VI

Atenas

19 de noviembre, seis de la tarde

Norman Shields se enteró de la muerte de Claudio Setti y de Heleni Kaloudis al leer la edición vespertina de Tá Néa. Publicaron un titular en las páginas interiores, delante de la página de deportes en la que aparecía a ocho columnas la crónica del partido del año: el Panathinaikós contra el AEK.

Esa misma mañana había ido a la Jefatura Central de Policía pero llegó poco después de la explosión y se dio cuenta de que en aquella situación difícilmente habrían puesto en libertad a sus amigos. Oculto en su coche, observó durante un buen rato el ir y venir de policías y funcionarios y también vio al capitán Karamanlis entrar en el bar de enfrente para hablar con un desconocido.

Cuando leyó la noticia en el periódico tuvo la certeza de que lo habían embaucado aunque no lograba entender cómo. Habría querido ir inmediatamente al Museo Arqueológico Nacional, pero calculó que llevaría ya unas horas cerrado y que Ari se habría marchado, suponiendo que ese día hubiera estado de guardia.

Quizá su padre podría echarle una mano. Fue a verlo a la embajada británica y le enseñó el periódico con la noticia del atentado. ¿Cómo era posible que Claudio y Heleni se encontraran en aquel maldito coche si la policía los había detenido? Él sabía muy bien que la policía griega se los había llevado arrastrándolos por las calles del barrio de Plaka bajo la mirada de un agente especial británico.

—Norman… Norman, me temo que los hayan asesinado —le dijo su padre con la cabeza gacha—. Han simulado un atentado terrorista para hacer desaparecer los cuerpos, los rastros, todo.

Norman sintió una pena enorme. Se volvió hacia la pared y se echó a llorar.

—¿Pero por qué? ¿Por qué… por qué? —repetía.

—Norman, Heleni Kaloudis era considerada como una de las cabecillas del movimiento estudiantil del Politécnico. Quizá la policía creyera que podía suministrarles informaciones importantes. Quizás utilizaron mano dura y excedieron los límites de lo legal… se trata de una hipótesis, claro está. Hay veces en que se plantean situaciones sin salida que sólo se pueden solucionar mediante la eliminación física de los testigos. Temo que haya sido ésta la causa de la muerte de tus amigos.

—Pero si ocurrió así, tenemos testigos de que Claudio y Heleni estaban en manos de la policía y podemos hacerles responsables. Al menos podemos hacer justicia.

—No, no podemos. No podemos utilizar a un agente de nuestros servicios especiales como testigo ni iniciar un caso de este calibre en esta situación y en este país. Las consecuencias son imprevisibles, nos expondríamos a que abandonaran la alianza. Hijo mío, estamos atados de pies y manos. Lamentablemente, debes resignarte. Es una experiencia muy amarga para ti… también para mí, créeme. Hice lo que pude.

—Ya me doy cuenta —dijo Norman con tono resignado—. Entonces, adiós.

—¿Adónde vas?

—Regreso a Inglaterra. No quiero seguir en este país. Me marcharé en cuanto encuentre un vuelo.

—¿Y tus estudios?

Norman no le contestó.

—¿Vendrás a despedirte?

—No lo sé. Si no vengo, no te lo tomes a mal. No estoy enfadado contigo. Estoy enfadado con el mundo entero, conmigo mismo. Sólo quiero olvidar, aunque no sé si lo lograré. Adiós, papá.

—Adiós, hijo.

James Shields se puso de pie para acompañar a su hijo hasta la puerta; cuando el muchacho trasponía el umbral lo retuvo y lo abrazó.

—Te olvidarás de estos días —le dijo—, eres joven. Norman se apartó de su padre y le contestó:

—¿Joven? Dios mío, en mí ya no queda nada de joven. Lo he perdido todo.

Salió a la calle y se dirigió presuroso a la parada del autobús. Su padre se quedó mirándolo unos minutos desde la ventana de su despacho hasta que lo perdió de vista.

