XII

Areópolis

12 de agosto, ocho de la mañana

La llamada telefónica de un agente de la Jefatura Central de Atenas despertó al capitán Karamanlis.

—Capitán, encontré un despacho de Interpol que había ido a parar al archivo y que seguramente le interesará. Hace dos meses encontraron asesinado en Yugoslavia a un funcionario de la embajada inglesa de Belgrado, un tal señor James Henry Shields. Había ido de cacería a Macedonia, por la zona del valle del río Strimónas. Una flecha le traspasó el corazón y el cadáver fue hallado con la boca y los ojos cerrados.

Karamanlis calló durante un instante, sorprendido por la noticia. Finalmente, dijo:

—No tiene nada de raro, era una persona que hacía un trabajo sucio.

—Hay algo más. En el bolsillo de la chaqueta le encontraron una hoja de papel en la que aparecía un mensaje escrito en griego. Por eso pensé que podía interesarle, me ha recordado los asesinatos de Roussos y Karagheorghis.

—¿Sabes lo que decía el mensaje?

—Aparentemente se trata de una frase sin sentido…

—¿Quieres leérmela de una vez?

—Ahora mismo, capitán. El texto transmitido por la policía yugoslava dice: «Presenciaste tú ya una matanza en la que muchos hombres, uno a uno, en terrible combate, perdieron la vida, pero tu corazón con la escena se habría partido».

Karamanlis se sentó en la cama: ahí estaba el tercer homicidio que completaba el cuadro. Ya no resultaba difícil relacionarlo todo con aquella noche de hacía diez años. ¿Qué querría decir el asesino? ¿Qué mensaje contenían esas palabras? El agente que estaba al teléfono lo sacó de su ensimismamiento.

—Capitán, capitán, ¿sigue usted ahí?

—Sí, te escucho.

—¿Hay algo más que quiera saber? ¿Pedimos más aclaraciones?

—Vassilios Vlassos, el sargento Vlassos, ¿dónde está en estos momentos?

—Un momento que lo compruebo, capitán… Vlassos… aquí lo tengo. Vlassos está de vacaciones.

—¿Dónde?

—En Portolago.

—¿Qué mierda de sitio es Portolago? Nunca lo he oído nombrar.

—Es un pueblecito de Tracia. La mujer de Vlassos vive por esa zona.

—Poneos en contacto con él inmediatamente y decidle que tenga cuidado. Existen muchas probabilidades de que alguien se lo cargue de forma fantasiosa como a Roussos, Karagheorghis y ese otro infeliz. ¿Me has entendido bien?

—Sí, señor. Ya tomaremos medidas.

—Avisa a mi colega de Salónica que iré a verlo en cuanto llegue a esa zona.

—Descuide, señor, así lo haré.

Karamanlis colgó, sacó del bolsillo de la chaqueta una libreta y antes de que se le olvidasen las palabras, apuntó el mensaje que habían encontrado en el cadáver de Shields. Después se lavó, se vistió deprisa y guardó sus efectos personales metiéndolos como mejor pudo en una pequeña maleta. Antes de bajar, llamó a la Jefatura Central de Policía de Kalamáta y dejó instrucciones para que vigilasen discretamente el Rover azul aparcado en el hotel Plaja y que siguieran los movimientos de sus propietarios sin llamar la atención. Minutos después estaba al volante de su coche.

En la guantera llevaba un mapa de carreteras; lo desplegó encima del volante y buscó con el dedo el lugar de descanso y vacaciones del sargento Vassilios Vlassos. Era un pueblecito de Tracia oriental, que se encontraba bastante cerca de la frontera con Turquía, a medio camino entre Xanthí y Komotiní, justo en mitad de un pantano o una laguna, no quedaba muy claro. Con tantos lugares bonitos… Dobló el mapa y partió a buena velocidad. No quería matarse conduciendo, se conformaba con llegar al día siguiente al atardecer. Pensó, además, que no tenía sentido preocuparse por el almirante Bógdanos, al menos de momento. La intuición le decía que iba a encontrárselo muy pronto por la zona de Portolago, y si así ocurría, la madeja tendría que desenredarse en un sentido o en otro. Llamó por radio al comando operativo y aconsejó que quitaran los puestos de control: sin duda a esas horas el asesino estaría lejos y para detenerlo hacía falta algo más que un control policial.

