VIII

Universidad de Grenoble, Francia

10 de junio, cinco de la tarde

—Buenos días, profesor.

—Buenos días, Jacques. ¿Alguna novedad?

—Lo de siempre, profesor. Ah, le recuerdo que hoy por la tarde se reúne el claustro.

—Ya. ¿Acaso hay signos de tempestad?

—Es probable. Madame Fournier está muy enfadada porque su departamento le ha quitado dos becas y los estudiantes tienen intención de presentar una moción para la reforma de los exámenes de nivel del próximo año académico.

—Ya, comprendo. Procuraremos superar la tempestad y sobrevivir. No me pase ninguna llamada durante diez minutos, tengo que abrir la correspondencia y repasar los apuntes de la clase.

Michel Charrier colgó la chaqueta del perchero y se sentó ante su escritorio. El teléfono sonó al cabo de un minuto.

—Jacques, le había dicho que esperara por lo menos diez minutos.

—No podía dejar de pasarle esta llamada, es el senador Laroche desde París.

—De acuerdo, Jacques, ha hecho bien. ¿Diga? ¿Dígame? ¿Eres tú, Georges? ¿Qué cuentas?

—Sí, Michel, soy yo. Tengo buenas noticias. El comité directivo de la secretaría del partido ha decidido apoyar tu candidatura al Parlamento para las próximas elecciones. No está mal, ¿eh? Vamos, hombre, ¿no me dices nada?

—Caray, Georges, ¿qué quieres que diga…? La verdad, no sé qué decir… no me esperaba algo así… la verdad, estoy muy contentó. Hazme el favor de agradecer a todos la confianza que han depositado en mí… no tengo palabras…

—¿Qué un tipo como tú no tiene palabras? No me hagas reír. La de palabras que habrás de encontrar. Tendrás reuniones, deberás asistir a los comicios, a conferencias. ¡Vaya si habrás de encontrar palabras, no sabes bien cuántas!

—Pero Georges, ¿y la Universidad?

—Ése es un hecho importante. Nos estamos preparando con mucha antelación para estar listos en el momento oportuno. Precisamente con ese fin sería interesante que pudieras convertirte en titular de cátedra antes del inicio de la próxima campaña electoral. Sería un elemento más de prestigio que nunca viene mal. Queremos jugar mucho con este aspecto: el alto nivel intelectual de nuestros candidatos. Han quedado atrás los tiempos en que presentábamos obreros. La competencia está sacando a la palestra a unos tiburones que no veas, no podemos permitirnos hacer demasiadas concesiones a la ideología.

—No pides nada. No se trata de algo fácil. Además, no creo que la facultad tenga intenciones de pedir una titularidad para esta disciplina.

—Bueno, eso se puede arreglar. Somos minoría pero por esa zona tenemos bastante fuerza y amigos importantes.

—Me temo que no sea suficiente, Georges. Necesito apoyos, ¿cómo decirlo?, más directos.

—Trataremos de solucionarlo, pero tú has de poner manos a la obra, producir algo importante que también pueda tener eco fuera del mundo académico, incluso en el extranjero.

—Ya, comprendo. Veré qué puedo hacer. Debes darme tiempo. Esto es tan repentino… Tengo una investigación empezada, pero me temo que no tiene mucho de sensacional. Necesito pensarlo.

—Ya, ya, hombre, es natural. Ahora no vayas a devanarte los sesos. Nos veremos, estudiaremos juntos el tema, tal vez con la ayuda de otros amigos. Lo importante es que te sientas preparado para el reto.

—Si es por eso…

—Así me gusta, hombre. En lo demás ya pensaremos nosotros. Ahora me despido. Volveré a llamarte la semana que viene. ¿Te va bien la semana que viene?

—Sí, claro. Gracias. Gracias otra vez.

Colgó, se reclinó en el respaldo del sillón y aspiró profundamente: Dios santo, Michel Charrier, de golpe profesor ordinario y miembro del Parlamento de la República, no estaba nada mal, vaya, nada mal. Uno de los intelectuales más jóvenes y brillantes de Francia, uno de los diputados más jóvenes: si todo llegaba a buen puerto, eso iban a decir de él.

Tendió la mano para coger el portarretratos en el que se veía la foto de una hermosa muchacha rubia con la cabellera iluminada por el sol.

Mireille, una brillante colega, profesora asociada de Historia del Arte. Hermosa y aristocrática. Pertenecía a los Saint-Cyr, una de las familias más ilustres de la ciudad y también una de las más antipáticas y altivas. Si todo iba bien, no tendrían motivos para mantenerlo a distancia. Tendrían que reconocer su dignidad y dejarse de poner obstáculos a sus relaciones con la muchacha. Quién sabe, quizá podrían llegar a casarse.

