Atenas, Jefatura Central de Policía
18 de noviembre, siete y media de la tarde
El sargento Vlassos avanzaba por el pasillo con pequeños pasos rápidos, echaba hacia afuera las puntas de los pies mientras movía rítmicamente las manos cortas y regordetas sobre las caderas. Era un hombre fornido; sobre el vientre duro y prominente, un poco más arriba del cinturón, la camisa parecía siempre a punto de rompérsele. Llevaba el pelo muy corto para combatir la incipiente calvicie, pero tenía siempre barba de dos días, una barba negra y erizada sobre una piel blanca como la leche. Tenía unos ojitos claros y acuosos, pacíficos, de empleado. Feroz y cobarde al mismo tiempo, fiel y obsecuente como un perro con sus superiores, era capaz de cualquier atrocidad siempre que tuviera aseguradas la impunidad y el encubrimiento.
Ahí estaba esa putita que durante varios días seguidos se lo había pasado de miedo con los estudiantes del Politécnico y que ahora no quería colaborar; la muy zorra que desde la radio había escupido todo tipo de venenosas calumnias e injurias contra la policía. Ahora se negaba a contestar a las preguntas que se le hacían.
«Éste es un trabajo para ti», le había dicho el comandante. «Vlassos, encárgate tú del asunto; la chica es toda tuya, haz con ella lo que quieras, ¿entendido, viejo? Lo que quieras…». El comandante le había sonreído de aquella manera picara, como queriendo decirle: «nosotros ya nos entendemos, ¿no es verdad?». Y Vlassos le contestó:
—Cuente conmigo, comandante, ya sabe usted que esto se me da bien.
—Así me gusta, después de tus… de tus atenciones, se mostrará más blanda y razonable; de lo contrario, volveremos a repetir el tratamiento hasta que ceda. Si es necesario, tú no tendrás problema en repetir el tratamiento.
Vlassos soltó una carcajada y le contestó:
—No, claro que no tendré ningún problema…
Heleni se encontraba tumbada en una camilla de hierro, atontada por la debilidad y extenuada por la anemia, pero levantó la cabeza y trató de incorporarse sobre los codos cuando vio que se abría la puerta y la silueta corpulenta del sargento Vlassos avanzaba hacia ella.
—Ya te haré hablar yo, puta más que puta, veremos si no te hago hablar…
—Por favor —le suplicó Heleni sollozando—, por favor, no me haga daño —insistió con un hilo de voz.
—¡Cierra la boca! —gritó Vlassos—. Sé muy bien lo que debo hacer.
Levantó la mano y con todas sus fuerzas la golpeó en la mejilla. Tras la puerta, Karamanlis contemplaba la escena protegido por un cristal opaco; a su espalda, un hombre con el rostro tenso, evidentemente incómodo, se mantenía en las sombras del pasillo como si no deseara presenciar nada de aquello.
—Ahora sabremos todo lo que nos interesa —le dijo Karamanlis sin darse la vuelta—. Y si no habla ella, hablará él, se lo aseguro, mister.
—Estos métodos son infames y usted es una basura, Karamanlis. Ojalá reviente.
—No sea hipócrita, sus amigos están tan interesados como nosotros en saber quién está tras todo este asunto, quién manipulaba a estos títeres. Hemos tenido la suerte de coger a un buen grupito que nos puede dar toda la información que necesitamos. Déjeme trabajar y no me toque las narices.
En ese momento llegó Claudio arrastrado por un agente. Karamanlis hizo una señal y el agente lo lanzó contra la puerta de manera tal que le quedara la cara contra el cristal. Claudio vio cómo Vlassos volvía a golpear con violencia el rostro ensangrentado de Heleni. Se volvió hacia Karamanlis gritando, pero el hombre que lo sostenía le torció el brazo hasta partírselo casi. Claudio cayó de rodillas sin dejar de gritar y de insultar al oficial.
—¡Cabrón, bárbaro, hijo de puta, a tu madre se la pulió un turco! ¡Maldito cabronazo asesino!
Karamanlis se puso lívido, lo cogió por los hombros, lo levantó a la altura del cristal y le aplastó la cara contra él.
