III

Atenas, embajada de Gran Bretaña

17 de noviembre, dos de la tarde

El empleado de la embajada colgó el auricular y rellenó diligentemente la etiqueta de identificación: «El señor Norman Shields para el señor James Henry Shields, encargado de negocios».

Norman se la arrancó de las manos con impaciencia diciéndole:

—George, ¿es posible que para ir a ver a mi padre sea preciso siempre pasar por toda esta burocracia? ¿No ves que tengo prisa? Se te ha contagiado el aire de Atenas.

—Es el reglamento, señor, y además, hoy es un día pésimo, por no decir algo peor.

—Vamos, hombre, aquí dentro me conocen hasta las mujeres de la limpieza… Aunque tienes razón, es un día horrible, ¿puedo irme ahora?

El empleado asintió y Norman se metió a toda prisa en el ascensor y subió al segundo piso. Cuando llegó al despacho de su padre, éste le estaba dictando una carta a su secretaria.

—Papá, tengo que hablarte urgentemente de algo muy importante.

—Déjame que termine esta carta y estoy contigo… «y teniendo en cuenta los antiguos lazos de amistad entre nuestros países, esperamos que esta operación llegue a buen puerto proporcionándonos beneficios mutuos. Quedamos a la espera de recibir una nota de su embajada que nos permita proceder con la operación antes referida y aprovechamos la ocasión para saludarlos con la consideración más distinguida, etcétera, etcétera». ¿Y bien, qué te pasa esta vez? ¿Has perdido en el juego, has metido en un lío a alguna chica o qué ha pasado?

Norman esperó a que la secretaria hubiera salido, después se sentó, apoyó las dos manos sobre la mesa y repuso:

—Papá, se trata de algo realmente serio. Necesito tu ayuda.

James Shields miró a su hijo con más atención.

—Dios mío, Norman, fíjate la pinta que llevas, pero si parece como si te hubieran dado unos cuantos puñetazos en los ojos…

—Llevo la noche en vela, he estado dando vueltas con Michel y Claudio Setti, un amigo italiano… su novia estaba en la Universidad. Se llama Heleni Kaloudis, quizás hayas oído hablar de ella. La han herido, esos delincuentes le han disparado. La llevamos a ver un doctor para que le hiciera una transfusión pero no fue posible. Ella no quería ir al hospital, la policía la habría metido en la cárcel sin más. Michel fue a comprar unos medicamentos y no hemos vuelto a verlo, para mí que lo han pescado…

James Shields se puso sombrío y le pidió a su hijo:

—Cálmate. Cálmate, por favor. Empieza desde el principio y cuéntamelo todo con pelos y señales. Si quieres que te ayude debes contármelo todo con la mayor exactitud posible.

Norman apartó las manos de la mesa, las juntó entre las rodillas y se las restregó nerviosamente.

—Dios mío, no sé si llegaremos a tiempo… Michel y yo estábamos en Kifissía con dos amigas cuando telefoneó Claudio para pedirnos que nos reuniéramos de inmediato con él en el Politécnico…

Le refirió todo hasta los menores detalles mirando de vez en cuando el reloj de péndulo de la pared y después el que llevaba en la muñeca, como si estuviera luchando contra el transcurso del tiempo. Su padre lo escuchaba con atención y tomaba notas en su libreta de apuntes.

—¿Crees que os ha visto alguien? Me refiero a alguien de la policía.

—No lo sé, no puedo excluir esa posibilidad, alrededor de la Universidad había mucha confusión. Lo que temo es que hayan detenido a Michel… no tiene otra explicación. Además, Heleni está herida y no puede ser atendida como es debido. Y no puede ir a un hospital. Últimamente se ha arriesgado demasiado, ha hablado bastante por la radio. Papá, te pido que envíes un coche de la embajada a buscarla para que la lleven al hospital inglés. Necesita urgentemente una transfusión de sangre.

—No es tan sencillo, Norman. Si las cosas son como tú me las acabas de explicar, seguro que la policía griega la estará buscando. La nuestra sería una injerencia indebida en los asuntos internos del país que nos hospeda y…

—¡Maldita sea, papá! —gritó Norman—. Te estoy pidiendo que le salves la vida a una muchacha de veinte años que corre el riesgo de morir sólo porque quería que su país fuera más libre y tú me sales con razones diplomáticas. —Se levantó bruscamente y tiró la silla al suelo—. No hablemos más, me las arreglaré solo.

