Portolago, Tracia
27 de agosto, once y media de la noche
La oscuridad aún húmeda de la noche era recorrida por gritos y llamadas, traspasada aquí y allá por los haces de las linternas, lacerada por los ladridos cada vez más cercanos e insistentes de los perros. Agazapado contra la pared de la vieja vaquería, Claudio temblaba de ansia y de tensión, rabioso aún por no haber podido acabar con su enemigo más odiado, y aturdido por el epílogo inesperado de una acción que había creído segura e inexorable como todas las otras que el almirante Bógdanos había ideado y preparado para él.
Se sentía como una bestia perseguida, como el escorpión encerrado en un círculo de fuego; apretaba espasmódicamente entre las manos el letal arco Pearson de lámina de acero con el que había acribillado el cuerpo de Vlassos y se disponía a batirse a muerte. Antes que entregarse prefería que los perros lo destrozaran. Pero la sospecha de que Bógdanos lo hubiera dejado a merced de sus enemigos comenzaba a abrirse paso en su ánimo a medida que los gritos de los hombres y los ladridos de los perros se acercaban.
De pronto creyó oír un ruido de ramas rotas; entreabrió la puerta y echó un vistazo al erial de zarzas y arbustos que se extendía en dirección al pantano: la silueta del hombre apenas se distinguía, se hallaba aún lejos, en el sendero, entre los vapores que la noche estival levantaba del pantano y de la lluvia recién caída, pero no había dudas de que se trataba del almirante Bógdanos. Claudio no acababa de comprender cómo en aquella situación, a esa hora y después de lo ocurrido, su paso pudiera ser tan tranquilo y seguro: un andar ligero, poderoso y al mismo tiempo indiferente.
Cuando Bógdanos entró le preguntó agresivamente:
—¿Por qué no dejó que matara a ese cerdo y por qué me hizo venir a este lugar? Estamos rodeados y prácticamente al descubierto.
—Primero vayamos a un lugar seguro, hijo mío, después te lo explicaré todo. Antiguamente, esta vaquería era un convento de monjes y el pozo está conectado a una cisterna romana que utilizaban como reserva de agua dulce. Sígueme, no tenemos mucho tiempo.
Salieron al patio posterior y se acercaron al pozo que parecía llevar largos años en desuso.
—Te bajaré con la cadena. Más o menos en la mitad del descenso encontrarás el conducto que lleva a la cisterna; pega un envión, métete dentro y luego espérame allí, te lanzaré la otra punta, así podré bajar yo también mientras tú me sostienes. Aquí tienes una linterna. Déjame el arco a mí, ya te lo bajaré después.
—De acuerdo —dijo Claudio—, pero démonos prisa; los ladridos de los perros se oyen cada vez más cerca. Maldición, esta vez parece como si nos hubieran estado esperando.
—En cierto modo es así; nuestro principal adversario no sólo es un hombre despiadado y sin escrúpulos sino que también está dotado de cierta inteligencia, pero él no sabe que ya tenía prevista su jugada… ya está, hijo mío, si no recuerdo mal, ya has llegado a la profundidad adecuada. El conducto debería estar delante de ti.
—Ya lo veo, comandante. —El haz de la linterna osciló en el fondo del pozo haciendo ondular sobre las paredes el círculo iluminado, después desapareció de repente, como engullido por la nada. Se oyó la voz ahogada de Claudio—: Ya puede bajar, comandante, pero antes lánceme bastante cadena, así no puedo hacer fuerza.
Bógdanos bajó uno o dos metros más de cadena, y después de asegurarse que el otro extremo estuviera bien tenso comenzó a descender a su vez con el arco en bandolera. El ladrido de los perros estaba ya muy cerca. Al llegar al conducto, Bógdanos le entregó el arco a Claudio y se dejó arrastrar al interior procurando recuperar la cadena sin que se le cayera al fondo del pozo.
—¿Por qué no la ha dejado caer? De todos modos no podemos volver a utilizarla para subir.
—Lo comprenderás dentro de poco —le contestó Bógdanos—. Apaga la linterna.