Jamás había creído que las consecuencias de su profesión podrían llegar a rozar siquiera a su hijo. Lo había mantenido siempre al margen, nunca se había opuesto a su pasión por la arqueología aunque la considerara un ejercicio tan costoso como inútil. Por culpa de un extraño caso, las vidas de ambos se habían entrelazado peligrosamente y corrían el riesgo de entrar en colisión. Incluso él mismo, contagiado por la desesperación de su hijo, se sintió de improviso ligado a las víctimas, dolorosamente comprometido. Ya no se trataba de cadáveres anónimos como los muchos que en el transcurso de su carrera se había acostumbrado a considerar con el cinismo de quien debe poner la razón de Estado por encima de todo. El llanto de su hijo hacía que lo sintiera próximo, necesitado de ayuda, le hacía entrever la posibilidad de un acercamiento después de los exasperantes enfrentamientos que habían tenido en los últimos años: el muchacho rebelde, independiente, despreciativo casi, y él, atado al concepto autoritario que desde siempre había sido tradición en su familia. Sin embargo, no cabía duda que era positivo que regresara a Inglaterra. El tiempo cicatrizaría las heridas, tal vez conocería a una muchacha que le haría olvidar aquellos días.

Norman se encerró en su pequeño apartamento de Kifissía, metió unos cuantos efectos personales en una mochila, contó su dinero y vio que no tenía suficiente para viajar en avión, ni siquiera en tren.

Para no tener que pedirle dinero a su padre, decidió que viajaría haciendo autoestop.

Tuvo un sueño agitado, lleno de pesadillas angustiantes: el coche cargado de TNT saltaba por los aires desintegrándose en mil pedazos ensangrentados; él que acechaba a Karamanlis y lo mataba descargando sobre el policía decenas de disparos. Veía su cuerpo exánime sacudirse con cada tiro, el rostro despedazado, el tórax desgarrado, el uniforme siempre impecable empapado en sangre y cubierto de barro. Se despertó en varias ocasiones bañado en un sudor frío.

Cuando por fin amaneció, salió de su casa después de pasar las llaves y un sobre con el dinero del último alquiler debajo de la puerta de la portería. Estaba oscuro y las calles se encontraban vacías y en silencio. Llegó a un pequeño bar que abría en ese momento, se sentó a tomar un café turco y dos rosquillas de pan con semillas de hinojo. Siempre estaban deliciosas, frescas y crocantes, recién salidas del horno. Había comido aquellas rosquillas en compañía de sus amigos, alrededor de aquella mesa en muchas ocasiones. Ya no quedaba ninguno, aparte de Michel, pero ya no tenía sentido buscarlo. Michel se quedaría escondido en algún rincón de Francia, carcomido por los remordimientos y la vergüenza: ¿para qué pedirle explicaciones con su presencia por no haber sabido resistir, por no haber podido ser más fuerte? Michel también tenía derecho a olvidar. Quién sabe, a lo mejor un día los dos encontrarían el valor para volver a reunirse en alguna parte; entonces harían como si nada hubiera pasado. Recordarían los hermosos días, el momento de su primer encuentro en el Epiro, las noches en la taberna, los estudios, las muchachas…

Salió a la calle; una fría claridad esculpía la ladera yerma del Himeto contra el cielo ceniciento; se echó la mochila sobre los hombros y enfiló hacia el norte. Un camión que transportaba un rebaño de ovejas a las dehesas de Tesalia paró para recogerlo. Subió al vehículo traqueteante y se acurrucó en el asiento con la mochila entre las piernas. El balido de las ovejas, la charla del camionero, el fragor del viejo motor asmático y de la carrocería destartalada no lograban hacer mella en el silencio abismal de su ánimo, en la fijeza atónita y doliente de su mirada. Atravesó Tesalia y Macedonia, cruzó la frontera en Evzsonoi y recorrió Yugoslavia bajo una lluvia torrencial en un TIR búlgaro que llevaba carne a Italia. Cruzó Austria y Alemania durmiendo en hostales o bajo los tinglados de las estaciones de servicio. En tres días y tres noches llegó a orillas del canal de la Mancha y desembarcó en Dover, cubierta de nieve.

Atenas le pareció entonces lejana, como un planeta remoto y desolado.

Cuando abrió el pasaporte para enseñárselo al policía de fronteras, una foto que había entre sus páginas cayó al suelo: una polaroid en la que aparecía con Michel y Claudio junto al dos caballos en las montañas de Epiro. No se agachó para recogerla, dejó que acabara bajo las botas enlodadas de los camioneros que pasaban uno por uno por el control de documentos.

Pisoteaba así, dentro de él, los recuerdos de los últimos años de su juventud.

