II

Atenas, hospital municipal de Kifissía

17 de noviembre, tres de la madrugada

—Soy el médico de guardia, dígame.

—Me llamo Aristotelis Malidis, querría saber cómo está el profesor Harvatis, yo mismo lo he traído hace una hora para ingresarlo.

El médico cogió el teléfono y llamó a la planta correspondiente para informarse.

—Lo siento —le dijo poco después—, el paciente ha fallecido.

Ari agachó la cabeza y se persignó tres veces a la usanza de los fieles ortodoxos.

—¿Puedo hablar con el médico que lo atendió? El profesor estaba solo, soy su ayudante… no tenía a nadie en el mundo. —El médico volvió a telefonear a la planta—. Sí. Puede subir, pregunte por el doctor Psarros, en el segundo piso.

Ari cogió el ascensor y mientras subía se contempló en el espejo que tenía delante. La luz desnuda de la lámpara le caía desde el techo marcándole profundamente el rostro y haciéndolo parecer increíblemente más viejo. La puerta se abrió y quedó ante un largo pasillo iluminado por luces de neón. Dos enfermeros jugaban a las cartas en la garita de cristal llena de humo delante de un cenicero rebosante de colillas. Ari se hizo anunciar al doctor Psarros y lo llevaron a su despacho. Sobre la mesa del doctor había una radio encendida que transmitía música clásica.

—Me llamo Malidis. Hace una hora traje al profesor Harvatis para que lo ingresaran. Sé que… que ha muerto.

—Hemos hecho todo lo posible. Pero era demasiado tarde, su condición era desesperada. ¿Por qué no lo trajo antes?

Ari titubeó.

—¿De qué ha muerto?

—De un paro cardíaco. Probablemente de infarto.

—¿Por qué dice «probablemente»? ¿Acaso los síntomas no estaban claros?

—Ese hombre tenía algo raro que no logramos entender. Tal vez usted podría ayudarnos. Cuénteme cómo ocurrió.

—Le diré lo que sé. ¿Puedo verlo antes?

—Sí, claro. El cadáver está todavía en su habitación. La número 9.

—Gracias.

El profesor Harvatis yacía en una camita cubierto con una sábana. Ari le destapó la cara y no pudo contener las lágrimas. En el semblante, en las sienes hundidas, en los ojos rodeados de negras ojeras, en la mandíbula contraída conservaba aún las señales de su calvario. Ari se arrodilló y apoyó la frente en la camita.

—Profesor, en la dirección que me dio no encontré a nadie, sólo su locura y quizá también la mía… Ay, Dios mío, si no le hubiera hecho caso, tal vez seguiría usted con vida…

Se levantó, le rozó la frente con la mano y volvió a taparlo con la sábana. En ese momento, su mirada se posó en la pared que tenía enfrente: sobre una silla se encontraban sus ropas dobladas y la chaqueta colgaba de una percha.

—Hay otra cosa que debo hacer por usted, profesor. —Miró hacia la puerta, luego se acercó a la chaqueta y hurgó en los bolsillos. Sacó un pequeño manojo de llaves marcadas con etiquetas de plástico. Salió y se dirigió al despacho del doctor Psarros, pero cuando se disponía a entrar, oyó que hablaba por teléfono.

—Se trata de un hombre de unos sesenta años que dice llamarse… Malidis, me parece… Sí, de acuerdo, trataré de entretenerlo con cualquier excusa, pero dense prisa. En este asunto hay algo que no me convence… Sí, estoy en el segundo piso… los espero, pero dense prisa, por favor.

Ari se apartó, miró hacia la garita de los enfermeros y después fue de puntillas hasta el ascensor y bajó al vestíbulo. Saludó con ademán apresurado al jefe de enfermeros de guardia y poco después estaba al volante de su coche, otra vez rumbo al centro.

La entrada principal del Museo Nacional daba a Leofóros Patissíon y estaba rodeada por los tanques pero la entrada de servició de la calle Tossitsa debía de estar despejada. Por increíble que pareciera, logró aparcar sin dificultad muy cerca de la puerta. Cogió el envoltorio del asiento posterior, abrió la puerta de servicio con las llaves del profesor Harvatis, entró en el museo, se dirigió rápidamente a la puertecilla de acceso al sistema de seguridad y desconectó la alarma.

En los pasillos y en las salas la oscuridad aparecía apenas interrumpida por las lucecitas de servicio de los interruptores. Desde fuera le llegaba el débil eco de voces excitadas sobre el ruido de fondo de motores, de camiones y de tanques blindados que patrullaban los alrededores de la Universidad. Bajó al sótano, escogió la llave que tenía la inscripción «cámara acorazada» y la abrió. Se trataba de una habitación completamente aislada que carecía de ventanas que dieran a la acera exterior.

Encendió la luz y depositó sobre una mesa el objeto por el que quizá había vivido y muerto un hombre. Separó los extremos de la manta en el que estaba envuelta y la vasija se destacó fulgurante en la quieta atmósfera del sótano. Ari la contempló durante largo rato, inmovilizado por el estupor: era el objeto más bello y terrible sobre el que hubiera posado la mirada, inquietante como la máscara encolerizada de Agamenón en la sala de Micenas, espléndido como las copas de oro de Vafió, ligero como las naves azules de Thera. Era perfecta en sus formas, como si acabara de salir de las manos del artesano; entre los pliegues de los relieves apenas se veían restos de barro seco y polvo.

