Skardamoula
9 de agosto, diez y media de la noche
Michel llamó a la puerta de la habitación de Norman y le dijo:
—Voy a sacar el coche. Te espero abajo.
—De acuerdo —repuso Norman—, me reuniré contigo dentro de diez minutos.
Michel sacó el coche del garaje del hotel, salió a la calle, aparcó debajo de una farola y apagó el motor. Sacó del portafolios el extracto de Periklis Harvatis: Hipótesis sobre el rito nigromántico en Odisea XI y se puso a leer… La hipótesis de Harvatis… ya se la había leído muchas veces; según el autor, el rito nigromántico descrito en el undécimo canto de la Odisea, ambientado en los confines del mundo, a orillas del océano, no era otra cosa que el rito de consulta del oráculo de los muertos de Efira, situada en Epiro, justo delante de las islas Jónicas… delante de Ítaca. Y las excavaciones habían demostrado que el oráculo era visitado desde la edad micénica, los tiempos de los héroes homéricos. En Efira desembocaba el Aqueronte después de haber recibido al Cocito y al Piriflegetonge; en Efira se encontraba la laguna Estigia; en las aldeas de las montañas colindantes todavía se enterraba a los muertos después de haberles metido en la boca una moneda de plata de veinte dracmas —el óbolo de Caronte, el barquero de los muertos— y el día de la conmemoración de los difuntos se comían habas crudas… El tiempo parecía haberse detenido en Efira.
Durante siglos había sido un lugar mágico y tremendo; justo delante de Efira, junto a la isla de Paxos, en los tiempos del emperador Tiberio, el comandante de un barco que navegaba rumbo a Italia había oído una voz gritar:
¡Ha muerto el gran dios Pan!
Lo había oído con toda claridad más de una vez y también había oído surgir de los bosques que cubrían la isla un lúgubre coro de lamentos. La noticia se difundió después provocando la consternación del mismísimo emperador. Tiberio quiso ver personalmente al comandante del barco para interrogarlo sobre el misterioso acontecimiento: el anuncio de que los dioses paganos estaban acabados y el nacimiento de una nueva era… Ocurrió en el año y quizá el mes y el día de la muerte y la resurrección de Cristo… de su regreso de los Infiernos… Aquello se supo en Efira y la voz colmada de angustia de un mundo moribundo gritó entre cielo y mar:
¡Ha muerto el gran dios Pan!
Norman abrió la puerta de la derecha y subió al coche.
—¿Sigues leyendo esa cosa? Ya te la sabrás de memoria.
—Sí. Sin embargo, hay algo que se me sigue escapando. El estudio de Harvatis parece ingenuo, casi superficial; no obstante, ha conducido a uno de los descubrimientos más increíbles, la vasija de Tiresias, la prueba de la segunda Odisea. Empiezo a sospechar de que se trata de un estudio incompleto. Creo que falta algo importante, fundamental.
—Quizá. Vete a saber, a lo mejor la conclusión de su estudio no se publicó nunca, a lo mejor el profesor Harvatis sólo había redactado unos apuntes y no encontró la forma o la posibilidad de entregarlos para su impresión… Arranca, el lugar donde estamos citados queda a más de una hora de camino.
Michel giró la llave de contacto y puso el motor en marcha; el coche cruzó la plazoleta casi vacía del pueblo y fue hacia el sur, en dirección a cabo Ténaro. El cielo estaba despejado y tachonado de estrellas, pero sin luna; la oscura carretera era estrecha y corría entre las montañas y el mar.
—Norman.
—¿Sí?
—Hay algo en ese lugar… En Efira, quiero decir.
Norman encendió un cigarrillo, lanzó una gran bocanada de humo y luego contestó:
—Allí está la puerta de los Infiernos. En la antigüedad había un oráculo de los muertos, ¿no?
—Si queremos, podemos tomárnoslo a broma, pero seguramente existe un motivo que durante casi dos mil años ha impulsado a las gentes de ese lugar a ponerse en contacto con el más allá.