Minutos más tarde llegó un grupo de policías con perros; los sabuesos comenzaron a arañar con las patas la puerta de la vaquería, después fueron hasta el pozo, volvieron atrás, corrieron nuevamente al pozo enloquecidos, gañendo y aullando.
—Parece que huelen algo por aquí —observó uno de los hombres.
—Vosotros registrad la vaquería —les ordenó el oficial que iba al mando—, yo revisaré el pozo. —Se asomó a la boca y con su linterna proyectó hacia el interior un potente haz luminoso—. Aquí no hay nada —concluyó después de observar atentamente. Regresó a la vaquería y esperó a que sus hombres terminaran el registro.
—Ya está —dijo Bógdanos—. Si hubiera dejado caer la cadena, ese policía habría alcanzado a ver las ondas concéntricas en la superficie del agua y hubiera deducido que alguien se había tirado al pozo o había lanzado algún objeto. Habría sospechado y tal vez habría bajado… Además, la cadena puede servirnos.
Emprendieron la marcha por el conducto tapizado de grandes matas de culantrillo iluminando el recorrido con la linterna; al cabo de media hora de caminata llegaron a la enorme cisterna, el castellum aquarum del antiguo acueducto.
—Una construcción ingeniosa —comentó Bógdanos—. Cuando debido a las lluvias o al deshielo, el nivel del agua de los pozos aumentaba, la encauzaban por esta cisterna desde donde llegaba a otros pozos de las zonas más áridas o contaminadas por la sal después de depositar aquí todos los sedimentos. —Dio la vuelta alrededor de la cisterna y enfiló por uno de los conductos que salían de ella—. Evidentemente, en aquellos tiempos, el régimen de las aguas debía de ser mucho más rico; como ves, ahora el nivel es más bien bajo en todas partes.
Claudio lo seguía en silencio aferrando con fuerza en la mano derecha el enorme arco. En un momento dado, los culantrillos empezaron a volverse más raquíticos hasta desaparecer poco a poco para ser sustituidos por incrustaciones de líquenes; era evidente que el recorrido los había alejado de la zona húmeda de los pantanos.
—Ya casi estamos fuera —anunció Bógdanos dándose la vuelta. Minutos más tarde se detuvo delante de una abertura negra y le indicó a Claudio que se acercara—. Ven aquí, hijo mío, aquí tienes el pozo de subida. Está medio derrumbado, pero podemos subir apoyándonos en los pies y las manos.
Claudio subió primero y poco después Bógdanos lo alcanzó; se encontraron en medio de un zarzal, no muy lejos del mar, a unas cuantas decenas de metros al sur de la carretera estatal a Komotiní. Continuaron andando hasta llegar a la orilla del mar, donde se detuvieron. No muy lejos brillaba una luz, quizás un chiringuito de la playa, y se oían las notas de una canción mezcladas con el ruido de la resaca. Bógdanos se sentó en la arena.
—¿Cómo te encuentras? Siéntate tú también, anda, siéntate.
—Comandante —dijo Claudio dejándose caer en la arena—, ¿por qué hemos fallado esta vez?
Bógdanos agachó la cabeza y respondió:
—Nos hemos arriesgado mucho, muchacho, pero hemos salido bien. Ahora durante un tiempo debemos suspender nuestra actuación. Toda la policía griega nos estará siguiendo porque hemos hurgado con el palo hasta el fondo del avispero. Durante un tiempo, Vlassos estará rodeado de una impenetrable barrera de protección y Karamanlis no es tonto, no se dejará pillar por sorpresa. Hemos conseguido nuestro objetivo, el tercer mensaje ha sido recibido. Ya verás, no tardará en ejercer su efecto.
—No entiendo cómo puede estar tan seguro. No logro imaginar siquiera que esos dos se me escapen. Hace tiempo ya que no soy un ser humano, comandante, y quizá no vuelva a serlo, por culpa de ellos, sólo por culpa de ellos… Si he llegado hasta aquí tengo que acabar con este asunto, ¿me comprende? Con usted o sin usted, tengo que acabar con este asunto. Y cuando lo haya hecho, tal vez logre rehacer mi vida.