—¿Así que por eso se puede vivir y morir? —Posó la mano sobre la superficie repujada; con la punta de los dedos leyó sin entender aquella historia desconocida, subyugado por la fuerza del remoto artesano. Después, volvió a juntar los extremos de la manta y ocultó la vasija.

Extenuado por la fatiga y el dolor, se sentía confundido y atontado, sólo quería el olvido, dormir aunque fuera un poco. Buscó un rincón vacío en la cámara repleta de trastos y de fragmentos de antiguas cerámicas, arrastró hasta allí un saco lleno de aserrín para la limpieza del suelo y se dejó caer sobre él ya sin fuerzas. La luz tembló, se apagó y él cerró los ojos pero tras sus párpados la gran vasija continuó brillando con encendidos resplandores.

La muchacha semidesnuda se levantó; buscó el lavabo, abrió el botiquín de los medicamentos y echó en un vaso una pastilla de Alka-Seltzer. Mientras observaba las burbujas, el teléfono comenzó a sonar. Salió al pasillo, con una mano cogió el auricular mientras con la otra sostenía el vaso y respondió:

—¿Dígame?

—¿Quién eres, maldita sea, quién carajo eres? ¡Michel, Norman! ¡Llámalos ahora mismo, llámalos! ¡Qué los llames te he dicho!

La chica pareció molestarse e hizo ademán de colgar, pero Michel, que se había despertado, estaba delante de ella y le preguntó:

—¿Quién es?

La muchacha se encogió de hombros, le pasó el auricular y se dedicó a beber su Alka-Seltzer.

—¿Quién es?

—Michel, por el amor de Dios, venid ahora mismo…

—¿Eres tú, Claudio? ¿Qué hora es? ¿Dónde estás?

—¡Michel, el ejército ha sacado los tanques y atacan el Politécnico! Venid inmediatamente, Heleni está ahí metida, deprisa, deprisa, no debemos perder un solo minuto.

—Está bien. Ya vamos. ¿Dónde estás?

—En la cabina de teléfonos de la plaza Síndagma.

—De acuerdo, no te muevas de ahí. Ya vamos para allá.

—No, espera. Patissíon está bloqueada, no podréis pasar. Tendréis que bajar por Ipokrátous y tratar de llegar hasta Tosítsa. Os espero allí, en el aparcamiento para el personal. ¡Pero daos prisa, por lo que más queráis, daos prisa!

—Ya vamos para allá, Claudio, salimos ahora mismo.

Colgó, salió disparado hacia el pasillo, abrió la puerta del otro dormitorio y encendió la luz: Norman Shields y la muchacha que dormía con él se sentaron en la cama medio atontados y restregándose los ojos. Michel cogió veloz la ropa de Norman que estaba sobre una silla y se la lanzó a la cara.

—El ejército está atacando el Politécnico. Claudio nos espera. Date prisa, tenemos los minutos contados. Yo ya bajo a arrancar el coche.

La muchacha lo siguió en bragas sin entender lo que pasaba, con el vaso de Alka-Seltzer en la mano y le preguntó:

Would you please tell me… —Pero Michel no le hizo ni caso.

Se puso los tejanos y un jersey, se calzó unas bambas, se metió los calcetines en el bolsillo, cogió a toda prisa un chaquetón y se lanzó escaleras abajo buscando las llaves del coche en los numerosos bolsillos. El pequeño Citroën arrancó sin mayores complicaciones y mientras Michel maniobraba para salir por el portón, Norman abrió la puerta de la derecha y subió al coche mientras terminaba de vestirse.

—¿Tan mal están las cosas? ¿Qué te ha dicho exactamente?

—Que el ejército está atacando el Politécnico. Han sacado los tanques.

—¿Pero han atacado ya o sólo han tomado posición delante de la Universidad? Tal vez lo único que quieren es intimidarlos…

—No lo sé. Claudio estaba como loco. Debemos darnos prisa.

Tomó una curva a toda velocidad haciendo inclinar peligrosamente el coche y revolcando a su compañero que se estaba atando los zapatos.

—¡Estos coches franceses de mierda! —exclamó Norman—. No hay manera de ir en ellos sin marearse.

Michel siguió pisando el acelerador y le contestó:

—Tienen la suspensión blanda… en nuestro país hay mucho empedrado. Fíjate en la guantera, debe haber un paquete de Gauloises. Enciéndeme uno, por favor, tengo un nudo en el estómago.

El oficial avanzó hasta el centro de la calzada y comenzó a hablar por un megáfono de pilas. La voz salía pastosa y nasal:

—Tenéis quince minutos para desalojar las instalaciones de la Universidad. Repito, salid inmediatamente y abandonad la Universidad. ¡Si no obedecéis la orden nos veremos obligados a sacaros a la fuerza!

Los estudiantes se habían amontonado en el patio, tras los portones y contemplaban trastronados e indecisos los tanques y las tropas con equipo de combate. Se produjo un momento de silencio en el que sólo se oyó el ruido amenazante y amortiguado de los motores de los M47.