Pero le daba vergüenza. Él que la ama a ella y es correspondido; ellos que no quieren… y he aquí al joven emprendedor de modesto origen burgués que logra escalar hasta la torre de marfil de la más antigua aristocracia ciudadana sin renunciar a sus principios progresistas… ¡mierda! Un folletín. Se sentía ridículo. Al diablo. Sólo se vive una vez y la vida también está hecha de lugares comunes, por qué no. Quería a la muchacha, se encontraban a gusto juntos. Era una relación auténtica. Lo demás, que se fuera al demonio. Intentó dominar el entusiasmo, el frenesí que lo invadía siempre cada vez que la rueda de la fortuna le presentaba un pleno, las ganas de lanzarse de cabeza en la contienda.

Necesitaba meditar con atención, sin prisas. El partido estaba dispuesto a apostar por él como brillante intelectual de éxito, pero leal a sus principios políticos e ideológicos: era la fórmula con la que pretendían caracterizarlo y proponerlo a los electores. El senador había sido amable y alentador, pero era bastante evidente que él, Michel Charrier, debía aportar la proeza, sacarse de la manga la carta del triunfo.

Volvió a dejar sobre la mesa la foto de Mireille y tomó la carpeta que contenía los apuntes de los planteamientos de su investigación, «Aspectos propagandísticos de los monumentos del ágora de Feso en la edad romana», la verdad, nada sublime.

Riguroso, original y sutil en la argumentación, pero de modesto alcance. No estaba mal para ser uno más del montón en un concurso, pero no bastaba para ganarlo, y mucho menos para asombrar dentro y fuera de la Universidad. Se le pedía que diera a su investigación una finalidad instrumental y se le pedía también que fingiera que la cosa en sí no constituía una contradicción, que política y ciencia podían convivir en casta unión, sin que la política se merendara a la ciencia, para decirlo en el lenguaje de la calle.

Podía volver a telefonear al senador y mandarlo a freír espárragos o dejar hacer y tratar de conciliar ambos elementos con el menor daño posible. O bien intentarlo y en caso de que no se le ocurriera nada válido, renunciar aduciendo la honestidad intelectual que no permite compromisos. La zorra y las uvas. Mierda.

Tomó el paquete de correspondencia sin contestar y empezó a abrirla. No había vuelta de hoja, lo invadía la inquietud de la empresa por iniciar, del reto por vender y ese reto despertaba todas sus energías. Todas juntas, de manera confusa, salían disparadas en distintas direcciones como moscas encerradas en una botella.

—Tranquilo, cálmate, todavía no es el momento, nadie ha dicho que no puedas salir adelante; además, de momento no tienes ni siquiera el material, sólo la intención y tampoco muy segura ni muy serena. Será mejor que abras la correspondencia y después que te concentres en la clase.

Catálogos, suscripciones, una invitación a un congreso, facturas de una librería. Reseñas:

«La lengua soez en la vida castrense de la edad imperial»;

«Importancia del asíndeton en la prosa salustiana»;

«Hipótesis sobre el rito nigromántico en Odisea XI»;

«Viabilidad interna en el muro de Adriano»;

«Metáforas fálicas en las inscripciones de los proyectiles de plomo».

Al parecer, sus colegas desperdigados por todas las universidades del mundo tampoco tenían ideas más brillantes que las suyas. El bedel llamó a la puerta.

—Ya es la hora, profesor. Los estudiantes lo esperan.

Recogió la cartera con los libros y los apuntes y entró en el aula pero su concentración estaba poco menos que a cero. Expuso la clase con dificultades porque tenía la idea formada en el fondo de su mente, pero necesitaba una conexión que no se le ocurría. La idea vagaba sin poder aferrarse a una sinapsis que iluminara su sentido… Pero se trataba de una idea importante, lo presentía, una idea que habría podido resolver la situación… pero qué diablos sería, qué cuernos sería… Advirtió que había dejado en el aire una frase y que los estudiantes lo miraban en silencio, con caras asombradas.

—Perdonadme —dijo recuperando el hilo—. Perdonadme, he tenido una distracción momentánea. Ayudadme, por favor, ¿qué estaba diciendo?

—Decía que de un fragmento de Heráclides del Ponto se puede deducir la intención de Alejandro Magno de someter también a Occidente —le contestó una muchacha de la primera fila, siempre atenta, siempre presente, de las que tarde o temprano te piden la tesis y después se instalan en un instituto para no irse más.

