetera.
El guardia desapareció en el interior de una habitación y regresó poco después con un envoltorio de papel de diario que dejó sobre la mesa. Norman lo abrió: contenía una flecha.
—La encontró clavada en un tronco, a una altura de unos dos metros —le tradujo Hackiris—, a poca distancia del lugar donde encontraron el cuerpo de tu padre. Desenterró la punta con el cuchillo de caza y se la trajo a casa. Está claro que se trata del arma de un extranjero.
—De modo que falló el primer disparo… —murmuró para sí—. De modo que puede llegar a temblarle el pulso… —Después, se dirigió a su guía y le dijo—: Pídele que te explique dónde encontró el cuerpo y llévame hasta allí.
El guardia los sacó de la casa y los acompañó hasta las afueras de la aldea; una vez allí, con amplios gestos les indicó el fondo del valle y les explicó cómo llegar al lugar donde se había cometido el delito. Norman se hizo conducir hasta allí; se trataba de un barranco boscoso y húmedo donde, entre grandes peñascos de arenisca recubiertos de musgo húmedo, crecían gigantescas hayas de frondoso ramaje. Norman dirigió la mirada hacia el sol que se filtraba entre las hojas y luego hacia la base de un tronco colosal, cerca del cual surgía un manantial de agua cristalina.
—Si lo he entendido bien, creo que fue allí —dijo el guía indicando una especie de nicho entre dos grandes raíces.
Norman se sentó sobre una piedra y con la mano acarició la corteza rugosa del árbol al que su padre había sido clavado por el dardo letal.
Con los ojos relucientes por las lágrimas escuchó un instante el murmullo de las copas, el borboteo de la fuente y las voces quedas del bosque en la profunda paz del mediodía.
—Es un bonito lugar para morir —dijo—, adiós, papá.
Michel experimentó una violenta emoción al entrar en Atenas y volver a ver la acrópolis, el Politécnico, la escuela arqueológica francesa, el Museo Nacional. Fue como si el reloj de su vida hubiera girado hacia atrás transportándolo de nuevo al momento en el que, con las piernas débiles, el alma y el cuerpo destrozados, era sacado de la Jefatura Central de Policía para ser embarcado en un avión.
Se hospedó en un hotel del barrio de Plaka en el que había reservado una habitación y donde Norman iba a ponerse en contacto con él, y luego salió a pasear por las calles sin meta fija. Pasó junto al Olimpiéion, luego por la plaza Síndagma, donde los turistas esperaban para fotografiar el cambio de guardia de los euzones y después por el bar de la esquina con la calle Stadíou, en el que muchas noches le habían dado las tantas en compañía de sus amigos. Se sentó a una mesa y pidió una cerveza Fix.
—Ya no la hacen, señor —le dijo el camarero.
—Entonces una Alfa.
—Esa tampoco la hacen ya. Debe de hacer mucho que falta usted de Grecia, señor. Ahora sólo tenemos cervezas tipo exportación.
—Sí, falto desde hace mucho… Entonces no quiero cerveza. Tráigame un café turco.
El camarero le sirvió el café y él se puso a observar a un grupo de muchachos que bromeaban y reían en una mesa cercana. El efecto temporal se le había metido de tal manera en la mente que habría deseado unirse a ellos como si tuviera su misma edad, como si nunca hubiera ocurrido nada pero de pronto se vio en el espejo que había en un costado, vio la leve sombra grisácea de sus sienes y las arrugas en la comisura de los ojos, se vio solo y rodeado de espectros, sumergido en la oscuridad y el vacío. Salió huyendo de allí con un nudo en la garganta, se mezcló con la multitud que salía como enjambres de las oficinas y las tiendas para marcharse a su casa, sin saber adonde iba; corrió un trecho, luego anduvo deprisa hasta que, de repente, como en un sueño, se encontró en la esquina de la calle Dionysíou extrañamente larga y vacía.
Se detuvo y a paso lento recorrió la acera de la derecha para observar la secuencia de números impares de la de enfrente. Atardecía y el cielo gris de Atenas se teñía de un rojo pálido y nebuloso. Pasó un muchacho en bicicleta. Un niño se asomó al balcón a recoger la pelota y se quedó un rato mirándolo fijamente. Lejos de allí pasó un avión dejando en el cielo una blanca estela de humo.
Dionysíou, 17.
Se veía el cartel desteñido y medio desconchado de una vieja imprenta, una persiana echada cubierta de polvo, asegurada con candado, también polvoriento y herrumbrado. Daba la impresión de que hacía años que nadie subía aquella persiana. Michel permaneció un rato en silencio, observando aquel lugar abandonado e improbable, después siguió andando y se detuvo a un centenar de metros más allá, donde en ese momento se encendía un cartel luminoso que decía «Bar Milos». Entró, se sentó cerca de la entrada para poder dominar hasta el final de la calle y pidió un oúzo con agua y hielo. Cuando el camarero le sirvió, lo retuvo e indicándole la persiana del número 17 le preguntó:
—¿Sabe si esa imprenta sigue funcionando?
