IX

Parthenion, Arcadia

15 de julio, nueve y media de la noche

Petros Roussos, agente de policía retirado, pedaleaba por una leve bajada del camino de la campiña que conducía a la aldea, y el faro de su bicicleta alumbraba una buena porción de los bordes polvorientos de la calzada. A derecha e izquierda se extendía un viejo olivar de árboles seculares con troncos rugosos y atormentados, y copas soberbias que brillaban bajo los rayos de la luna llena. Una liebre se detuvo de repente, encandilada por el faro y luego huyó dando un salto breve para desaparecer en la maraña de sombras que estriaban el suelo.

Pasó cerca de una fuente que manaba limpísima de una gruta recubierta de musgo y se persignó delante del nicho con la imagen de la Virgen; sobre un campo de avena miles de luciérnagas titilaban como estrellas, un retazo de firmamento entre los setos.

Era lo que siempre había deseado: jubilarse y regresar a su pueblo de Arcadia, lejos de la confusión de la ciudad, del ruido, del aire gris y sofocante, volver a aspirar el perfume de las flores de los limoneros y los cidros, del romero silvestre, saborear los placeres de la cocina sencilla de los pastores y los campesinos, ocuparse del campo y la dehesa que le habían dejado sus padres, muertos hacía mucho tiempo.

Y olvidarse del trabajo sucio que había tenido que hacer durante años. Vivir hay que vivir y alguien ha de hacer ciertos trabajos; además, cuando se nace pobre en una aldea de montaña, si uno no quiere morirse de hambre, no le queda mucho de dónde elegir. Pero gracias a Dios, la cosa había acabado por fin. Había regresado hacía apenas seis meses y tenía la impresión de no haberse marchado nunca, a no ser porque muchos amigos de la niñez y la juventud ya no estaban allí. Algunos habían emigrado a los Estados Unidos, otros, que en paz descansen, habían muerto, otros se habían mudado. Pero por suerte quedaban unos cuantos como Yannis Kottás. Juntos habían pastoreado los rebaños del amo hasta que les llegó el momento de hacer el servicio militar, que cumplieron juntos, en Alexandrópolis, en la frontera turca. Fue bonito volver a encontrarse y buscar debajo de las arrugas y el cabello gris al muchacho dejado hacía tantos años y recordar los viejos tiempos. Se había convertido ya en una costumbre reunirse todos los jueves por la noche para jugar una partida a las cartas y beberse una botella de retsina.

Tocó unos cuantos timbrazos al cruzar la carretera provincial y retomó el caminito en ligera subida que seguía al otro lado en dirección al pueblo: unas cuantas casas iluminadas por un par de farolas y la pequeña iglesia de Haghios Dimitrios en lo alto de la colina. Yannis Kottás trabajaba como sereno en la única industria de la zona: una fábrica de hielo que abastecía a todos los caseríos donde no llegaba la corriente eléctrica. Apoyó la bicicleta en la pared de la fábrica y tocó unos cuantos timbrazos para anunciarse. Se asomó a la ventana del despacho, la luz estaba encendida pero Yannis no estaba, debía de estar haciendo su ronda de control. La puerta estaba abierta y entró.

—¿Yannis? Yannis, soy yo, Petros. ¿Ya has puesto a enfriar la botella? Venga, hombre, esta noche te doy la revancha.

No obtuvo respuesta. Pasó a la nave y volvió a llamar a su amigo en voz alta para imponerse al ruido de los compresores, miró por todas partes pero no vio a nadie.

—Yannis, ¿estás en el retrete?

La luz se apagó de repente pero los compresores siguieron funcionando.

