V

Atenas, Museo Arqueológico Nacional

18 de noviembre, doce menos cuarto de la noche

El enigmático esplendor de los reyes micénicos centelleaba bajo la luz de la linterna; los rostros austeros, plasmados en la eterna fijeza del oro, resplandecían bajo el haz huidizo, y en las salas silenciosas del gran museo resonaba el eco del paso lento de Rostas Tsountas, jefe de los guardianes; como todas las noches, cumplía su recorrido de inspección, un recorrido iluminado apenas por las débiles luces de los pilotos de los interruptores; un recorrido que invariablemente lo conducía de la sala micénica a la de los kuroi, de allí a la sala cicládica y por último, a la de las cerámicas y los frescos de Santorini.

El haz luminoso acariciaba las soberbias formas marmóreas y en aquella atmósfera atemporal, el viejo guardián se sentía a sus anchas, como en el vestíbulo de una dimensión todavía irreal aunque próxima y casi familiar.

Había pasado toda su existencia entre aquellas criaturas de piedra, oro y bronce y la soledad de la noche hacía que las sintiera cercanas, casi palpitantes. En medio de la oscuridad, el haz de su linterna las iba devolviendo una por una a la vida. De día, entre la confusión y el arrastrar de pies de los visitantes no eran más que objetos inertes e inanimados ofrecidos a la apresurada consideración de los grupos turísticos organizados, que trotaban tras sus guías en una confusión de lenguas.

Subió al primer piso y lanzó una mirada al gigantesco vaso del Dipylon, a la escena del lamento fúnebre que descollaba en el vientre de la inmensa cerámica y a las figuritas, inmóviles en su geométrica desesperación. Kostas Tsountas tenía ya edad como para preguntarse quién lloraría su desaparición cuando le llegara la hora. Echó un vistazo a su reloj antes de bajar a la garita: faltaban veinte minutos para las doce de la noche, dentro de poco acababa su turno.

Oyó sonar el teléfono: un ruido increíble e imprevisto en aquel silencio que le hizo dar un brinco. ¿Quién llamaría a esas horas? Se dirigió apresuradamente a la entrada, donde estaba el aparato, y llegó justo para descolgar el auricular antes de que dejara de sonar.

—¿Dígame? —contestó con la respiración entrecortada.

—Soy Ari Malidis, ¿con quién hablo?

—¿Ari? ¿Cómo es que llamas a estas horas? Soy Kostas.

—Kostas, perdóname si te molesto, es que tengo un problema.

—Dime qué te pasa, pero date prisa, dentro de un cuarto de hora acabo mi turno.

—Verás, he repasado el inventario de la excavación y acabo de darme cuenta de que no entregué una pieza importante. Si mañana el director efectúa un control estoy perdido. Sabes lo estricto que es en estos casos. La cuestión es que el pobre profesor Harvatis no pudo ordenarlo todo como es debido. El hombre se murió de repente y yo me tuve que encargar de hacer las entregas en su nombre. Por favor, Kostas, déjame entrar para que pueda guardar la pieza en el almacén.

—Estás loco, Ari. Sabes que durante el horario de cierre está prohibido que entre nadie.

—Kostas, por lo que más quieras, se trata de una joya, es una pieza pequeña de mucho valor, ahora mismo acabo de darme cuenta de que la tengo en casa desde hace tres días, el director me pedirá explicaciones y tendré problemas. Hazme el favor, te juro que no tardo ni dos minutos, el tiempo justo para poner esta pieza junto con las demás encontradas en la excavación.

Tsountas permaneció callado unos instantes y finalmente repuso:

—Está bien, por esta vez te dejo entrar, pero si volviera a ocurrirte lo mismo, te las arreglarás solo. No quiero líos.

—Gracias, Kostas, llego dentro de un cuarto de hora.

—Llega antes. De lo contrario tendrás que convencer al guardián del segundo turno que es nuevo. No te abrirá ni si se lo suplicas de rodillas.

—Ahora mismo voy para allá. Llamaré tres veces a la puerta de atrás.

—De acuerdo, pero date prisa.