—Gracias, muy amable. Efectivamente, es así como os lo he dicho, pero no porque Heráclides del Ponto nos hable expresamente de una intención belicosa de Alejandro. El autor simplemente nos dice que el dios Dionisio había sometido primero a la India y después a Etruria, es decir, primero sometió la región oriental y después la occidental, siempre en los términos geográficos de su época, se sobreentiende. Ahora bien, dado que sabemos que por la educación recibida y por el tipo de religiosidad que había absorbido de Olimpias, su madre, Alejandro se consideraba un imitador del dios Dionisio, podemos razonablemente presumir que, después de conquistar la India, igual que el dios, tuviera intención de someter también a Etruria, o sea a Italia, a occidente, en una palabra. En la antigüedad, la fuerza de los mitos se traducía a menudo en consecuencias reales y muy concretas. Bien, es todo por hoy. Os vuelvo a pedir que me perdonéis por lo de antes, estoy un poco cansado.

Los estudiantes salieron uno detrás de otro y por último la muchacha que le había recordado las palabras finales de su exposición; antes de marcharse le lanzó por encima de las gafas de oro una mirada de maternal comprensión y de admiración algo más que académica.

Cuando todos hubieron salido, Michel se quedó en el aula y volvió a sentarse. Bien, si se concentraba, lograría atrapar aquella idea furtiva, aquella idea que seguía escurriéndosele. Lo extraño era que iba acompañada, como envuelta en una música de pocas notas, tal vez un antiguo motivo popular, de una melodía intensa y patética…

La idea era el título de una de aquellas reseñas…

Era una hipótesis… eso era…

Hipótesis sobre el rito nigromántico en Odisea XI.

Ahí estaba la clave de la formidable proeza capaz de hacerlo famoso y de imponerlo a la atención del mundo… ¡la evocación de los muertos, la profecía de Tiresias!

La idea surgió fulminante y plasmó en el fondo de su cerebro una imagen prisionera y sellada durante años por una profunda cicatriz y, antes de que pudiera darse cuenta y la puerta se cerrara, resplandeció contundente como una cuchilla y le desgarró cruelmente el alma. La imagen surgió con toda la fuerza de un muelle comprimido durante mucho tiempo: la imagen de un guerrero con un remo al hombro, delante de él un hombre con túnica escita lo interrogaba, y en el fondo un ara con un toro, un verraco y un carnero. La vasija de oro representaba la profecía de Tiresias y otras escenas desconocidas, aventuras ignotas del héroe, que jamás llegaron al conocimiento humano. ¡La vasija de oro de Tiresias era la continuación de la Odisea!

Y de aquella vasija, como de la caja de Pandora, salieron en tropel las alucinaciones que creía extinguidas, las culpas en las que ya no pensaba, los muertos olvidados, la sal de antiguas lágrimas que los años secaron, la palidez azul de los ojos de Heleni, la última mirada velada por la muerte de Claudio Setti… y aquella extraña música… era una canción que Claudio cantaba o tocaba con su flauta cuando lo asaltaba una fuerte emoción… cuando se sentía solo en la orilla del mar, lejos de las bromas y las risas de sus amigos…

Esperó a que su corazón absorbiera el impacto, a que calmara sus latidos enloquecidos y, cuando hubo pasado el tumulto y en el fondo de su alma sólo quedaron las notas lejanas de la canción de Claudio, su mirada se posó sobre la mesa, en las hojas blancas de un bloc de notas.

Sacó un lápiz y con trazo rápido y seguro hizo un bosquejo, una reproducción casi perfecta del objeto que había visto diez años antes en el sótano del Museo Nacional, la noche de la matanza del Politécnico.

De pronto fue como si sólo hubieran transcurrido unos cuantos minutos: la vasija giraba en el espacio que tenía delante mostrándole las franjas historiadas, destacadas en escenas sucesivas, mientras su mano iba moviéndose sobre la hoja, y el lápiz dejaba constancia de los contornos, los claroscuros; de vez en cuando hacía una pausa de unos instantes para permitir que la memoria reuniera y restableciera las formas agredidas por las emociones y los estremecimientos de su sentido de humanidad otra vez atormentado. Fieras y monstruos desconocidos, animales rampantes en heráldica fijeza delante de la espada desenvainada del héroe, montes y valles, pájaros inmóviles con las alas desplegadas en el metal bruñido del cielo.