Hizo ademán de salir, pero el padre se puso en pie, se colocó delante de la puerta y le dijo:

—No seas tonto. Recoge esa silla y siéntate. Veré qué puedo hacer. Dame unos minutos.

Marcó un número interno, intercambió unas palabras con un colega de otro despacho. Cogió la libreta de apuntes de la mesa y salió. Norman se levantó y se paseó por la pequeña estancia.

Desde hacía tiempo, las relaciones con su padre eran frías, por no decir francamente hostiles. Por eso no había querido pedirle ayuda. No quería darle esa satisfacción. Pero después de reunir el valor para dirigirse a él se arrepentía de no haberlo hecho de inmediato. Daba igual, a esas alturas todo estaría resuelto. Tendría que haberlo pensado antes, maldita sea. Tanto Claudio como Michel conocían bien la situación y no se habían atrevido a pedirle que se dirigiera a su padre. Maldición, maldición, quién sabe dónde estaría Michel y quién sabe si quedaba tiempo para salvar a Heleni. Estúpido. Estúpido. Para ser independientes hay que tener con qué. Si después, cuando te encuentras en dificultades, te ves obligado a doblegarte como un muñeco de trapo, tanto da adecuarse en seguida.

No tenía sentido recriminarse, lo único que le importaba era darse prisa, algo le decía que tenía los minutos contados.

Su padre entró sonriente y le preguntó:

—¿Dónde están tus amigos? Un coche de servicio está listo para salir, dentro de una hora estarán a salvo.

Le tembló la voz al decirle:

—Papá, no sé cómo… Mi amigo italiano vive en un apartamento del barrio de Plaka, Aristomenis, 32, primer piso, hay una pequeña escalera exterior. Pero yo mismo podría acompañar al chófer.

—Ni hablar. Mandamos a un agente nuestro que ya ha llevado a cabo misiones de este tipo, pero tiene que ir solo. Espero que lo entiendas.

—Sí, sí, claro. Pero daos prisa, por favor.

—Has dicho Aristomenis, 32, ¿verdad?

—Sí.

—Bajo ahora mismo a darle instrucciones. —Avanzó por el pasillo.

—Papá.

—¿Sí?

—Gracias.

Norman volvió a entrar en el despacho y fue a la ventana. Vio a su padre bajar al patio, acercarse a un coche que esperaba con el motor en marcha y decirle algo al hombre que iba al volante. El coche salió veloz en dirección al barrio de Plaka. En la calle había tránsito, iba a necesitar tiempo… tiempo…

—Aristomenis, 32. La chica y un muchacho llegaron en taxi y subieron al primer piso. Llevan dentro más o menos media hora.

El oficial de la astynomía cogió un micrófono y dijo:

—Soy el capitán Karamanlis. ¿Podéis ver si el apartamento tiene teléfono?

—No. La casa no tiene conectada ninguna línea. Están incomunicados.

—¿Estáis seguros de que no se han encontrado con nadie antes de llegar allí?

—Segurísimos. El taxi los trajo directamente aquí sin detenerse. Sólo hablaron con ese amigo que los acompañaba.

—¿Y ése dónde está ahora?

—Se alejó a pie, pero Roussos y Karagheorghis lo han seguido en el coche 26.

—Muy bien. No te muevas de allí y no los pierdas de vista ni por un segundo. Te hago responsable.

—Quédese tranquilo.

El agente desconectó la radio y encendió un cigarrillo. La ventana del primer piso seguía cerrada y en la casa no había señales de movimiento. No entendía por qué tenía que seguir a esos dos jóvenes. Le habían parecido absolutamente inofensivos.

Su colega, que estaba tras el volante, se reclinó en el asiento y se caló la gorra hasta los ojos. Transcurrieron unos cuantos minutos y la radio volvió a llamar:

—Soy el capitán Karamanlis, ¿me recibís?

—Sí, capitán, diga.

—Arrestadlos ahora mismo.

—Pero no ha ocurrido nada.

—He hablado con el coche 26. El joven que han seguido entró en la embajada de Gran Bretaña y poco después salió de allí un coche con un agente de paisano. Se dirige hacia donde estáis vosotros. Podrían interferir, ha ocurrido otras veces. No quiero follones. Cogedlos ahora mismo y traedlos aquí.

—Recibido. Allá vamos.

Entraron en el patiecito, subieron la escalera exterior hasta el rellano. Llamaron a la puerta.

