Areópolis, Peloponeso
7 de agosto, siete de la tarde
El comisario del distrito de policía de Kalamáta ordenó de inmediato que se establecieran puestos de control en todas las carreteras de la península; el asesino estaba acorralado al final del promontorio donde había llegado con un coche, si hubiera intentado regresar habría acabado en la red. Se dio la alarma a la guardia costera para que parara cualquier embarcación sospechosa que intentara hacerse a la mar desde Gerolimin o cabo Ténaro. Un helicóptero levantó vuelo para controlar desde arriba todas las salidas de las grutas.
También se dio aviso a la Jefatura Superior de Policía de Atenas que de inmediato relacionó el caso con el reciente asesinato del agente retirado Petros Roussos en Parthenion, Arcadia; el mensaje dejado por el asesino era el mismo, absurdo y, en apariencia, carente de significado. Desde Atenas dijeron que iban a mandar a alguien para que colaborara con el comisario de Kalamáta. Entretanto, les aconsejaron que no dejaran que se les escapara el criminal que había matado a Karagheorghis, pues seguramente se trataría de la misma persona que había eliminado a Roussos: la misma mente retorcida, la misma fantasía cruel.
El agente Pendeleni, que había encontrado a Karagheorghis moribundo en la gruta de Katafigi, participó activamente en las investigaciones junto con los compañeros que llegaron para echarle una mano; con la ayuda de los guías del lugar, peinaron hasta el último palmo de las grutas, incluso mandaron llamar a unos espeleólogos de la Universidad de Patrás que habitualmente realizaban estudios en el lugar, pero no lograron encontrar un solo indicio. Los agentes se turnaron para trabajar de noche y explorar cada sendero y cada galería. Los hombres rana sondearon las aguas de los lagos subterráneos sin conseguir ningún resultado.
Esa misma noche, el agente Pendeleni se encontró en una taberna de Gerolimin con el camionero que le había bloqueado el camino cuando se dirigía a auxiliar a Karagheorghis. El hombre estaba libre de toda sospecha y llevaba más de treinta años trabajando en el pueblo; lo que sí resultó sospechoso fue el encargo: había aceptado la carga de leña en consignación en el muelle, donde una barca la había descargado para que él la transportara al muelle de Gythion, donde volvieron a cargarla en una barca muy similar a la primera, más aún, habría podido decir que era la misma.
—¿Y no te pareció raro el encargo? —inquirió el agente Pendeleni.
—Claro que me pareció raro.
—¿Y no se te ocurrió preguntar a los de la barca a qué estaban jugando?
—Me pagaron por adelantado, ¿por qué iba yo a mezclarme en cosas que no me concernían? Me piden que recoja una carga en un lugar y que la transporte hasta otro, para mí todo en orden con tal de que me paguen.
—¿Quién fue el que te encargó el transporte? ¿Te acuerdas cómo era?
El camionero asintió y repuso:
—Vaya si me acuerdo, una cara así no se olvida.
—¿Es alguien de la zona?
—No. Por aquí no lo he visto nunca, pero conoce bien la zona.
—¿Qué quieres decir?
—Ayer por la mañana, cuando llegó con aquella barca, soplaba el Meltemi y puedo asegurarte que maniobraba como si conociera estas aguas de toda la vida, me quedé de piedra.
—¿Podrías describirme cómo era?
—Un tipo de mediana estatura, bien plantado, de unos cincuenta años, con ojos azules… un azul claro, como el agua que hay cerca de las rocas, y una cara de piedra… sin duda, un marinero, y de los buenos.
—¿También estaba a bordo de la barca cuando descargaste en Gythion?
—No. Es más, en la barca no había nadie. Descargué en el muelle e hice que los de la cooperativa de estibadores me firmaran el recibo. Ni siquiera sé si han recogido ya la leña.
La galería, estrecha como un pasadizo y completamente oscura, comenzaba finalmente a ensancharse y una ligera luminiscencia apenas perceptible alumbraba el techo abovedado.
—Un esfuerzo más, faltan pocos metros y podremos descansar. Venga, ánimo, acércate, vamos…
La galería volvió a dilatarse en un derrame que asomaba bajo una bóveda inmensa, combada sobre una superficie amplísima. Una claridad leve pero firme, en comparación con la oscuridad completa que la había precedido, les permitió distinguir los contornos del antro.