Alguien atizó el fuego y una nube de pavesas se elevó hacia el cielo. Un joven de cabello ensortijado y mejillas apenas sombreadas por una barba incipiente avanzó resuelto hacia el portón y gritó en dirección del oficial:

Molón lavé! —Era una frase en griego antiguo, la que Leónidas le había gritado a la cara a los persas en las Termopilas, veinticinco siglos antes, dos palabras secas y duras como escopetazos:

—¡Ven a buscarnos!

Otro estudiante se le acercó y repitió:

Molón lavé! —y otros imitaron su ejemplo. Se colgaron de los barrotes del portón y agitaron rítmicamente los puños; su grito se había convertido en un coro, una única voz vibrante de entusiasmo, de desdén, de determinación. El oficial se echó a temblar ante aquella voz y aquellas palabras que había oído de pequeño en los bancos de la escuela, el grito de la Hélade contra el bárbaro invasor le traspasó el pecho como puñaladas. Miró el reloj y sus hombres empuñaron las armas, dispuestos a lanzarse al ataque a una orden suya.

Volvió a gritar por el megáfono:

—Es la última advertencia, dispersaos y abandonad inmediatamente las instalaciones de la Universidad.

Pero el grito de los estudiantes se había vuelto más intenso y potente y daba la impresión de que ya nada podría domarlos. De pronto, desde una iglesia cercana llegó el toque de una campana, grave, frecuente, angustioso, a rebato. Otra le contestó desde otro campanario y aquel tañido pareció infundir nueva energía a los jóvenes y mayor fuerza a sus gritos.

Los quince minutos habían pasado ya y aquellas palabras continuaban lloviéndole como fuego del cielo, confundidas con el retumbo broncíneo de las campanas.

Volvió a mirar el reloj, e indeciso, a sus hombres. Otro oficial de más graduación avanzó hasta la primera fila, se le colocó al lado y le preguntó:

—¿Qué espera? Vamos, dé la orden.

—Pero mi coronel, están todos en los portones…

—Ya han sido advertidos. El plazo ha concluido. ¡Adelante!

El tanque avanzó hacia los portones, pero los estudiantes no se movieron. El conductor que estaba en la torreta se volvió hacia el coronel y éste le hizo una señal con la mano y le ordenó:

—¡Adelante he dicho! ¡Adelante!

La máquina se puso en marcha y se abalanzó contra los portones que cedieron a la embestida. Los estudiantes cayeron al suelo a montones y quedaron aplastados bajo los portones y las ruedas de oruga del tanque. Los soldados se lanzaron al ataque mientras otros jóvenes salían de las instalaciones universitarias para oponer resistencia. Los soldados dispararon a matar y el patio se llenó de gritos, lamentos, llamadas confusas. Los amigos se buscaban, intentaban salvar a los heridos. El joven de cabello ensortijado quedó tendido en el suelo en un charco de sangre. Muchos subieron las escalinatas corriendo y dando voces, perseguidos por los soldados; eran abatidos con las culatas de los fusiles o atravesados con las bayonetas. Algunos intentaron refugiarse en el interior y cerraron el portón, pero los soldados lo derribaron e irrumpieron por los pasillos y las aulas disparando sin concierto. En el aire volaban astillas de madera y revoque. De las paredes y los techos caían los escombros a trozos.

El coche de Michel llegó en ese momento al lugar convenido pero Claudio ya no estaba allí. La calle Tosítsa había quedado demasiado expuesta.

—¿Qué hacemos? —preguntó Norman.

—Esperar. Aquí es donde nos hemos citado. Seguro que habrá entrado. Si sale con Heleni nos necesitará a nosotros y al coche. Mantendremos el motor en marcha y lo esperaremos. No tiene otro lado por donde salir.

Claudio ya estaba en el interior de la Universidad y corría de un aula a otra en busca de Heleni, gritaba su nombre en los pasillos, en las escaleras. La vio aparecer de repente en un rellano junto con un grupo de compañeros. Una escuadra de soldados salió en ese momento de un pasillo y un suboficial gritó:

—¡Alto! ¡Estáis detenidos! —Los jóvenes se abalanzaron hacia la ventana y trataron de salir por ella. El suboficial volvió a gritar—: ¡Alto! —y les disparó una ráfaga de ametralladora. Por un momento, Claudio vio a la muchacha inmovilizada contra la pared, una mancha roja se fue expandiendo sobre su pecho, las piernas se le doblaron y sus ojos se vaciaron de expresión.

Subió las escaleras a toda carrera sin preocuparse por los disparos, los gritos, la polvareda. Se encontró junto a la chica un instante antes de que se desplomara. La levantó. El suboficial que estaba al final del tramo de escaleras había sacado la pistola y lo apuntaba. Desesperado, se volvió hacia la derecha, luego hacia la izquierda y al ver la puerta de un ascensor se dirigió hacia ella a toda prisa y pulsó el botón con el codo. La cabina se encontraba en la planta y la puerta se abrió. Se metió dentro y cerró un momento antes de que la bloqueara la culata de un fusil. Pulsó el botón de la planta baja, el ascensor dio un bandazo mientras la puerta se estremecía bajo los golpes. Se tendió en el suelo con la muchacha justo en el instante en que en el metal se abrían dos o tres agujeros y el olor acre de la pólvora llenaba el habitáculo. La cabina se movió y comenzó a bajar. Al llegar a la planta baja, en cuanto la puerta se abrió, Claudio salió llevando a Heleni en brazos desmayada, pálida, como muerta. Estaba todo manchado de sangre. Por las escaleras reverberaban los ecos de las botas de sus perseguidores. Se encontró delante de un aula abierta y se escondió con la muchacha debajo de la cátedra. Los soldados entraron, echaron un vistazo y volvieron a precipitarse como trombas hacia el pasillo.