—¡Abran, la policía!

Claudio se sobresaltó y Heleni salió de su aturdimiento. El caldo borboteaba en la olla y un aroma delicioso flotaba en el cuartito. Los dos se miraron con expresión de angustiado estupor.

—Nos han traicionado —dijo Claudio—. Deprisa, por la ventana del lavabo puedes salir a la terraza y entrar en el apartamento de al lado por el tragaluz. No hay nadie. —Se volvió hacia la puerta y añadió—: ¡Un momento! ¡Ya voy! —Hizo levantar a la muchacha, aguantándola la empujó hacia el lavabo y la ayudó a subirse a una silla para que saliera por la ventanita.

—Es inútil —le decía Heleni—. Deja que vaya con ellos.

—¡Abran o echamos la puerta abajo! —gritaban los policías desde afuera.

—Yo los entretengo. Haz lo que te he dicho. Después sales por la puerta posterior, cruzas la calle y enfrente mismo está la iglesia de Aghios Dimitrios. Escóndete ahí y espérame hasta que yo llegue.

Cerró la puerta del lavabo y fue a abrir la de la entrada que ya comenzaba a ceder bajo los empellones de los dos agentes.

—¿Dónde está la chica? —le gritaron apuntándolo con la pistola.

—Se ha marchado hace una hora con sus padres.

El agente le pegó una fuerte bofetada y le preguntó:

—¿Dónde está?

Claudio no le contestó. El otro hizo ademán de abrir la puerta del lavabo pero el muchacho se le echó encima asestándole un fuerte puñetazo en la nuca que lo derribó. El otro agente se abalanzó sobre él para golpearlo con la culata de la pistola pero Claudio lo vio por el rabillo del ojo, se hizo a un lado y le puso una zancadilla. El hombre cayó al suelo pesadamente pero con un diestro movimiento se incorporó rápidamente y le hizo frente apuntándolo con la pistola justo cuando Claudio se disponía a echársele encima.

—Si haces un solo movimiento, te vuelo la tapa de los sesos.

Claudio se detuvo y retrocedió con las manos en alto. El policía lo golpeó en el estómago, dos, tres veces, obligándolo a doblarse en dos; después le encajó un rodillazo desde abajo que le partió los labios. Claudio cayó al suelo como un trapo sangrando por la boca y la nariz. El otro agente se incorporó, abrió la puerta del lavabo de una patada, vio la silla junto a la ventana y se asomó. Heleni estaba en la terraza y se arrastraba con dificultad hacia el tragaluz. La apuntó con la pistola y le ordenó:

—Vuelve aquí ahora mismo, pequeña, que tenemos que conversar.

Unos minutos más tarde llegó el coche de la embajada de Gran Bretaña. El agente aparcó y se disponía a bajar pero permaneció inmóvil tras el volante, con la cabeza gacha: dos hombres descendían por la escalera exterior. Uno llevaba del brazo a una chica pálida y ojerosa que se tambaleaba en cada escalón, el otro arrastraba casi en vilo a un muchacho medio desmayado que llevaba el rostro y la ropa manchados de sangre. Subieron a un coche aparcado al otro lado de la calle y partieron a toda velocidad. El agente conectó la radio y dijo:

—¿Oiga?

—Aquí Shields. ¿Qué ha pasado?

—Lo siento, hemos llegado tarde. Los han detenido un momento antes de que yo llegara. ¿Qué hago? —preguntó el agente.

Del otro lado de la línea se produjo un silencio.

—Señor, si me enviara un par de hombres del escuadrón especial, podríamos resolver este asunto antes de que esos tipos lleguen a destino.

—No. Vuelve ahora mismo. Ya no podemos hacer nada.

Shields se volvió a Norman y le informó:

—Hijo mío, lo siento mucho, pero los han detenido un momento antes de que llegara nuestro agente. Lo lamento mucho… no sabes cuánto lo lamento.

Norman se tapó los ojos y dijo:

—Dios mío… ay, Dios mío.

El coche entró en el patio de la Jefatura Central de Policía. El agente que iba al volante bajó y fue a abrir la puerta trasera. Otros agentes se acercaron y se llevaron a Heleni. Claudio intentó retenerla, pero lo arrastraron a la fuerza hacia otra entrada. En ese momento se abrió la puerta y en la habitación contigua vio brevemente a Michel, sentado entre dos policías.