Envuelta en una cortina de nubes y vapores, rozando el horizonte, la luna enorme y roja se ponía proyectando sobre el mar una larga estela de reflejos sangrientos. Bógdanos se volvió hacia él bruscamente y le dijo:
—Tienes que esperar el momento, muchacho, es preciso, ¿me has entendido? No hay alternativas. He impedido que acabaras con Vlassos porque si hubieras pasado allí un minuto más, Karamanlis te habría encontrado. Hemos hecho bien en hacer lo que hicimos. No obstante, has golpeado con dureza. Yo lo vi, ayudé a Karamanlis a subirlo a la barca; estaba acribillado a flechazos, tenía la ropa empapada de sangre… —Tendió una mano para acariciar la empuñadura del enorme arco Pearson—. Siempre resulta la mejor arma —dijo—, precisa, silenciosa… Hoy la técnica moderna construye unas joyas de una perfección asombrosa… antiguamente había que untarlos, calentarlos al fuego…
—Lo quiero muerto.
—Lo tendrás.
—¿Cuándo?
—Ahora no.
—¿Cuándo?
—Aquí no.
—¿Cuándo entonces?
—Primero debemos reunir a los que nos quedan, a los tres, incluido Vlassos, si sobrevive. Deberemos guiar sus pasos lejos de aquí, muy lejos, donde no tengan ningún tipo de ayuda ni apoyo, donde estén a nuestra merced. Confía en mí; en el momento oportuno, cada uno de ellos, sin saberlo, seguirá la pista que los conducirá a morir todos juntos, el mismo día, por tu mano. Pero será cuando los días se hayan acortado mucho, el sol estará bajo y pálido en el horizonte, serán los mismos días de la matanza y la carnicería, los días en que derramaron las lágrimas y la sangre de una criatura inocente y pisotearon su cuerpo y su alma.
Claudio no contestó, miraba el último retazo de luna que se ahogaba en el límite líquido del horizonte mientras vertía lágrimas más amargas que las olas que iban a morir a sus pies. Después rompió el silencio.
—Comandante.
—Dime, hijo.
—¿Quién era el hombre que maté en Macedonia?
—Lo reconociste, ¿no? Era la persona que hablaba inglés y que aquella noche colaboró con Karamanlis.
—Sí, lo reconocí, ¿pero quién era?
—¿De veras quieres saberlo?
—Sí.
—Era James Henry Shields.
—¿Shields? ¿No sería…?
—Sí. Era el padre de Norman.
Inclinó la cabeza sepultándola entre las rodillas.
—¿Fue Norman quién me traicionó?
—No. Fue Michel.
Claudio enderezó de repente la espalda, como alcanzado por un latigazo, luego volvió a hundirse en el desaliento y lloró largo rato en silencio. Bógdanos tendió la mano para tocarle el hombro pero no se atrevió a rozarlo siquiera. Se puso en pie y dijo:
—Debo irme, no quiero que Karamanlis sospeche. Es más, debo probarle que puede fiarse de mí. —Sacó el pañuelo del bolsillo y con él le secó la sangre de un arañazo que Claudio se había hecho en el brazo al huir entre las malezas—. No nos veremos durante unos cuantos días. La noche del 14 de noviembre te espero en Efira, en el promontorio cimerio; por esas fechas se cumplirá el aniversario de la batalla del Politécnico. Hasta entonces ve con cuidado y trata de no cometer errores. Todo se hará realidad antes de que el año acabe, pero aún nos espera un largo camino. Todo ocurrirá lejos, muy lejos de aquí.
Claudio levantó la cabeza para mirarlo y le preguntó:
—Comandante… si algo me ocurriera, si cayera en una trampa y acabaran conmigo… ¿terminaría usted esta obra?
Bógdanos le echó una mirada fulminante y repuso:
—No debes decir esas cosas. Cuando llegue el momento justo, golpearás con mano firme, por Heleni, por ti… y también por mí. Adiós, hijo mío.
—Adiós, comandante.
Se internó en las sombras y Claudio se quedó solo con las olas del mar y las nubes borrascosas. Se arrastró hasta una saliente de roca donde la lluvia no había mojado la arena y finalmente, cuando lo venció el cansancio, se durmió. Soñó que el sol se levantaba y que Heleni salía desnuda de entre las olas para correr a su encuentro, brillante como el lucero del alba.