Salió y corrió hasta el ala posterior del edificio, llegó a una puertecita de servicio y alcanzó el patio que daba a la calle de Tosítsa. Parapetado contra el muro esperó a que la calle se despejara.

Todavía se oían disparos, llantos, gritos de protesta y de rabia, el rugido de motores, chillido de llantas por la calle Patissíon, órdenes cortantes. La revuelta había sido dominada. Sólo el tañido obsesivo y desesperado de las campanas continuaba hendiendo la oscuridad de la noche.

Depositó a Heleni en el suelo y corrió hacia el portoncillo que daba a la calle, lo abrió, regresó para recoger a la chica y salió corriendo lo más deprisa que pudo. Michel y Norman se lo encontraron de frente, irreconocible; tenía los ojos enrojecidos y la cara manchada de negro y chamuscada, la ropa desgarrada. Llevaba en brazos el cuerpo inerte de Heleni y tenía la camisa y los tejanos empapados en sangre. Cuando vio a sus amigos cayó de rodillas y entre sollozos logró balbucear:

—Soy yo… ayudadme, por favor, ayudadme…

Ari dio un respingo al oír el toque de las campanas y los disparos, pero estaba tan cansado que no lograba salir del duermevela. Aquello le parecía otra de las miles de pesadillas que había tenido en su breve sueño agitado. Una punzada en el costado acabó por despertarlo del todo y se levantó masajeándose la parte dolorida. El sonido de las campanas que tocaban a rebato llegaba al sótano amortiguado, como acolchado, pero por eso mismo resultaba más irreal y tremendo. Encendió la luz y miró hacia la pared que tenía delante: los extremos de la manta se habían caído y la vasija destellaba ante él, mientras le llegaban el sonido de los disparos, el llanto y los gritos de dolor. Volvió a taparla anudando fuertemente los extremos de la manta, después se dirigió hacia la salida de servicio. De la puerta le llegó un ruido, alguien golpeaba tratando de abrirla.

—¿Quién es? ¿Qué queréis?

—Por el amor de Dios, ábranos, somos estudiantes, llevamos a un herido.

Ari abrió y un grupo de jóvenes entró apresuradamente: eran tres muchachos, uno de ellos llevaba en brazos a una chica desmayada y herida.

—Ari, ¿es usted? —inquirió Michel.

—Menos mal. Lo creía en Parga, con Harvatis.

—¿Michel? Ah, sí, he vuelto esta noche. ¿Pero por qué habéis venido aquí? A esta muchacha hay que llevarla inmediatamente a un hospital.

Claudio avanzó apretando contra el pecho a la muchacha que parecía estar recuperando el conocimiento y gemía débilmente.

—Tiene una herida de bala. Si vamos a un hospital nos detendrán a todos. Tiene que ayudarnos a encontrar un médico… o una clínica de la que podamos fiarnos.

Ari los hizo entrar.

—Seguidme, deprisa.

Cruzaron la sala de las esculturas cicládicas, llegaron a la escalera de servicio y bajaron al sótano. Abrió la puerta de la cámara acorazada y les dijo:

—Aquí nadie vendrá a buscaros. Esperadme, volveré enseguida. Mientras tanto, tratad de taponarle la herida. No debe perder más sangre. —Salió y cerró la puerta de hierro.

—Debemos tumbarla —dijo Claudio.

Arreglaron lo mejor que pudieron el lecho que ya había utilizado Ari y sobre él pusieron a Heleni. Claudio le quitó la cazadora con cuidado, le desabrochó la camisa y le dejó el hombro al descubierto.

—La herida está muy arriba —comentó Michel adelantándose.

—La bala no debería haber lesionado órganos vitales. Debemos taponarle la herida.

Claudio sacó un pañuelo del bolsillo y dijo:

—Está limpio, utilicemos esto.

Norman miró a su alrededor y comentó:

—Es un taller de restauración. Por alguna parte tiene que haber alcohol. —Hurgó en los armarios, en los estantes, abrió las botellas de solvente y las olió—. Ya lo tengo, esto es alcohol.

Claudio empapó el pañuelo y limpió a fondo la herida. La muchacha dio un brinco y se lamentó. Abrió los ojos y miró a su alrededor atontada:

—Claudio… Claudio… ¿dónde estamos?

—A salvo, cariño. Tranquilízate, no te muevas… estás herida. Ya te sacaremos de aquí. Quédate tranquila y trata de descansar. —Heleni cerró los ojos.

Claudio se rasgó la camisa y la vendó lo mejor que pudo. La herida había dejado de sangrar.