Sus miradas se encontraron un instante, pero Michel no pareció reconocerlo. El rostro de Claudio estaba completamente entumecido, sus ojos eran apenas dos hendiduras, tenía los labios hinchados y rotos y el pelo sucio y pegado a la frente.

Michel no lograba convencerse de que todo aquello hubiera sucedido en tan breve tiempo. Veinticuatro horas antes era un muchacho lleno de entusiasmo y alegría; en ese momento, era un hombre postrado, sin sentimientos ni voluntad. Lo subieron a un coche que partió a toda velocidad hacia el Faliro.

—¿Dónde me lleváis? —preguntó.

—Al aeropuerto. Te han dado la orden de expulsión. Vuelves a Francia.

—Pero tengo casa en Atenas, mis cosas, mi ropa… No puedo irme así.

—Pues te irás. Te lo enviaremos todo a Francia. Tu avión sale dentro de una hora y cuarto. Mira por dónde, hasta billete te hemos comprado.

En el aeropuerto, una azafata de tierra se acercó al coche con una silla de ruedas y los policías obligaron a Michel a sentarse en ella.

—Lo han operado hace poco —le explicó el policía a la azafata—. Tendrá que pasarse una semana sin andar. Necesitará ayuda para desembarcar.

—Por supuesto —dijo la muchacha—. Ya nos han avisado. —Se colocó detrás de la silla de ruedas, la empujó, pasó la barrera de control y llegó a la sala de embarque. Lo llevaron en brazos hasta su asiento junto a la ventanilla.

El avión despegó y antes de alcanzar altura hizo un amplio giro sobre el golfo y la ciudad. El asistente de vuelo comenzó a indicar los dispositivos de emergencia de a bordo y a enseñarles cómo se colocaba el chaleco salvavidas en caso de amerizaje forzoso, pero Michel contemplaba allá abajo la explanada de la Acrópolis y por primera vez le pareció un espectáculo desolado, un campo de esqueletos calcinados. Jamás volvería a ver Atenas, nunca más. El ágora, el edificio de la escuela arqueológica, le parecía poder distinguirlo entre las casas bajas del barrio de Plaka. ¿Y los recuerdos? ¿Sería capaz de deshacerse de los recuerdos? Los amigos: Claudio, Norman. Los había conocido dos años antes, cuando tuvo una avería en un camino de montaña entre Métsevon y Ioánnina. Hacían autoestop y él los había recogido en su dos caballos y los había llevado hasta Parga. Una amistad a primera vista, exclusiva, cómplice, loca, para recorrer el mundo juntos, para ser los mejores en todo, para planear aventuras, para estudiar, pelear, discutir sobre los destinos del mundo en la fonda, para beber retsina en el bar, para ir de ligue… Heleni, tan hermosa que quitaba el aliento, Heleni que había elegido a Claudio y a la que él también había querido para olvidarla después, porque la mujer de un amigo se convierte en una amiga más… Heleni, hermosa y querida, valiente y soberbia, por una debilidad imperdonable, por una bajeza la había entregado. La idea lo atormentaba, lo corroía por dentro hasta dejarlo en carne viva. ¿Sería capaz de olvidar?

El avión continuaba subiendo y sintió que una opresión doble lo aplastaba contra el asiento. Allá abajo se extendía un campo lechoso y confuso, un fluir de blancos fantasmas, de formas difusas, evanescentes, pero continuó con la vista clavada en la nada que había al otro lado de la ventanilla porque las lágrimas le nublaban los ojos.

¿Cómo sería su vida a partir de ese momento? ¿Cómo iba a encontrar fuerzas para seguir adelante? Ay, Atenas… Atenas… no volvería a verla más… nunca más.

La azafata le preguntó por segunda vez:

—¿Desea usted algo de beber?

Michel no se volvió pero con voz firme y cortés, le contestó:

—No, gracias. No quiero nada.

Claudio permaneció durante horas en el aislamiento más completo, en una celda helada sin ventanas, sin cama, con una puerta de hierro y una sola silla también de hierro. Le habían quitado el cinturón y los cordones de los zapatones así como la cartera y el reloj. Para que no pudiera calcular el transcurso del tiempo.

La bombilla encendida proyectaba una luz plana y dura, las paredes no permitían que se filtrara ningún ruido y sus pasos, al levantarse de vez en cuando para andar un poco por aquel pequeño espacio, resonaban como en una caja de chapa.