Colgó el auricular y de un cajón sacó las llaves para desconectar la alarma del sector oriental del museo. «Hay gente que no tiene sentido común. ¿Cómo es posible que te pidan estos favores? Caray, que me juego el puesto». Por otra parte, Ari era un buen tipo, una persona honesta y parecía tan preocupado…

Esperó unos diez minutos, después volvió a cruzar la sala cicládica y se dirigió hacia la zona de despachos. Desconectó la alarma y poco después oyó los tres golpes en la puerta exterior y una voz que le decía:

—Soy Ari, ábreme, por favor.

—Pasa y date prisa. Dentro de cinco minutos vuelvo a conectar la alarma. Procura estar fuera para entonces.

—Lo que tarde en bajar y volver a subir —le contestó Ari y deslizándose entre los batientes entreabiertos de la puerta se dirigió a toda prisa hacia las escaleras del sótano.

Kostas regresó sobre sus pasos refunfuñando; volvió a sonar el teléfono.

—Ay, Dios mío —dijo el viejo acelerando la marcha—, ¿quién podrá ser ahora? Treinta años sin que ocurriera nada y de repente, en diez minutos… Ay, Jesús, Jesús. Sólo faltaría ahora que…

—Museo Arqueológico Nacional —dijo después de descolgar el auricular y tratando de contener el nerviosismo.

—Soy el director general de Bellas Artes, ¿con quién hablo?

—Kostas Tsountas, jefe de los guardianes. Dígame, señor director.

—Lo llamo desde un coche de la policía. Estaremos en la puerta de entrada dentro de cinco minutos, vaya a abrirnos, tenemos que hacer un registro.

El viejo deseó que se lo tragara la tierra, pero trató de ganar tiempo.

—No estoy autorizado a abrirle a nadie a estas horas; si es de verdad el director general, sabrá muy bien que estamos sometidos a este tipo de controles y que debemos negarnos a toda clase de peticiones. No podemos obedecer a alguien que nos llama por teléfono.

—Tiene usted toda la razón, señor Tsountas —respondió la voz—. De hecho, le pasaré por debajo de la puerta una orden redactada en papel con el membrete del Ministerio y mi carné de identificación. Me acompaña el capitán Karamanlis de la policía de Atenas. Enhorabuena por su diligencia.

A Tsountas apenas le quedaron fuerzas para contestarle:

—Leeré los documentos, señor; cuando lo haya hecho decidiré si es de recibo que le abra la puerta —colgó y se desplomó sobre la silla.

¡Ari! Tenía que hacerlo salir inmediatamente antes de que llegara la inspección. Quizás alguien lo había visto entrar y llamó a la policía, eso era, no había otra explicación. Se puso en pie y fue corriendo hasta las escaleras del sótano.

—¡Ari, Ari! —gritó—. Sal ahora mismo, que viene para aquí una inspección de la policía. —No obtuvo respuesta. Bajó las escaleras de dos en dos escalones corriendo el riesgo de romperse la crisma y llegó a la entrada del almacén—. ¡Ari! ¡Sal de ahí, que viene una inspección, llegarán de un momento a otro! —Sus palabras retumbaron entre las paredes de ladrillos desnudos del sótano; cuando se hubieron acallado, el gran edificio volvió a quedar en silencio.

Empuñó el picaporte: la puerta estaba cerrada. Menos mal, Ari ya había salido. Buscó febrilmente entre las llaves del manojo hasta que dio con la que abría la puerta del almacén para asegurarse de que todo estuviera en orden. Abrió, encendió la luz y echó una rápida mirada. Estaba todo en orden. Volvió a cerrar y subió a la planta baja. Tenía el corazón en la boca: el exceso de peso, la edad y la emoción le quitaban el aliento. Oyó sonar el timbre de la entrada y un retumbo atronador pareció sacudir todo el edificio. Alguien golpeaba el portón principal con alguna herramienta y los ecos de los golpes resonaban por las salas y pasillos del museo.

Cuando estuvo delante del portón, se arregló el uniforme, se secó el sudor que le mojaba la frente y con su voz más firme gritó:

—¿Quién es? ¿Qué quiere?