—¡Yannis, vaya bromas te traes! ¿Quieres meterme el miedo en el cuerpo? Venga, hombre, enciende las luces, no seas payaso. —Los compresores se apagaron y el edificio quedó sumido en el silencio. A lo lejos se oía el ruido de algún automóvil que pasaba por la provincial. No era Yannis el que le hacía aquella broma, él jamás habría apagado los compresores. Retrocedió hasta la pared para cubrirse las espaldas y del escurridor sacó un garfio para el hielo. «Y ahora acércate si quieres, payaso», dijo para sí, «ya te quitaré yo las ganas de hacer bromas».

—¡Perros! ¡Petros Roussos! —La voz retumbó bajo el armazón metálico del tejado como si fuera un trueno caído del cielo.

«Ya está», pensó Roussos, «ahora veremos quién eres». Intentó repasar mentalmente los muchos episodios de su vida de policía durante los cuales se había ganado enemigos mortales arrestando, dando palizas. Tenía que ser uno de ésos, uno de esos que se la tenía jurada y lo había esperado pacientemente. ¿Quién si no?

—¿Quién eres? —gritó—. ¿Qué quieres?

—¿Dónde has metido a la chica, Roussos? ¿Dónde has metido a Heleni Kaloudis?

Conque eso era. Una burla horrenda, pensó, un asunto de hacía diez años, que volvía justo en ese momento en que regresaba a casa para disfrutar de su jubilación.

Se agazapó contra la pared y apretó con fuerza el garfio. Cayó en la cuenta de que podían quedarle unos pocos minutos de vida. Volvió a oírse el eco duro y frío de la voz, que reverberó en las paredes de cemento.

—¿No fuiste tú el barquero de la muerte? ¡Roussos!

—¿Quién eres? —repitió—. ¿Un hermano? ¿Un padre? Yo también soy padre… Puedo explicártelo… —Su voz sonó crispada, tenía la garganta reseca y el rostro empapado de sudor.

—¡Soy el que te saldará la cuenta, Roussos!

La voz se desplazó hacia otro lugar pero no se oía ruido alguno.

—Entonces acércate que te espero. ¡A ti también puedo despacharte al infierno! —Avanzaba con cautela en dirección a la voz blandiendo el garfio cuando, de repente, un estallido seco, a poca distancia de donde se encontraba, lo paralizó. En ese momento se encendieron todas las luces y quedó deslumbrado. Un bloque de hielo se desplomó desde lo alto y estalló en mil astillas que brillaban como diamantes en el suelo; oyó un sonido seco y metálico y luego un fragor de trueno: una avalancha de hielo se precipitó hacia él arrastrando cuanto encontraba a su paso. Se volvió tratando desesperadamente de parapetarse detrás de un pilar, pero un bloque lo golpeó de lleno lanzándolo contra una pared y fracturándole las piernas. En un atisbo de conciencia oyó el rítmico bufido de los compresores que volvían a ponerse en marcha, en medio del resplandor de los focos vio una sombra amenazante y comprendió que para él había llegado el día del juicio final.

Yannis Kottás había subido a la taberna del pueblo a comprar un par de botellas para que cuando su amigo Petros llegara no lo encontrara seco, y bajaba en dirección a la fábrica a paso vivo. La verdad era que estaba casi seguro de que le quedaba todavía media docena de botellas pero había encontrado la caja vacía: debía de tratarse de una broma de los obreros, hijos de mala madre. A partir de ese momento guardaría el vino bajo llave. Vio la bicicleta de su amigo apoyada contra la pared del despacho y lo llamó:

—Eh, Petros, ¿dónde estás? ¿Hace mucho que has llegado? Vengo de la taberna, se me había acabado el vino…

Sacó la llave para abrir pero vio que la puerta ya estaba abierta. Empezó a sospechar. Estaba seguro de haber cerrado con llave antes de marcharse. ¿Quién habría podido abrir? Tal vez habrían forzado la cerradura. ¿Pero dónde estaría Petros? Volvió a llamarlo pero no obtuvo respuesta.