Sentado al volante de su coche patrulla, Karamanlis se sentía tan nervioso que estuvo a punto de encender un cigarrillo del paquete que seguía llevando en el bolsillo aunque hubiera dejado de fumar, pero se contuvo, todavía no estaba dicha la última palabra. No todas las patrullas habían confirmado el término de la operación de peinado. Todavía quedaba una esperanza. Encendió la luz auxiliar y desplegó el mapa topográfico del lugar donde marcó con una cruz todos los sectores que ya habían sido rastreados por sus hombres. Por desgracia, quedaban muy pocos. Cuando levantó la cabeza, en el breve haz de las luces cortas vio erguido ante él al almirante Bógdanos. No pudo evitar el sobresalto. Sacó un palillo del bolsillo exterior de la chaqueta y masticándolo para no encender un cigarrillo, bajó del coche.
—¿Y usted de dónde sale?
—¿Lo han atrapado?
—No, no lo hemos atrapado. Al menos por el momento. ¿Pero de dónde sale usted?
—Dudo que puedan cogerlo. Si logré salir yo, él también habrá podido hacerlo.
—¿Quiere decir que salió usted del cerco sin ser visto? No puedo creérmelo.
—De acuerdo. Pregúntele a sus patrullas si me ha visto alguien. Ya verá cómo le dirán que no.
—Según usted, ¿cómo hizo un hombre que, por añadidura iba herido, para huir de una decena de patrullas y unos sesenta hombres?
—A mí no me lo pregunte, Karamanlis. Ese hombre ha demostrado ya que posee una astucia poco común. Tal vez lo ayudaron la lluvia, la oscuridad, algún error de sus hombres… las causas pueden ser múltiples. No obstante, yo sí que he encontrado un rastro. —Le tendió el pañuelo manchado de sangre—. Como ve, no me equivoqué cuando le dije que le había dado. Lo encontré junto a un grupo de sauces en la parte nordeste de la laguna. Mándelo analizar y que averigüen el grupo sanguíneo. Si no me equivoco, usted tuvo en sus manos una medallita con el grupo sanguíneo de Claudio Setti. Espero que lo recuerde o que lo haya apuntado en alguna parte. Si los datos coinciden, por lo menos tendremos una prueba bastante segura. Sabremos con certeza a quién debemos buscar.
Karamanlis sonrió de una manera extraña y repuso:
—Se lo agradezco. Lo comprobaré escrupulosamente, pero como de costumbre, no sabré dónde buscarlo para comunicarle los resultados de mis investigaciones.
—No se preocupe. Ya lo encontraré yo a usted. ¿Acaso no he logrado siempre dar con usted?
—Ya.
—Adiós.
—Adiós, almirante.
Karamanlis subió a su coche y sin mucha convicción llamó una por una a todas las patrullas para que le informaran. Algo le decía que todos los informes iban a ser negativos.
Cuando recibió la última y defraudante confirmación, apagó el contacto y regresó al hospital. Había amanecido casi y a Vassilios Vlassos lo habían trasladado del quirófano a la sala ambulatoria, después de una operación que duró casi dos horas. Le habían hecho otra transfusión y yacía medio inconsciente en su cama de hospital.
—Ha sufrido un espantoso trauma —le informó el médico—, a otro en su lugar le habría dado un infarto, pero ahora se encuentra bien. En unos cuantos días estará recuperado. Habrá que alimentarlo con suero durante bastante tiempo, hasta que cicatricen del todo las suturas que le hemos practicado en el intestino. Por desgracia, ha perdido uno de los testículos, la flecha se lo despedazó por completo.
—Muchas gracias por todo lo que ha hecho, doctor.
—No tiene por qué darlas —respondió el médico—. Ahora vendrá el enfermero a entregarle las flechas que le hemos sacado. Supongo que servirán como pruebas del delito.
—Efectivamente. Le doy las gracias otra vez, doctor. —Karamanlis se quedó unos minutos más esperando al enfermero que le entregó un paquete envuelto en plástico y atado con un elástico. Lo abrió y examinó los astiles; los tres llevaban grabada aquella frase no menos extraña que las anteriores. Mientras continuaba girándolas entre los dedos, Vassilios Vlassos abrió los ojos.