—Soy el director general, Tsountas, vengo con el capitán Karamanlis de la policía. He telefoneado hace cinco minutos. Ahora le paso la orden redactada en papel con membrete, como le he indicado, y mi carné de identificación, así como el del capitán Karamanlis. Compruebe todos los papeles y luego ábranos sin más dilación. Si se resiste lo consideraré una insubordinación y habrá usted de hacer frente a todas las consecuencias.

Tsountas comprobó los documentos, se aseguró de que estaban en regla y luego abrió, aliviado de saber que Ari se había marchado después de entregar la pieza.

—Pase usted, señor director —dijo quitándose la gorra—, y le ruego que me disculpe, pero espero que comprenda usted la responsabilidad que…

—¿Tiene un plano del museo? —preguntó enseguida Karamanlis—. He de hacer una inspección.

—¿Pero qué ha sucedido? —inquirió Tsountas al tiempo que del mostrador de ventas de recuerdos sacaba un folleto de los que se daban a los turistas para entregárselo al oficial.

—Parece ser que durante la ocupación del Politécnico unos cuantos subversivos utilizaron el sótano como base de operaciones —le explicó el director—. Seguramente contarían con la complicidad de algún empleado del museo, sin el que no habrían podido entrar. El capitán quiere llevar a cabo una inspección antes de que desaparezcan las posibles pruebas o rastros que hayan dejado… Lo comprende usted, ¿verdad?

Tsountas ya no se sintió tan seguro, de repente se le ocurrió pensar en la extraña petición que Ari Malidis le había hecho para bajar al sótano en plena noche… ¿acaso sería él el cómplice del que hablaban? Imposible. En los treinta años que lo conocía Ari jamás se había metido en política.

Entretanto, en el sótano, Ari estaba desesperado: había buscado por todas partes después de haber revisado a fondo el armario esquinero donde los muchachos le dijeron que habían dejado la vasija, sólo había interrumpido su búsqueda unos segundos al oír los pasos de Kostas Tsountas y había oído girar la llave en la cerradura. Se ocultó tras una estantería, en medio de las escobas, y luego, en cuanto Tsountas se hubo alejado, se puso a buscar otra vez por todas partes sin resultado. Tenía el corazón en la boca y se sentía perdido.

El profesor Harvatis había muerto para nada… había desaparecido un tesoro que le llevó la vida entera encontrar, tal vez para ir a parar a manos de alguien que jamás comprendería su valor y su significado. ¿Qué iba a decirle a aquel hombre cuando se le presentara otra vez a reclamarle la vasija? Porque no cabía duda de que volvería a aparecer en un momento cualquiera a reclamar lo que le correspondía…

La sala no era demasiado grande y no había muchos lugares donde ocultar un objeto de ese tipo, pero era tal su angustia que hurgaba por todas partes sin método fijo ni precisión y volvía sobre sus pasos, convencido de que no había buscado a fondo…

Aquel hombre volvería a presentársele, santo Dios… volvería con su mirada de hierro y su voz capaz de hacerse obedecer por cualquiera… ¿Cómo iba a explicarle que la había perdido… que la había perdido para siempre?

En el pasillo resonaron pasos y Ari volvió a su escondite donde permaneció inmóvil. Alguien metía la llave en la cerradura, abría la puerta, se dirigía con paso decidido hacia el armario esquinero.

El capitán Karamanlis buscaba a tiro hecho. Sacó del armario el bidón lleno de aserrín, hundió en él las manos y levantó hacia el techo la vasija historiada para contemplarla a la luz de la bombilla. El resplandor del oro sobre su rostro le daba un aspecto trastornado y una palidez que no era natural, pero su mirada era elocuente: aquella maravilla le había invadido la mente. Parecía deslumbrado y por momentos la ávida expresión de estupor de sus ojos dejaba entrever una extraña conmoción.

Ari se dio cuenta de que no tenía alternativas. Se deslizó con la espalda pegada a la pared apretando en el puño la linterna eléctrica y cuando Karamanlis dejó la vasija sobre la mesa que había en un costado, notó la vibración del golpe que le asestaron entre la nuca y los hombros. Cayó sin lanzar un solo grito.