—Hay que mantenerla abrigada. Nos haría falta una manta.

Michel hizo ademán de quitarse el anorak.

—Ahí hay una manta —dijo Norman indicando un voluminoso envoltorio que había sobre una mesa. Desató los extremos y retrocedió paralizado por el estupor—. ¡Dios mío, fijaos en esto!

Claudio y Michel se volvieron hacia él y vieron la vasija de oro repujado, la figura de un guerrero con un remo al hombro, el carnero, el toro y el verraco de largos colmillos. El tañido de la última campana de la revuelta reverberó agonizante en el cielo ateniense tachonado de estrellas y desesperación.

Michel parecía atontado por lo que acababa de ver. Se había puesto en pie y miraba fijamente aquel milagro surgido repentinamente de la nada.

—¿Pero qué es? No me lo puedo creer, Claudio, ¿qué es, Claudio?

Claudio estaba inclinado sobre la muchacha y le sostenía la mano como para transmitirle su calor y su vida. Se volvió apenas y lanzó una mirada a la enorme vasija. Durante largos instantes fue como si a su alrededor todo hubiera desaparecido. Tuvo una breve visión del libro que cayó a sus pies en la biblioteca de la escuela arqueológica: Hipótesis sobre el rito nigromántico en Odisea XI. Volvió a mirar a la muchacha:

—Será falso… tal vez inspirado en algunos versos de la Odisea, la Nekya, el viaje al país de los muertos.

—Pero… es de oro —balbuceó Michel.

—Los mejores objetos falsos siempre están hechos en materiales preciosos… para que resulten más creíbles. Fíjate, quiere imitar el estilo de las copas de Ugarit… No puede ser genuina. Alcánzame la manta.

Norman levantó tembloroso la vasija, Michel quitó la manta de debajo y se la entregó a Claudio que la desplegó sobre la muchacha.

—¿Y con esto qué hacemos? —inquirió Norman volviendo a depositar la vasija sobre la mesa.

—Escóndela —contestó Claudio.

—Cuando la encontramos estaba escondida.

—Ya —dijo Norman.

—¿No te parece extraño? Tiene todo el aspecto de haber sido hallada hace poco… todavía tiene restos de polvo y de barro.

Michel se acercó, pasó los dedos por la vasija y recogió un poco de sedimento entre el índice y el pulgar.

—No es barro… es sangre.

—¿Pero qué dices, Michel? —inquirió Norman, azorado.

—Te digo que es sangre… de hace siglos, milenios, tal vez… transformada en humus. Es un fenómeno que he visto ya, en una fosa de sacrificios dedicada a Plutón, en Turquía, en lo que era la antigua Hierápolis. Esta vasija fue sumergida en la sangre de muchas víctimas. Sin duda proviene de un gran santuario.

Claudio se estremeció.

—Escondedla —ordenó sin apartar la mirada del rostro de Heleni.

Norman y Michel le obedecieron. Colocaron la vasija en un viejo armario esquinero que se encontraba en el fondo de la cámara.

Poco después entró Ari.

—Teníais razón —dijo—. La policía vigila todos los hospitales y detiene a los que ingresan con heridas y contusiones.

Claudio se volvió hacia él y le comentó:

—Heleni necesita atención médica urgente. Le he taponado la herida, pero tiene fiebre y le hace falta una transfusión, antibióticos y es posible que todavía tenga la bala metida en el cuerpo.

—Dentro de cinco minutos en la entrada posterior habrá un taxi, os llevará al ambulatorio de un cirujano. Es amigo mío, no hará preguntas pero necesita medicamentos y un aparato para la transfusión. Michel, coge tu coche, vete a comprar las cosas que he apuntado en esta nota a la farmacia de guardia de la plaza Dimitriou y llévalas a la dirección que te he indicado al pie. ¿Alguno de vosotros sabe el grupo sanguíneo de la chica?

—A positivo —respondió Claudio—, lo tiene escrito en una medalla que lleva colgada del cuello.

—Igual que el mío —dijo Norman—. Ya le daré yo sangre.

—Bien. No perdamos más tiempo. Andando, llevémosla afuera. —Miró la manta en la que estaba envuelta Heleni, se volvió hacia la mesa en la que estaba la vasija y luego hacia los muchachos.

—No había nada más —dijo Michel, confundido.

Ari titubeó un instante y luego comentó:

—Habéis hecho bien. ¿Dónde lo habéis puesto?

Michel le indicó el armario.

—No habléis de esto con nadie, por favor… por favor. Se trata… se trata de un descubrimiento del profesor Harvatis, su último descubrimiento… Por esto murió. Ya os contaré lo que sé. Ahora juradme que no se lo contaréis a nadie.

Los muchachos asintieron.

—Vámonos —ordenó Ari—, hemos de ocuparnos de la chica.

Norman y Claudio hicieron la silla de la reina y transportaron a Heleni medio tumbada hasta el taxi que esperaba con el motor en marcha. Ari murmuró la dirección al taxista y el coche partió a toda velocidad. Norman iba delante, y Claudio, ovillado en un rincón del asiento posterior, sostenía sobre su regazo la cabeza de Heleni y le acariciaba la frente empapada de sudor: estaba helada.