—Ahí tienes, mira bien, ahora hablarás, me dirás todo lo que sabes, ¿no es así? Dejarás de hacerte el listo, ¿no es así?
Claudio quedó paralizado por el horror: Vlassos se había excitado al golpear a la muchacha que en ese momento aparecía completamente exánime, como desmayada… Se desabrochó los pantalones dejando al descubierto la peluda obscenidad de su entrepierna, le levantó la falda a Heleni, le arrancó las bragas y luego, jadeando y gruñendo, empapado de sudor, se le montó encima.
Claudio sintió que se desgarraba por dentro, que se astillaba como una placa de hielo golpeada por un martillo.
—¡No tengo nada que decir! —aulló—. ¡No tengo nada que decir! ¡Deténganlo, por favor, deténganlo! ¡Deténganlo!
Se soltó con furia liberando el brazo con un movimiento fulmíneo; al agente que trataba de contenerlo le encajó un puñetazo que le destrozó la cara. El hombre cayó con un quejido al tiempo que con las manos se apretaba la nariz aplastada y la mandíbula rota. Claudio se abalanzó contra la puerta como un ariete y se habría estrellado contra el batiente blindado si otros dos agentes no se hubieran lanzado sobre él golpeándolo en la cara y el cuerpo con violencia salvaje e inmovilizándolo nuevamente en el suelo. Uno de los dos le clavó una rodilla en el pecho y lo aferró por el cuello.
Karamanlis, pálido como el papel, ordenó que lo incorporaran y lo obligasen a contemplar la escena, pero el hombre que estaba a su espalda intervino.
—Karamanlis, detenga a ese animal. Por el amor de Dios, deténgalo, ¿no ve que está muerta? Diablos, está muerta, maldito cabrón. Deténgalo o juro por Dios que lo pagará caro.
El cuerpo de Heleni se sacudía bajo las últimas arremetidas, desarticulado como el de una muñeca de trapo; tenía los ojos en blanco.
Karamanlis abrió la boca y llamó a su hombre pero de nada le sirvió; fue necesaria la intervención de los otros agentes para arrancarlo del cadáver de Heleni.
El hombre que permanecía en las sombras no logró contenerse, avanzó hacia Karamanlis y le dijo:
—Idiota, después de lo que ha visto, ahora tendrá que matar también al muchacho, vaya resultado… idiota… pedazo de idiota. Para colmo, se trata de un ciudadano de un país aliado, maldito imbécil.
Claudio estaba a punto de desmayarse; tenía el rostro entumecido y sólo veía con el ojo izquierdo; hacía guiños con pequeños movimientos espasmódicos de autómata, pero a cada movimiento, los párpados aprisionaban un rostro y lo estampaban a fuego en su memoria: el capitán Karamanlis, los agentes Roussos y Karagheorghis, el hombre con acento inglés iluminado momentáneamente por el fluorescente del techo… y Vlassos. No lo vio salir, pero mientras su mente se hundía en la inconsciencia, notó el olor punzante y nauseabundo de la violación.
Karamanlis, que hasta ese momento se había mostrado tenso y aparentemente impasible, de pronto pareció agotado y exhausto, tenía el rostro descompuesto y crispado y la frente sudada.
—Lleváoslo —ordenó—, en cuanto oscurezca, sacadlo de la ciudad y acabad con él. No debe quedar el menor rastro o todos saldréis perjudicados… A ésa también podéis enterrarla en el mismo lugar —e indicó el cuerpo de Heleni que habían vuelto a echar sobre la cama.
Una hora más tarde, al pasar junto a la puerta de la celda donde estaba encerrado Claudio, Karamanlis se detuvo estupefacto. Del interior provenía un extraño sonido, como una especie de canto del que no lograba descifrar las palabras, una melodía suave y dolorida que poco a poco iba vibrando con más fuerza, una rapsodia inquietante y desoladora. El oficial notó una sensación de extraña incomodidad al oír aquel canto absurdo que le sonaba como un intolerable desafío. Dio un puñetazo en la puerta y gritó como un histérico:
—¡Basta! ¡Basta ya, maldita sea! ¡Basta de lamentos!
La voz cesó y el silencio volvió a envolver el largo pasillo.