Si había deducido bien, el siguiente de la lista sería Vlassos y luego él; sí, el asesino lo habría dejado seguramente para el final, como se dice en latín, dulcis in fundo. Así era, dulcis in fundo o también in cauda venenum, cabrón, hijo de perra, pero esta vez seré yo quien esté esperándote en ese pantano de mierda, yo, y estaré alerta.

Promediada la mañana dejó atrás Esparta y a la hora del almuerzo paró a comer algo cerca de Corinto. Telefoneó a su mujer para avisarle que estaría fuera unos días más.

—¿Cuándo decidirás retirarte? —le preguntó la pobre mujer—. Ya tienes los años de servicio y con la liquidación podríamos mudarnos de casa y comprar muebles nuevos.

—Pero Irini, ¿te parece el momento de hablar de estas cosas? Venga, ya, déjalo… Sí, te llevaré un poco de féta de Komotiní que lo hacen muy bueno.

Retirarse… ni que fuera sencillo retirarse. Su trabajo era de aquellos de los que uno sólo puede retirarse de una manera… una vez saldadas todas las cuentas… o cuando alguien más rápido y más listo que tú te quita de en medio con un golpe seco. Pobre Irini, con lo buena que era, lo simple y lo afectuosa. Iba a darle una alegría, le compraría aceitunas de Kalamáta y queso féta de Komotiní. Evitó Atenas y siguió por la autopista en dirección de las Termopilas y Lamía. Bah… en el fondo por qué no. Al fin y al cabo, Irini no estaba del todo equivocada; uno no tiene por qué seguir al pie del cañón hasta que no puede con su alma, uno debe retirarse mientras todavía pueda gozar de la vida, viajar, ir de vacaciones a la playa, a la montaña… Sus hijos ya eran mayores; a Dimitrios le faltaba poco para licenciarse en arquitectura en Florencia; María había empezado medicina en Patrás y era tan bonita, resultaba increíble que su mujer y él hubieran podido traer al mundo a una muchacha tan guapa, tan atenta… En el fondo, no tenía más que cogerlo por sorpresa y matarlo como a un perro: legítima defensa y no se habla más, caso cerrado. ¿Pero de quién podía tratarse? Al inglés podía excluirlo de entrada, ¿pero al francés qué?

No, únicamente un loco habría regresado después de tantos años a arriesgar el pellejo, ¿y para qué? ¿Al fin y al cabo qué sabía el francés? En el fondo, muy poco. No. Tenía que tratarse de algún pariente de la chica o del muchacho… ¿Pero cómo se había enterado? ¿Cómo podía un pariente de la chica o del muchacho conocer a James Henry Shields?

No. Ninguna de esas hipótesis se sostenía, era una peor que la otra; se daba cuenta de que temía admitir que no existía más que una verdadera solución para aquel misterio: ¡Claudio Setti! Únicamente Claudio Setti podía tener todos los motivos del mundo para matar a Roussos, a Karagheorghis y a Shields… a no ser porque estaba muerto, a no ser porque él mismo había visto una foto de su cadáver. Ya, una foto… Está bien, caray, aunque se tratara del demonio en persona, se enfrentaría a él y lo quitaría de en medio. Era una satisfacción que tenía que darse costara lo que costase.

Al anochecer llegó a Salónica donde se alojó en un hotel cerca del mar. Se acostó temprano, porque estaba cansado, pero antes de tumbarse sacó la Beretta calibre 9 largo, llenó el cargador, la amartilló, le puso el seguro y la metió debajo de la almohada. Ya se sentía cerca de la línea de fuego.

Pero transcurrieron dos semanas sin que ocurriera absolutamente nada; Vlassos se levantaba bastante tarde, después iba al café a desayunar y se quedaba a charlar con los demás zánganos hasta casi la hora del almuerzo: por los gestos que hacían se deducía que hablaban de fútbol y de mujeres. Todos los días, todos los santos días. Por la tarde, dormía unas cuantas horas, y después, cogía una barca, se plantificaba en mitad del jodido pantano y se quedaba allí horas, como un imbécil con el sedal en la mano. Fumaba, tiraba del sedal, volvía a fumar. De vez en cuando cogía un pescado, unos pescados feos, verrugosos. Llegó a odiarlo.

