VII

Tarquinia, Italia

28 de mayo de 1983, cinco y media de la tarde

El empleado de la recepción apartó con evidente disgusto la vista del pequeño televisor portátil que en ese momento transmitía el gran premio de Fórmula 1 para ocuparse del cliente que acababa de entrar.

—El hotel está lleno —le informó—, a menos que tenga usted reserva.

—Pues sí, tengo una reserva —le dijo el forastero dejando la maleta en el suelo.

El empleado sacó el registro al tiempo que movía el televisor para poder seguir el programa por el rabillo del ojo.

—¿A nombre de quién?

—Kourás. Stavros Kourás.

El empleado recorrió con el dedo la lista de clientes.

—Kourás con K, ¿verdad…? Sí —dijo—, aquí está. Apartamento número 45, primer piso. Déjeme un documento, por favor, ya puede subir.

El forastero dejó el pasaporte sobre el mostrador y le comentó:

—Discúlpeme, pero necesito una información.

—Usted dirá —respondió el empleado cada vez más dubitativo entre su obligación y lo que de verdad le interesaba.

—Estoy buscando a una persona que se llama Dino Ferretti. Vive aquí en Tarquinia y trabaja como guía turístico.

—¿Ferretti? Ah, sí, con frecuencia acompaña también a nuestros clientes. Si se da prisa, lo encontrará con el último grupo de turistas en la necrópolis de Monterozzi. ¿Sabe cómo llegar?

—No, pero encontraré a alguien que me lo diga —le contestó el forastero.

—Sí, claro, claro —dijo el empleado volviendo a subir el volumen del aparato.

El forastero entregó su equipaje a un empleado para que se lo subiera a la habitación y regresó a la calle dejando a su espalda el rugido ensordecedor del McLaren de Niki Lauda. Volvió a subir a su coche y se dirigió a las afueras de la ciudad hasta llegar a la entrada de la necrópolis. Ya era casi hora de cerrar, el guardián había guardado el paquete de billetes y bajado la persiana de la garita. Esperaba al lado del portón a que salieran los últimos turistas. El grupo fue llegando desperdigado y se dirigió al autocar que los esperaba; el guía, un hombre de unos treinta y cinco años que llevaba en el ojal el distintivo de una agencia turística, iba detrás entre los últimos respondiendo a las preguntas de los dos o tres turistas más interesados en la visita. Eran ancianas norteamericanas vestidas con chándal y sombreritos, que no lograban sobreponerse al asombro que les habían causado las escenas de sexo de la tumba de los toros y que le pedían aclaraciones muy embarazosas.

Cuando todos se hubieron acomodado en el autocar el guía también subió al estribo; se volvió un instante para comprobar si alguien había quedado rezagado y reparó entonces en el Mercedes negro con matrícula de Atenas aparcado al fondo de la explanada. Al observar unos instantes la silueta oscura y desdibujada que alcanzaba a distinguir tras el parabrisas su rostro se ensombreció. La puerta neumática se cerró con un soplido y él se sentó al lado del conductor sin apartar la mirada del retrovisor. El Mercedes también abandonaba la explanada y seguía al autocar a un centenar de metros de distancia. Los turistas bajaron delante del hotel Rasenna, el guía los acompañó hasta la recepción, después salió y se dirigió a pie a la parte alta de la ciudad. El Mercedes había desaparecido.

Se detuvo en un colmado a comprar un poco de queso y fiambre, compró una revista en un quiosco y, mientras iba hojeándola se dirigió a un palacete situado cerca de la plaza del Duomo. Se volvió otra vez para mirar a su alrededor, como si presintiera que lo estaban siguiendo, después traspuso el portón de la planta baja y subió al último piso.

Se asomó a la ventana, paseó la mirada por los tejados rojos, contempló la lejanía que olía a hierba recién segada, los campos florecidos y una nube de estorninos que ondeaba indecisa en el cielo en busca de un refugio donde pasar la noche que empezaba a caer.

Llamaron a la puerta: un golpe seco, decidido. De pronto percibió al otro lado de la puerta la misma presencia que allá, en la necrópolis, había intuido tras la brillante superficie de un parabrisas. A lo lejos, sobre los campos, la nube de estorninos se disgregó, atravesada por la silueta oscura del milano. Fue a abrir.

—Buenas noches, hijo mío.

—Almirante Bógdanos… ¿usted aquí?

—¿Ya no me esperabas…? Tal vez tendría que haberme anunciado.

El hombre joven bajó la mirada y se hizo a un lado.

—Pase.

El hombre entró, cruzó la habitación con paso lento y se detuvo delante de la ventana.

—Un sitio muy bonito —dijo—. Una vista encantadora. Es aquí pues donde vive Dino Ferretti.