Tsountas y el guardián que iba a reemplazarlo lo encontraron diez minutos más tarde, tendido en el suelo y lamentándose. Lo ayudaron a incorporarse.

—Capitán, capitán, ¿qué le ha pasado? ¿Se encuentra mal?

Karamanlis se levantó, se apoyó unos segundos en la pared, se pasó las manos por los ojos y luego miró despacio a su alrededor; clavó la vista en la superficie vacía de la mesa que tenía delante y con voz tranquila respondió:

—Un desmayo, ha sido un desmayo. Llevo dos noches sin dormir… quizás el aire viciado de este sótano… no hay ventanas. Salgamos, necesito respirar aire fresco. —Subieron a la planta baja.

—El capitán no se encuentra bien —dijo Tsountas.

—No es nada, ha sido un desmayo pasajero. Estoy cansado…

—¿Ha encontrado lo que buscaba? —le preguntó el director general.

Mientras se restregaba entre la nuca y los hombros, Karamanlis hizo una extraña mueca y contestó:

—Sí, lo he encontrado… y alguien pagará, tarde o temprano, pagará, de eso puede estar seguro.

Salieron y bajaron juntos la escalinata de la entrada. Al llegar a la calle, Karamanlis paró un taxi para el funcionario.

—Aristóteles Malidis… ¿le dice algo ese nombre?

El director meneó la cabeza.

—Es un funcionario de su administración. Quiero saberlo todo sobre él. Envíeme su expediente personal, por favor, si es posible hoy mismo. Lo espero.

—Délo por hecho, capitán. ¿Tiene algún indicio quizá?

—Nada concreto… una simple sospecha, pero será mejor que la compruebe.

—Naturalmente.

—Buenas noches, señor director, y gracias por su colaboración.

—Buenas noches, capitán. Considéreme siempre a su disposición.

Karamanlis se quedó mirando el taxi hasta que desapareció en la noche y luego fue hasta su coche. Era hora de que él también se fuera a la cama aunque hubiera sido un mal día, poco pródigo en satisfacciones. Al día siguiente, con la mente fresca, sabría cómo moverse.

Kostas Tsountas, que había terminado su turno, también se fue a dormir. Montó en su bicicleta y comenzó a pedalear a buen ritmo. No veía la hora de tumbarse en la cama aunque temía que no iba a poder dormir. El faro de la bicicleta iluminaba con su pequeño haz la calle en penumbras, a veces más intenso, a veces más débil según la pendiente. Al llegar delante de su casa sacó del bolsillo la llave del pequeño garaje, subió la persiana y guardó la bicicleta, tan brillante como cuando se la había comprado veinte años atrás. Volvió a cerrar con cuidado, tratando de no hacer ruido y se arrodilló con dificultad para cerrar el candado aunque sabía bien que en el interior no había nada que robar.

Cuando se disponía a incorporarse, una mano se apoyó sobre su hombro: le fallaron las piernas y cayó de rodillas temblando de miedo.

—Soy yo, Kostas, soy Ari.

El viejo se levantó con dificultad apoyando la espalda contra la persiana.

—¿Tú? ¿Qué quieres ahora? ¿No crees que ya has jugado bastante conmigo? Estoy seguro de que no llevaste nada al almacén. Más bien fuiste para borrar algo. ¿No es así? Y no te ha importado nada exponer la reputación y el honor de un viejo colega, ¿eh?

—Es verdad —admitió Ari con la cabeza gacha—, fui a borrar algo y fui yo quien permitió que los subversivos entraran en el museo. Eran tres muchachos aterrorizados, desesperados, y una chica herida, una pobre criatura traspasada por una bala de esos carniceros. Sí, traté de salvarlos mientras muchos otros como ellos caían bajo el fuego, aplastados bajo los tanques. Pobres muchachos… —La voz le temblaba de rabia y de pena—. Por Dios, Kostas, eran nuestros hijos… —Lloraba de pie, con la cabeza gacha—. Eran nuestros hijos…

—Hiciste bien —dijo el viejo—. Diablos, hiciste bien. No podía imaginármelo. —Se sentó en los escalones de la entrada—. Siéntate un instante a mi lado, sólo un instante, anda.