—Bueno, en Delfos creían oír la voz de Apolo que predecía el futuro…
—Para eso también hay un motivo… En la época del emperador Tiberio, justamente delante de Efira, ocurrió el episodio de Paxos. Se cree que tuvo lugar el día de la resurrección de Cristo, ¿entiendes? Esa voz anunciaba el fin del paganismo y de todos los dioses paganos simbolizados en el dios Pan… tal vez esa voz viniera de Efira…
—De la puerta de los Infiernos. ¿Qué he dicho yo?
Michel pareció no captar la ironía de las palabras de Norman.
—Esa vasija también proviene de Efira; fue allí donde la encontró el profesor Harvatis, sumergida en la sangre de muchas víctimas… Y ahora vuelve a aparecer en la zona de Dirú, donde también había una entrada al Hades. ¿Te acuerdas de la noche del Politécnico? Ari Malidis nos dijo que la vasija era un descubrimiento del profesor Harvatis, que el profesor había muerto por eso… nos dijo que más tarde nos lo explicaría… ¿De qué murió Periklis Harvatis? Yo no volví a verlo más. A la mañana siguiente me metieron en un avión y me mandaron para Francia. No he vuelto a verlo más.
—Lo sé.
—Tal vez sea Aristóteles Malidis quien nos espera en esta cita.
—O Pavlos Karamanlis.
—¿Por qué?
—Yo le dije a Karamanlis dónde estaba la vasija. —Michel se volvió hacia él bruscamente—. Mira adelante, o nos saldremos de la carretera. Fíjate, el pueblo que ves al fondo del golfo es Oitylos, sigue hasta Pirgos Dirú, después dobla a la izquierda, en dirección a la montaña.
A la salida de Oitylos encontraron un puesto de control de la policía. El agente se inclinó a la altura de la ventanilla e iluminó el interior del coche con una linterna. Michel sintió un escalofrío: por un momento tuvo la impresión de que volvía a ser aquel muchacho asustado hasta lo indecible, al volante de un dos caballos, que trataba desesperadamente de explicarle a la policía por qué corría como un loco, en medio de aquella noche maldita, y por qué el asiento posterior estaba manchado de sangre.
—Documentación, por favor —les ordenó el policía.
Norman percibió la angustia de su amigo; con la mano izquierda lo aferró del hombro con fuerza e inclinándose hacia el policía respondió en griego:
—Ahora mismo —le entregó el permiso de circulación, mientras Michel le enseñaba el de conducir—. ¿Hay algún problema?
—El otro día se cometió un delito en las grutas de Dirú y estamos controlando a todos. ¿A dónde van?
Norman dudó un instante.
—A Kharoudha —respondió Michel, ya más tranquilo—. Tenemos ahí una barquita y hemos cogido una semana de vacaciones para venirnos a pescar. Nos gustaría visitar las grutas, pero con lo que ha pasado, seguro que estarán cerradas.
—No, no —dijo el policía—. Seguramente volverán a abrirlas a partir de mañana. Podrán ustedes visitarlas sin ningún problema.
—¿Nos podemos marchar?
—Sí, claro. Pero tengan cuidado, el asesino podría andar todavía por esta zona.
—Gracias por avisarnos, agente —dijo Norman—, tendremos cuidado.
—Dijimos que jugaríamos a carta descubierta —comentó Michel al cabo de un rato—. ¿Por qué me lo has ocultado?
—Intenté inducir a Karamanlis a un intercambio: la vasija a cambio de la libertad de Claudio y Heleni… No te lo había dicho para no…
—Para no humillarme todavía más.
—No me pareció oportuno. Pero ahora, pensándolo mejor, en vista de que acudimos a una cita con un desconocido, es mejor que tú… que los dos estemos preparados ante cualquier eventualidad.
—Entonces, aquellas señales, la reseña que me enviaron a la Universidad, la foto en el parabrisas de tu coche, podrían ser una trampa que nos tiende Karamanlis… Somos los únicos que podemos declarar que Claudio y Heleni fueron sus prisioneros.
—Y que la versión del atentado terrorista es una invención de la policía para cubrir un doble asesinato.
—Pero por qué ahora, después de tantos años…
—No lo sé. Quizás haya alguien más que está al tanto de todo el asunto, quizá se sienta amenazado, chantajeado… o quizá… —una horrible sospecha le hizo fruncir la frente un instante—, quizá nos preocupamos por nada y dentro de poco nos reuniremos con un encubridor común y corriente que nos pedirá un montón de dinero.