Portolago era el lugar más horrible que se podía imaginar: los mosquitos picaban incluso de día y los había a millones. Uno se pregunta cómo la gente en su sano juicio puede vivir en un lugar donde los mosquitos pican incluso de día. Se embadurnaba sin parar con la barrita repelente pero a la larga el producto le provocaba eccema y urticaria y el remedio resultaba peor que la enfermedad. Llegó un momento en el que no le habría disgustado nada que apareciera alguien y le disparara a Vassilios Vlassos por la espalda.

La pena más insoportable se la provocaba la vigilancia nocturna; casi todas las noches, Vlassos iba a ver a su mujer, que vivía en una casucha, al final del pantano, donde había un puente que conducía a Komotiní, un viejo puente militar cubierto de travesaños de madera. Junto a la casa se veía una acacia secular rodeada de arbustos de tifáceas en cuyas ramas anidaba una cantidad inverosímil de mosquitos. No había otro lugar donde ocultarse. Desde allí podía controlar todo el terreno semidesierto de alrededor, pero de vez en cuando, por prudencia, se acercaba a la ventana y echaba un vistazo al interior: hacían el amor con la luz encendida y cada vez parecía más embarazoso.

La mujer era una especie de giganta esteatopígica, de pechos enormes y muslos redondos y macizos. La negra y exuberante vellosidad de las axilas y de las ingles que le sombreaba también el interior de los muslos casi hasta las rodillas se destacaba en la piel blanca. Vlassos se lanzaba sobre aquel mar de carne con la fogosidad de un verraco durante la cubrición y siempre lograba hacer vibrar, temblar y gemir a aquella hembra inmensa como si se tratara de una jovencita en brazos de su primer enamorado. Y cuando su compañero se abandonaba supino y jadeante, ella lo besuqueaba y lo lamía por todas partes como hacen las vacas después de parir a los terneros. Karamanlis, que para ciertas cosas tenía el estómago débil, en más de una ocasión sintió ganas de vomitar… No obstante, en cierto sentido, había que admirar a Vlassos: caray, a su edad todavía era capaz de estar trincando durante horas y para colmo con aquella criatura que a cualquier hombre normal le habría parecido inexpugnable. Qué no habría sido capaz de hacer con una jovencita tierna… ya… guapa y joven.

Hubo un momento en que creyó haberse equivocado; a Vlassos habrían podido matarlo mil veces mientras pescaba y además, fácilmente. Sin duda, el asesino no quería esperar a que el tipo se reincorporara al servicio y volviera a andar por ahí armado y acompañado. Tanto a Roussos, a Shields, como a Karagheorghis los habían asesinado en lugares ocultos y solitarios. ¿Y si todo aquello hubiera sido un montaje de su mente? Bueno, mejor así, a fin de cuentas, mejor así, aunque no sabría por dónde continuar la investigación.

Había llegado la última noche de las vacaciones de Vlassos y Karamanlis vio que el sargento no salía a pescar como de costumbre sino que se había quedado en su casa; pensó que estaría preparando las maletas y todo lo demás. Decidió concederse un poco de libertad para la cena, después volvería a montar guardia en la casa de Vlassos hasta la una o las dos de la madrugada, como tenía por costumbre, y luego se iría a dormir a la pensión de enfrente con el oído bien aguzado como las demás noches. Por otra parte, Vlassos había sido avisado por la policía y, sin duda, tendría en casa una pistola; además, era posible que saliera armado.

Se acercó hasta un pueblo situado a pocos kilómetros al este de Portolago llamado Messemvria y se sentó en la única fonda que había, delante de un platazo de chuletitas de cabrito con patatas asadas. En una mesa cercana estaba también el papás y mucha gente hablaba en turco pues la frontera no estaba lejos.

Al cabo de un rato, el propietario se le acercó con medio litro de retsina y dejándole dos vasos limpios le dijo:

—Invita ese señor que está sentado allá al fondo.