—Dios mío, comandante, ¿qué es esa luz?
—Una fosforescencia natural de las rocas que en este sitio tienen una radiactividad bastante elevada. Por eso te he pedido que te pusieras esa capa de plástico, además será mejor que vuelvas a ponerte la capucha. Tendremos que quedarnos aquí varias horas y será mejor que no corramos riesgos inútiles.
—No logro entender. ¿Cómo es que conocía ese pasadizo subacuático y cómo sabía que esta horrible galería iba a desembocar en esta especie de catedral subterránea?
—Y no acaba aquí, hijo mío; dentro de poco, el mar que encierra el fondo de esta gruta bajará lo suficiente como para permitir que se filtre el reflejo de la luna y verás más maravillas.
—No ha contestado a mi pregunta… Casi nunca contesta a mis preguntas…
—Te equivocas. He contestado a todas tus preguntas, a las verdaderas… Querías justicia y he preparado el día del juicio para quienes han destruido tu vida y la de Heleni… Lo demás, ¿qué importancia tiene?
En ese momento, el fondo lejano de la caverna comenzó a temblar con un tenue deslumbramiento y la bóveda se iluminó con una luz estupenda, líquida y trémula, animada por ondas mutables y silenciosas: el resplandor de la luna reflejado por la superficie encrespada del mar. El cambio continuo de tonalidades daba vida a los colores de las rocas; comenzó a oírse la respiración del mar, un soplo prolongado y potente como de un gigante dormido, luego un aroma penetrante de sal invadió la atmósfera vibrante, plagada de inumerables reflejos.
—Ven —le ordenó el almirante Bógdanos—, tenemos casi una hora de camino para llegar a la entrada exterior de la gruta y las olas del mar. Hemos de darnos prisa antes de que la marea suba demasiado.
Anduvo por la grava fina del fondo y el ruido de sus pasos se entremezcló con el de las olas lejanas del Egeo y el murmullo del viento. Claudio lo siguió pero no tardó en detenerse, inmovilizado por el estupor: la luz recorría también el suelo de la gruta revelando hasta el menor detalle.
La inmensa extensión aparecía constelada de innumerables túmulos, de miles, de decenas de miles de sepulturas, muchas de ellas marcadas por un ortostato calcáreo, de selenita o cuarcita; en ocasiones, apoyada en el suelo o clavada en él, aparecía un arma corroída por la sal y apenas reconocible. En algunos lugares, un hilillo de agua había excavado las sepulturas dejando al descubierto los restos inhumados y las incrustaciones de carbonato habían revestido los cuerpos, las armas, los adornos, creando composiciones espectrales.
—¿Qué es? Comandante, ¿qué es este lugar, esta inmensa necrópolis? Es increíble… increíble que pueda existir un lugar así.
Bógdanos siguió andando sin volverse y le contestó:
—Este es el Hades. La morada de los muertos. La leyenda dice que las grutas de Dirú eran la entrada del Averno. Aquí lo tienes, éste es el Averno.
—¿Se burla usted de mí?
—Los mitos no son más que verdades deformadas por el tiempo, como los objetos sumergidos en aguas profundas. Esta caverna fue utilizada como necrópolis durante tres mil años. Aquí duermen los minios, los míticos pelasgos, señores del mar, los aqueos de las hermosas espinilleras, destructores de Troya. Desde hace milenios, noche a noche escuchan el canto del mar y esperan a que la claridad de Hécate, la luna, acaricie sus huesos desnudos. Fueron jóvenes truncados antes de tiempo por la Moira, vírgenes intactas, madres separadas de sus hijos, hombres en la plenitud de su virilidad, jóvenes en cuyas mejillas comenzaba a asomar el primer vello. Recorrieron los mares en ágiles barcos, y la tierra en fogosos caballos, en carruajes espléndidos de fervorosas ruedas… Duermen en la arena limpia, entre las rocas tersas, bajo esta bóveda solemne, en este ambiente no contaminado. Aquí, su descanso es sagrado e inaccesible…
Se volvió con un lento movimiento de cabeza; sus pupilas estaban fijas y dilatadas, como sumergidas en las más profundas tinieblas. Claudio lo miró lleno de estupor y le dijo:
—Comandante, habla usted como si estuviera cansado de la vida… ¿Por qué? ¿Por qué?