—Todo esto es demasiado para un encubridor común y corriente. Puede que sea demasiado hasta para Pavlos Karamanlis. Norman, escúchame, estamos recorriendo los meandros de un complejo dibujo. Creo que todo está relacionado, la muerte de Roussos y Karagheorghis, la muerte de tu padre, la reaparición de la vasija de Tiresias, la presencia de Karamanlis y la nuestra en este lugar… no pueden ser fruto de la casualidad.
Norman permaneció callado; parecía estar contemplando la pista de tierra batida que subía estrecha y sinuosa entre las laderas de una garganta escarpada, en dirección al puerto de montaña. Michel volvió a romper el silencio.
—Norman.
—¿Sí?
—Basta de secretos. Si hay algo más que no sepa y que tú sabes, aunque pueda hacerme mucho daño, dímelo ahora.
—No hay nada más. Y si existen otros secretos, lo son para los dos. Tendremos que desvelarlos juntos.
Llegaron al puerto de montaña y Michel quitó el pie del acelerador; durante unos instantes, allá abajo, hacia oriente y occidente, veían brillar las aguas del golfo de Mesenia y las del de Laconia. La cadena montañosa, de laderas y cimas profundamente erosionadas y excavadas, parecía el lomo de un dragón que se zambullía en el mar.
—¿Por qué tenemos que venir por este camino de cabras cuando más abajo está la carretera que va a Kótronas y es más cómoda? —preguntó Michel.
—Me parece evidente, nuestro hombre es muy hospitalario y quiere que disfrutemos de este espléndido paisaje.
—Me alegra que tengas ganas de bromas.
—Ahora en serio, me parece evidente. Se ha cometido un crimen, los caminos están llenos de policías. Nuestro hombre necesita silencio y soledad; en el fondo, se trata de un asunto ilegal de mucho valor, medio millón de dólares no son broma. —Echó un vistazo al reloj—. La una. La cita es para dentro de media hora, cerca de un faro abandonado del sexto kilómetro del camino de la costa, empezando desde el punto donde desemboca este camino de cabras en dirección sur. Allí habrá alguien que nos hará una señal.
Michel dobló a la izquierda e inició el descenso.
El capitán Karamanlis tocó en el hombro al agente que conducía el coche patrulla y le ordenó:
—Detente en ese control. Veremos si hay novedades. —El agente que conducía se arrimó a la señal de stop, Karamanlis se acercó al jefe del puesto y le preguntó—: ¿Alguna novedad?
—Prácticamente nada.
—Ese hijo de perra no puede haberse esfumado en el aire. ¿Habéis controlado todos los coches que salían?
—Sí, capitán.
—¿No ha entrado ningún coche sospechoso?
—Diría que no. Hace poco ha pasado uno con matrícula inglesa en el que iban dos turistas, un inglés y un francés. Se dirigían a Kharoudha a pasar una semana de pesca. Deben de venir con frecuencia, los dos hablaban griego, y muy bien.
Karamanlis asintió, volvió a subir al coche y le indicó al chófer que siguiera en dirección sur. Al cabo de unos instantes, pareció recordar algo súbitamente, le pidió que se detuviera y bajó del coche.
—¿Cómo se llamaban? —gritó al jefe del puesto.
—¿Te acuerdas cómo se llamaban?
—¡El francés se llamaba Charrier, me parece, Michel Charrier! —respondió el jefe del puesto.
—¿En qué coche iban?
—Un Rover azul.
Karamanlis subió al coche de un salto y le ordenó al chófer:
—Arranca y corre todo lo que puedas, vamos ahora mismo para Kharoudha.
En ese momento, al llegar a la carretera provincial de cabo Ténaro, Michel dobló a la derecha, en dirección al sur, después de haber echado un vistazo al cuentakilómetros para determinar con precisión la distancia que debía recorrer hasta el lugar convenido. Al cabo de seis kilómetros exactos, se arrimó a la derecha y mantuvo encendidas las luces de posición.
—Hemos llegado —dijo Norman—. Ahora lo único que debemos hacer es esperar la señal.
—¿Cómo estás, hijo mío?
—Débil y muy cansado.