Cuando el bedel se asomó a la puerta del aula, tenía la camisa empapada de sudor y el cabello pegado a la frente. Y no sabía cuánto tiempo había pasado.

—¿Pero qué hace usted aquí, profesor? Lo he buscado por todas partes… ¿sabe usted que la reunión del claustro ha terminado hace media hora?

Michel levantó la vista y el bedel se le acercó con una mirada en la que se entremezclaban la sorpresa y el temor.

—¿Qué ocurre, qué le pasa?

Michel recogió apresuradamente las hojas que cubrían casi toda la mesa y las metió sin orden ni concierto en su maletín. Sacó un pañuelo del bolsillo, se secó la frente y le preguntó al bedel:

—¿Qué hora es?

—Las siete y media. Estaba dando una vuelta antes de cerrar. Caray, profesor, si no llego a meter la nariz en esta aula lo habría encerrado aquí. Ya lo digo yo, siempre hay que controlarlo todo, mirar en todos los rincones, nunca se sabe.

—Las siete y media… es tarde… vaya, se me ha hecho muy tarde. Discúlpeme, Jacques, pero es que me entró un mareo y esperé a que se me pasara, no quería alarmar a nadie. Una tontería, la verdad, no ha sido nada. Es que últimamente he exagerado un poco con el trabajo. El lunes volveré a encontrarme bien, ya lo verá. De primera.

—¿Quiere que le pida un taxi?

—No, gracias. He venido en coche. No hace falta.

—Entonces me despido, profesor. Que pase un buen domingo.

—Un minuto, Jacques.

—Sí, dígame.

—¿Podría acompañarme un momento? Quiero enseñarle una cosa.

—Claro que sí.

Michel pasó a su estudio, sacó del montón de correspondencia el sobre con la reseña y se la enseñó al bedel.

—Jacques, todas estas reseñas que ve aquí están dirigidas al instituto y usted me las trae porque habitualmente me ocupo de ellas. Sin embargo, este sobre de aquí viene a mi nombre pero no trae remitente. ¿Podría usted averiguar si tenemos relación con este editor y si en la Universidad hay otras publicaciones de la misma editorial?

—Si me deja el sobre, el lunes lo miraré y le diré algo. Pero para serle sincero, este editor no me suena de nada, y nunca había oído su nombre. Si no lo sabe usted, que es el destinatario, dudo que yo pueda aclararle gran cosa.

—Por favor, compruebe en los ficheros si tenemos alguna otra publicación del mismo autor y hágame una ficha. Estaré fuera hasta el miércoles.

—De acuerdo. Cuando vuelva, le diré lo que haya averiguado.

—Se lo agradezco. La reseña me la quedo yo.

Se la metió en el bolsillo de la americana y salió. La plaza conservaba aún el calor del sol de la tarde y en medio del cielo, una nube alta como una torre aparecía orlada de rubia luz. Michel se dirigió a un café que había al otro lado de la plaza, entró, se sentó y pidió un coñac: necesitaba un buen lingotazo para levantarse el ánimo. Las piernas apenas lograban sostenerlo. Tenía la sensación de haber andado muchos kilómetros y sentía una pesadez en los riñones. Cuando el camarero se le acercó y le sirvió, bebió un buen sorbo de licor y luego sacó del bolsillo la reseña que le había llegado con la correspondencia de la tarde. Releyó el nombre del autor y el título y buscó al editor. No lo había oído jamás: «Periéghesis», Dionysíou, 17, Atenas.

Atenas… ¿Volvería a ver Atenas?

Grenoble

13 de julio, ocho de la tarde

Mireille Catherine Geneviève de Saint-Cyr se había vestido hacía rato con tejanos y chaleco de piel a rayas para pasar una velada en el teatro y un bistrot con Michel y otras dos parejas de amigos, y no entendía por qué no le había siquiera telefoneado para avisarle que tardaría.

Decidió llamarlo ella porque detestaba hacer esperar a sus amigos. El teléfono sonaba pero no contestaban. Seguramente Michel habría salido ya y estaría en camino, calculando incluso que hubiera subido a su coche en ese momento, calculando incluso el absurdo esnobismo de intelectual de izquierdas que le hacía preferir un dos caballos destartalado con diez o doce años de antigüedad, y teniendo en cuenta el tráfico del sábado por la noche, concluyó que a lo sumo, al cabo de media hora estaría delante del portón del chalé. Telefoneó a sus amigos para disculparse por el retraso y trató de ofrecerles una excusa creíble de la que pondría luego al tanto a Michel, pero transcurrió la media hora y otra media más sin que ocurriera nada. Volvió a llamar a sus amigos para pedirles que se fueran solos y telefoneó otra vez a casa de Michel pero sin ningún resultado. Comenzó a preocuparse. Últimamente, Michel se había vuelto un tanto extraño, pero su comportamiento de esa noche resultaba inexplicable.