Jamás se había sentido tan angustiado, jamás lo había torturado de aquella manera la desesperación; el dolor agudo que sentía en los ojos, los labios y las costillas le daba una sensación de opresión insoportable; ninguna parte del cuerpo estaba libre de daño. Un ruido de pasos se detuvo ante su celda y la puerta se abrió; estaba dispuesto a matar, habría deseado golpear y aplastar con todas sus fuerzas al hombre que se le apareció en el vano, por eso apretó el respaldo de la silla tras la cual se había parapetado a manera de escudo.

Era un hombre de estatura regular, iba bien afeitado y estaba impecable con su uniforme de la astynomía. Tenía el cabello salpicado de canas y los finos bigotes perfectamente cuidados. Su aspecto era sereno, casi tranquilizador. Se le acercó y el olor de su loción para después de afeitar le resultó fresco, casi agradable.

—Siéntese —le dijo en italiano—. Soy el capitán Karamanlis y he venido para ayudarlo.

—Soy ciudadano italiano y tengo derecho a la asistencia de mi cónsul. Cuando me deje en libertad voy a ponerle una denuncia.

El oficial sonrió y repuso:

—Amigo mío, tengo la responsabilidad de deshacerme de usted, hacer desaparecer su cadáver para que no logren dar con él y después colaborar con el máximo celo con su consulado para hallar noticias falsas sobre usted que nos permitan dar el caso por cerrado.

Sacó un paquete de cigarrillos, le ofreció uno a Claudio que lo aceptó y después de encenderlo, aspiró una larga bocanada.

—Ahora que le he aclarado el panorama, sepa usted que lo que acabo de decirle es lo último que querría hacer. Estudié en Italia, un país que admiro muchísimo, por el que siento un cariño especial…

«Y ahora», pensó Claudio, «me recitarás el refrán: italianos y griegos, el mismo rostro, la misma raza».

—Además —prosiguió el oficial—, como dice el refrán, italianos y griegos, el mismo rostro, la misma raza… ¿no es así? —Claudio permaneció en silencio—. Y ahora, escúcheme bien, tiene usted una sola forma de salvarse y de salvar a su novia… La quiere usted, ¿verdad?

—Haga que la lleven a un hospital ahora mismo. Está herida, corre grave peligro…

—Lo sabemos. Cuanto más esperemos, mayor será el peligro. Pero todo depende de usted. Queremos saberlo todo sobre Heleni Kaloudis. Con quién se ve aparte de usted, quiénes eran sus cómplices y sus jefes. Cuáles eran sus proyectos, qué tramaban. Qué contactos tenían con los representantes del partido comunista y los agentes extranjeros… ¿búlgaros, quizá? ¿O rusos…?

Claudio se sintió perdido; aquel nombre quería a toda costa que le confirmaran las cosas que prácticamente estaba seguro de saber. Nada lo habría hecho cambiar de parecer.

—Escúcheme, seré sincero porque lo único que me urge es salvar a Heleni. No hay una pizca de verdad en cuanto usted cree. Heleni sólo forma parte del movimiento estudiantil, como miles de sus compañeros, y nada más. Pero si quiere, puedo suscribir todo eso que ha dicho antes, lo de los complots, lo de los agentes extranjeros, lo de los jefes, con tal de que me permita ver a la chica en la cama de un hospital, atendida por médicos competentes.

Karamanlis le echó una mirada compasiva y al mismo tiempo satisfecha.

—Me alegra comprobar que ha decidido colaborar, si bien comprendo su deseo de exculpar a la muchacha. He de advertirle que su… confesión será comparada a fondo con lo que logremos que nos diga la chica.

Claudio retrocedió hasta la pared apretando con fuerza el respaldo de la silla y exclamó:

—¿No irán a someterla a un interrogatorio en el estado en que se encuentra? ¡No podrán hacerlo, le digo que no podrán!

—Sin embargo, es preciso que lo hagamos; nos lo impone nuestro deber, señor Setti, y cuando hayamos comparado sus declaraciones y las hayamos encontrado coherentes, usted será puesto en libertad y la muchacha podrá ser atendida para que esté en condiciones de asistir al juicio…

—Ni hablar, capitán, olvídese de mí, usted no ha entendido nada. ¡Nada! Colaboraré sólo si antes compruebo con mis propios ojos que la chica está atendida, de lo contrario no diré una palabra. Podrán despedazarme, sáquenme la piel a tiras, arránquenme las uñas… ¿qué más tienen en su inventario de torturas? No pienso decir una sola palabra, ¿me ha entendido? ¿Me ha entendido bien? La chica debe ser conducida inmediatamente a un hospital, no interrogada, ¿me ha entendido? —Al gritar tenía los ojos fuera de las órbitas y las venas del cuello y las sienes hinchadas. Parecía un loco.