Karamanlis levantó la cabeza y por encima de las cabelleras y las calvas lustrosas de los demás parroquianos, por encima de la niebla azulada del humo de cigarrillo, su mirada en encontró con los ojos firmes del almirante Bógdanos.

La situación comenzaba por fin a aclararse. Le hizo una seña para que se dirigiera a su mesa sin mostrarse particularmente asombrado. Bógdanos se puso en pie descollando en medio de la capa de humo como una cima entre un montón de nubes y fue a sentarse delante de él, mientras Karamanlis servía el vino en los vasos.

—No parece usted sorprendido de verme después de tantos años —le dijo Bógdanos.

—En efecto. Lo he visto por la zona de Dirú hace unas semanas y el corazón me dijo que volveríamos a encontrarnos por aquí.

—¿Ah, sí? ¿Y qué le hizo pensar eso?

—Porque por estos lugares está de vacaciones el sargento de policía Vassilios Vlassos, de la central de Atenas, y también a él podría ocurrirle algo como a los pobres infelices de Karagheorghis y Roussos, o como al señor James Henry Shields.

—Parece que ha sacado usted unas conclusiones bastante claras sobre esta serie de delitos.

—Y usted también, si no me equivoco.

—En efecto, no se equivoca. Y a estas horas no debería encontrarse aquí; ha dejado a Vlassos solo y el asesino podría haber esperado este momento para atacar ahora sin ser molestado.

Karamanlis dio un puñetazo en la mesa e hizo tintinear los cubiertos en el plato y agitarse el vino en los vasos.

—¿Y tiene usted la osadía de venir a sermonearme? Gracias a usted un loco de atar se divierte asesinando a mis hombres, y sólo Dios sabe cuándo acabará esta historia. Quiero que sepa que por lo que a mí respecta, esta carnicería sólo tiene una respuesta: Claudio Setti no murió como usted me aseguró; está vivito y coleando y se está dando el gustazo de despedazarnos uno por uno y de tomarnos el pelo con esos estúpidos mensajes.

Bógdanos pareció acusar el golpe.

—Sinceramente, he de reconocer que todo parece llevar a esa conclusión.

—Bien. Me alegra que mi hipótesis cuente con su aprobación. ¿Y usted cómo justifica este asunto? Teníamos un pacto que usted no ha respetado.

—No soy un carnicero, no irá usted a suponer que yo eliminé personalmente a un prisionero. Me limité a dar una orden y no tengo motivos para creer que no haya sido cumplida.

—Ya —dijo Karamanlis—. Usted no se ensucia las manos… los trabajos sucios son para otros… Pues bien, ahora somos nosotros los que estamos en la mira de ese maldito… Me trae sin cuidado su jactancia de caballero. Tiene que decirme lo que sabe sobre el fin de Claudio Setti y qué diablos hacía en Dirú y qué cuernos hace aquí.

Bógdanos le contestó evidentemente molesto:

—Mida sus palabras, Karamanlis, no está en condiciones de imponerme ni pedirme nada. Estoy aquí para buscar una explicación a estos delitos, para identificar al asesino y, si es posible, eliminarlo. Sólo entonces tendremos una respuesta segura y habremos cerrado definitivamente el caso. Le garantizo que después no volverá a verme nunca más. Entretanto, el tiempo apremia; en el ministerio hay alguien que empieza a hacerse preguntas, a relacionar una serie de coincidencias. Hemos de terminar ahora mismo con este asunto.

—Pero usted me envió una foto del cadáver…

—Se la envió quien cumplió con mi orden. Se trataba de una persona de confianza. Por otra parte, en estos casos, no se puede pretender de ninguna manera una declaración oficial del forense. Yo no tenía motivo alguno para dudar de la eliminación del… del sujeto en cuestión. Y ahora, creo que ya hemos perdido demasiado tiempo. ¿Dónde está Vlassos en este momento?

—Creo que en su casa.

—Cree. Caramba, Karamanlis, me extraña de un hombre con su experiencia… Vamos, antes de que sea demasiado tarde.