Bógdanos inclinó la cabeza, ocultó sus ojos entre las sombras de la capucha y le contestó:
—Sigamos nuestro camino.
El agente Andreas Pendeleni se desabrochó el cinturón en el que llevaba la pistola reglamentaria y lo colgó de la percha; el comisario de policía venido de Kalamáta lo miró a la cara con expresión interrogante y le preguntó:
—¿Nada?
—Nada de nada —respondió Pendeleni meneando la cabeza—. Hemos peinado las grutas palmo a palmo, los hombres rana han explorado todos los lagos, ni un solo rastro, ni una sola huella.
El comisario también había pasado la noche en vela, junto a la radio de servicio; tenía los ojos hinchados y la voz ronca de tantos cigarrillos como había fumado. El cenicero que había sobre la mesa estaba lleno a rebosar de colillas y el aire aparecía de color azul. El agente Pendeleni abrió la ventana al tiempo que le preguntaba:
—¿Le importa si ventilo un poco?
—No, qué va… También usted estará molido… querrá irse a dormir. Fíjese la hora que es.
—Y todo para nada.
—¿Ni siquiera un indicio, una sospecha?
—A mi modo de ver, todo fue preparado cuidadosamente. Cuando el pobre Karagheorghis me llamó por radio para que le echara una mano, salí disparado pero me impidió el paso un camión cargado de leña que bloqueaba por completo la calzada. Perdí casi media hora… el tiempo suficiente para que el asesino eliminara a ese pobre infeliz… Pobre tío, le faltaban unos meses para jubilarse.
—Ya. Le pasó como a esos soldados que mueren el último día de la guerra. ¿Por qué no detuvo al conductor del camión?
—No tenía sentido. No tiene la culpa de nada. Se limitaba a cumplir con un encargo cuidadosamente preparado. La carga partió poco después de que Karagheorghis entrara en la gruta de Katafigi.
—Por tanto, el asesino tenía un cómplice. Puede ser un indicio…
—He hecho algunas averiguaciones pero nadie conoce al hombre que el camionero me describió. Y aunque lográramos dar con él, nos costaría mucho hacer que confesara, suponiendo que sea el cómplice, no hay ninguna ley que prohíba mandar transportar una carga de leña de un lugar a otro… —Sacó un papelito del bolsillo interior de la chaqueta y lo dejó sobre la mesa—. En cualquier caso, aquí tiene apuntada la descripción del hombre que encargó el transporte de la leña desde Gerolimin a Gythion. —Se puso en pie y fue a cerrar la ventana—. ¿Qué me dice de los puestos de control? ¿Y el helicóptero y la guardia costera?
El comisario sacudió la cabeza dejando que se balanceara entre los hombros:
—Nada. Es como si se lo hubiera tragado la tierra… Lo único que tenemos es esa estúpida frase sin significado…
—«Estoy desnuda. Tengo frío». Parece una tomadura de pelo… y el cadáver sin ropa… Debe de tratarse de un maníaco… un maldito maníaco hijo de perra.
En ese momento entró el camarero de un bar cercano llevando una bandeja.
—Usted también tendrá hambre. He pedido que me trajeran un poco de café y unos bocadillos. Coma algo. —El agente tomó una taza de café humeante—. Si no quiere marcharse ya, dentro de unos minutos llegará un colega de Atenas. Parece que se trata de un superpolicía de la Jefatura Central… de los que resuelven los casos más intrincados.
Pendeleni descolgó el cinturón del perchero y repuso:
—No, gracias. Salúdelo de mi parte. Estoy molido, me voy a la cama. Si me necesita, ya sabe dónde encontrarme.
Salió justo en el momento en que un coche se detenía delante de la comisaría. Bajó un oficial que entró a paso rápido sin llamar. El comisario fue a su encuentro tendiéndole la mano. El oficial se llevó antes la mano a la visera de la gorra y después estrechó vigorosamente la del funcionario.