—Sí, es aquí. Y también aquí es donde morirá muy pronto… He decidido recuperar mi verdadera identidad. —Bógdanos se volvió hacia él y por primera vez desde que lo conociera, Claudio Setti vio en sus ojos una expresión de sorpresa, se podría haber dicho casi de pánico, de no haber sido por la fuerza inmutable de sus ojos. Sintió vergüenza de lo que acababa de decir y añadió—: Le debo a usted mucho, comandante… la vida, la tranquilidad de este lugar al abrigo de toda amenaza, pero ahora siento que es inútil mantener este engaño. No logro imaginarme una vida normal de esta manera.

—¿Normal? —repitió Bógdanos con tono encendido—. ¿Quieres una vida normal? Ya entiendo, deseas recuperar tu nombre y tal vez buscar una mujer, tener hijos, una casa con jardín, vacaciones… ¿es eso lo que quieres? Contesta, ¿es eso lo que quieres? Dímelo, maldita sea, quiero saber que cuanto he construido y preparado ha sido en vano, quiero saber que la persona que conocí y salvé ya no existe.

Claudio se dejó caer en una silla y se cubrió la cara con las manos.

—El tiempo cambia muchas cosas, comandante. Puede cicatrizar hasta la herida más horrible. Uno puede morir enseguida, de cólera y de dolor, pero si logra sobrevivir significa que una fuerza desconocida nos empuja hacia la vida. No puede usted culparme por eso, comandante.

—Ya comprendo. Ahora que la situación política de Grecia ha cambiado radicalmente y ya no te sientes amenazado, piensas que ha llegado el momento de recuperar tu verdadera identidad. Será una bonita noticia para los diarios, un muerto que resucita…

—Me considera un cobarde y un ingrato, ¿no es así? Pues se equivoca. Viví durante años en la dimensión que usted me asignó esperando el momento de poder vengarme. Seguí al pie de la letra todas sus instrucciones, pero hoy siento que todo es inútil. Haga lo que haga, la maldad humana perdurará.

Bógdanos asintió con la cabeza, permaneció callado durante unos instantes y después cogió el sombrero y se dirigió hacia la salida.

Claudio pareció sobresaltarse:

—Comandante… —Bógdanos se volvió hacia él con la mano en el picaporte—. ¿Cuál era el motivo de su visita?

—Ya no tiene importancia.

—No, quiero saberlo.

—Lamento encontrarte en este estado de ánimo. Vine para reabrir tu herida, para hacer que vuelva a sangrar… a tu pesar… Tengo pruebas que incriminan a los responsables y a los cómplices de la muerte de Heleni y dispongo de un plan para aniquilarlos a todos.

Claudio palideció.

—¿Por qué no las entrega a los jueces?

Bógdanos lo miró con expresión aterrorizada, como si tuviera ante él a un desconocido que decía insensateces, pero su voz no dejó entrever emoción alguna.

—Todos los delitos cometidos en aquella época han prescrito o están cubiertos por una amnistía; además, alguno de ellos quedaría fuera de nuestra jurisdicción… No los castigarían… Sé también dónde tiraron el cuerpo de Heleni: lo lanzaron al lago artificial del Tournaras después de haberle quitado la ropa. Temían que alguna hilacha subiera a la superficie y pudiera delatar la presencia del cadáver… una tumba fría…

Claudio notó que los ojos se le llenaban de lágrimas y que éstas le caían por las mejillas, pero no logró pronunciar una sola palabra. Bógdanos lo miró un instante en silencio y después bajó las escaleras. Claudio se acercó al parapeto del rellano y le gritó con voz quebrada:

—¡Comandante! —Bógdanos se detuvo y volvió lentamente la cabeza—. ¿Por qué quiere hacerlo?

El portón de la calle se abrió y entró una mujer con la bolsa de la compra. Bógdanos esperó a que desapareciera tras la puerta de un apartamento de la planta baja y le contestó:

—Siempre he castigado sin piedad a los prevaricadores. —Dicho esto, continuó bajando las escaleras en la oscuridad.

—¿Pero por qué me ha elegido a mí? —volvió a gritar Claudio sollozando—. ¿Por qué no me dejó morir?

El comandante había llegado ya al final del último tramo y se disponía a abrir la puerta principal. Se volvió otra vez y su voz resonó sombría en la oscuridad, como el gruñido de un lobo en las sombras de su guarida.

—Yo no te elegí. Lo ocurrido te impone una dura necesidad. En cuanto a mí… debo debatirme contra un destino adverso, no puedo exponerme abiertamente, solo, al menos ahora no… Debo regresar a mi hotel. Estoy cansado. Llevo años indagando, ¿comprendes? Estoy cansado…

—¿A qué hotel?

—El Rasenna.

—¿Con qué nombre? Si tuviera… si tuviera que buscarlo, ¿por quién pregunto?

—Por Kourás, Stavros Kourás. Buenas noches, hijo mío.

Desapareció en la calle y la puerta se cerró con estrépito. Claudio apoyó la cabeza en el parapeto y se quedó un rato en esa posición, contando mentalmente los pasos del almirante Bógdanos que se alejaban, y le pareció ver el cuerpo blanco de Heleni flotando en las aguas oscuras para desaparecer, tragado por la negrura del fondo.

—Buenas noches, comandante —murmuró.