Se dirigió a la mesa y sacó una pistola del cajón, la cargó y avanzó en dirección a la zona de los compresores. Abrió la puerta y quedó deslumbrado; todas las luces estaban encendidas e iluminaban una catástrofe: bloques de hielo por doquier, estantes volcados, contenedores de amoníaco esparcidos por todas partes. En un rincón, una mancha de sangre se transformaba en una especie de estela que conducía hacia uno de los cajones de congelación. El lateral del cajón también estaba manchado de sangre. Levantó la tapa, echó un vistazo al interior y sintió que las rodillas se le doblaban y que un estremecimiento helado le recorría todo el cuerpo. La pistola se le cayó de la mano y soltó la tapa del cajón que se cerró con estrépito. Retrocedió tambaleante, con los ojos extraviados como si acabara de ver al demonio.

—Ay, madre de Dios —balbuceó—, madre de Dios, madre de Dios…

El inspector de policía que acudió desde la comisaría más cercana llegó alrededor de medianoche, montado en una escúter; en torno a la fábrica de hielo se habían reunido ya casi todos los hombres del pueblo. Encontró el cadáver de Petros Roussos completamente desnudo, encerrado en un bloque de hielo. Todavía llevaba clavado al talón el garfio con el que lo habían arrastrado hasta allí, como un animal sacrificado en el frigorífico del carnicero.

Debajo de la tapa del cajón alguien había escrito con un trozo de tiza una frase que parecía una tomadura de pelo:

Estoy desnuda, tengo frío.

No tocó nada a la espera de que llegasen el juez y el forense, y cuando éstos hubieron concluido su reconocimiento y examinado atentamente cada rincón del lugar del crimen, sintió curiosidad por saber qué pensaba el juez de la frase en la que, extrañamente, el adjetivo aparecía en femenino.

El juez se encogió de hombros y meneó la cabeza: él tampoco se sentía en disposición de arriesgar una hipótesis. Roussos no tenía enemigos en el pueblo; al contrario, era respetado y querido por su carácter abierto y expansivo. Ni siquiera se le ocurrió telefonear a la comisaría de la ciudad para que organizaran puestos de control: a esas horas, el asesino se encontraría sin duda muy lejos. Había tenido todo el tiempo del mundo para huir por la carretera provincial en coche o en moto; o quizá se habría alejado hacia los bosques por uno de los miles de senderos de montaña.

Una vez enterado de que Petros Roussos era agente de policía retirado, pensó en seguir la pista de una posible venganza, de una represalia llevada a cabo por algún condenado que el agente hubiera capturado y entregado a la justicia en sus últimos años de servicio. A las dos de la madrugada, después de haber cumplido todos los trámites y sacado las fotos, y después de haber comprobado que no había ninguna pista o indicio, exceptuando la extraña frase aparentemente sin sentido, después de haberle preguntado a la gente si en los últimos días habían notado la presencia de sospechosos en el pueblo y de haber recibido una respuesta negativa, volvió a montarse en su escúter y se fue a dormir.

Al principio, los curiosos formaron grupitos que comentaron animadamente lo ocurrido sugiriendo las hipótesis más descabelladas; luego, poco a poco, se fueron separando para regresar charlando al pueblo.

Al día siguiente, el juez se encontró con el forense que había elaborado su informe: Petros Roussos había muerto ahogado después de sufrir la fractura de las dos piernas, provocada por un cuerpo contundente, sin duda, una de las tantas barras de hielo que alguien había hecho deslizar por la tolva que había al final del tinglado. Después, el asesino había arrastrado el cuerpo hacia uno de los cajones de congelación donde lo había metido. Cuando llegó Yannis Kottás, Roussos no llevaba mucho tiempo muerto, y luego, en las dos horas transcurridas hasta la llegada de los instructores del caso, los compresores tuvieron tiempo de congelar el agua que rodeaba el cuerpo.