El enorme coche azul se detuvo con un brusco frenazo delante del cuerpo de guardia de la Jefatura de Policía; la banderita azul con tres estrellas doradas que llevaba en el guardabarros izquierdo indicaba que en ella iba un oficial de alto rango. El chófer bajó, fue a abrir la puerta y se puso en posición de firmes delante de su superior. El hombre embutido en el elegante uniforme de la marina griega se estiró la chaqueta, se ajustó los guantes sobre los largos dedos robustos. El centinela le echó un vistazo distraído y luego, fulminado por la mirada del militar, se puso rígido y presentó armas.
La intensidad penetrante de aquella mirada, el color oscuro de la piel y las profundas arrugas que le surcaban el rostro indicaban que los galones se los había ganado después de una prolongada vida en el mar, expuesto al viento y al fuego.
Entró con paso decidido llevándose brevemente la mano a la visera de la gorra, se acercó a la oficina de la entrada y el sargento de guardia se cuadró.
—Soy el almirante Bógdanos —le dijo el oficial mostrándole un carné que guardó rápidamente en el bolsillo interior de la chaqueta—. Tengo que hablar ahora mismo con el comandante.
—Espere un momento, almirante. Ahora mismo le aviso. —Levantó el auricular del teléfono y marcó un número interno.
Karamanlis tenía delante de su escritorio a los agentes Roussos y Karagheorghis, encargados de hacer desaparecer a Heleni Kaloudis y a Claudio Setti sin dejar ningún rastro. Al sonar el teléfono, interrumpió sus precisas instrucciones para responder con tono molesto:
—¿Quién es? He dado órdenes de que no me interrumpieran.
—Capitán, está aquí el almirante Bógdanos, quiere hablar con usted ahora mismo.
—Ahora no puedo. Dígale que se espere. —Karamanlis hablaba en voz muy alta y el oficial, de pie delante del sargento, lo había oído. Un destello de cólera le iluminó los ojos.
—Dígale que se presente aquí dentro de un minuto si no quiere acabar ante un consejo de guerra. Le recuerdo que el estado de sitio sigue vigente.
El sargento bajó la mirada y con tono más apagado dijo:
—Es mejor que venga enseguida, capitán. —Colgó el auricular y añadió—: Un momento de paciencia, almirante. Ya viene.
Karamanlis se puso en pie y dijo:
—Oscurecerá dentro de unos minutos. Sacad al muchacho y lleváoslo. —Cogió la gorra del perchero y se dirigió a la entrada. A grandes zancadas recorrió el pasillo que conducía a la oficina de la entrada, abrió la puerta de cristales y se encontró delante del oficial. Estaba con las piernas separadas y las manos cruzadas detrás de la espalda.
Su mirada reparó en la gorra apoyada sobre una silla: probablemente tenía ante él a un miembro del Estado Mayor, tal vez de la Junta. De todos modos, trató de poner cara de enfado.
—¿Se puede saber, almirante, con qué motivo interrumpe usted mi trabajo en este momento tan delicado? ¿Puedo ver su carné y sus credenciales?
El oficial le hizo una señal con la mano enguantada, después le dio la espalda y se dirigió a un rincón de la salita para alejarse del suboficial de guardia. Turbado, Karamanlis lo siguió.
—Está usted loco —siseó el almirante volviéndose de golpe—. ¿Cómo se le ha ocurrido mantener secuestrados a unos ciudadanos extranjeros, que por añadidura pertenecen a dos importantes países aliados? ¿Ha leído usted lo que escribe de nosotros la prensa extranjera? Nos han cubierto de infamia. Han suspendido ya unos préstamos importantísimos a nuestro Banco Nacional. Lo único que nos falta ahora es que surjan incidentes diplomáticos. ¿Qué diablos ha hecho con Charrier, ese chico francés, y con Claudio Setti, el italiano?
Karamanlis sintió que se le doblaban las rodillas: para estar al tanto de todo debía de tratarse sin duda de un oficial del servicio secreto.
—¿Y bien? Espero una respuesta.
Karamanlis trató de guardar las apariencias:
—Almirante, debe de tratarse de un error, aquí no hay ningún extranjero.