Bajó al garaje y salió a toda velocidad en su coche, patinando sobre la grava del camino de entrada. Veinte minutos más tarde llegaba a la casa donde vivía Michel, en la rue des Orfèvres. El dos caballos estaba aparcado en la calle, lleno de papelotes y polvo. Levantó la vista y comprobó que en su apartamento había luz. ¿Pero si estaba en casa por qué no contestaba al teléfono? ¿Se encontraría mal, habría sufrido una agresión, lo habrían atracado?

Subió las escaleras sin hacer ruido, llegó a la puerta del apartamento de Michel y llamó. Al principio no obtuvo respuesta, al cabo de unos instantes, una voz vacilante preguntó:

—¿Quién es?

No era la voz de Michel, nunca la había oído y además tenía acento extranjero. La luz de las escaleras, regulada por un temporizador, se apagó y Mireille buscó a tientas el interruptor de la pared para volver a encenderla pero se equivocó y pulsó el timbre y la misma voz le dijo:

—Está abierto, pase.

Asustada, se dio media vuelta para marcharse, pero se encontró ante una silueta oscura e inmóvil. Lanzó un grito.

—Mireille, tranquilízate, soy yo.

—¿Michel? ¿Qué ocurre, por qué no me has avisado…? Ahí dentro hay alguien, ¿quién es?

—Es… un amigo. Ha llegado de improviso por algo muy importante.

—Pero esta noche tenías una cita conmigo, al menos habrías podido telefonearme. Te he llamado varias veces.

—Lo siento, Mireille, perdóname. —Tenía la voz ronca y apagada como si hubiera estado hablando durante largo rato—. Ha ocurrido algo imprevisto. Tuve que salir.

—¿Algo grave? ¿Una desgracia?

—No, querida. Ninguna desgracia. Pero ahora vete, por favor. Mañana te llamo y te lo explico todo.

Encendió la luz y Mireille lo miró, estaba pálido pero tenía los ojos encendidos.

—¿Estás seguro de que te encuentras bien? ¿No quieres que me quede?

—Me encuentro bien. Ahora hazme el favor de marcharte.

La muchacha se marchó de mala gana y Michel se quedó con la mano en el interruptor de la luz escuchando cómo se alejaban sus pasos.

—¿Es tu novia? —inquirió una voz a su espalda.

—Sí. Me había olvidado de ella. Estaba preocupada.

—Lo lamento. Te he echado a perder la velada.

—No importa, Norman, de todos modos, no creo que tuviera ganas de salir. Anda, vamos a preparar un poco de café.

Michel puso la cafetera al fuego y sacó dos tazas.

—¿Por qué has venido a verme? —inquirió sin volverse.

—Somos amigos, ¿no?

—Sí, claro.

—En tu trabajo eres uno de los mejores.

—Los hay mejores.

—Es posible. Pero como ves, lo que me ha ocurrido en pocos días es demasiado para un solo hombre, mi padre muerto en circunstancias absurdas, y la vasija de Tiresias que aparece de repente, al cabo de diez años, en un pueblecito del Peloponeso. Todo nos devuelve a esos días que tratamos de olvidar.

—¿Pero por qué yo… por qué?

—A mi padre lo mató una flecha que le traspasó el corazón, un arco Pearson con tres estabilizadores, un arma letal… y luego, después de morir lo ataron y lo amordazaron. Según las informaciones confidenciales que logré recoger, le encontraron un mensaje, un párrafo de un texto antiguo, dicen, que de momento nadie ha logrado interpretar. No lo sé, se diría que se trata de una macabra señal… Me recuerda el día en que dejé Atenas para volver a Londres, mi padre me dijo que según él, Claudio y Heleni habían sido asesinados por la policía pero que no podía hacer nada, las razones de Estado le impedían hablar. ¿Entiendes, Michel? Son muchos los indicios que nos remontan a esos días y sólo tú puedes ayudarme porque conoces… conoces…

—Ya, digamos que conozco las intrigas entre bastidores.

—Así es. Sería incapaz de imaginarme embarcándome en esto con otra persona. Además, creo que si lo hubiera intentado solo, sin decirte nada y lo hubiera logrado… pues… creo que me habrías maldecido por no hacerte partícipe.