El juez se encerró solo en su despacho para meditar sobre aquel caso completamente absurdo: un asesinato tan feroz en un pueblecito tranquilo de la región más tranquila del país. Después de consultar los archivos, comprobó que en los últimos veinticinco años en toda Arcadia sólo se habían producido cuatro homicidios. La solución tenía que estar muy lejos. Llamó a la comisaría de policía local y pidió que le leyeran la hoja de servicios de Roussos; el agente venía de un distrito de la policía portuaria de Patrás donde estuvo los últimos dos años, pero antes trabajó durante quince años en la policía política de Atenas. Allí era donde le convenía investigar.

El sargento Yorgo Karagheorghis pasaba su último año de servicio efectivo en Areópolis, un lugar tranquilo del Peloponeso meridional, perteneciente a la circunscripción de Kalamáta. Era un sitio agradable al que en verano acudían muchos turistas a disfrutar de las playas y a visitar las cercanas grutas de Dirú, situadas justo al final de la península, cerca del cabo Ténaro. Y en verano iba también su hijo a pasar las vacaciones con la mujer y el nietecito. Todas las tardes, al terminar el servicio, se vestía de civil e iba a recoger al niño para llevarlo a dar un paseo en bicicleta junto al mar. Algunas veces se llevaba la caña de pescar y se ponían los dos en un escollo. Él lanzaba el sedal, luego encendía un cigarrillo y se quedaba mirando al pequeño que corría por la playa, recogía pechinas o toqueteaba con un palito a los cangrejos agazapados en la arena. Si tenía suerte, pescaba algún salmonete que luego asaban para la cena bajo la pérgola de la casa que había alquilado en las afueras del pueblo. Algunas veces, su nieto iba a visitarlo al despacho y le preguntaba, «Abuelo, ¿me dejas ver la pistola?». Él le sonreía y le contestaba, «Deja, Panos, deja, no se debe jugar con las armas, porque cuando menos te lo esperas puede escaparse un tiro. ¿No sabes que siempre debemos llevar las armas cargadas?». Y su nieto volvía a preguntar, «¿Has matado a algún bandido, abuelo?». «Claro que sí, alguna vez maté a alguno, pero sólo en defensa propia». Y le contaba las acciones más peligrosas en las que había participado, imitando todas las fases, las persecuciones, los tiroteos, «¡Pum, pam, pum!».

Hacía días que veía a un personaje extraño, un joven treintañero, de cabello negro con las sienes medio canosas, que se pasaba horas sentado junto al mar, a unos doscientos metros del lugar donde él pescaba. Permanecía con la barbilla apoyada en las rodillas y contemplaba el movimiento de las olas hasta el ocaso, después se levantaba y se alejaba andando hacia el sur, en dirección a cabo Ténaro.

Por ese lado no había nada, la montaña remataba en unos barrancos escarpados que se hundían en el mar y las rocas se perdían entre las olas que se estrellaban contra los escollos cortantes, orlados de blanco y azul.

En varias ocasiones sintió la tentación de seguirlo, por pura curiosidad o por instinto, pero siempre se había contenido; en el fondo, aquello no le incumbía y además, hay tanta gente rara en el mundo…

Una tarde, al terminar su turno, quiso dar una vuelta con el coche de servicio para observarlo más de cerca. Lo encontró allí, en su sitio, sentado en un escollo, mirando el mar. Pero en cuanto oyó el ruido del motor y vio de lejos el coche patrulla, se levantó, echó a correr en dirección opuesta y desapareció tras una curva. Karagheorghis aceleró para darle alcance pero cuando hubo doblado la curva, vio que subía a un coche aparcado al costado del camino y salía a toda velocidad en dirección al sur. Aceleró más para no perderlo de vista pero sin arriesgarse, el camino era estrecho y muy sinuoso y al menor fallo habría ido a parar al mar. En cualquier caso, el hombre no podía ir muy lejos porque el camino acababa en la punta extrema de la península. Conectó la radio y llamó a su colega de la comisaría de policía del pueblo.