El oficial le lanzó una gélida mirada y repuso:
—No empeore su situación, capitán. Todos podemos equivocarnos y entiendo que por un exceso de celo haya tomado usted ciertas iniciativas, pero si se niega a colaborar, arriesga mucho más que su carrera. Mis superiores me han encargado que ponga remedio ahora mismo a esta maldita situación antes de que se nos vaya de las manos. Haga usted el favor de hablar.
Karamanlis se dio por vencido y dijo:
—Charrier fue interrogado hasta que reveló los nombres de sus cómplices. Lo hemos enviado a Francia con una orden de expulsión. Partió ayer en el vuelo de Air France de las cuatro de la tarde.
Bógdanos hizo un gesto de enojo y con ademán nervioso golpeó el puño contra la mano izquierda.
—Maldición, maldición, originará un escándalo. El gobierno francés nos escupirá a la cara.
—El muchacho no hablará bajo ningún concepto. Es el primer interesado en enterrar toda esta historia.
—Mandaré que comprueben la lista de embarque. ¿Y el italiano?
—Se… se está muriendo.
—Supongo que por un interrogatorio suyo.
Karamanlis asintió.
—Me lo imaginaba. Entréguemelo ahora mismo. Si muere, tendremos que simular un accidente y organizar una versión para los familiares y la prensa italiana.
—Ya me estoy ocupando de eso, almirante.
—Maldito sea, obedezca o lo llevo ante un consejo de guerra como que hay Dios. No me fío de usted. Este asunto he de arreglarlo yo personalmente.
Karamanlis vaciló un instante y le dijo:
—Sígame, por favor —se dirigió al pasillo. Llegaron a una puerta lateral y salieron a un pequeño patio que daba a la parte posterior de la jefatura. Un coche en el que iban dos agentes se disponía a trasponer el portón de salida.
—¡Alto! —gritó Karamanlis. El coche se detuvo. El capitán ordenó al agente que iba al volante que le entregara las llaves y abrió el maletero. Apareció una maraña de cuerpos ensangrentados: el de una muchacha y el de un joven.
—Y ésta es Heleni Kaloudis —dijo Bógdanos. Karamanlis se estremeció. Jamás habría imaginado que el servicio secreto de los militares lo controlara tan de cerca.
—Cuando llegó aquí ya estaba medio muerta. La hirieron en el Politécnico. Traté de que me dijera lo que sabía. Ya estaba medio muerta…
En ese momento se oyó un gemido y algo se movió en el maletero.
—Por Dios, está vivo. Ya me rendirá usted cuentas, capitán. Debería mandar que lo arrestaran. Por el momento, manténgase disponible y espere las órdenes del Estado Mayor. —Se dirigió a uno de los agentes y le ordenó:
—Vete al patio anterior y haz que me envíen el coche ahora mismo.
El agente miró a Karamanlis con expresión interrogante.
—Haz lo que te dice.
El coche azul llegó al cabo de un minuto y el almirante mandó que depositaran a Claudio Setti, medio desmayado, en el asiento posterior del vehículo.
—Mande enterrar ese cuerpo —ordenó señalando el cadáver de Heleni, ovillado en el maletero, y lanzándole una mirada de desprecio a Karamanlis, añadió—: Ya de por sí esta historia es bastante horrible. Las Fuerzas Armadas no debían ensuciarse las manos… para estas cosas está la policía.
Ya había oscurecido. El coche con el cadáver de Heleni partió veloz en dirección al norte; el coche azul del almirante Bógdanos lo siguió en el tráfico y en la primera rotonda giró en dirección opuesta.
Claudio sintió de repente todo el dolor de la mente que recuperaba el conocimiento y del cuerpo martirizado que despertaba, vio un torbellino confuso de luces de colores, oyó el tono de una voz profunda y ronca. ¿Cuánto faltaba para la última hora? Esperaba que llegase pronto. No podía imaginarse viviendo con el recuerdo de cuanto había presenciado.
—Ahora gira a la derecha —dijo la voz—, y acércate a esos árboles. —El chófer lo obedeció y luego detuvo el motor—. Muy bien, ahora haz dos guiños con las luces y luego apágalas.