—Te han operado, Vlassos, debes mantener la calma. Ha sido duro, te han extraído esto del cuerpo —dijo enseñándole las flechas—. Tendrás para bastante tiempo, una de éstas te ha lesionado el intestino y destrozado un testículo, pero el médico dice que no hay por qué preocuparse, que todo irá bien. Todavía te queda el otro, chico… a alguien como tú le alcanza y sobra, ¿no es así?
Vlassos movía los labios como si deseara articular alguna palabra, pero no se oía sonido alguno.
—No debes esforzarte —repitió Karamanlis—, ya me lo contarás todo cuando te pongas bien.
Vlassos le hizo señas para que se acercase, su voz era apenas un murmullo, y le dijo:
—Lo voy a matar, capitán, le voy a arrancar los cojones al muy cabrón, lo voy a…
—Sí, claro. Pero ahora tranquilízate, procura descansar.
Vlassos se levantó con dificultad apoyándose en los codos y le pidió:
—Capitán, prométame que me dejará que lo mate con mis propias manos.
—Acuéstate, cabeza dura, que no eres más que un cabeza dura. Estás lleno de puntos por dentro y por fuera. Si se te llega a soltar alguno, vas a desangrarte y esta vez reventarás en serio.
—Prométamelo…
—Sí —asintió Karamanlis—, te lo prometo. Cuando lo hayamos pescado te lo dejaré a ti. Harás con él lo que te dé la gana.
—Gracias, capitán… ¿Y mi mujer?
—Está bien. La llevamos a su casa. Sólo ha sido un susto, pero está bien. Le informaremos inmediatamente que has superado la operación y que puede venir a verte.
Vlassos se abandonó sobre la almohada con el esbozo de una sonrisa estúpida y feroz en los labios. Karamanlis le puso la mano sobre el hombro y le aseguró:
—Lo cogeremos, chico, de eso puedes estar seguro, tarde o temprano lo cogeremos.
Cuando salió del hospital, el sol ya estaba asomando y las calles se iban animando con el zumbido confuso del tráfico cotidiano.
Claudio se despertó al sentir los primeros rayos de sol y al oír el repiqueteo de los cencerros de un rebaño. Se levantó, se arregló como pudo y luego apoyó la espalda en la roca como un turista que se hubiera detenido durante un paseo matutino para disfrutar de la salida del sol.
—¿Quién eres? —inquirió a sus espaldas una voz un tanto hostil. Claudio se volvió y se encontró delante del pastorcillo del rebaño, un niño de unos trece años.
—Soy un turista italiano. He venido a dar un paseo para ver la salida del sol. ¿Cómo te llamas?
—Stelio. ¿Sabes dónde estamos?
—Creo que estamos en la zona de Messemvria.
—Aquí se encontraba Ismaro, la ciudad de los Cicones, donde desembarcó Ulises al regresar de Troya. De aquí sacó el vino con el que después emborrachó al Cíclope. ¿Pero cómo es que siendo turista no sabes estas cosas?
—Claro que las sé —dijo Claudio con una sonrisa—, pero no creía que éste fuera precisamente ese lugar. ¿Y tú cómo te has enterado?
—Me lo ha dicho mi maestro. ¿Quieres conocerlo? Vive por ahí. —Y con el dedo le señaló una casita blanca que había sobre un pequeño promontorio.
—Lamentablemente ahora no puedo, quizás otra vez, si vuelvo a pasar por aquí.
—De acuerdo —dijo el niño—, aquí me encontrarás. Todas las mañanas traigo a mis ovejas por esta zona.
Claudio se levantó, saludó al pastorcillo y se dirigió a la carretera estatal. Anduvo un rato por el arcén, haciendo autoestop a los coches que pasaban hasta que un camión que iba a Turquía paró y lo dejó subir. Una hora más tarde, el pesado vehículo articulado se detuvo delante de la barrera del puesto de la aduana y el camionero le entregó al policía los dos pasaportes, uno turco, a nombre de Tamer Unloglu, residente en Urfa, y el otro italiano, a nombre de Dino Ferretti, residente en Tarquinia.