—Había demasiados controles en el mar. No podíamos arriesgarnos a salir en barca. Tuve que ir por esta galería. Todavía quedan otros que han de pagar su deuda, no puedes desfallecer ahora.
—¿Pero en tierra no estaremos más expuestos todavía, comandante?
—En tierra hay alguien que te espera para llevarte lejos, a la próxima cita. Ahora quédate quieto donde estás, deja que yo me adelante. Te llamaré dentro de un minuto.
Claudio oyó un chirrido y al cabo de nada, sobre su cabeza vio aparecer un cuadrado luminoso: una trampilla abierta que daba a un lugar iluminado por una luz. La negra figura del almirante Bógdanos apareció recortada contra el vano abierto.
—Anda, sube, hay una escalera tallada en la roca.
Claudio subió los escalones resbaladizos y se encontró en una habitación vacía y llena de polvo, donde había una única ventana pequeña con los cristales rotos y los postigos desvencijados. Cerca de allí se oía el chapoteo de la resaca.
—¿Dónde estamos, comandante?
—Al otro lado de la península, en la costa oriental. Este es el faro de Kótronas, abandonado desde la última guerra. Ya entonces utilizaba este pasaje para llegar a mi submarino sumergido entre los escollos de Gerolimin.
—¿Quiere decirme que hemos cruzado el cabo Ténaro bajo tierra?
—Exactamente. Y hemos llegado antes que los barcos de la guardia costera que todavía estarán en los alrededores de Gerolimin, viéndoselas con el Meltemi y con las rocas que afloran. Como dice el poeta,
Ephthes pezós ión é egó syn neí meláine,
«Has llegado antes tú andando que yo en nave negra».
—Entiendo el griego antiguo, es un verso de la Odisea —dijo Claudio sin poder acordarse del canto exacto.
Bógdanos inclinó la cabeza y una sombra melancólica le nubló la mirada azul durante un instante.
—Son palabras dirigidas a un amigo desaparecido antes de tiempo… Ahora sígueme —le ordenó—, ya no nos queda tiempo. —Se acercó a la ventana y en el camino, a cien metros de allí, vio un coche oscuro aparcado en el camino, con las luces de posición encendidas—. Bien, todo marcha bien. Ven por aquí. —Entró en la habitación contigua, una especie de garaje donde había aparcado una camioneta Toyota con la caja cubierta por una lona. Levantó la parte posterior de la lona y le ordenó—: Sube aquí y no te muevas. Ésta es la camioneta de la cooperativa de pescadores y la policía la ha visto mil veces. Alguien te llevará al norte. A lo sumo habrá controles hasta Gythion. Una vez que hayas dejado atrás el pueblo, en el primer lugar en el que la camioneta aminore la marcha, baja y sigue tu camino. El que conduce no debe verte bajo ningún concepto. ¿Está claro? Ánimo, en Aighía hay una fonda que abre a las seis para los camioneros, preparan huevos fritos ommatia y alubias estofadas. Con doscientos dracmas recuperarás las fuerzas. Nos veremos en cuanto me sea posible, hijo mío.
Volvió a bajar la lona y regresó a la habitación del faro. Encendió una vela y la pasó tres veces delante de la ventana. Desde el coche le contestaron haciéndole luces con los faros. Un minuto más tarde, los dos hombres bajaron del coche y avanzaron hasta el muro del faro, pero él seguía en las sombras, detrás de la ventana de manera tal que el rostro le quedara cubierto.
—Se ha presentado un contratiempo —dijo—. Ya sabréis que se cometió un crimen en Dirú y la policía está peinando cada palmo de esta península. No he podido traer la vasija, era demasiado peligroso.
—Yo también creo que ha sido mejor así —convino Norman.
—¿Cuándo podremos verla? —preguntó Michel.
—Pronto —repuso Bógdanos—, pero ahora debéis hacer lo que os digo. Dejadme vuestro coche y marchaos en la camioneta que hay en ese garaje. Pasad por Gythion y después me la dejáis en el motel Esso que hay a la izquierda, al salir del pueblo, cinco kilómetros después del paso a nivel. Mañana por la mañana os devolverán el coche en el hotel.
—¿Pero cómo vamos a fiarnos… por qué este cambio?