El camarero se asomó para mirar y meneando la cabeza le contestó:
—Desde que estoy aquí siempre la he visto así.
—¿Cuánto hace que trabaja aquí?
—Siete años.
—¿Y pasa usted aquí todas las mañanas?
—Todas las santas mañanas, señor.
—¿Y nunca ha visto entrar ni salir a nadie?
—Nunca, señor. ¿Pero puedo preguntarle por qué quiere saberlo?
—Es que tengo la colección de una revista que se imprimía ahí y me habría gustado conseguir unos números atrasados.
—Ya, comprendo.
—¿Sabe si hay portería?
—Creo que no, señor. Aquí sólo tienen portería los edificios bonitos y modernos de las calles Patissíon, Stadíou o de la plaza Omónia. Éstas son casas muy viejas, de antes de la guerra contra los turcos.
—Muchas gracias. —Michel pagó, dejó una buena propina y volvió sobre sus pasos. Quería regresar al hotel para ver si Norman le había telefoneado. El camarero retiró la taza, se guardó el dinero de la propina y luego salió para colocar una hoja de celofán sobre los mantelitos que cubrían las mesas de afuera. En ese momento le dio por mirar a la otra acera; había oscurecido y por debajo de la persiana del número 17 se futraba un débil haz luminoso.
—¡Señor! —gritó enseguida en dirección a Michel que ya se encontraba al final de la calle—. ¡Espere, señor!
Pero como ya estaba cerca del ruido del tráfico de la calle principal, Michel no lo oyó y desapareció en ese mismo momento doblando la esquina. El camarero volvió a su trabajo y durante toda la noche, mientras servía a los clientes, de vez en cuando echaba un vistazo a la otra acera. A las dos de la mañana, cuando regresó a su casa, el haz luminoso continuaba colándose por debajo de la persiana echada de Dionysíou, 17.
Norman telefoneó a eso de las nueve.
—¿Dónde estás? —le preguntó Michel.
—En un garaje a pocos kilómetros de la frontera. Esta noche dormiré en Sidirókastro y mañana volveré a Grecia.
—Sí que has acabado pronto. ¿Has logrado encontrar algo?
—Sí. La información que tenía era correcta. Scotland Yard me ocultó un detalle sobre la muerte de mi padre. En su cadáver encontraron una notita con una frase…
—¿Qué frase, Norman, qué frase?
Norman repitió despacio las palabras escritas en la nota:
Presenciaste tú ya una matanza en que muchos hombres,
uno a uno, en terrible combate, perdieron la
vida, pero tu corazón con la escena se habría partido.
—¿Qué es eso, Michel? ¿Qué significa?
—Lo sé… yo lo sé… llámame dentro de diez minutos y te lo diré. Estoy seguro de que lo sé.
Norman colgó y Michel corrió a buscar su maleta de donde sacó el ejemplar de la Odisea que llevaba consigo. Tenía marcados una serie de pasajes que le habían llamado la atención… ya lo tenía… Odisea XI, las palabras que Agamenón dice a Ulises en el reino de los muertos…
Cuando Norman volvió a telefonear tenía el texto delante.
—Se trata de un pasaje de la Nekya, Norman. El canto XI de la Odisea. En el reino de los muertos, la sombra de Agamenón le describe a Ulises, cómo, al regresar de Troya, Casandra y sus compañeros fueron asesinados en su casa… Se trata de la execración por la matanza de sus amigos y de una muchacha inerme… —Del otro lado se produjo un silencio, interrumpido por el ruido de los pasos de la llamada internacional—. Norman, ¿sigues ahí?
La voz de Norman sonó fatigada e indiferente. Se notaba que cada palabra le costaba un gran esfuerzo.
—Sí… Esto relacionaría la muerte de mi padre con las de Roussos y Karagheorghis…
—Puede ser.
—No hay otra explicación.
—No lo sé, Norman. No es tan sencillo. Ven a Atenas, ya hablaremos. Mientras tanto, trataré de descifrar qué significan los otros mensajes. Se me ha ocurrido una idea.
—De acuerdo —respondió Norman—. Iré para allá.
—¿Norman?
—Dime.
—No te desalientes. Debemos llegar hasta el final.
—No pienses en mí. Sigue la pista. Te llevaré otra cosa.
—¿Me puedes decir de qué se trata?
—De una flecha… Idéntica a la que mató a mi padre.