Claudio se dio cuenta de que se encontraba tendido en el asiento posterior de un coche, y de que tenía las manos y los pies desatados. En el asiento delantero de la derecha iba un oficial con uniforme de la marina. Se incorporó despacio hasta llegar al borde de la ventanilla. Un hombre se aproximaba apresuradamente al coche bajo las sombras de los árboles de la avenida. Se detuvo a unos cuantos metros de distancia y la luz de una farola le iluminó el rostro: era Ari, el guardián del Museo Nacional que les había permitido refugiarse en el sótano y los había enviado a un médico. ¿Sería él quien los habría traicionado?
El hombre que estaba sentado delante abrió la puerta y se le acercó. Al reconocerlo, los ojos de Ari se llenaron de estupor:
—¿Usted? ¡Santa madre de Dios! Pero… ese… ese uniforme…
—Déjese de preguntas, no hay tiempo, la policía podría llegar de un momento a otro. El muchacho italiano está a salvo, lo tengo aquí conmigo, en el coche, pero está en muy malas condiciones… por dentro y por fuera. Vea si logra hacer algo por él. Parece ser que a su amigo francés lo expulsaron del país, probablemente con una orden oficial. Por desgracia, la muchacha ha muerto. Llegué demasiado tarde. —Hizo una señal al chófer que abrió la puerta posterior y ayudó a Claudio a descender.
—Espero que haya traído su coche.
Ari logró sobreponerse a la sorpresa que lo había dejado paralizado y contestó:
—Sí… sí, está aquí atrás, mire, al lado de esos árboles.
Claudio fue conducido al viejo Peugeot en el que dos días antes habían transportado a Periklis Harvatis hasta Atenas y se acurrucó como un perro. No le quedaban fuerzas ni para hablar.
—¿Pero qué tengo que hacer? —inquirió Ari—. ¿Cómo podré dar con usted si necesito ayuda?
—Lléveselo lejos donde nadie pueda reconocerlo.
—¿Y la misión que me había confiado el profesor Harvatis? No sé qué debo hacer…
Una ráfaga de viento frío sacudió los árboles y el suelo se cubrió de hojas muertas. El hombre lanzó un prolongado suspiro y se volvió hacia la calle por la que avanzaba despacio un viejo autobús dando bandazos en cada bache y chirriando como si de un momento a otro fuera a deshacerse en pedazos.
—La… vasija —le dijo mirándolo otra vez a los ojos—, ¿sigue en el sótano?
—Sí.
—¿Y no le ha dicho nada a nadie?
—A nadie —respondió Ari.
—Esta misma noche llévesela y escóndala. Cuando sea el momento oportuno iré a verlo. Ahora márchese.
—Pero por favor… dígame al menos…
—Márchese le he dicho.
—¿Pero cómo me encontrará? Ni yo mismo sé a dónde iré.
—Tenga usted la seguridad de que lo encontraré. No es fácil huir de mí.
Ari se dio media vuelta y se dirigió a su coche. Arrancó y se marchó.
—¿A dónde me lleva? —inquirió Claudio, a su espalda.
—Donde nadie pueda encontrarte, hijo mío. Ahora échate y si puedes, duerme.
—Déjeme morir… usted no sabe lo que he visto… lo que he sufrido.
—Encontrarás un motivo para vivir… para hacer justicia. No ha llegado tu hora, muchacho, porque acaban de arrancarte con vida de la boca del infierno. —Aminoró la marcha para girar y enfilar por el camino hacia el Pireo.
—Espere —le pidió Claudio—. Deténgase un momento, por favor.
Ari se acercó a la acera, Claudio se incorporó con dificultad y se sentó, bajó la ventanilla y se asomó para mirar atrás. El coche azul del almirante Bógdanos había desaparecido. En la orilla de la acera había un hombre con un sombrero calado hasta los ojos, envuelto en un abrigo oscuro que levantaba una mano hacia el centro de la calzada. El viejo autobús se detuvo resoplando y chirriando y el hombre se subió a él. Reemprendió la marcha soltando una gran nube de humo negro que no tardó en dispersarse cuando el viento helado sopló con más fuerza. Claudio volvió a cerrar la ventanilla y vio que Ari se había vuelto para mirar atrás igual que él.
—¿Quién es ese hombre que me ha traído hasta aquí? ¿Por qué lo hizo?