—Soy el capitán Karamanlis, de la policía de Atenas, no se levante, comisario. —Le echó una ojeada a la bandeja—. Veo que estaba usted desayunando. Lo he interrumpido.
—No, por favor. Tomaba un bocado, es que nos pasamos la noche trabajando… si quiere usted acompañarme.
Karamanlis se sentó y repuso:
—No voy a decirle que no, comisario. Yo también he pasado la noche en vela para llegar aquí lo antes posible. Entretanto, le ruego que me informe con todo detalle sobre lo sucedido. Sabrá usted que con toda seguridad nos encontramos ante un maníaco. Hace tres semanas, en Perthenion, Arcadia, encontraron muerto, destrozado es la palabra correcta, a otro colega, el agente retirado Petros Roussos.
—¿Lo conocía usted?
—Personalmente. Había trabajado conmigo durante quince años. Un óptimo elemento… capaz, valiente, fiel.
—¿Y a Karagheorghis lo conocía?
Karamanlis asintió:
—Él también fue un estrecho colaborador mío durante muchos años; además, en la guerra civil combatió a mi lado durante muchos meses contra los comunistas, en la montaña, un hombre con agallas, no le temía ni al mismo diablo.
El comisario le lanzó una mirada mezcla de temor y admiración y le dijo:
—Karamanlis. Entonces usted es Pavlos Karamanlis, más conocido durante la guerra civil con el nombre de batalla de ó Távros. Dios mío, capitán, yo soy de la zona de Kastritza… Por allá todavía se habla de usted… es casi un personaje mítico…
Karamanlis lanzó una sonrisa cansada y comentó:
—Eso es agua pasada. Pero me alegra que todavía haya quienes se acuerdan del «Toro».
El comisario no osó añadir por qué razón la gente de Kastritza todavía se acordaba de ó Távros pero fingió que se trataba de lo mismo que suponía Karamanlis.
—Pero capitán —añadió después—, si Roussos y Karagheorghis fueron sus colaboradores directos durante tantos años y en tales situaciones, entonces será usted quien puede tener informaciones para proporcionarnos y no al revés. Ayer tarde telefoneé al juez que se encarga de investigar la muerte de Roussos en Parthenion. Él también cree que hay que buscar el motivo del homicidio en los años en que las dos víctimas estuvieron al servicio de la policía política de Atenas… en una palabra, con usted.
—Seguramente hay algo que une estos dos delitos y también existe una sospecha que comienza a abrirse paso en mi mente, pero se trata de algo casi imposible… al límite de lo absurdo… Tengo que encontrar otros elementos…
—¿Y la frase, qué me dice de la frase? Me han comentado que también apareció en Parthenion, junto al cadáver destrozado de Roussos.
—Efectivamente, es el elemento que une los dos delitos. En cierta manera es la firma del asesino y al mismo tiempo, constituye su desafío.
—O una señal.
—Sí, claro, una señal… o una trampa. He de descubrirlo. Ahora cuénteme todo lo ocurrido.
El comisario tomó el último sorbo de café y vació la taza, se limpió los labios con una servilleta y encendió un Papastratos.
—¿Usted fuma? —le preguntó acercándole el paquete a Karamanlis.
—Ya hace un año que lo dejé.
—Qué afortunado. Verá, no es que tenga mucho para contarle. Por el momento, nuestras investigaciones han tenido unos resultados bastante pobres. Creo que nos encontramos ante un delincuente de una astucia excepcional, además de una ferocidad fuera de lo común. La única pista por seguir, a mi manera de ver, es la de un desconocido que hace dos días encargó, sin motivo aparente, que transportaran una carga de leña desde el puerto de Gerolimin hasta el de Gythion.
A medida que el comisario le refería los detalles del asunto, Karamanlis fue prestando más atención. Cuando hubo terminado, leyó varias veces la notita que dejara el agente Pendeleni en la que describía al hombre que había solicitado el transporte de la leña.
—¿Le recuerda a alguien quizá? —inquirió el comisario.