—Tal vez tendría que maldecirte por haber venido a verme.

Norman apartó la mirada y repuso:

—No has podido olvidar…

—¿Por qué tú sí has podido?

—Éramos muy jóvenes, Michel… hicimos cuanto pudimos.

—Tal vez tú sí. —Le tembló la voz—. Yo… yo… —no pudo continuar.

—Tuviste menos suerte… te ocurrió a ti, Michel…

—Son ellos los que tuvieron menos suerte. Están muertos.

Norman no supo qué contestar y miró a su amigo cuyo rostro se arrugaba como el de un viejo, la boca deformada en una mueca, las lágrimas que se escurrían entre los párpados cerrados. Le puso una mano en el hombro y le dijo:

—Éramos muy jóvenes… Dios mío, Michel, éramos unos muchachos.

Michel se secó los ojos y exclamó:

—¡Rayos, el café, se derrama el café! —Apagó el fuego, se sonó la nariz ruidosamente y luego sirvió café caliente en un par de tacitas diferentes—. En alguna parte debo de tener un juego de café de los bonitos, pero no logro encontrarlo.

—No te preocupes. Siempre has sido un descuidado. No ibas a mejorar ahora que has envejecido. ¿Tienes un cigarro?

—Son Gauloises —repuso Michel sacando el paquete del bolsillo.

Norman aceptó uno, lo encendió y dijo:

—Caramba, fumas siempre esta mierda… parece como si hubiésemos vuelto a los viejos tiempos. Está muy bien este café, pero me apetecería tomarme un buen café turco, hace mucho tiempo que no me bebo uno.

—Déjate de historias —comentó Michel encendiendo un cigarrillo—. No hace falta que sigas con tantos preámbulos. Dime exactamente qué ocurre. Y qué tienes en mente.

—Descubrir quién ha matado a mi padre y por qué.

—Ya lo intenta la policía griega y el Intelligence Service; creo que alcanza.

—Si no me falla la intuición, sabemos más que ellos.

—¿Y después?

—Recuperaremos la vasija de Tiresias. —Michel se quedó con la tacita en el aire—. Bebe, que se te enfría.

—¿Qué sabes de aquel objeto?

—Ha vuelto a aparecer. Se encuentra en un pueblecito del Peloponeso llamado Skardamoula. Y está en venta.

—¿Cuánto piden?

—Medio millón de dólares.

—¿Quién más está al tanto de esto?

—Creo que nadie, exceptuando a los vendedores. El dato me llegó a mí directamente. Hace tres días. Trabajo en un periódico, el Tribune, pero desde hace cuatro años soy asesor de la agencia Sotheby’s y controlo los datos de piezas arqueológicas, incluso las clandestinas.

—Las robadas.

—Sí, a veces son piezas robadas —admitió Norman aparentemente sin ningún empacho.

—¿Cómo estás tan seguro de que se trata de aquella pieza y no de otra?

Norman sacó una foto de su maletín de viaje y se la dio a Michel.

—Es la misma. Me parece que no puede haber ninguna duda.

—No. No hay duda. ¿Quién te ha dado la foto?

—No lo sé. Alguien me telefoneó para avisarme que estaba en el limpiaparabrisas de mi coche. Era una voz de hombre, con acento extranjero. Diría que griego, mejor dicho, era griego.

—¿Fue él quién te dijo dónde está la vasija?

—Sí. Y también me dijo cómo llegar a ella.

—¿Y qué pinto yo en esto? Puedes muy bien arreglártelas solo. La llevas a Inglaterra y la vendes.

—Esa vasija podría conducirnos hasta Pavlos Karamanlis… y quizá a descubrir la verdad sobre cómo murieron Claudio y Heleni.

Michel dejó la tacita sobre la mesa, se puso en pie y se acercó a la ventana. Permaneció largo rato inmóvil y en silencio. En la calle, la vida nocturna del sábado estaba llena de colores y luces alegres.

—No deberías haber vuelto —dijo finalmente—. No deberías haber vuelto, Norman.

—Pero estoy aquí, Michel, y espero una respuesta.

Michel se dirigió a la mesa, cogió la reseña que había encontrado en la correspondencia de la Universidad y dijo:

—Es extraño.

—¿El qué?

—Tú recibiste esa foto. Y a mí me enviaron otra señal, las dos conducen a esa vasija.

—¿Tienes miedo de algo?

—Sí, pero no sé de qué.

—¿Entonces qué has decidido?

—Iré contigo. Dame tiempo para terminar la última convocatoria de exámenes en la Universidad.