El oficial retrocedió hasta la puerta que se abrió en ese instante. Otro oficial se le acercó para hablarle al oído.

—No ha dicho una palabra —cuchicheó. Karamanlis hizo una extraña mueca, una especie de tic que contrastaba de forma grotesca con su cara estirada y respetable.

—¿Cómo está? —preguntó.

—Está débil, si la apretamos mucho se nos puede ir.

—Me importa un cuerno. Debe hablar. Y éste también… ¿Ha llegado el inglés?

—Sí, pero hasta ahora no tenemos mucho para informarle…

Claudio había avanzado un paso y trataba de intuir lo que estaba ocurriendo. Karamanlis se complació al ver su expresión angustiada.

—Su amiga no ha hablado aún —le dijo—, si es eso lo que le interesa saber, pero ahora hablará, se lo garantizo. He mandado llamar a la persona adecuada que hará hablar a su amiga… Y a usted también… El sargento Vlassos. —El otro oficial lanzó una risotada—. El sargento Vlassos sabe cómo llevar este tipo de asuntos, sobre todo con las mujeres… ¿Sabe cómo lo llaman sus colegas? Le llaman ó chíros, el cerdo.

Claudio lanzó un grito, levantó la silla y se lanzó hacia adelante, pero la puerta ya se había cerrado tras el capitán Karamanlis y el golpe cayó sobre la chapa produciendo gran estruendo.

Ari terminó el turno de vigilancia del museo a las dos de la tarde. Por la mañana se había presentado ante el director para informarle de la súbita muerte del profesor Harvatis, devolverle las llaves y ponerse a su disposición. El director no le había hecho más preguntas especialmente porque Harvatis era inspector de la Dirección General de Bellas Artes y no estaba a su cargo. Todos los años, el Ministerio destacaba a Ari durante unos meses a las excavaciones de Efira y en el otoño volvía a trabajar al museo. Todo era perfectamente normal. Pero Ari no le habló ni de la vasija de oro guardada en el sótano, ni de la carta que todavía llevaba en el bolsillo.

Entró en una fonda y pidió algo de comer. Mientras esperaba intentó poner orden en sus pensamientos y establecer una línea de acción. ¿A quién dirigirse? ¿A quién pedir consejo? ¿Qué hacer con aquella carta? La sacó del bolsillo interior de la chaqueta y se estuvo un buen rato dándole vueltas entre las manos. El camarero le llevó un cuarto de retsina de la casa, Ari bebió unos sorbos de su vaso sin apartar la mirada del sobre arrugado que tenía sobre la mesa. De pronto cogió el cuchillo para abrirlo y leer lo que decía pero se contuvo: antes de morir el viejo profesor le había prometido entregar la carta a la dirección que indicaba el sobre.

Volvería a la imprenta de la calle Dionysíou, sin duda encontraría a alguien. Había hecho mal al dejarse asustar por aquel individuo, al fin y al cabo podía tratarse de cualquiera, uno de tantos vagabundos que por las noches dan vueltas por la ciudad sin meta ni propósito fijos. De día todo cambia, pero santo Dios, esa noche cualquiera habría salido hecho trizas.

El camarero le llevó arroz con pollo y un plato de ensalada con trozos de queso y Ari se puso a comer con apetito; en las últimas doce horas apenas había probado bocado. Pensó en los muchachos que se refugiaron en el museo, en la pobre muchacha herida. ¿Habrían logrado salvarla?

Al cabo de un rato, el camarero volvió con otro cuarto de vino.

—Yo no he pedido más vino —dijo Ari.

El camarero le dejó la jarra e indicando una mesa cerca de la puerta, le explicó:

—Invita ese señor que está sentado allí.

Ari se volvió despacio y sintió que la sangre se le helaba en las venas: era él, no había duda, era el hombre que le había hablado delante de la imprenta de la calle Dionysíou. No había podido verle la cara, pero llevaba el mismo abrigo oscuro y el mismo sombrero de ala ancha calado hasta los ojos. Fumaba y ante él sólo tenía un vaso de vino.