Entretanto, en su pequeño dos caballos, Michel volaba por las calles que comenzaban a animarse con el escaso tráfico de la madrugada.

Daba la impresión de que al farmacéutico le habían avisado de antemano: le entregó cuanto le solicitó sin hacer preguntas. Michel pagó y partió de inmediato. Circuló con prudencia para no llamar demasiado la atención tratando de evitar las zonas peligrosas. Cuando consideró que estaba a salvo, pisó el acelerador a fondo. El lugar indicado en la dirección no se encontraba demasiado lejos.

De repente, cuando se disponía a girar a la izquierda, un coche patrulla apareció de golpe por una travesía con la sirena y las luces encendidas. Michel deseó que se lo tragara la tierra. El coche patrulla lo adelantó y por la ventanilla de la derecha vio que sacaban una señal de stop. Michel se detuvo y trató de mantener la calma.

El policía echó un vistazo a la matrícula francesa del vehículo y se acercó con la mano en la visera.

Tó diavatirio, parakaló.

Michel sacó del bolsillo el carné de conducir y el pasaporte y se los enseñó al agente.

—Ah, veo que entiende el griego —dijo el policía.

—Sí —contestó Michel—, hablo un poco su idioma. Pertenezco a la escuela arqueológica francesa de Atenas.

—Ah, es estudiante, pues. Bien, bien. ¿No sabía que por aquí el límite es de cincuenta kilómetros por hora?

—Lo siento, pero es que tengo que ir a recoger a mi profesor a la estación y se me ha hecho tarde. Me he quedado dormido y…

Entretanto, el otro policía, el que iba al volante, había bajado y daba vueltas alrededor del dos caballos mirando fijamente en el interior. De pronto, se acercó a su colega y le susurró algo al oído. Michel sudaba, pero trataba de mostrarse desenvuelto.

—Por favor, baje usted —le ordenó el agente, que de repente se había puesto serio.

—Vamos, sea usted comprensivo, llego tarde. —Se llevó la mano a la billetera—. Dígame cuánto sube la multa… Verá, es que si el profesor llega y no me encuentra, quedaré muy mal y…

—Haga el favor de bajarse.

Michel bajó del coche y se quedó envarado en medio de la calle con la billetera en la mano.

El policía encendió una linterna y comenzó a inspeccionar el interior del vehículo. Dirigió el haz luminoso hacia el asiento posterior y descubrió una gran mancha de sangre. La sangre de Heleni. Después sacó la bolsa de la farmacia y la abrió: encontró vendas, una aguja para transfusiones, xilocaína, catgut, antibióticos.

—Me parece que su profesor tendrá que coger un taxi —dijo con una risita ahogada—. Y usted, señor Charrier, deberá explicarnos unas cuantas cosas.

Michel jamás había conocido el dolor físico a excepción de algún pequeño accidente. Lo condujeron hasta un gran edificio gris no muy lejos de allí, lo llevaron a un sótano y lo encerraron en un cuartucho vacío. Esperó unos cuantos minutos aguzando el oído: le parecía oír gritos amortiguados, lamentos, pasos, portazos, idas y venidas. Al hombre que fue a interrogarlo le contestó que no diría una sola palabra sin un representante del consulado francés.

Sin embargo, habló, casi enseguida: pocos lograban resistir la tortura de la fálanga. Después de los primeros golpes en las plantas desnudas de los pies, apretó los dientes tratando de reunir todo el valor de que fue capaz y todo el afecto que sentía por sus amigos, pero el dolor le penetraba cruelmente hasta el cerebro desarticulando su voluntad.

Gritó, aulló y lanzó imprecaciones, después lloró con desconsuelo. No obstante, las punzadas que martirizaban cada fibra de su cuerpo y cada centímetro de su piel le permitieron pensar y fue consciente de haber cedido ya, de haber cometido ya una traición y aquello le resultó todavía más doloroso que la tortura.

Su verdugo golpeaba con calma y precisión, como si no oyera nada; daba la impresión de desempeñar una tarea cualquiera y continuó torturándolo durante un rato más después que Michel gritara que lo confesaría todo… todo. Daba la impresión de querer castigarlo por no haberle ahorrado esa breve fatiga.

Con un pañuelo se secó la frente y el pecho velludo y sudoroso, después pronunció unas palabras en un interfono que colgaba de la pared; al cabo de un rato entró un funcionario de paisano para acompañar a Michel hasta un cuarto contiguo. El otro se quedó en el umbral de la puerta y poco después entraron dos policías escoltando a un segundo joven esposado, con el rostro lleno de morados, la boca ensangrentada y los ojos asustados.

Michel hizo ademán de levantarse, pero en cuanto tocó el suelo con los pies se desplomó gritando de dolor. Los dos policías ataron al otro muchacho a la camilla de torturas, le quitaron los zapatos y los calcetines y luego levantaron en andas a Michel y lo sacaron de allí.

La puerta volvió a cerrarse tras él con un golpe seco. Lo arrastraron casi en el aire hasta otro cuarto siguiendo a un oficial al que llamaban Karamanlis. Antes de entrar, se volvió y oyó, aunque amortiguado por la puerta, un quejido prolongado, casi animal. Bajó la vista y siguió a su amo tambaleándose y tropezando. Lo echaron sobre una silla de hierro.