—En cierto modo sí. En cualquier caso, quiero llegar al fondo de este asunto. Busque a ese camionero, trataré de reconstruir un retrato robot; mientras tanto, síganle de cerca la pista a la presa, ese cabrón no puede haberse esfumado en el aire.
—De acuerdo, capitán. Mi sustituto vendrá a reemplazarme y continuará coordinando las investigaciones y las batidas. Esta tarde, en cuanto recibamos el informe del forense, se lo pasaremos para que lo vea.
—Se lo agradezco, comisario. Si me necesitara, estoy en el hotel Xenia.
Se metió en el bolsillo la notita y se fue a su coche. El sol estaba ya alto y prometía hacer un día estupendo. Karamanlis se dirigió al hotel, subió a su habitación para darse una ducha y estirarse en la cama un par de horas antes de dar comienzo a la cacería.
Mientras el agua le caía encima con un leve chasquido y le iba distendiendo los miembros contraídos por el cansancio y las largas horas de viaje a través de los caminos del Peloponeso, su mente repasaba una llamada recibida tres días antes en Atenas. Había regresado a su casa ya de noche, después de una jornada agotadora y se sentó en su estudio para relajarse unos minutos y echar un vistazo al diario. En ese momento sonó el teléfono. Era como si volviera a oír perfectamente el timbre de aquella voz, de aquellas palabras lentas, bien pronunciadas:
—¿El capitán Karamanlis?
—¿Quién habla?
—¿Recuerda la vasija de oro que desapareció hace diez años del sótano del Museo Nacional?
—¿Quién habla?
—Alguien que sabe dónde está.
—Mejor para usted, quédesela y no me incordie más.
—No hable así y escúcheme un momento. Hay otros que también lo saben, conocidos suyos, de los viejos tiempos, el señor Charrier y el señor Shields. Desembarcaron esta mañana en Patrás y han partido inmediatamente hacia el sur… van tras la vasija…
—Que se la queden.
—Pero creo que podrían reabrir un viejo asunto… la muerte de dos amigos de ellos ocurrida en misteriosas circunstancias la noche de la matanza del Politécnico… Claudio Setti y Heleni Kaloudis… ¿le suenan esos nombres, capitán?
Karamanlis colgó, pero la idea no lo había abandonado desde entonces; Shields y Charrier, para qué diablos habían vuelto después de tanto tiempo… y para colmo, juntos. El rumor del agua de la ducha le calmaba los nervios; estaba acurrucado en el suelo, con la cabeza apoyada contra la pared: ay, Dios… debería haberse disuelto en el agua, sin embargo, dentro de nada tendría que ponerse en pie y enfrentarse a la madeja más enmarañada de su vida. Era como si todos los fantasmas de aquella noche lejana se hubieran dado cita en ese rincón perdido del Peloponeso, pero uno de ellos golpeaba con feroz determinación. ¿Quién sería el siguiente? ¿Él, tal vez? ¿Cuál sería el móvil de aquellos delitos, y el significado de esa frase absurda y misteriosa? Presentía que el rastro de sangre estaba destinado a componer un dibujo. Otro muerto habría bastado para comprender… o hundirse para siempre en la nada.
Cuando el agua se volvió tibia y luego fría el capitán se levantó de un salto, como golpeado por un latigazo. Se secó y se tendió en la cama. Estaba acostumbrado a dormir incluso en las condiciones más difíciles, pero presentía que lo amenazaban desde muchos flancos y no sabía por cuál de ellos defenderse primero.
Cerca del crepúsculo, Michel Charrier entró muy despacio en la villa de Skardamoula y aparcó el coche en la plazoleta central. Esa misma mañana había dejado a Norman en Kalamáta, donde buscaría a un viejo empleado del consulado inglés que, al parecer, podría darle alguna noticia sobre la muerte de su padre.
Era la fiesta del santo patrono y una procesión avanzaba por las calles del centro, en dirección a la iglesia que brillaba bajo la luz de montones de lámparas de colores. En las calles había puestos de vendedores ambulantes y de las paradas donde freían pescado y asaban souvlakia salía un perfume invitante que llenaba el aire. Comenzó a pasearse y de cuando en cuando echaba un vistazo al reloj. De pronto, una mano le dio una palmadita en el hombro.