Ari se metió la carta en el bolsillo, con una mano cogió la jarra, con la otra el vaso y con paso decidido se acercó a la mesa del desconocido. Dejó la jarra y el vaso sobre la mesa y le dijo:

—No acepto nada de desconocidos. ¿Cómo ha logrado encontrarme? ¿Qué quiere de mí?

El hombre levantó la cabeza y le tendió la mano.

—La carta. La carta destinada a Stavros Kourás.

Tenía los ojos claros, de un azul tenue bordeado de un tono más oscuro, como el hielo en las mañanas más frías de invierno, y el cabello y la barba eran negrísimos con alguna que otra cana, su piel oscura surcada de arrugas profundas. Tendría aproximadamente unos cincuenta y pico de años.

—Pero usted no es Stavros Kourás —arguyó Ari con voz insegura.

—Siéntese —le pidió el hombre como si le diera una orden a la que no se podía desobedecer. Ari se sentó y el hombre aspiró una gran bocanada de humo—. Y ahora escúcheme —le dijo—. No podemos perder un solo instante. Stavros Kourás no existe, no es más que un nombre. Esa carta la escribió Periklis Harvatis, ¿no es así?

Ari notó un nudo en la garganta y repuso:

—Periklis Harvatis ha muerto.

El hombre permaneció en silencio unos momentos sin dejar entrever emoción alguna.

—¿Era amigo suyo? ¿Lo conocía?

El hombre bajó la mirada y contestó:

—Teníamos un proyecto en común… un proyecto importante. Por eso es preciso que me entregue esa carta. Tengo que leerla.

Ari se la sacó del bolsillo y, lanzándole una mirada fija a los ojos, una mirada difícil de sostener, le preguntó:

—¿Pero quién es usted?

—El hombre al que esa carta va destinada. Si no fuera así, ¿por qué iba usted a encontrarme en esa dirección en ese preciso momento? ¿Cómo sabría yo quién la escribió? Démela. Es lo único que le queda por hacer.

Hablaba como si estuviese diciendo cosas obvias, incontrovertibles. Ari le entregó la carta. El hombre la cogió arrancándosela casi de las manos, la abrió rompiendo el sobre con la punta del dedo índice y le echó una ojeada rápida. Ari escrutaba su frente bajo la sombra del sombrero. Ni un estremecimiento. Era de piedra, carecía de emociones.

—Harvatis se llevó consigo un objeto. Sabe a qué me refiero. ¿Dónde está?

—Bajo llave, en los sótanos del Museo Arqueológico Nacional.

—¿Lo ha visto usted?

—Sí.

—¿Lo ha visto alguien más?

Ari se sintió incómodo, como si de repente tuviera que rendirle cuentas de todas sus acciones a aquel hombre del que ni siquiera sabía el nombre.

—Lo han visto cuatro muchachos… unos estudiantes que… —El hombre se puso rígido, un destello de cólera brilló en sus ojos—. Por el amor de Dios, sabe lo que ha ocurrido esta noche, ¿verdad? Usted también estuvo dando vueltas por las calles, maldita sea. Eran estudiantes que huían del Politécnico. Llevaban a una chica herida… Los conozco casi a todos. Son estudiantes de las escuelas extranjeras de arqueología. ¿Qué más podía hacer? El almacén del sótano era el único lugar seguro. Después se…

—¿Dónde están ahora?

—No lo sé. Les di la dirección de un médico que podía curar a la chica sin denunciarla a la policía. No he vuelto a saber de ellos, no he tenido más noticias.

—Entonces los han detenido. Seguramente los habrán detenido. —Se levantó y dejó sobre la mesa una moneda de veinte dracmas—. ¿Quiénes son? Dígame quiénes son.

—¿Por qué, qué quiere hacer?

—Si no me dice quiénes son no tienen esperanza alguna.

—Conozco bien sobre todo a uno, un muchacho llamado Michel Charrier, de la escuela arqueológica francesa. Los otros dos se llaman Claudio Setti y Norman… La chica herida se llama Heleni Kaloudis. No sé nada más.

El hombre asintió y se dirigió a la salida.

—Espere, dígame al menos cómo se llama, cómo puedo encontrarlo… —Ari lo siguió, empujó la puerta de cristal que había vuelto a cerrarse al marcharse el desconocido y salió a la acera. En ese momento pasaban unos camiones cargados de soldados y en cada esquina de la ciudad se oía el aullido desgarrador de las sirenas.

El hombre había desaparecido.