Los agentes Petros Roussos y Yorgo Karagheorghis recorrían en ese momento la carretera estatal en dirección a Maratón y entraban en la zona boscosa que cubría las alturas del Pentélico. Casi habían llegado al lugar establecido: el gran embalse hidroeléctrico alimentado por el río Momos. Al llegar a la orilla del embalse, enfilaron por un sendero que se separaba de la estatal siguiendo la orilla por su parte nordeste hasta internarse completamente en el bosque. Atada a un palito enterrado en la orilla, esperaba una barca.

Metieron en ella el cuerpo de Heleni y un bloque de lastre. Karagheorghis dejó las luces de posición del coche encendidas, después subió a la barca, detrás de su compañero, que se había sentado al timón. Roussos encendió el motor diesel de popa y se dirigió al centro, donde la profundidad del agua era mayor. Reinaba una oscuridad absoluta y el único punto de referencia para el barquero era el farol de la cabina de control del dique que hacía guiños en la oscuridad a más de medio kilómetro delante de él. Roussos, sentado en la popa con la mano en el timón, calculaba mentalmente cómo emplearía el dinero de la gratificación que el comandante le daría por el desempeño de la misión. Karagheorghis lo había preparado todo cuidadosamente: el embrague de cuerda de nailon y el lastre mantendrían el cuerpo de la muchacha en el fondo hasta que se hubiera deshecho por completo.

Habían llegado al lugar exacto, a la altura de una pequeña península que se adentraba en el lago desde la izquierda. Karagheorghis encendió la luz de a bordo para arreglar con precisión el embrague, luego lanzó el cuerpo al agua y enseguida el lastre que lo arrastró hasta el fondo.

A la débil luz del farol, durante un instante lo único que quedó visible fueron la frente blanca de Heleni y sus largos cabellos: como un penacho de algas negras ondeando en las aguas oscuras.

Después, Roussos apagó la luz, aceleró y viró hacia la orilla, en dirección a las luces de posición del coche; aquellos ojitos blancos y fijos en la noche lo guiaron seguros devolviéndolo al mundo de los vivos.

Llovía a cántaros, una lluvia sucia que cubría de negras estrías el parabrisas del coche de servicio. Karamanlis sólo había tomado un café y se había fumado dos cigarrillos. Roussos y Karagheorghis debían de haber cumplido ya su misión; le habían dejado la señal de que todo había salido bien: un kombolói colgado en el parachoques posterior de su coche, que él aparcaba siempre debajo de su casa. El problema era otro: el muchacho italiano. ¿Qué habría hecho Bógdanos con él? Si el muchacho llegaba a hablar se vería en un serio problema: los militares podían resultar extraños, imprevisibles.

En primer lugar debía descubrir de quién dependía y cómo podía llegar a controlarlo. En los ficheros confidenciales de la jefatura tenía que encontrar alguna posibilidad de soborno. Encendió la radio para escuchar el informativo de la mañana y la noticia que oyó casi de inmediato le hizo dar un brinco.

—Se ha producido un atentado en las inmediaciones de la Jefatura Central de Policía. Un coche cargado de explosivos con dos personas a bordo, un hombre y una mujer, acaba de hacer explosión. Una parte del edificio ha sufrido daños.

Karamanlis conectó la radio de servicio y descolgó el micrófono.

—Habla el capitán Karamanlis, ¿qué diablos esperáis para avisarme? Acabo de enterarme por el informativo de la radio. Cambio.

—Capitán, estábamos llamándolo, la emisora de radio está aquí cerca, ellos también oyeron la explosión.

—Ya, comprendo. No dejéis que nadie se acerque, llegaré dentro de dos o tres minutos. Cambio.

—Lo esperamos. ¿Qué hacemos con los periodistas? Cambio.

—Mantenedlos alejados y no hagáis declaraciones hasta que llegue yo. ¿Han llegado los del juzgado? Cambio.

—Todavía no, pero ya hemos avisado al fiscal. Llegará dentro de veinte minutos. Cambio.