Salieron a la placita de Messemvria, iluminada por una única bombilla encendida en la fachada de la iglesia parroquial. Partieron juntos en el Fiat 131 de Karamanlis, porque Bógdanos no tenía medio de transporte, como si hubiera caído en aquel lugar llovido del cielo. Envueltos en una nube de polvo recorrieron el camino estrecho que conducía a la carretera provincial y luego doblaron a la izquierda, en dirección a Portolago. No eran todavía las diez cuando Karamanlis detuvo su coche cerca de la casa de Vlassos. La ventana de la cocina estaba iluminada. Por suerte, estaba en casa. Karamanlis se acercó y echó un vistazo en el interior: sobre la mesa había una maleta abierta con ropa dentro y en la cocina de gas había algo hirviendo, tal vez leche. Golpeó el cristal de la ventana varias veces, luego llamó, pero no obtuvo respuesta.

—Maldita sea, ha salido —dijo Bógdanos a su espalda—. Vaya a ver adentro si puede.

Karamanlis se dirigió a la puerta de entrada y la encontró abierta. Efectuó una rápida inspección de la casa. Todo estaba en orden, pero era evidente que Vlassos había salido a toda prisa: por el fuego encendido, la maleta a medio hacer sobre la mesa de la cocina, la luz, también encendida. Apagó todo y salió al patio.

—Algo o alguien lo hizo salir de repente, ni siquiera apagó la luz y se dejó la leche en el fuego.

—¿Dónde puede haber ido? —preguntó Bógdanos.

—La única persona capaz de meterle el fuego en el cuerpo de esa manera es su mujer. A lo mejor lo ha llamado.

—O a lo mejor alguien se ha valido de ella para llevarlo hasta allá, maldita sea.

—Déjese de maldecir, hombre. Si en su momento hubiera hecho un buen trabajo, ahora no estaríamos en este pueblo de mierda corriendo detrás de esa bestia.

Bógdanos echó un vistazo al reloj y le preguntó:

—¿Dónde está la casa de esa mujer?

—No muy lejos del puente militar.

—Démonos prisa, pues, o corremos el riesgo de llegar tarde.

Salieron a toda velocidad en dirección al puente y en unos minutos, los dos se encontraron delante de la casa de la mujer: allí también la puerta estaba abierta, la luz encendida y la radio transmitía a todo volumen un concierto de Hadjidakis. Había indicios de desorden, muebles volcados, vajilla rota; la giganta no había dejado que se la llevaran sin defenderse. Bógdanos frunció el ceño.

—Tal como me temía, alguien se ha llevado a la mujer y luego se lo hizo saber a Vlassos para conducirlo a una trampa.

—¿Pero dónde?

—El pantano es el mejor lugar, tenemos que buscar por ahí. —Una ráfaga de viento fresco encrespó la superficie del agua.

—Ahora sólo nos falta que cambie el tiempo —dijo Karamanlis.

—No hay nada más fácil —repuso Bógdanos—, el parte meteorológico lo había previsto y no me extrañaría nada que nuestro hombre lo haya escuchado con atención.

Decidieron separarse para explorar uno la orilla occidental y el otro la oriental, pero Bógdanos retuvo súbitamente a Karamanlis y le dijo:

—Deténgase, mire allá abajo.

—No veo nada.

—Una luz. Durante un instante he visto una luz. ¿Qué hay en esa dirección?

—Una islita con una pequeña iglesia dedicada a Haghios Spiridion. El 15 de julio, cuando se celebra la fiesta del santo, la gente va hasta allí en procesión, pero el resto del año está cerrada. Por un lado está comunicada con la orilla oriental a través de un pontón que tendrá unos cincuenta metros. Algunas veces Vlassos suele ir allí a pescar.

—¿A qué distancia está?

—Más o menos a un kilómetro y medio.

—¿Y la entrada por dónde está?

—Por el lado de la orilla oriental.

—Entonces conviene ir por los dos lados. Yo iré por la orilla y me acercaré desde el pontón, usted debería coger una de esas barcas y acercarse desde el sur. El asesino podría haber dejado el pantano como vía de escape.