En cumplimiento de instrucciones del Ministerio de Asuntos Exteriores y aunque el muchacho no tuviera parientes cercanos, el consulado italiano abrió una investigación sobre la muerte de Claudio Setti pues la versión proporcionada por la policía griega difería mucho de las informaciones que los funcionarios habían podido recoger entre sus compañeros de estudios y entre sus profesores de la escuela arqueológica italiana de Atenas: Claudio era descrito como un muchacho tranquilo y amable, de ideas políticas más bien conservadoras, escrupuloso en el estudio. Sin duda, no se lo podía considerar un terrorista peligroso, pero a fin de cuentas podía haber ocurrido que hubiese aceptado acompañar a su novia en aquel coche sin saber lo que transportaba. En cualquier caso, no fue posible encontrar el menor rastro de su eventual implicación y, en el fondo, su muerte quedó como un misterio para todos.

Por su parte, el capitán Karamanlis habría querido averiguar más datos sobre Ari Malidis pero no fueron pocos los hechos que contribuyeron a que abandonase esa pista: debido a ciertos obstáculos burocráticos y a la escasa simpatía de la Dirección General de Bellas Artes hacia la Policía política, el archivo que había solicitado le fue entregado muy tarde y le sirvió más para alimentar sospechas que para proporcionarle datos. Además, las palabras del almirante Bógdanos habían ejercido en él un profundo y prolongado efecto, estaban suspendidas sobre su cabeza como una amenaza sombría y permanente; por otra parte, las pesadas obligaciones de la normalización lo habían mantenido ocupado mucho tiempo con extenuantes controles, larguísimos interrogatorios, registros, detenciones.

Tuvo que viajar a Patrás y Salónica para detener e incriminar a varios profesores que se declararon solidarios con los estudiantes durante la revuelta del Politécnico y a representantes de los sindicatos clandestinos que respondieron al llamamiento a la huelga de protesta hecho por los estudiantes.

En el transcurso de estas operaciones no logró descubrir demasiado, aparte de lo que ya estaba a la vista de todos: la intolerancia y la rebelión contra el gobierno; pero ni siquiera le pasaba por la cabeza la idea de dudar de que sus convicciones estuviesen equivocadas o fuesen preconcebidas, estaba seguro de que existía una mente organizadora del complot y que sólo la mala suerte impidió que en su red cayeran los peces gordos.

Algunas veces, bien entrada la noche, se entretenía en su despacho con un bocadillo y un vaso de cerveza para trazar en una hoja el mapa de las conexiones que parecían relacionar a un grupo de personas que habían plagado un momento de su vida con múltiples interrogantes: Norman Shields —que conocía la existencia de la vasija de oro— era hijo de James Henry Shields, enlace entre el servicio secreto griego y el norteamericano y amigo de Claudio Setti, Michel Charrier y Heleni Kaloudis; conocía a Ari Malidis, que en plena noche había llevado a un hombre moribundo al hospital de Kifissía.

Y el almirante Bógdanos que siempre lo sabía todo, siempre estaba en todas partes y había demostrado estar al tanto de su desafortunada expedición nocturna a los sótanos del museo… ¿quién habría podido contárselo? ¿El director de Bellas Artes? No era probable. ¿El mismo Shields? ¿Qué tendría que ver un alto cargo del servicio secreto con un estudiante de poco más de veinte años? Lo más extraño era que aquellas personas no tenían entre sí unas relaciones viables, con la excepción del grupo de jóvenes que eran claramente compañeros de estudios, pero todas o casi todas tenían sin duda una cosa en común: la magnífica vasija áurea que por un momento él también pudo estrechar entre sus manos.

¿Sería ésa la conexión? ¿Sería ése el verdadero centro de gravedad? Si por casualidad hubiera podido descubrir dónde estaba y qué significaba, el sentido de las figuras en ella esculpidas… tal vez habría descubierto también qué unía a todas esas personas. Pero aquel objeto había desaparecido y él no disponía de ningún medio para encontrarlo y, aunque lo hubiera tenido, presentía que se trataba de algo demasiado candente como para aventurarse en ese tipo de cacería. La orden de Bógdanos casi le había hecho olvidar el golpe que un desconocido le había asestado en la nuca en el sótano del Museo Nacional.