—¿Andreas? Soy yo, Yorgo. Estoy siguiendo a un tío sospechoso que en este momento corre como loco hacia Dirú. En cuanto vio mi coche salió a toda velocidad. Si puedes, intenta alcanzarme con el otro coche, no me gustaría que se tratara de un desequilibrado y que estuviera armado.

El agente partió de inmediato a toda velocidad en la dirección que le habían indicado. Entretanto, Yorgo Karagheorghis sacó la pistola de la cartuchera y la apoyó en el asiento, lista ya para disparar. Faltaba poco más de un kilómetro para llegar al promontorio y el sol poniente teñía de rojo toda la bahía de Mesenia, situada a su derecha. Al cabo de unos minutos llegó a la explanada que lindaba con la entrada de las grutas y vio el coche al que había seguido hasta ese momento, parado y con la puerta izquierda abierta. Bajó empuñando la pistola y se acercó; el vehículo estaba vacío y tenía la radio encendida. La montaña que rodeaba el lugar era muy escarpada y casi inaccesible; seguramente el hombre había saltado por encima de la valla y había entrado en las grutas.

Él también saltó, entró y se detuvo en la misma entrada.

—¡Sal de ahí! —gritó; su voz se internó en el dédalo subterráneo deformándose hasta convertirse en un mugido apagado. Miró hacia atrás para comprobar si llegaba su compañero; no quería arriesgarse a entrar solo en aquel sitio estrecho. Si el tipo resultaba peligroso podía agujerearlo a su antojo mientras permanecía oculto en uno de los miles de recodos de las grutas. Calculó el tiempo que tardaría su compañero en llegar hasta allí; sólo estaban a unos cuantos kilómetros de distancia, en total diez minutos de camino, ¿por qué diablos tardaba tanto?

Pero Andreas no podría acudir en su ayuda con prontitud: en el camino, circulando en sentido contrario y ocupando toda la calzada, se había encontrado un camión cargado de leña hasta los topes.

—¡Apártate, maldita sea, déjame pasar!

El camionero se asomó a la ventanilla y le contestó:

—¿Dónde quiere que me meta? ¡No tengo alas! Y los dos no cabemos.

—Entonces haz marcha atrás. Tiene que haber un trozo de arcén.

—Ni hablar. Es usted quien debe hacer marcha atrás, en un par de kilómetros no hay ningún ensanche en la carretera y con este cacharro no puedo recorrer dos kilómetros marcha atrás, me voy a caer al mar.

Al policía no le quedó otro remedio que poner la marcha atrás y recular por la carretera llena de curvas con la cabeza asomada por la ventanilla para comprobar que no llegara nadie por detrás.

Yorgo Karagheorghis se dio cuenta de que tenía que haber ocurrido algo y decidió entrar de todos modos, no podía dejar a ese tipo en el interior de las grutas; al día siguiente habrían llegado los turistas, y si llegaba a pasar algo grave podían hacerlo responsable. Al diablo. Regresó al coche y se puso en contacto por radio con su compañero.

—¿Quieres mover el culo? Ese loco ha entrado en la gruta de Katafigi, debemos sacarlo enseguida.

—Oye, me he encontrado con un camión de frente que ocupa toda la calzada, no puedo pasar y tengo que ir marcha atrás hasta el próximo ensanche.

—¿Un camión? ¿Y quién es?

—Ni idea, pero me ha parecido que es de Gerolimin.

—Ponle una multa por lo menos, no puede circular por ese camino con toda esa carga, ven hasta aquí a toda máquina en cuanto te hayas librado del tío. Mientras tanto voy a entrar.

—De acuerdo. Me reuniré contigo en cuanto pueda.