—No lo sé —contestó Ari y dándole a la llave de arranque puso el motor en marcha—. Te juro que no lo sé, pero estoy seguro de que volveremos a verlo. Y ahora túmbate, tenemos que hacer un viaje.
Claudio se ovilló en el asiento y sacudido por los calambres, encogió las rodillas contra el vientre. Con las manos sofocó el llanto de rabia y desesperación, de desconsolado dolor, de soledad infinita.
Transcurrieron una o dos horas, o tal vez unos pocos minutos, habría sido incapaz de precisarlo; el coche se detuvo y Ari le abrió la puerta para ayudarlo a bajar.
—Hemos llegado, hijo mío, ven, apóyate en mí.
El timbre del teléfono interrumpió los lúgubres pensamientos del capitán Karamanlis, que estaba sentado en su despacho, delante de un bocadillo que apenas había probado y un vaso de agua mineral. Descolgó el auricular.
—Jefatura Central de Policía, ¿dígame?
—Soy el doctor Psarros del hospital municipal de Kifissía, llamaba para informar sobre un caso sospechoso.
—Dígame, soy el capitán Karamanlis.
—El sábado por la noche ingresamos a un hombre moribundo. Según los documentos se trataba del profesor Periklis Harvatis, inspector de la Dirección General de Bellas Artes. A pesar de nuestros esfuerzos no logramos salvarlo, falleció una hora después de haber ingresado. El hombre que lo acompañó hasta el hospital regresó poco después y pidió ver el cadáver; como se comportaba de un modo raro, avisé a la comisaría de distrito, pero cuando llegó un agente para efectuar el control, el hombre había desaparecido sin dejar rastros. No estamos en condiciones de reconstruir la situación por la que el paciente nos llegó en tan desesperado estado.
—¿Sabe cómo se llamaba ese hombre?
—Al hacer el ingreso dijo llamarse Aristotelis Malidis, pero podría tratarse de un nombre falso.
—¿Pudo establecer las causas de la muerte?
—Paro cardíaco. Solicitamos autorización para la autopsia, pero dada la situación… el forense todavía no está disponible.
Karamanlis tomó nota en una libreta.
—Me ha dicho usted Malidis. Veré qué puedo averiguar. Ya le telefonearé si necesito más información. ¿Y la comisaría de Kifissía?
—Creo que no podrán ocuparse del caso. El comisario está sometido a una investigación por la evacuación del Politécnico. Por eso los he llamado a ustedes.
—Ha hecho bien, doctor. Se lo agradezco. Buenas noches.
—Buenas noches, capitán.
Karamanlis se puso inmediatamente en contacto con la centralita.
—Ponme con el director general de Bellas Artes. Está en Keoménis Ikonómou.
—Pero capitán, a estas horas hace rato que las oficinas han cerrado.
—Búscalo en su casa, maldición. Ponte en contacto con el Ministerio de Educación y que te den su nombre. ¿Es que tengo que explicaros hasta cómo debéis sonaros la nariz?
—En el Ministerio no estarán más que los ujieres y los guardias de seguridad.
—Saca de la cama a algún pez gordo, maldita sea, y que te informen si tienen un inspector que se llama Harvatis… sí, Periklis Harvatis. Y un tal Aristotelis Malidis… No, no sé qué cargo tiene. Muy bien, así me gusta, llámame en cuanto hayas averiguado algo.
Karamanlis cogió el bocadillo y continuó masticando de mala gana; de vez en cuando bebía un sorbo de agua mineral. Tenía el presentimiento de que ese extraño percance podría sacarlo de aquel lío. Maldito Bógdanos, era un fisgón y para colmo, de los peligrosos. En cuanto le fuera posible, iba a informarse sobre él de manera discreta. No le faltaban contactos en el Ministerio de Defensa. El teléfono volvió a sonar.
—¿Has averiguado algo?
—Todavía no, capitán. Llamo por otra cosa. Tengo aquí a un joven, un extranjero que insiste en hablar con el comandante de la jefatura. Dice que es algo urgente, de suma importancia.
—¿Sabes quién es?
—Dice llamarse Norman Shields.
—¿Shields has dicho? ¿S-H-I-E-L-D-S?