—Está bien. Repito que no dejéis que nadie se acerque. Ahora mismo voy para allá. Cambio y fuera.

Sacó de la guantera una luz intermitente portátil, la colocó en el techo del coche, conectó la sirena y se lanzó a toda velocidad entre el tráfico ya caótico de la metrópolis. Al llegar vio que un cordón policial mantenía a cierta distancia a un grupito de curiosos; tras ellos, los restos de un coche cubrían una amplia extensión de asfalto y lo que quedaba del chasis aparecía envuelto en una nube de vapor y cubierto por la espuma del extintor. Había salpicaduras de sangre por todas partes y trozos de miembros humanos tapados con plástico.

Se le acercó un suboficial que le dijo:

—Todo indica que preparaban un atentado y que la carga les explotó antes de aparcar el coche, debía de tratarse de unos novatos.

—¿Qué posibilidades existen de reconocer los cuerpos?

—Ninguna, el coche llevaba una gran cantidad de explosivos, los dos ocupantes quedaron desintegrados. Si quiere entrar, estamos preparando el informe para el juez.

—Muy bien. Entretanto, seguid con las investigaciones, vuelvo dentro de unos minutos. Avísame en cuanto llegue el juez.

Entró en su despacho, mandó que le entregaran el informe y le echó un vistazo veloz. Sonó el teléfono.

—Jefatura Central de Policía, aquí el capitán Karamanlis, ¿quién habla?

Le respondió una voz inconfundible:

—Soy Bógdanos.

Karamanlis se aflojó la corbata y encendió con ademán nervioso otro cigarrillo.

—Lo escucho.

—¿Es cierto que en el coche iban un hombre y una mujer?

—Es cierto.

—¿Los cuerpos son identificables?

—El trozo más grande es como un paquete de cigarrillos.

—Bien. Tenemos la solución a nuestro problema. No puedo hablar por teléfono. Salga y cruce la calle: me encontrará en el bar de enfrente.

—Pero el juez está a punto de llegar.

—Razón de más, entonces. Debo verlo antes de que hable con el juez. Venga ahora mismo, es cuestión de vida o muerte.

Karamanlis se acercó a la ventana y miró en dirección al bar: efectivamente, de pie delante del teléfono había un hombre con un sombrero flexible y un abrigo oscuro.

—Voy ahora mismo —dijo y fue a reunirse con él.

Bógdanos se había sentado a una mesa y tenía delante una taza de café turco.

—Este atentado nos libra de embrollos y nos proporciona dos cadáveres anónimos que podremos utilizar como mejor nos parezca. Los dos ocupantes del coche eran Claudio Setti y Heleni Kaloudis. Ella era una terrorista a quien su amante, el joven italiano, había ayudado. Déle a la prensa esta versión y todo queda resuelto. La embajada italiana abrirá una investigación pero no lograrán aclarar nada.

—Un momento, almirante, sé que la muchacha no volverá nunca más, pero el chico estaba vivo cuando usted se lo llevó. ¿Quién me garantiza que no vaya a aparecer cuando yo haya anunciado su muerte?

Bógdanos tenía el sombrero calado sobre los ojos y ni siquiera levantó la cabeza para mirar a su interlocutor a la cara.

—El muchacho no volverá. Después de lo que había presenciado está claro que no podíamos dejarlo marchar. Pero por lo menos con nosotros sí que habló. Usted, con sus métodos despreciables, no logró sacarle nada.

—Mis métodos serán despreciables, pero yo uso la violencia honestamente, sin trucos, uso la violencia pura y simple, gana el más duro. Pero ustedes se han valido del engaño, el chico habrá creído que iban a salvarlo. Ustedes son más hipócritas.

Bógdanos levantó ligeramente la cabeza dejando al descubierto una mejilla contraída.

—El engaño es un arma humana e inteligente, puede que sea incluso piadosa; la violencia pertenece a las bestias. Haga lo que le he dicho. ¿Tiene algún efecto personal de Heleni Kaloudis para comprobar su identidad?

—Su carné de estudiante.