—Alguien pudo haberos seguido o podría haber notado vuestro coche. Quiero evitar cualquier tipo de riesgo.
—Pruébenos que de verdad tiene la vasija —le pidió Michel.
—La sacaron del sótano del Museo Arqueológico Nacional de Atenas la noche del 18 al 19 de noviembre de 1973, un instante antes de que el capitán Karamanlis, de la policía de Atenas, se apoderase de ella. Alguien debió de haberle informado dónde estaba exactamente, en una lata llena de aserrín que había dentro de un armario…
—Le creemos —dijo Norman, estupefacto—. Le creemos… haremos lo que nos pide.
—Díganos cómo se llama —le pidió Michel presa de un súbito nerviosismo—, por si tenemos que ponernos en contacto con usted.
—Las personas como yo tienen muchos nombres y ninguno a la vez. Y ahora, entrad por ese portón, subíos a la camioneta y marchaos de aquí, es mejor que sigáis vuestro camino lo antes posible.
Un minuto después, Claudio notó que la camioneta emprendía el viaje y cogía velocidad. Se acercó a la parte posterior y miró atrás; el viejo faro en ruinas se recortaba contra el cielo estrellado y el fulgor de las olas. Por un momento le pareció ver la negra silueta del almirante Bógdanos que levantaba una mano para despedirse… El movimiento irregular del vehículo lo acunó hasta que se quedó dormido, y soñó entonces con lo único que podía mantenerlo aferrado a la vida: los ojos de Heleni, su voz, sus manos, su cuerpo vivo y cálido, como eterno; el sueño lo envolvió como un aura tibia, como un viento de primavera que derrite el hielo y hace que las aguas fluyan límpidas en las acequias… Dios santo, ¿cuándo concluiría el invierno que se había cernido sobre su existencia? Tal vez Bógdanos lo supiera, tenía que saberlo… lo sabía todo… no era un hombre como los demás… su mente conocía senderos ignotos y misteriosos. Lo había arrancado de las orillas de una vida casi normal, había reabierto sus viejas heridas, había regresado de un pasado que creía enterrado para guiarlo a través del infierno. ¿Sería así como acabaría olvidando el recuerdo de Heleni? ¿Sería aquél el cáliz amargo que debía apurar hasta la última gota para poder finalmente vivir o morir…? La verdad era que el almirante Bógdanos siempre tenía razón y estaba en lo cierto cuando le habló de la fuerza formidable que se desencadenaría en él cuando viera a los culpables. ¿Cuántos quedaban todavía? Volvería a sentirse invadido por aquella fuerza, por aquel frenesí destructivo y después, por aquella tranquilidad exhausta y siniestra. Esperaba con paciencia el día de la ordalía, sobre todo la de uno, en quien descargaría toda la violencia soportada y padecida. Ya le tenía elegido el mensaje de muerte.
El capitán Karamanlis había recorrido las calles completamente silenciosas del pueblecito dormido de Kharoudha sin encontrar rastros del Rover azul; tal como sospechaba y preveía, Michel Charrier y Norman Shields, porque de ellos debía tratarse sin duda, debían de haber ido hacia el oeste, en dirección a la costa oriental del promontorio; quería encontrarlos y después hacer que los siguieran discretamente, sin descubrirse. Regresó por donde había llegado a la carretera provincial y en el cruce, dobló a la derecha, en dirección a Kótronas; tenía que tratarse de una noche de suerte: apenas había recorrido unos cuantos kilómetros cuando vio un Rover azul con matrícula inglesa que abandonaba una estación de servicio automática y se alejaba hacia el oeste. Hizo un brusco cambio de sentido y, al cabo de unos minutos le dio alcance y, para no delatarse, se mantuvo a una respetuosa distancia. El coche llegó a la carretera provincial oeste y siguió hacia el norte, en dirección de Kalamáta, hasta que la patrulla del puesto de control de Oitylos le indicó que se detuviera. Karamanlis también se detuvo, esperó que volviera a emprender la marcha para continuar tras el vehículo. En el control aminoró la marcha para que lo reconocieran pero no se detuvo a hablar con los nuevos agentes que habían reemplazado a la primera patrulla.