Michel fue a sentarse delante de la mesita, encendió un cigarrillo y comenzó a comparar el texto que Norman le había dado con el de la Odisea. Hojeó página por página para ver si el mensaje hallado en los cadáveres de Roussos y Karagheorghis provenía también del poema, como le pareció probable en un primer momento, pero su búsqueda no dio ningún resultado.
Se tumbó en la cama y permaneció un rato inmóvil tratando de relajarse, pero la idea no lo abandonaba. Los resultados obtenidos hasta ese momento no eran nada brillantes. La búsqueda de la vasija de Tiresias no había dado ningún fruto y del hombre con el que se habían reunido en Kótronas no habían vuelto a tener noticias. Resultaba, pues, que el asesinato de James Shields parecía estar relacionado con la muerte de Roussos y Karagheorghis, ¿pero cómo y por qué? ¿Y de dónde habría salido el opúsculo de Periklis Harvatis si la imprenta de Dionysíou, 17, estaba cerrada desde hacía tanto tiempo?
Al día siguiente pediría ser recibido por el director del Museo Nacional para poder dar con Aristotelis Malidis. Por el momento, era la única pista practicable que le quedaba abierta.
El teléfono volvió a sonar y de recepción le pasaron una llamada internacional.
—¿Michel? Soy Mireille. Por fin logro encontrarte.
—Tendrás que perdonarme, pero no he tenido tiempo de llamarte para avisarte que había llegado al hotel de Atenas.
—No importa. Lo he intentado yo y como podrás ver, lo he logrado. ¿Qué tal van las cosas?
—Se trata de una investigación muy larga y difícil, llena de obstáculos.
—Tengo ganas de verte.
—Yo también, muchas.
—A partir de la semana que viene estaré libre. Me gustaría ir a Atenas y estar contigo.
—Mireille, no se trata únicamente de una investigación científica. Estoy ayudando a Norman a aclarar la muerte de su padre. No podemos excluir la posibilidad de encontrarnos con ciertos peligros.
—Razón de más para estar a tu lado.
—En este momento es lo que más deseo, créeme… Todas las noches sueño contigo, pero me temo que tu presencia crearía problemas a Norman. Hay cosas que con toda seguridad desea que queden entre él y yo. Supongo que sabrás comprender…
—Claro… O sea que no quieres que te dé la lata, ¿verdad?
—Mireille, dame unos cuantos días; si consigo encontrar un hueco te llamaré enseguida… Además, no hay que descartar que puedas resultarme más útil donde estás.
—De acuerdo, pero recuerda que cuanto mayor sea la abstinencia a la que me condenes, mayor será el castigo que habrás de recibir.
Michel sonrió y repuso:
—Señora mía, me someteré al castigo que tú decidas imponerme.
—Te echo de menos.
—Y yo a ti.
—Michel, ¿no me estarás ocultado nada, verdad?
—Sí, Mireille, pero te pido que tengas paciencia. Ahora no sabría cómo decírtelo. De todos modos, conserva tu amor por mí, ahora y… después. Es lo que más valoro en mi vida.
Norman detuvo su coche en el control de la frontera griega de Sidirókastro y le pagó al guía la compensación pactada. Hackiris le dio las gracias y se alejó a pie hacia el pueblo después de enseñarle a la policía el permiso fronterizo. Norman se acercó también y exhibió su pasaporte. El agente miró la foto, después lo miró a él, pero no le devolvió el pasaporte.
—Señor Shields, ¿quiere acompañarme, por favor?
—¿Qué ocurre?
—Se trata de una formalidad. Le ruego que me siga, sólo serán unos minutos, es un simple control. Deje las llaves puestas, mi colega se encargará de aparcarle el coche.
Norman obedeció y acompañó al agente al puesto de policía. Lo metieron en un despachito iluminado por una sola lámpara que había sobre la mesa. Distinguía apenas la silueta de un hombre sentado tras la mesa.
—Buenas noches, señor Shields, siéntese, por favor.
—Oiga, son las doce de la noche, estoy molido y querría irme a dormir. Si es necesario que pase por este control, tenga usted la amabilidad de…
—¿Pero cómo es eso, señor Shields, no se acuerda de que nos conocemos? Al menos le concederá usted unos minutos a un viejo conocido.
Norman se sentó y escrutó la figura sentada tras la mesa, relacionó los rasgos que comenzaba a entrever con el sonido no del todo desconocido de la voz y de repente, con gran asombro, se dio cuenta de quién tenía delante.
—¡Pavlos Karamanlis!
—Efectivamente, señor Shields.
—¿Qué es esta comedia del control, qué quiere usted de mí?
—Muy bien. En vista de que quiere usted ir inmediatamente al grano, no voy a hacerme rogar. Quiero saber qué han venido a hacer a Grecia usted y su amigo Michel Charrier, qué hacían en Dirú cuando Karagheorghis, mi agente, murió en las grutas de Katafigi. Quiero saber también con quién se encontraron en la costa oriental de la península de Laconia la noche del 9 de agosto y quién es la persona a la que le entregaron su coche.