—Sí, eso mismo.
—Hazlo pasar. Lo recibiré enseguida.
—Sígame, señor Shields, el señor Norton lo espera en su despacho. —El oficial se internó por los pasillos desiertos de la embajada de los Estados Unidos hasta llegar a una puerta con el letrero «AGREGADO CULTURAL» y llamó.
—¡Adelante! —ordenó una voz desde el interior.
—El señor James Henry Shields viene a verlo, señor Norton.
—Pase, Shields, siéntese, lo esperaba con impaciencia. ¿Cómo han ido las cosas?
—¡Maldita sea, coronel, no era éste el trato! Me ha metido usted en una situación tremenda. Yo me abro. Las cosas tienen sus límites, existen ciertos principios que deben ser respetados, maldita sea. No somos delincuentes. ¿Cómo se le ha ocurrido trabajar con esa escoria de Karamanlis?
El coronel Norton cambió repentinamente la expresión cordial con la que había recibido a su invitado.
—Cuidado, Shields, tenga cuidado con lo que dice o le pediré a mis hombres que lo saquen de aquí sin tantas contemplaciones. Usted aceptó el encargo de su oficina de colaborar con nosotros, y nosotros necesitábamos cierta información. Si la ha conseguido, démela y quítese de en medio. Estoy hasta los cojones de sus quejas y reparos. ¡Si este trabajo no le gusta apúntese a los niños exploradores y no me toque más las narices, joder!
Shields se calmó y recuperó el dominio de sus nervios.
—De acuerdo, coronel, ¿quiere saber cómo han ido las cosas, verdad? Muy bien, sepa usted que Karamanlis no ha logrado averiguar ni una palabra y que sabe exactamente lo mismo que antes; como contrapartida, ha organizado una monstruosidad tan grande que si llega a saberse nos joderá a todos, incluidos usted y yo. Y ahora espero que tenga usted estómago suficiente como para oír lo que voy a referirle porque yo vomité hasta el alma antes de venir aquí a pasarle este informe.
Norton bajó la mirada, incómodo, sin lograr imaginarse qué podía haber trastornado de aquella manera a un hombre como James Henry Shields, ex oficial del S. A. S. y agente destacado en Grecia del servicio secreto británico durante la guerra civil partisana y luego en Vietnam y Camboya durante los años más duros de la guerrilla.
—Soy el capitán Karamanlis, le ruego que se siente. ¿En qué puedo servirle?
Norman Shields tenía unas ojeras negras y los ojos hinchados, como si llevara días sin dormir. Los puños y el cuello de la camisa estaban sucios, y los pantalones arrugados y abolsados debajo de las rodillas. Tardaba en responder, como si buscara las palabras adecuadas para comenzar.
—Capitán —dijo al cabo—, escúcheme con atención porque en este momento le ofrezco la oportunidad de hacerse inmensamente rico en el plazo máximo de una hora.
Karamanlis lo contempló asombrado, dudando de que la persona que tenía ante sí estuviera en pleno uso de sus facultades mentales. Norman le leyó el pensamiento.
—Estoy en condiciones de probar lo que acabo de decirle. Podrá averiguarlo usted mismo. Entretanto, me quedaré aquí, a su disposición.
—¿Qué he hecho yo para ser merecedor de tan magnífica oportunidad?
Norman continuó con su discurso como lo tenía preparado haciendo caso omiso de la pregunta de Karamanlis.
—El sábado por la noche, aquí en Atenas, alguien escondió en un lugar secreto una vasija micénica de oro macizo de un valor incalculable. El objeto no ha sido catalogado y por lo que yo sé, nadie sabe que existe. Seguramente proviene de alguna excavación reciente aunque no dispongo de más datos.
Karamanlis se mostró súbitamente interesado.
—Siga, lo escucho.
—Libere a mis amigos Claudio Setti y Heleni Kaloudis, y también a Michel Charrier si está aquí, y le diré dónde se encuentra la vasija. Usted podrá apoderarse de ella sin esfuerzo y yo puedo hacerla llegar a Londres, a una mesa de Sotheby’s. Sacaría usted un millón de dólares. Me parece un canje razonable.