Yorgo Karagheorghis entró en la gruta y vio que las luces estaban encendidas. Por tanto, el hombre tenía las llaves, o sabía dónde encontrarlas. Sacó la pistola de la cartuchera y la amartilló al tiempo que recorría a buen paso el primer tramo. El pasaje se ensanchaba bastante pronto y la galería se transformaba en una amplia explanada de la que surgía una selva de estalagmitas de un blanco diáfano. Aguzó el oído, pero no logró percibir más que el tenue concierto de gotas que caían del techo de la caverna. De repente oyó un leve chapoteo: ¡el lago! El hombre se había zambullido en el lago subterráneo o quizás había cogido una de las barcas en las que se transportaba a los turistas.

Echó a correr con todas sus fuerzas y en unos segundos llegó a orillas del primero de los lagos que se abrían en las vísceras de la inmensa caverna. No recordaba haberlo visto de ese modo: la ausencia de seres vivos, el silencio, la vasta abertura de la gruta, el juego cambiante de las luces sobre el agua oscura, los sorprendentes colores de las rocas le infundieron de pronto una sensación de religioso estupor. ¿Por qué diablos habría entrado aquel hombre en ese lugar, a esa hora, qué buscaría ahí dentro? ¿Y dónde se habría metido?

Avanzó por el sendero que corría junto a la orilla del lago un centenar de metros; la superficie del agua, brillante y negra como una plancha de acero bruñido hacía oleaje alguno, sin embargo, en ese instante, parecía ocultar todo tipo de amenazas, daba la impresión de que cualquier pensamiento tétrico podría formarse y surgir con fuerza bajo aquel oscuro brillo. Recogió una piedra y la lanzó al agua como para romper un hechizo y alejar una pesadilla: la piedra fue engullida sin ruido. Yorgo Karagheorghis sólo oía su propia respiración, no percibía más que el latido de su corazón que, de pronto, se había vuelto vacilante.

Pensó que sería mejor regresar y ver si había llegado su compañero. En cualquier caso lo esperaría en la entrada, pues aquel hombre tenía que haber salido ya. Se disponía a volver sobre sus pasos cuando una voz gorgoteó en el lago, se propagó por las paredes de la caverna para estrellarse en la selva de estalagmitas que surgían del suelo y del agua.

—¡Yorgo Karagheorghis!

La sangre le refluyó al corazón, helada por el pánico; apretó el arma que resbalaba en su mano fría y sudada, pero ante sí no lograba ver más que un poblado exangüe de tallos blancos, estriados de lágrimas verdes, sin alma ni vida.

—¿Cómo sabes mi nombre? —gritó. Su voz chocó contra el techo erizado de estalactitas y le llovió sobre la cabeza trémula, cascada.

—¡Fuiste tú, Yorgo Karagheorghis, el que tiró al lago a la chica! ¿No fuiste tú quien la tiró desnuda al lago?

La voz parecía llegarle ahora desde atrás… ¿cómo era posible…?

—Ahora voy por ti… ¿No sabes que ésta es la boca del infierno?

Karagheorghis se agazapó contra la pared, inmóvil y silencioso. Aspiró profundamente. «O tú o yo, pues», pensó y comenzó a deslizarse hasta el rincón más oscuro y oculto. Volvió la cabeza hacia arriba y le pareció ver las fauces abiertas de un perro monstruoso y dos estalactitas puntiagudas, estriadas de rojo, parecían sus colmillos ensangrentados. Mal presagio.

El silencio fue interrumpido por un leve chapoteo; estupefacto, dirigió la mirada a la superficie del lago; desde la orilla opuesta, envuelta completamente en la oscuridad salía una barca y en la popa iba una figura embozada y encapuchada que la empujaba con un remo.

Karagheorghis sonrió con malicia y dijo:

—Amigo mío, no me voy a dejar asustar por esta mascarada.

Calculó cuidadosamente la distancia que lo separaba del blanco. Cuando consideró que lo tenía a tiro, salió de su escondite y apuntó la pistola al frente con ambas manos.