—Enséñeselo al juez después de haberlo chamuscado convenientemente con un poco de gasolina. Y añádale esto. —Sacó del bolsillo una medallita y se la entregó. Karamanlis le dio vueltas en la mano. Llevaba escrito en griego: «A Claudio, con amor, Heleni»—. No habrá sospechas puesto que los dos están efectivamente muertos y los cómplices de los terroristas que iban en ese coche se cuidarán mucho de dar señales de vida.

Karamanlis vaciló un instante, se metió la medallita en el bolsillo y luego dijo:

—Creo que se trata de una buena solución, haré lo que me dice. —Miró hacia la calle; el coche del juez acababa de llegar y uno de sus hombres señalaba hacia el bar—. Ahora debo irme.

—Karamanlis.

—¿Qué quiere?

—¿Qué fue a buscar esta noche al almacén que hay en el sótano del Museo Nacional? —El policía sintió que el corazón le daba un vuelco; en pocos instantes, su mente de experto sabueso repasó mil senderos y conexiones pero todos conducían al absurdo.

—Se trataba de un registro rutinario. Me habían pasado unos datos y…

—Sea lo que sea lo que buscara, olvídelo. Y olvídese de cuanto esté relacionado con lo que buscaba. ¿Entendido? Olvídelo si quiere seguir con vida. No habrá más advertencias. —Se puso en pie, dejó una moneda sobre la mesa y se marchó.

Karamanlis salió también, cruzó la calle como atontado, fuera de sí, y se acercó al juez que había iniciado la investigación.

—Buenos días, señor juez.

—Buenos días, capitán. Me temo que hay pocas esperanzas de identificarlos —dijo el magistrado indicando los restos desperdigados sobre el asfalto.

—No crea usted, señor juez. Disponemos de elementos que parecen no dejar duda alguna. Cuando termine su trabajo aquí le ruego que pase por mi despacho, tengo algo que enseñarle.

Una hora más tarde, sentado en una pequeña habitación desnuda y fría del barrio portuario del Pireo, Claudio Setti oyó por la radio la noticia de su muerte y la de Heleni.

Lloró por la desaparición de Heleni, por el ultraje atroz y por el gran insulto que había destruido y corrompido el cuerpo, el alma y la memoria; lloró por su propia vida también perdida. Continuaría respirando el aire de los vivos, no sabía durante cuánto tiempo, pero estaba seguro de que lo que le esperaba no era vida, y de que su corazón había sido sepultado ya en una fosa desconocida junto al cuerpo profanado de Heleni.

Esa noche, una vez concluidos los trámites legales, tuvieron lugar las exequias del profesor Harvatis a las que asistieron un papás y dos enterradores. Lo bajaron a una fosa excavada con pala mecánica parcialmente inundada por la lluvia que caía insistente desde la mañana. Ari había vuelto al servicio del museo esa misma mañana y la noticia se la había dado Kostas Tsountas, porque como el difunto no tenía parientes, el hospital había informado a la Dirección General de Bellas Artes y ésta, a su vez, había transmitido un breve aviso a sus principales dependencias de la ciudad.

Asistió al funeral, pero se mantuvo alejado del féretro para no hacerse notar. Oculto tras la columna de un pórtico rezó la plegaria de los difuntos por el alma de Periklis Harvatis, para que Dios lo acogiese en su luz eterna, pero en su corazón sentía un peso que no se debía únicamente a esas exequias indignas y apresuradas. En aquel paisaje de cruces y barro percibía una presencia sombría, un dominio oprimente, la inquietud y el desasosiego de un misterio sin resolver que descendía para siempre en aquella tumba.

Miró largo rato a su alrededor con la certeza de que aparecería la única persona que tal vez sabía por qué y para qué había muerto Periklis Harvatis, pero mirara por donde mirara los pórticos del cementerio estaban desiertos.

El papás y los enterradores se habían marchado ya. Se secó los ojos y se dirigió presuroso hasta la salida pues el guardián se disponía a cerrar el cementerio. Permaneció un rato tras los barrotes del portón mirando el túmulo recorrido por los pequeños canalillos que formaba el agua y después, casi con renuencia, abrió el paraguas y echó a andar bajo la intensa lluvia.