Se separaron; Karamanlis subió a una barca de fondo plano, con un pequeño motor fuera borda y se puso a remar hacia la islita sin hacer ruido; Bógdanos echó otro vistazo al reloj y después se dirigió a paso rápido por la orilla en dirección al pontón. El tiempo empeoraba; ráfagas de viento cada vez más fuertes golpeaban la superficie de la laguna levantando agua y espuma. Por el norte, el horizonte aparecía recorrido por los relámpagos y un trueno cayó desde las cimas de los montes y su retumbo se perdió sobre las olas del Egeo. A ratos, apagados por el ruido del viento, se oían los toques confusos del reloj del campanario de Portolago. Eran las diez y media.

Vassilios Vlassos se detuvo jadeante delante de la puerta de la pequeña iglesia de Haghios Spiridion. Reinaba el silencio; sólo se oía el chirrido que soltaba el pontón de madera al sufrir el embate de las olas y el soplo cada vez más embravecido del viento. Por la ventana se colaba una tenue claridad, como si en el interior una vela ardiera delante de una imagen sagrada.

Vlassos sacó su Beretta, la amartilló y se acercó a la ventana, pero sólo logró ver una parte de los bancos y las sillas de la iglesia sobre los que apenas reverberaba la luz titubeante de un farol. Decidió entrar como estaba mandado, por la puerta; la abrió de una patada y se lanzó al interior rodando de lado hasta escudarse detrás de uno de los bancos con la pistola firmemente empuñada en la mano.

La escena lo dejó sin aliento: su mujer estaba semidesnuda, atada a una columna del iconostasio, como un grotesco y casi blasfemo san Sebastián. Estaba amordazada y delante de ella, envuelto en un cucurucho de papel rojo, ardía un cirio.

Una voz surgió clara y cortante de detrás del iconostasio. El estrecho espacio la convertía en una voz cercana, extrañamente íntima.

—¡Bienvenido, sargento Vlassos! Has venido a recuperar a tu mujer, ¿no es así?

Vlassos se sintió invadido por una rabia impotente.

—Suéltala. Te doy lo que me pidas. Suéltala, déjala marchar…

—Vaya, te preocupa mucho tu paloma, ¿eh? Bien. Si de veras te importa, lanza la pistola al altar. —Vlassos vaciló—. No tienes ni idea de lo que significa que torturen a tu mujer ante tus ojos hasta matarla, tener que asistir a su agonía y a su muerte… no te lo imaginas, ¿verdad?

Vlassos tiró la pistola al suelo haciéndola rodar hasta la balaustrada del iconostasio. Al oír el ruido, la mujer dio un brinco y lanzó un gemido de auxilio.

—No tengas miedo —le dijo Vlassos—. No tengas miedo. No permitiré que te toque. Sé quién eres —dijo levantando la voz—. Eres el que se ha cargado a Roussos y a Karagheorghis. Pero ella no tiene nada que ver, maldita sea. Déjala ir y nos enfrentaremos tú y yo. Escúchame, puedo contártelo todo. Nosotros no tuvimos la culpa, la culpa la tuvo Karamanlis. Fue él quien me mandó…

—No hay nada que puedas contarme, Vlassos. Lo sé todo. Pero mira tú por dónde, quien tiene algo para contarte soy yo. Acércate despacio.

Vlassos se puso en pie y caminó por el centro de la pequeña nave hacia el iconostasio. Si lograba acercarse lo suficiente se abalanzaría sobre su mujer y lanzaría lejos de una patada ese maldito cirio. Quizás en la oscuridad tendría más margen. Dio unos cuantos pasos y se acercó al círculo iluminado.

Un relámpago enceguecedor, seguido de un fragoroso trueno, iluminó por un instante el cielo, como si fuera pleno día; la luz que se coló por los vitrales hizo brillar la palidez de las carnes de su mujer prisionera, y en la parte alta del iconostasio, esculpió ante él la figura irreal de un hombre que empuñaba un arco y llevaba la cara cubierta por un pasamontañas. La flecha partió con un seco silbido y le traspasó la ingle; Vlassos lanzó un aullido y se desplomó en el suelo; enseguida, otra flecha le traspasó un brazo y luego otra se le hundió en un muslo.