—¿Cuál es esa señal que acabas de mencionar?

—Esta reseña.

—¿La has leído?

—Llevo semanas estudiándola, contiene una hipótesis sobre el rito de la invocación de los muertos descrito en el undécimo canto de la Odisea. Y la hipótesis está estrechamente ligada a las escenas representadas en esa vasija… Hace veinticinco siglos que la desaparición de Ulises constituye un misterio insondable, pero quizá no sea momento para que te hable de estas cosas, tu padre murió hace poco y…

—No, sigue, por favor.

—Hasta ahora se ha considerado que la clave está en la segunda parte de la profecía de Tiresias. Ulises es huésped de la maga Circe y le pide que le prediga su suerte, pero Circe no puede. Sólo el vate Tiresias podría hacerlo, pero ha muerto, por lo que el héroe deberá surcar el mar, llegar al Océano y encontrar una roca en la confluencia del Aqueronte, el Cocito y el Piriflegetonte, los tres ríos infernales. Allí deberá degollar un carnero negro y dejar que su sangre caiga en un foso sagrado excavado con su espada. La sangre hará que las almas de los muertos salgan del Hades y entre ellas, la de Tiresias… Ulises podrá interrogarlo después de permitirle que beba de esa sangre.

Norman se acercó a la estantería donde estaban los clásicos griegos y sacó una edición de la Odisea.

—A partir del verso 119 —le indicó Michel.

Norman buscó el párrafo y lo leyó atentamente:

… y cuando hayas matado en tu casa a los pretendientes,

bien usando de astucia, o de frente y con bronce agudísimo,

toma entonces tu remo de fácil manejo y camina

hasta que al pueblo llegues de quienes el mar no conocen,

gentes que nunca toman comida con sal sazonada ni conocen

los buques que tienen rojizas mejillas,

ni los fáciles remos que son de la nave las alas.

Te daré una señal manifiesta que no ha de engañarte:

cuando cruce tu ruta un viajero y al verte pregunte

dónde vas con un aventador sobre el hombro gallardo,

planta entonces en tierra tu remo de fácil manejo

y haz al rey Poseidón sacrificios que sean perfectos:

un carnero y un toro, un verraco que cubra a las cerdas,

y regresa a tu casa y ofrece hecatombes sagradas

a los dioses eternos, señores del cielo anchuroso,

por su orden a todos, y lejos del mar, dulcemente,

morirás, mas dejando la vida llegado ya a una

placentera vejez; y tu pueblo será en torno tuyo

muy feliz. Y en verdad yo te digo que todo es muy cierto.

Thánatos éx halós —repitió Michel—. «Muerte desde el mar».

Por estas tres palabras se ha supuesto desde tiempos remotos que Ulises murió en alta mar. Dante Alighieri, que desconocía el original griego, supone que se enfrenta al océano más allá de las Columnas de Hércules y que se hunde con su barco delante de la montaña del Purgatorio. Tennyson lo hace morir en medio del Atlántico mientras navega hacia el nuevo mundo, pero hay quienes interpretan la expresión griega como «fuera, lejos del mar», indicando con ello que Ulises habría muerto lejos de su elemento natural.

—De hecho, la profecía parece aludir a un viaje suyo hacia el interior…

—Sí, hacia un lugar donde la gente no conoce el mar, no ha visto nunca un buque y no sabe distinguir un remo de un aventador, una pala para separar el tamo del grano trillado.

—Por tanto, se trata de una odisea terrestre de la cual, que yo sepa, no existen evidencias. —Norman buscó al final del libro las notas relacionadas con el texto que acababa de leer—. Este comentario dice que la segunda parte de la profecía de Tiresias es un recurso del poeta que no podía concluir su obra dejando sin solucionar la hostilidad entre Ulises y el dios Poseidón, padre del cíclope Polifemo, a quien Ulises había dejado ciego. Homero no podía concebir que un hombre desafiara a los dioses hasta el final.

—Hay muchos que consideran que el canto undécimo es un añadido posterior, pero ahora tenemos una prueba, esa vasija representa una prueba irrefutable de la segunda Odisea y precede a la primera versión escrita del poema en por lo menos cuatrocientos años por lo menos… Ven, fíjate, no hay duda, se trata de un micénico que data del siglo XII.

Buscó en el armario un portafolios con los dibujos que había comenzado a hacer en la Universidad y los colocó uno por uno sobre la mesa. Norman los contempló estupefacto.