—¡Ah, italiano! —exclamó el policía, que estaba de buen humor—. ¡Espaguetis, macarrones!
Claudio esperó a que le devolviera el pasaporte sellado, retribuyó su saludo con un amplio gesto de la mano y le dijo:
—Sí, sí, amigo, espaguetis, macarrones y todo lo demás.
El camión reemprendió la marcha, cruzó el puente sobre el Evros y al cabo de unos minutos se detuvo del otro lado, en la aduana turca. Claudio se quedó a rellenar los impresos para el visado de entrada y cambiar un poco de dinero, y esperó a que regresara el camionero. Dejaron atrás Ipsala y Kesan, donde el camionero enfiló hacia el sur en dirección a Çanakkale; allí fue donde Claudio se bajó y se apostó en el camino a Estambul. Minutos más tarde se detuvo otro camión que, hacia el atardecer, lo depositó en la entrada de un gran bazar. Claudio se despidió y desapareció poco después entre el mar de gentes variopintas que atestaban las calles del inmenso mercado.
En esta ocasión, el capitán Karamanlis decidió guardarse el mensaje que encontró en las flechas que habían herido a Vlassos y le indicó al cirujano que, por exigencias del proceso de instrucción, no debía decir nada a nadie aunque no pudo evitar que sus superiores de Atenas le pidiesen explicaciones sobre su expedición a Tracia y el atentado sufrido por su subalterno mientras se encontraba de vacaciones en Portolago; esto lo puso en un brete pues en los últimos diez años, con la nueva orientación política, habían cambiado los mandos superiores de las fuerzas de seguridad y ya no podía disponer de las coberturas de antes.
—Capitán —le dijo el jefe de policía—, lo enviamos a Dirú para coordinar las investigaciones y no ha sacado usted nada en limpio. En Portolago ocurrió tres cuartos de lo mismo, o bien nos encontramos ante un fantasma, cosa de la que podemos lícitamente dudar, o usted nos está dando muestras de ineficacia. Hasta ahora hemos logrado mantener a la prensa fuera de este asunto, pero no podemos aguantar así por mucho tiempo.
Karamanlis encajó el golpe y repuso:
—Por desgracia, he de admitir mi derrota, comandante general, pero permítame que le diga que por lo que a mí respecta, la partida no ha terminado y que la próxima baza será mía.
—¿Es mucho si le pido que me diga qué cartas tiene en la mano?
—Creo que no estoy muy lejos de poder identificar al asesino y creo que yo también estoy en la lista de quienes piensa asesinar, y por eso mismo soy el hombre más indicado para proseguir con las investigaciones, puesto que soy al mismo tiempo presa y cazador.
El comandante lo miró con aire perplejo y repuso:
—Muy generoso de su parte eso de prestarse a hacer de cebo, ¿pero no cree usted que a estas alturas debería decirme por qué el asesino lo ha incluido a usted en la lista además de a sus hombres?
—Todavía no puedo sacar conclusiones definitivas, por eso le pido que me permita mantener reserva en ese sentido aunque resulta fácil imaginarlo. Nuestro trabajo exige que llevemos ante la justicia a la peor escoria de la sociedad, pero a veces, hay quienes logran evadirla o consiguen un indulto por méritos políticos y entonces deciden vengarse. No obstante, tenga usted presente que esta vez el asesino no logró salirse con la suya gracias a nuestra intervención en el último momento, el sargento Vlassos logró salvar la vida.
—Sí, es verdad. ¿Entonces quiere seguir encargándose del caso?
—Si es posible, eso es lo que deseo.
—Está bien, capitán, le doy una oportunidad, pero no contará usted con una segunda.
—No hará falta, señor —respondió Karamanlis y salió.
Esa misma noche pasó por la Jefatura Central donde vio el retrato robot enviado por la comisaría de policía de Kalamáta del hombre que había alquilado el camión en Gerolimin para que llevara a Gythion el cargamento de leña que ya había transportado a Gerolimin en barca. No cabía duda alguna, eran los rasgos del almirante Anastasios Bógdanos.