El viento amainó y la lluvia comenzó a caer rumorosa mientras Vlassos se retorcía y sollozaba ensangrentado, esperando el tiro de gracia, pero nada ocurrió. Le pareció oír ruido de vidrios rotos que caían a trozos sobre el suelo, y después una voz contenida pero agitada que decía algo así como: «Debes marcharte ahora mismo, ya están aquí, te esperaban. Vete. No. Vete ahora mismo». Ruido de pasos, dos o tres disparos, gritos, después la nada.

Empapado por la lluvia y empuñando una linterna, Karamanlis saltó a tierra en ese momento y Bógdanos fue a su encuentro con la pistola humeante en la mano.

—Un minuto antes, si hubiéramos llegado un minuto antes, lo habríamos cogido.

—No importa —dijo Karamanlis con una extraña sonrisa—. Esta vez vine prevenido. —Del bolsillo interno de la chaqueta sacó un walkie-talkie—. A todas las unidades, aquí el capitán Pavlos Karamanlis. Se ha producido un intento de homicidio en la iglesia de Haghios Spiridion, en la laguna de Portolago. El asesino ha huido hace dos minutos, venid todos a esta zona, bloquead los caminos y senderos, vigilad todo el perímetro de la laguna. Si esta vez se os escapa, os arranco el pellejo a todos. ¿Por dónde ha huido?

—Por ahí —respondió Bógdanos señalando hacia las montañas—, y estoy convencido de que lo he herido. Será mejor que se ocupe de su hombre; está ahí dentro en muy malas condiciones.

Lo ayudó a subirlo a la barca en la que se había acomodado también la mujer, tapada a la buena de Dios. Karamanlis encendió el motor fuera borda y le preguntó:

—¿Usted qué hace, no viene?

—No. Quiero echar otro vistazo por los alrededores.

—Como quiera —dijo Karamanlis—. Pero acuérdese de salir por la parte del pueblo donde estoy yo o quedará atrapado. Como verá, no soy tan desprevenido. —Y se alejó velozmente en dirección a Portolago. En la claridad producida por los relámpagos vio la figura de Bógdanos recortada un instante bajo la lluvia torrencial y después nada más. En cuanto tocó tierra, se vio rodeado de sus hombres que esperaban con una ambulancia y se llevaron a Vlassos, aún vivo pero medio desangrado.

La furia del temporal comenzaba a menguar; Karamanlis fue hasta su coche cubriéndose la cabeza con una bolsita de plástico para que el resto del chaparrón no lo mojara. Le pareció oír el eco de disparos que provenía de la montaña. ¿Acaso Bógdanos habría logrado cargarse a ese maldito? Una luna como una guadaña apareció entre los negros cúmulos deshechos por el Meltemi y una que otra estrella de luz diamantina brilló en el cielo todavía cargado. ¿Ecos de disparos… o de truenos? Posiblemente Bógdanos tenía autoridad incluso sobre los truenos.

Llamó a un oficial, se hizo indicar en un mapa la ubicación de todas las patrullas y los puestos de control y examinó atentamente la morfología del territorio: nada de barrancos, nada de grutas, poca vegetación, el único acceso al mar abierto estaba constantemente iluminado y controlado; una trampa perfecta. Lo único que debía hacer era esperar. Recomendó a sus hombres la máxima vigilancia, subió al coche y se fue al hospital donde hizo que lo llevaran directamente al quirófano.

La tensión sanguínea del paciente se había recuperado gracias a la transfusión, pero el cirujano sólo había logrado extraer —y con mucha dificultad— una de las tres flechas, la más peligrosa, la que le había perforado el intestino grueso y había salido por la fosa ilíaca arrancándole de cuajo uno de los testículos.

El cirujano se detuvo un momento para secarse la frente mientras sus asistentes suturaban.

—Dios mío —dijo volviéndose hacia Karamanlis—, dios mío, ¿cuál puede ser el motivo de tanta crueldad?

La mirada de Karamanlis recayó sobre la flecha que acababan de extraer y que aún estaba ensangrentada: el astil llevaba una inscripción.

—¿El motivo? —repitió poniéndose las gafas y recorriendo con la mirada aquellas palabras—. Aquí tiene usted el motivo.

El cirujano levantó la flecha e hizo girar el astil en el que una mano firme había tallado una frase oscura e inquietante como una maldición:

Has metido el pan en el horno frío.