Norman contestó sin inmutarse:
—Ya no está usted delante del muchacho desesperado de hace diez años, Karamanlis. Tanto usted como sus preguntas me traen sin cuidado. No tiene ningún derecho a retenerme, por tanto, me marcho.
Karamanlis se puso en pie y le dijo:
—Le aconsejo que no lo haga. Mis muchachos han tenido tiempo suficiente para colocar un poco de nieve en los asientos de su Rover. Motivo más que suficiente para meterlo en chirona.
—Intenta intimidarme, Karamanlis…
—También quiero saber qué fue a hacer a Yugoslavia con un guía de montaña.
Norman meneó la cabeza e hizo ademán de levantarse.
—Shields, no estoy bromeando, usted sabe bien que no estoy bromeando. Incluso si lograra demostrar su inocencia, esto le costaría como mínimo unos cuantos meses de retención, interrogatorios, juicios… Todavía estoy en condiciones de arruinarlo. —Norman volvió a hacer ademán de levantarse—. Espere, no quiero meterlo en líos, simplemente quiero saber quién se dedica a jugar al tiro al blanco con mis hombres… Roussos, Karagheorghis, y también con su padre, Shields… también con su padre.
De repente Norman flaqueó, su sospecha quedaba confirmada. Se apoyó en el respaldo de la silla y con la cabeza gacha preguntó:
—¿Qué tiene que ver mi padre?
—En la época de la batalla del Politécnico, su padre era el enlace entre los servicios secretos norteamericanos y nuestra policía política. Murió por el mismo motivo por el que murieron Roussos y Karagheorghis, por la misma razón por la cual otro de mis hombres, Vassilios Vlassos, estuvo a punto de perder la vida.
Norman levantó la cabeza dejando ver su rostro crispado y preguntó:
—¿Qué le ocurrió?
—Lo dejaron como un colador, medio castrado y no se lo cargaron de milagro.
—¿Cuándo ocurrió y dónde?
—Un momento, Shields. Aquí el que pregunta soy yo.
—Oiga, Karamanlis, lo odio con toda el alma y sabe Dios el sacrificio que me cuesta aguantar su presencia aunque sea por pocos minutos, pero entiendo que posee usted cierta información que me interesa, por la que podré pagarle con la que yo dispongo, pero que quede bien claro que sigue siendo usted mi enemigo.
—Yo no me llevé la vasija.
—Da igual, es usted responsable de la muerte de Claudio Setti y de Heleni Kaloudis.
Karamanlis no pareció captar la provocación y le contestó:
—Lo único que quiero de usted es la información que le he pedido.
—Estoy dispuesto a hablar, pero yo también le haré algunas preguntas.
Karamanlis se incorporó y le dijo:
—Tengo que registrarlo, podría llevar un magnetófono.
Norman se dejó registrar, se sentó y continuó:
—En primer lugar, quiero saber exactamente qué tiene que ver mi padre en todo este asunto.
Karamanlis lo contempló un larguísimo minuto sin pronunciar palabra y luego respondió:
—Como quiera.
Hablaron largo rato; de vez en cuando, Norman encendía un cigarrillo para poder captar mejor las ideas y unir las piezas del mosaico que poco a poco se iba formando. Al final preguntó:
—¿Vio usted las flechas que le dispararon a Vlassos?
—Las llevo conmigo —repuso Karamanlis.
—Tráigalas. Enseguida vuelvo. —Se levantó, salió a la explanada y sacó del coche el envoltorio de periódico que contenía la flecha que comprara en Yugoslavia por cuarenta dólares. Cuando entró en el despacho de Karamanlis, sobre la mesa vio tres flechas alineadas y depositó la suya a continuación: eran idénticas, de un modelo muy especial, Easton Eagle, de madera, con la punta de acero.
Eran las dos de la madrugada cuando en la habitación de Michel volvió a sonar el teléfono.
—Soy Michel Charrier, ¿quién habla?
—Michel, trataron de matar a otro agente de Karamanlis, un tal Vassilios Vlassos, con arco y flechas, como a mi padre…
—¿Eres tú, Norman? —inquirió Michel medio adormilado—. ¿Estás seguro de lo que dices?
—En el astil llevaban grabada una frase: «Has metido el pan en el horno frío».
—Otro enigma. ¿Cuándo vendrás a Atenas?
Norman no le contestó. Cuando por fin decidió hacerlo, su voz sonó insegura, quebrada.
—Michel… creo que tienes razón.
—¿A qué te refieres?
—A Claudio… Está vivo… y los está matando a todos.