—¿Qué te parece, Michel, nos quedamos a comer aquí? —inquirió Norman indicándole uno de los puestos.
—Ah, ya has llegado —respondió Michel volviéndose hacia su amigo—. ¿Y? ¿Has averiguado algo?
Norman meneó la cabeza y repuso:
—Prácticamente nada. La policía yugoslava navega en la oscuridad. A mi padre lo mataron en pleno bosque, en el alto valle del río Strimónas, en Macedonia, a pocos kilómetros de la frontera griega. Alguien le tendió una trampa y lo dejó tieso de un solo tiro que lo alcanzó en pleno corazón, un tiro hecho con arco de caza mayor potentísimo, un Pearson, quizás, o un Kastert… En cuanto a lo demás, parece seguro que le cerraron la boca y los ojos cuando ya había muerto.
—¿Qué hacía en un lugar tan apartado?
—Había ido a cazar, una vieja costumbre que tenía. Le gustaba irse solo de cacería, a veces se marchaba unos cuantos días y dormía al raso.
—Por tanto, iba armado.
—Sí. Pero no le sirvió de mucho, no había disparado un solo tiro con su fusil. Sentémonos, hablaremos con más tranquilidad. ¿Qué te parece este sitio? Huele bien.
—Me parece bien —contestó Michel.
Se sentaron a una mesa y pidieron pescado a la brasa, pan, vino y ensalada griega con queso féta. El dueño del puesto desplegó sobre la mesa a manera de mantel un par de hojas de periódico, las sujetó con los platos, los cubiertos, una hogaza de pan y una jarra de retsina, luego les llevó dos salmonetes crocantes y el plato de ensalada. Norman sirvió de la jarra para los dos y se bebió un vaso de vino casi sin respirar; parecía ansioso por deshacerse de la idea opresiva que lo atormentaba.
—Así es como se bebe el retsina, de un solo trago, no hay otra manera… Dios santo, estos sabores, estos sonidos… es como si no me hubiera ido nunca… bebe tú también, anda.
Michel bebió a sorbos largos, entrecerrando los ojos, como si tragara un elixir.
—Tienes razón, Norman, tienes razón, es como si fuésemos otra vez muchachos.
—¿Te acuerdas cuando nos conocimos en Parga y nos recogiste con ese trasto de tu dos caballos?
—Vaya si me acuerdo. Después nos fuimos a aquella fonda, la de Tássos; si no recuerdo mal, pillé la primera borrachera de mi vida.
—Con retsina.
—Sí. Y juré que no volvería a beber más.
—Todos dicen lo mismo.
—Ya, claro.
Norman levantó el vaso y brindó:
—Por aquellos días, amigo mío.
—Por aquellos días —repitió Michel levantando también el vaso. Bebió; después agachó la cabeza sin decir nada más; Norman también se quedó callado.
—¿Querías a tu padre? —le preguntó Michel al cabo de un rato.
—Entre los dos no hubo nunca una verdadera relación. Cuando volví a Inglaterra nos veíamos de vez en cuando en Navidad… pero eso no significa nada.
—Es verdad, no significa nada…
—El único momento en el que me pareció que podíamos hacernos amigos de verdad fue aquella vez en Atenas, cuando se ofreció a ayudarme a salvar a Heleni y a Claudio. —Michel inclinó la cabeza sobre el plato—. ¿Te dejas vencer otra vez por negros pensamientos? Caray, hombre, hemos venido a una batida de caza y no a llorar por el pasado, a una batida de caza mayor, ¿has entendido, Michel? Y ahora bebe un poco más, caray.
Volvió a llenarle el vaso. Michel levantó la cabeza; de pronto, su mirada se llenó de incredulidad y consternación. Señaló la mesa con el dedo y dijo:
—Norman, yo a éste lo conozco, lo vi aquella noche en Atenas, cuando me detuvieron, cuando detuvieron a Claudio y a Heleni… —Le temblaba la voz y los ojos le brillaban de rabia y asombro.
—Venga, Michel, ¿qué cosas dices? Está visto qué no aguantas el retsina, nunca lo has aguantado…
Michel apartó el plato, el vaso y los cubiertos y colocó todo del lado de Norman, luego levantó la hoja de periódico de la mesa y la giró hacia su amigo.