El Rover siguió a mediana velocidad hasta Skardamoula, donde aparcó delante de un hotelito. Del coche bajó un hombre, cerró la puerta, entró en la recepción y salió poco después para alejarse a pie. ¿Era posible que se hubiera equivocado? ¿Era posible que hubiera dos Rover azules con matrícula inglesa dando vueltas a las dos de la madrugada por aquellas calles solitarias? ¿Y si se hubiera tratado del asesino? ¿Si se hubiera tratado de un truco para alejarlo de los puestos de control? ¿Por qué no lo habían detenido los agentes? Paró el coche y entró en la recepción.
—Soy de la policía —le informó al portero de noche—. ¿Conoce al hombre que ha entrado hace un momento?
—No. No lo había visto nunca.
—Pero ha aparcado en el patio del hotel.
—Sí, claro. Por encargo de los propietarios, que son clientes nuestros.
Karamanlis le dio las gracias al portero y le pidió:
—No diga nada de este control. Se ha tratado de un error y sería inútil alarmar indebidamente al propietario.
—Quédese tranquilo —respondió el empleado y siguió completando un crucigrama.
Karamanlis volvió a subir a su coche y salió al camino para alcanzar al hombre que había dejado el Rover de Shields en el aparcamiento del hotel; si lograba encontrarlo, iba a hacerle algunas preguntas. Avanzó despacio con la vista fija en el borde izquierdo del camino hasta que lo vio. Caminaba decidido, con las manos en los bolsillos; vestía unos pantalones de algodón, una americana oscura, también de algodón, y calzaba zapatos ligeros de cáñamo. Karamanlis aceleró, lo adelantó y cuando se puso al reparo de la primera curva, dio la vuelta y regresó por donde había venido para poder iluminarle la cara. Lo reconoció de inmediato: la misma mirada penetrante, la misma expresión imperiosa, el mismo rostro duro y marcado como el hierro trabajado sobre el yunque.
Era Anastasios Bógdanos.
Los diez años transcurridos habían pasado sobre aquellos rasgos como el agua sobre una roca de basalto. Estuvo a punto de pisar el pedal del freno, pero se contuvo. Se alejó sin ser visto y regresó a pie para observarlo mejor. En un momento dado, vio que abandonaba la calle y subía a la cima de un pequeño promontorio que daba al mar, donde se sentó con las manos entre las rodillas y así permaneció, inmóvil, contemplando durante largo rato la brillante extensión de las olas.
Desde su puesto de observación, Claudio Setti vio que el camino sinuoso que llevaba a Gythion se desviaba; de la cabina le llegó un murmullo indescifrable y extraño de voces salpicado de largos silencios y del sonido de la radio. La camioneta aminoró la marcha en un par de ocasiones en los controles, pero Claudio no se alarmó y cada vez, desde la parte posterior, observó sin emoción cómo los policías y sus coches desaparecían en la oscuridad.
Dejaron atrás Gythion y enfilaron por el camino que iba al norte. El cansancio comenzaba a vencerlo y, poco a poco, el traqueteo de la camioneta lo fue adormilando. La música de la radio que le llegaba amortiguada le recordaba la canción que desde siempre lo acompañaba en los momentos más intensos de su vida, una especie de balada popular que su madre solía cantarle de niño. La había perdido cuando era muy pequeño y aquella canción era lo único que recordaba de ella.
Al cabo de una decena de kilómetros, la camioneta aminoró la marcha, luego se detuvo en un paso a nivel y Claudio dio un brinco; cuando el vehículo volvía a ponerse en camino, se bajó y después de esperar un poco al reparo de la garita del guardabarreras, fue andando en la misma dirección. Aquellos desconocidos lo habían ayudado a burlar un imponente aparato policial sin imaginárselo siquiera.
Comenzaba a desentumecerse, a recuperar las fuerzas y la voluntad aunque llevara muchas horas en ayunas. Caminó a buen ritmo en la noche cálida, acompañado por el canto de los gallos y los ladridos de los perros; cuando comenzó a clarear, lo recogió un tractor que lo llevó hasta la fonda, situada a la entrada de Aighía. El propietario le sirvió huevos fritos ommatia y alubias estofadas con pan fresco.
La comida era deliciosa y no tuvo que pagar más que doscientos dracmas.