Durante varias semanas lo atormentó la sospecha de que Bógdanos pudiera comprometerlo con la historia de Claudio Setti, dado que en el fondo no tenía ninguna prueba de que lo hubieran eliminado de verdad y maldecía su precipitación de aquel día. Se había dejado subyugar como un novato. Era factible que Bógdanos hubiera procedido de tal manera para poder tenerlo siempre atado con la amenaza de resucitar a un muerto y azuzarlo con él. Y si eso ocurría, al fin y al cabo, ¿qué podía pasarle? Podría aducir su buena fe y hacer referencia a los objetos personales, al carné y la medallita que le había enseñado al juez. Más tarde, al ver que no sucedía nada, cuando prácticamente se había olvidado de todo aquello, un buen día, un mensajero le entregó un sobre: contenía una foto en la que aparecía el cuerpo de Claudio Setti sobre una mesa de la morgue. De haberse tratado de otra persona, se la habría entregado a los técnicos del laboratorio fotográfico del departamento científico, pero en ese caso prefirió fiarse de su experiencia personal. La quemó y no volvió a pensar en el asunto.

Con el transcurso del tiempo, la situación se fue normalizando poco a poco, la vida retomó su ritmo habitual, la Jefatura Central de Policía volvió a ocuparse de ladrones, secuestradores, contrabandistas y estafadores. Los opositores estaban en chirona meditando en su estupidez. Esa vuelta a la normalidad tendría que haberlo tranquilizado como para tomarse las cosas con calma; sin embargo, se notaba tenso y nervioso. Incluso en su casa, donde se había propuesto siempre no llevar las preocupaciones y las tensiones de su trabajo, se había vuelto irritable y huraño y su mujer no hacía más que repetirle «¿pero qué es lo que tienes?». A veces, cuando volvía a casa andando para hacer un poco de ejercicio, tenía incluso la sensación de que lo seguían: una sombra que le parecía percibir apenas por el rabillo del ojo y que se desvanecía en cuanto volvía la cabeza. ¡Qué lo siguieran a él! Pero si él era el sabueso capaz de rastrear una presa durante semanas, meses: debía de estar verdaderamente cansado.

Un día cogió el teléfono y llamó a un amigo del Ministerio de Defensa.

—¿Tenéis en las listas de la marina a un oficial llamado Bógdanos?

—¿Por qué quieres saberlo?

—Por nada especial. Pura curiosidad.

—Bógdanos has dicho… Espera que lo miro… Sí, aquí está, Anastasios Bógdanos. En cuanto haya consultado mi documentación te llamo. Tal vez así podamos quedar para encontrarnos en alguna parte. Nunca se te ve el pelo, hombre. Llamas sólo cuando necesitas algo.

—Tienes razón, tendría que darme vergüenza. Te doy las gracias de antemano.

Días después se encontraron una tarde en una fonda del barrio de Plaka.

—Es un héroe de guerra, embarcado en el submarino Velos, con infinidad de condecoraciones, medalla de oro, comandante de la academia naval, miembro del Estado Mayor con misiones especiales.

—¿Será demasiado si te pregunto de qué misiones se trata?

—Pues sí. Será mejor que te olvides, chico, no estás a su altura.

—¿Tan poderoso es?

—Es un hombre honrado. Insobornable. En la situación actual eso lo convierte en un hombre temible porque lo sabe todo de todos pero nadie puede acusarlo de nada.

—Según tú, ¿se puede uno fiar de él?

—No creo que haya faltado nunca a su palabra. Si has colaborado con él en alguna operación estás al abrigo de cualquier peligro. Se trata de un hombre que, de ser necesario, paga siempre en persona. Y el castigo… también lo aplica en persona.

—¿Dónde está ahora?

—Creo que no puedo decirte nada más aunque quisiera. Espero que esto te alcance y que te haya sido útil.

—Y tanto, hombre. Muy útil. Te lo agradezco.

El funcionario cambió de tema, habló del campeonato de fútbol, del festival de música ligera de Salónica; de una casa cercana les llegaba música de busukis y la letra de una canción de Theodorakis.

Han torturado a Andreas en su celda.

Y mañana lo llevarán a la muerte…

—Escucha las mierdas que tocan. Habría que detenerlos y llevarlos ajuicio. Habría que detenerlos a todos.

Karamanlis jugueteaba con su kombolói haciendo deslizar entre los dedos las cuentas de plástico amarillo.

—Ya.

—Bueno, me despido de ti. Déjate ver el pelo de vez en cuando, no únicamente cuando necesitas algo.

Oscurecía y Karamanlis se dirigió a su coche. Se detuvo ante un vendedor ambulante y compró castañas asadas para llevar a sus hijos: les chiflaban.