Karamanlis se estremeció al oír la cifra pero adoptó su mejor expresión de honrado funcionario y servidor del Estado, si bien la barba crecida y los bigotes hirsutos indicaban su estado de confusión y de crisis.
—Lo que acaba de decirme es muy grave, pero haré como que no he oído nada. Lo que me interesa es recuperar y entregar a la Dirección General de Bellas Artes un tesoro arqueológico que pertenece al pasado de este país. En cuanto a sus amigos, no tengo autoridad para liberar a nadie que deba rendir cuentas a la justicia, pero si no recuerdo mal, han sido detenidos a la espera de averiguar ciertos antecedentes. —Fingió consultar un fichero y añadió—: Por tanto, muy pronto serán puestos en libertad.
—Yo quiero que salgan ahora mismo, de lo contrario no hablaré.
—Cuidado con lo que dice, puedo hacer que lo detengan.
—Inténtelo. En la embajada británica saben que estoy aquí —mintió—, mi padre es el encargado de negocios.
—Lo único que puedo garantizarle es que abreviaré los trámites y que los haré salir… digamos… mañana mismo. Como es natural, si usted no me proporciona la información a la que acaba de referirse, me vería obligado a prolongar las condiciones de encarcelación preventiva…
—Se equivoca si cree que le daré esa información sin una garantía inequívoca.
—Lo siento, pero deberá fiarse de mí. Dígame dónde está ese objeto y mañana por la mañana verá a sus amigos. Se lo garantizo.
—¿Mañana por la mañana?
—Eso es.
—La vasija está en el Museo Arqueológico Nacional.
—Vaya, se trata de un buen escondite. En este caso ya no hay problemas. Con sus sistemas de alarma, el museo es inexpugnable hasta el horario de apertura. Si mañana por la mañana no viera a sus amigos, podría avisar al director para que recuperara la vasija en caso de no fiarse de mí.
—Entonces se lo diré mañana por la mañana.
—Imposible, tengo que marcharme fuera unos días. Tiene que decírmelo ahora mismo.
—Está bien. Se lo diré, pero trate de no engañarme, tenga usted la seguridad de que encontraré la forma de hacérselo pagar. —Karamanlis no se dio por aludido—. La vasija está escondida en el armario esquinero del almacén, segunda puerta a la izquierda del pasillo del sótano. Se encuentra dentro de un bidón de aserrín. No lo olvide, Karamanlis, si no cumple con nuestro pacto, lo buscaré y haré que se arrepienta por haberme engañado. —Se puso en pie y se dirigió a la puerta—. No creo una sola palabra sobre su intención de entregar la vasija a la Dirección General de Bellas Artes —dijo antes de salir—. No obstante, cumpliré con mi promesa. Si deja salir a mis amigos, le ayudaré a vender esa pieza y a conseguir la suma que le he mencionado, aunque si quiere ocuparse de todo usted mismo, no tendré inconveniente. Estaré por aquí unos cuantos días más, me encontrará en la escuela arqueológica británica, después me iré y no volveré a pisar este maldito país.
Salió a la calle después de cruzar el pasillo y el vestíbulo casi a la carrera, paró el primer taxi que vio y subió de un salto.
—¿A dónde vamos? —le preguntó el taxista. Norman le dio su dirección de Kifissía y mientras el coche emprendía la marcha, se volvió para mirar el edificio de la Jefatura Central de Policía. En algún lugar de aquella tétrica construcción imaginó a sus amigos presos y desesperados. Si había jugado bien sus cartas, sus sufrimientos acabarían muy pronto. Sin embargo, una duda le corroía la mente, una duda que por momentos se convertía en certeza: ¿cómo había hecho la policía para llegar al apartamento de Claudio Setti en el barrio de Plaka si sólo él sabía que estaba allí? ¿Y dónde estaría Michel? Su desaparición tenía una sola explicación: la policía lo había detenido y tal vez obligado a hablar. Pobre Michel.
Diez minutos después de su partida, el capitán Karamanlis también salió de la Jefatura Central de Policía, se subió a su coche de servicio y se dirigió a la plaza Omónia. Habían logrado averiguar que el director general de Bellas Artes se encontraba en un restaurante del centro y lo esperaba para el café.