—¡Mira! ¿Sabes quién es este hombre?
Norman vio la foto de un hombre boca arriba, con los ojos desmesuradamente abiertos. El pecho desnudo aparecía bañado en sangre y llevaba un objeto puntiagudo metido entre el cuello y la clavícula. El titular rezaba: «MISTERIOSO DELITO EN LAS GRUTAS DE DIRÚ: EL SARGENTO KARAGHEORGHIS DE LA COMISARÍA DE POLICÍA DE AREÓPOLIS ASESINADO POR UN MANÍACO».
Sacudió la cabeza:
—No lo he visto en mi vida. ¿Estás seguro de que lo conoces?
—Como que hay Dios. Ha envejecido, tiene el pelo más ralo y los bigotes grises, pero es él. Lo vi aquella noche. Él y otro más fueron los que me llevaron a la celda para el interrogatorio, después de haberme torturado con la fálanga.
—Qué extraño.
—Espera. Déjame leer. —Michel releyó rápidamente todo el artículo con una avidez concentrada, luego dejó caer la hoja sobre la mesa y se bebió el contenido de su vaso de un solo trago.
—Eh, más despacio, que no aguantas el retsina.
Michel se inclinó hacia adelante, agarró a su amigo de las manos se acercó hasta que sus frentes se tocaron y lo miró fijamente a la cara con ojos trastornados.
—Claudio podría estar vivo —dijo con un hilo de voz.
—El vino se te ha subido a la cabeza.
—En absoluto. Fíjate en esto. Hace veinte días en Parthenion, Arcadia, mataron a otro agente de policía, un tal Petros Roussos, que durante quince años fue colega de Karagheorghis en la Jefatura Central de Policía de Atenas. En otras palabras, dos colaboradores directos de Karamanlis. Y fíjate a quién enviaron para coordinar las investigaciones, a Pavlos Karamanlis en persona. En este momento se encuentra en Areópolis, a pocos kilómetros de aquí. Todos han estado ligados a los acontecimientos del Politécnico.
—¿Pero qué tiene que ver Claudio? No entiendo qué tiene que ver Claudio.
Se les acercó una niña con una caja de dulces y les preguntó:
—Mister, ¿quieres comprarme unos loukoumia?
—No, pequeña.
—Claudio está muerto, Michel. Me lo dijo mi padre cuando se publicó la noticia en los diarios y también me dijo que la historia del atentado era probablemente un recurso empleado por la policía para hacer desaparecer dos cadáveres molestos sin dejar rastros comprometedores. Resígnate.
Michel seguía releyendo el diario.
—Tal vez sea una corazonada, o algo más, pero creo que las cosas no tardarán en aclararse.
—Es posible.
—La solución está en esas palabras que encontraron escritas junto al cadáver de Roussos y al de Karagheorghis, «Estoy desnuda, tengo frío». Es un mensaje, ¿comprendes? Sin duda se trata de un mensaje y si logramos descifrarlo podremos descubrir al asesino y la causa que lo empuja a atacar con tanta crueldad.
Norman se entristeció de repente y dijo:
—Un mensaje… como ocurrió con mi padre. Pero entonces podría tratarse del mismo asesino… Crees que Claudio ha vuelto para matar a sus verdugos, ¿no es así?
—Y tú crees que se trata de una reacción de mi subconsciente, que no se resigna a la culpa de haberlo delatado, ¿no es así?
—Pero es absurdo, ¿no entiendes que es absurdo? Si existe una conexión entre estos tres delitos, ¿cómo encaja mi padre en todo esto? Él trató de salvarlos, envió a un hombre y un coche… yo estaba presente, te digo que trató de salvarlos.
El dueño del puesto se volvió hacia ellos y luego hacia otros parroquianos sentados a las mesas de al lado. Norman inclinó la cabeza sobre el plato y se puso a comer en silencio mientras Michel se mordía el labio inferior tratando de contener las lágrimas que afloraban a sus ojos.
—Tienes los nervios a flor de piel —le dijo al cabo de un rato—. Venga hombre, come, que el salmonete frío es un asco.