—¿Por qué lo hiciste? —volvió a gritar la voz en ese momento. Parecía una voz humana, sacudida por una oleada de dolor.

—No hay elección —gritó Karagheorghis—. ¡No hay elección, maldita sea!

Cuando apretó el gatillo las luces se apagaron repentinamente. El disparo estalló lacerando la atmósfera inmóvil de la caverna, el eco llegó hasta los rincones más apartados para regresar multiplicado por mil, quebrado y distorsionado, transformado en un coro de aullidos, en un ladrido martilleante.

Al apagarse el fragor, inmerso en la oscuridad total, Karagheorghis había perdido ya el sentido de la dimensión y el espacio. Sólo percibía el furioso latir de su corazón.

Volvió a oír el leve chapoteo: la barca continuaba avanzando hacia él, inexorable. Perdió el control y comenzó a disparar sin ton ni son, pero en cuanto hubo gastado la última bala, a su izquierda, una llamarada hendió las tinieblas. No tuvo tiempo de entender nada ni de pensar; un estallido, un silbido agudo y después, dos, tres punzadas atroces destrozaron su cuerpo y su mente.

Lo alumbró un delgado haz de luz y cerca de él unos pasos hicieron crujir la grava del sendero. Las manos frías de aquel espectro descendieron sobre su cuerpo despedazado y lo dejaron desnudo y tembloroso. Después, el delgado haz luminoso se alejó, el ruido de pasos se perdió en la distancia y él quedó allí tendido, para morir solo, en el calor húmedo de su sangre que bañaba la tierra.

El agente Andreas Pendeleni llegó a la entrada de la gruta de Katafigi y vio el coche patrulla de Karagheorghis parado, con la radio aún conectada. Saltó por encima de la valla y entró. Las luces estaban encendidas y el camino de visita estaba completamente iluminado. El policía avanzó con cautela, aferrando con fuerza la Beretta calibre 9, ya amartillada.

—¡Yorgo! —gritó—. ¿Estás ahí, Yorgo? ¿Estás ahí? ¡Contesta!

Creyó oír un estertor y se precipitó hacia donde le pareció que provenía. Llegó a la orilla del lago y, medio sumergido en el agua, vio el cuerpo blanco, desnudo y ensangrentado del sargento Karagheorghis.

Tres estalactitas afiladas como puntas de lanzas le traspasaban el cuello y la clavícula, el vientre y la ingle. Aún respiraba. Le pasó la mano por debajo de la cabeza y le preguntó:

—¿Qué ha ocurrido, Yorgo, qué ha ocurrido?

Karagheorghis dirigió la mirada al techo de la gruta y Andreas vio el lugar del que se había desprendido el racimo de estalactitas que lo traspasó. No podía tratarse de un fenómeno natural.

—¿Quién ha sido? —inquirió Andreas—. ¿Has visto quién ha sido?

Karagheorghis abrió la boca tratando de articular un sonido, y su compañero acercó la oreja a sus labios esperando entender la palabra que denunciaba al asesino, pero sólo alcanzó a oír el último estertor y sintió cómo el cuerpo se abandonaba en el suelo ya sin vida. Andreas le cerró los ojos, se quitó la chaqueta y lo tapó como pudo. Mientras regresaba a la salida, su mirada reparó en una roca, al costado del sendero; con la sangre de su compañero, alguien había escrito:

Estoy desnuda, tengo frío.

Continuó caminando apresuradamente y llegó hasta su coche. Conectó la radio y llamó a la central de Kalamáta.

—Aquí el agente Pendeleni. Ha habido una desgracia. No, un delito. El sargento Karagheorghis fue asesinado en las grutas de Dirú. Envíen a los de investigación y avisen al juez. Esperaré aquí.

El sol ya se había ocultado tras el horizonte; a lo lejos, un pálido reflejo dorado lamía apenas las grises torres de Gerolimin.