—¿Quién hizo estos dibujos? Dios mío, es como si volviera a ver esa vasija, como si hubiera sido ayer…

—Los hice yo. Hace un tiempo. De pronto, la imagen de ese objeto apareció en mi mente límpida y espléndida. La dibujé como si tuviera la vasija delante de mí.

—Entonces habrías ido a Grecia incluso sin mí.

—No lo sé. Tal vez. Estas últimas semanas he vivido atormentado por las dudas.

—Bien, ya has decidido marchar; ¿cuál es tu objetivo? Un viaje tiene siempre un objetivo y una meta, ¿lo recuerdas? Eso decíamos.

—En los últimos días, mi objetivo ha cambiado muchas veces bajo la influencia de emociones que no logro controlar; quería encontrar un apoyo para mi ambición; después quería hacer el descubrimiento más grande de nuestro siglo, revelarle al mundo los últimos días de Ulises y que mi nombre estuviera ligado a esta empresa. Y ahora… ahora no lo sé. Es posible que yo también quiera encontrar a Karamanlis. Ahora tengo treinta y cinco años, él rondará los sesenta; si uno sabe esperar, el tiempo siempre te concede la posibilidad de conseguir la revancha. Ese tiempo que a mí me ha vuelto más duro y a él lo ha empujado hacia la decadencia… una evolución de los hechos justa y natural. ¿Y tú qué? ¿Vuelves a Grecia sólo para averiguar la verdad? ¿O es que también quieres buscar ese tesoro? Si vamos, hemos de descubrir nuestras cartas. El tiempo ha pasado, nosotros también hemos cambiado… tenemos que descubrir las cartas si queremos viajar juntos.

—No es únicamente por la muerte de mi padre. Lo que vivimos en aquellos días se ha encallecido dentro de mí; creí que no volvería a aflorar a mi mente, pero esa foto ha despertado una parte de mí que creía muerta… odios que quise adormecer… melancolías, sueños. Michel, quiero volver a Grecia porque hace diez años perdí un trozo de mi vida, quiero saber quién me la robó y por qué. Quiero saber también qué es lo que me queda. A estas alturas ya nada puede detenerme.

Michel volvió a guardar la Odisea en el estante, metió las tacitas en el fregadero, abrió el grifo y le dijo:

—Si vamos a regresar a Grecia, y si quieres volver a ver a Pavlos Karamanlis será mejor que te cuente todo lo que me ocurrió esa noche… si es que no estás muy cansado.

—No, qué va —contestó Norman—. Me he tomado el café. Tenemos mucho tiempo por delante. Además, también sería bueno que supieras lo que tengo que contarte.

Acurrucada en el asiento de su coche, Mireille mantenía la mirada fija en la ventana iluminada de Michel y por momentos entreveía su silueta perfilada contra el cristal, sus gestos bruscos, nerviosos; en un momento dado tuvo la impresión de ver cómo se llevaba las manos a la cara e inclinaba la espalda como presa de un dolor o de un amargo recuerdo.

Un joven que llevaba sobre el pecho desnudo una cazadora llena de tachuelas, se acercó a su coche y golpeó el cristal con los nudillos.

—Eh, guapísima, ¿me llevas?

—Vete a tomar por saco —le contestó al tiempo que le daba a la llave del contacto. Arrancó, puso la primera y pisó el acelerador a fondo. El coche salió a toda velocidad atravesando la ciudad despreocupada y enfiló hacia el campo cálido y perfumado, en dirección a un horizonte cargado de nubarrones y recorrido por los relámpagos.

Norman y Michel estuvieron hablando durante largo rato y luego permanecieron mucho tiempo en silencio, inmóviles en sus sillas, mirándose sin verse, porque cada uno de sus pensamientos necesitaba aquella extraña catatonía para seguir aflorando. Cuando Michel hubo pronunciado la última palabra y se levantaba para retirarse, Norman lo retuvo con un ademán.

—Michel.

—Estamos cansados. Tenemos que irnos a dormir.

—¿Qué es esa vasija? ¿Qué significan esas figuras?

—Es el rostro oscuro de la Odisea, el viaje ignoto que todos debemos realizar; al comienzo, su rumbo pasa por el sueño y la aventura hacia el horizonte llameante, y después desciende inexorablemente hacia territorios neblinosos y álgidas soledades, hacia las orillas del extremo océano, del océano de aguas oscuras que no tiene olas.

Norman se subió el cuello de la cazadora como si de repente alguien le hubiera echado el aliento frío sobre el cuello.

—No es más que una vasija, Michel, una estupenda vasija micénica, de oro bruñido. Y nosotros vamos a dar con ella.