—Vamos a ver —dijo el oficial—, ¿a quién transportó con su coche y a quién llevaba esas cosas que le encontramos?

—Esta noche han herido a una amiga mía en el Politécnico. Tratábamos de curarla.

El hombre sacudió la cabeza.

—Vaya, qué imprudencia. Deberían haberla llevado a un hospital. ¿O es que tal vez tenían algo que ocultar?

—No teníamos nada que ocultar. Queríamos evitarle lo que me han hecho ustedes a mí y a ese pobre muchacho que está ahí dentro.

—Son unos subversivos, no merecen compasión alguna. Son la ruina de nuestro país. Usted, como extranjero, no debería haberse metido en esto. Pero ahora dígame todo lo que sabe y nosotros haremos como si jamás lo hubiéramos visto. Nadie se enterará de que estuvo usted aquí esta noche. No habrá ningún informe. ¿Cómo se llama la muchacha?

—Se llama… Heleni Kaloudis.

—¿Ha dicho Kaloudis? Bien. Ahora dígame dónde se encuentra. Vamos, le doy mi palabra de oficial de que no le haremos ningún daño. Al contrario, vamos a curarla. Después, se verá. Deberá contestar a algunas preguntas, lo normal en estos casos, pero créame, nosotros no lastimamos a las mujeres. Soy un hombre de bien.

Michel le dijo lo que le pedía y el rostro del oficial se iluminó de satisfacción.

—Por fin, por fin, la voz de la radio… esa maldita voz de la radio… Muy bien, muchacho, muy bien, no sabe usted el servicio que nos ha hecho. Se disponía usted a ayudar a una peligrosa delincuente, una amenaza para la seguridad del Estado. Claro, usted, como extranjero, no podía darse cuenta… —Michel abrió los ojos como platos y le preguntó—: ¿Pero qué dice, qué dice usted, maldita sea? ¿Qué es esa historia de la radio? ¿De qué peligrosa delincuente me habla? No creo una sola palabra de lo que me ha dicho. ¡Cabrón! ¡Cabrón!

Karamanlis lanzó una risita burlona y dirigiéndose a sus hombres les ordenó:

—Metedlo en la celda. De momento no nos sirve más.

Salió y desapareció escaleras abajo. A Michel lo sacaron a rastras al pasillo. En el otro extremo, en el umbral de la puerta, el hombre del pecho velludo fumaba un cigarrillo apoyado en la jamba. Del interior del cuarto no provenía ruido alguno, ni siquiera un lamento.

—Hice lo que he podido —dijo el médico—. Le he puesto suero para subirle la tensión, le he parado la hemorragia pero esta muchacha necesita una transfusión y su amigo no da señales de vida. Está claro que algo le ha pasado.

—No entiendo, no logro entender… —decía Claudio retorciéndose las manos.

Norman se puso en pie y le dijo:

—Claudio, de un momento a otro nuestra situación puede volverse insostenible. De haberle pasado algo, Michel nos habría telefoneado, nos habría avisado de alguna manera. Seguramente le habrá ocurrido algo grave. ¿Por qué no llamas a los padres de Heleni? Estás asumiendo una gran responsabilidad.

—Viven en Komotiní, lo único que lograríamos es angustiarlos. ¿Qué diablos pudo haberle pasado?

—No logro imaginármelo. Tendría que haber llegado hace más de una hora incluso calculando posibles embotellamientos, desvíos y problemas de tránsito…

—Tal vez la zona en la que se encontraba haya sido bloqueada por los militares y no pueda salir.

—Sí, ¿pero por qué no telefonea entonces?

—Los militares podrían haber desconectado parte de la red telefónica, ¡qué sé yo!

Heleni, que estaba tendida en una camilla, abrió los ojos y dijo:

—Claudio, no podemos quedarnos más aquí, es peligroso incluso para el médico que nos ha ayudado… No quiero ir al hospital, me detendrían enseguida. Escúchame, ya me encuentro un poco mejor. Busca un taxi y llévame a mi casa. Después podrás ir por los medicamentos y las cosas que tenía que traernos Michel. El médico podría venir esta noche a terminar de curarme. Ha dicho que la bala no ha quedado dentro. Saldré de ésta. Tarde o temprano Michel dará señales de vida, ya verás, pero ahora tenemos que irnos, por favor…

—Heleni tiene razón, Claudio —dijo Norman.

—Quizá sea la única solución que nos queda. —Dirigiéndose al médico le preguntó—: ¿Qué opina usted, doctor?

—Es posible que salga adelante… es joven, ya no sangra. El suero le dará fuerzas. Pero no debe hacer nada, debe permanecer inmovilizada y si es posible, que duerma. Yo tengo visitas hasta las siete, después iré a verlos. ¿Dónde vive?

Se lo dijeron.

—A las ocho estaré allí. El toque de queda no incluye a los médicos. Norman, usted tiene que estar para la transfusión.

—¿Cuándo podremos moverla? —preguntó Claudio.

—Antes de una semana, ni pensarlo.

—Ya, ya. Mientras tanto, avisaré a sus padres.

—Ahora márchense. Les pediré un taxi.

Claudio vistió a Heleni y Norman bajó a la calle para comprobar si todo estaba en calma. Cuando llegó el taxi tocó el timbre de la puerta un par de veces, y entre Claudio y el médico bajaron a Heleni que iba pálida y vacilante.

—¿Cómo te encuentras?

Heleni se esforzaba por parecer tranquila y respondió:

—Mejor… de verdad. Ya verás como todo sale bien. Si logramos llegar a mi casa, ya está hecho.

Subieron al coche y Norman cerró la puerta. Claudio bajó la ventanilla y le hizo una seña para que se acercara.

—Norman…

—Dime.

—No iremos a casa de Heleni. La policía podría tenerla vigilada. La llevo a mi habitación del barrio de Plaka.

—Haces bien, es mucho mejor… antes quise sugerírtelo. Entonces nos vemos allí.

Claudio le agarró la mano y le dijo:

—Por favor, sobre todo no me falles y no hables con nadie, por lo que más quieras… exceptuando al médico, claro. Avísale ahora mismo del cambio de dirección para esta noche.

—Quédate tranquilo, que no os dejaré en la estacada. —Sonrió—. Pero te advierto que Heleni no será la misma con media pinta de sangre galesa en las venas… te dominará. Y ahora vete.

Claudio le dio la dirección al conductor y el taxi partió de inmediato mezclándose en el tráfico.

—¿Por qué le has dado tu dirección? —susurró Heleni.

—A esta hora la policía estará exprimiendo a decenas de personas, han arrestado a centenares de estudiantes. Muchos te conocían… alguno pudo haber hablado.

—Entre nosotros no hay traidores —repuso Heleni y su rostro palidísimo se sonrojó brevemente.

—Ya lo sé, pero es mejor que no nos arriesguemos. Allá dentro seríais unos dos mil… A mí nadie me conoce. Llamaremos a tus padres desde la cabina que hay cerca de mi casa. Ahora tranquilízate. Apóyate en mí.

Heleni apoyó la cabeza sobre su hombro y cerró los ojos. De vez en cuando, el taxista los observaba por el retrovisor: venían del consultorio de un médico, ella tan pálida, los ojos ojerosos, él tan robusto y tan asustado. Seguro que la muy puta acababa de abortar… y él era el responsable… desgraciados… jóvenes sin pudor ni moral… un látigo, eso es lo que les hace falta. Ya ves, les das un poco de rienda y mira tú las locuras que acaban haciendo… como esos otros de la Universidad. Les das el dedo y acaban cogiendo todo el brazo… ¿Universidad? Un látigo es lo que les hace falta…

El taxi efectuó un largo desvío para llegar al barrio de Plaka, pasó detrás del Olimpiéion y se detuvo finalmente delante de una casita encalada. De la muralla sobresalían los sarmientos desnudos de una vid y un par de gatos hurgaban entre los sacos de basura que nadie había pasado a recoger aún. Claudio se irguió en el asiento y le pagó al taxista. Heleni, que parecía adormilada, dio un brinco.

—Hemos llegado —le murmuró Claudio al oído—. ¿Te ves con fuerzas como para andar? Tenemos que tratar de no llamar la atención.

Heleni asintió con la cabeza. Claudio bajó y adelantándose al conductor, le abrió la puerta a la chica, la tomó de la mano y la condujo a paso lento hasta la escalera exterior que llevaba a su pequeño apartamento. El coche desapareció rápidamente en el laberinto de callejuelas del casco antiguo; Claudio sujetó a la muchacha por la cintura, la hizo entrar, la acostó en la cama y la tapó con una manta.

—En la nevera tengo un poco de carne. Ahora mismo te preparo un caldo. Has de tomar mucho líquido, descansar y estar tranquila. Aquí estás a salvo, nadie me conoce. —Cerró la puerta con dos vueltas de llave.

Heleni lo seguía con la mirada.

—¿Sabes cómo llaman a los habitantes del barrio de Plaka?

Claudio abrió la nevera, sacó la carne y le contestó:

—No, no lo sé. ¿Cómo los llaman?

Gángari. Significa «cerrojos».

—Suena cómico.

—Acuérdate de la resistencia de los habitantes del barrio de Plaka en el año 1925 cuando los turcos asediaron Atenas. Atrancaron las puertas de la ciudad y las de todas las casas del barrio, dispuestos a defenderse casa por casa si hubiese sido necesario. —Lo contempló melancólicamente acariciándolo con la mirada—. Ahora, por mi culpa eres un gángaros

—Ya lo ves, eres peor que los turcos. Y ahora calla y duérmete. Te despertaré cuando el caldo esté hecho.

Echó la carne a la olla y le añadió el agua y las hierbas.

—Y una buen pizca de sal… es higroscópica… retiene los líquidos y aumenta la tensión… hasta que lleguen Norman y el doctor a llenarte el depósito, cariño… ¿Por qué diablos Michel no dará señales de vida… por qué?

Encendió el quemador y se dejó caer en una silla. Durante un rato se dedicó a mirar la llama azul que lamía la olla, pero de repente lo invadió un cansancio mortal. Procuró resistir pero poco a poco dejó que la cabeza se le fuera inclinando hacía adelante y se quedó dormido.