Efira, Grecia noroccidental
16 de noviembre de 1973, ocho de la noche
Temblaron de repente las puntas de los abetos; las hojas secas de las encinas y de los plátanos se estremecieron aunque no había un soplo de aire y el mar lejano estaba frío e inmóvil como una losa de pizarra.
El viejo estudioso tuvo la impresión de que todo callaba de golpe, el piar insistente de los pájaros, el ladrido de los perros y la voz del río, como si las aguas lamieran las orillas y las piedras del lecho sin tocarlas, como si un oscuro y súbito escalofrío recorriera la tierra.
Se pasó una mano entre los blancos cabellos, finos como la seda, se tocó la frente y buscó en su interior el valor para afrontar, después de treinta años de búsqueda infatigable y obstinada, la visión de la meta.
Nadie habría podido compartir con él aquel momento. Sus obreros, Yorgo, el borrachín, y Stathis, el pendenciero, se alejaban ya, después de haber guardado las herramientas, con las manos hundidas en los bolsillos y el cuello del abrigo levantado; el crujido arrancado a la grava del camino por sus pisadas era lo único que se oía en la noche.
Se sintió invadido por la angustia:
—¡Ari! —gritó—. Ari, ¿estás todavía aquí?
El guardián acudió.
—Sí, profesor, estoy aquí.
No fue más que un instante de debilidad.
—Ari, he decidido quedarme un poco más. Tú puedes irte al pueblo. Ya es hora de cenar, tendrás hambre.
El guardián lo miró con una expresión mezcla de afecto y protección y le dijo:
—Venga usted también, profesor. También le hace falta comer algo y descansar. Además, empieza a hacer frío, si se queda se va a enfermar.
—No, Ari, vete, yo… yo me voy a quedar un rato más.
El guardián se alejó a regañadientes, subió al coche de la Dirección General de Bellas Artes y enfiló hacia la carretera que conducía al pueblo. Durante unos instantes, el profesor Harvatis siguió con la mirada la luz de los faros que lanceaba las laderas de las colinas y luego entró en el pequeño edificio de la hospedería; con gesto resuelto descolgó una pala de la pared, encendió una lámpara de gas y se dirigió hacia la entrada del antiguo edificio del Nekromantion, el oráculo de los muertos.
Al final del largo pasillo central llegó a la escalera que había sacado a la luz gracias al trabajo de la última semana, y descendió muy por debajo del nivel de la galería de los sacrificios, hasta una cámara que todavía se encontraba repleta en gran parte con el material de las excavaciones. Miró a su alrededor calculando a ojo el breve espacio que lo rodeaba, luego contó algunos pasos hacia la pared occidental y se detuvo tanteando enérgicamente con la punta de la pala la capa de tierra suelta que cubría el suelo hasta que la punta de la herramienta resonó contra una superficie dura. Quitó la tierra y descubrió una losa de piedra en la que aparecía grabada la figura de una serpiente, la fría criatura símbolo del más allá.
Sacó la llana del bolsillo de la americana y rascó alrededor de la losa hasta que la liberó. Plantó la punta de la pala en la fisura, hizo palanca y la levantó unos cuantos centímetros. La volcó hacia atrás y un olor a moho y a tierra húmeda lo golpeó desde abajo.
Se abría ante él una entrada negra, un escondrijo frío y oscuro jamás explorado por nadie: el ádito, la cámara del oráculo secreto, el lugar en el que sólo unos pocos iniciados podían invocar las pálidas larvas de los difuntos.
Bajó la lámpara para iluminar otros escalones y notó que en su interior la vida temblaba como la llama de una vela a punto de apagarse.
Al llegar al confín del Océano de aguas profundas donde se halla la tierra y ciudad de los hombres cimerios, entre nieblas y nubes; son hombres a quienes los rayos esplendentes del Sol no deslumbran jamás en la vida, ni siquiera al subir a los cielos poblados de estrellas ni tampoco al bajar de los cielos buscando la tierra: sobre tales cuitados se extiende una noche de muerte[1].
Recitó como una plegaria los versos de Homero, las palabras de la Nekya, el viaje de Ulises al país de las sombras. Llegó al suelo de la segunda sala hipogea y levantó la lámpara para iluminar las paredes. La frente se le arrugó y se le perló de sudor; la luz, que debido al temblor de su mano danzaba a su alrededor, reveló escenas de un rito antiguo y tremendo: el sacrificio de un carnero negro; la sangre le chorreaba del gaznate desgarrado y caía en un foso. Contempló aquellas figuras borrosas, carcomidas por la humedad, recorrió con paso incierto el perímetro de las paredes y en ellas vio grabados nombres de personas. En algunos reconoció a grandes personajes de un pasado remoto, pero muchos le resultaron incomprensibles, escritos con letras indescifrables. Concluyó su reconocimiento y la lámpara volvió a iluminar la escena del sacrificio. De sus labios volvieron a salir las palabras:
… saqué luego de junto a mi muslo la espada agudísima, abrí entonces un hoyo que un codo por lado tenía y vertí en torno de él tres ofrendas por todos los muertos: la primera con leche y con miel, la segunda con vino, la tercera con agua y vertí blanco polvo de harina, invoqué a los muertos al fin, a sus cabezas inanes…
Se desplazó hasta el centro de la cámara, se arrodilló y comenzó a excavar. La tierra estaba fría y le entumecía los dedos. Se detuvo un momento para meter las manos ateridas debajo de las axilas; el aliento se le condensaba en las lentes de las gafas y tuvo que quitárselas para secarlas. Continuó excavando y sus dedos tocaron una superficie lisa y gélida como un trozo de hielo. Los retiró como si le hubiera picado una serpiente oculta en el cieno. Alzó la mirada, observó la pared que tenía delante y tuvo la impresión de que se movía. Respiró profundamente. Estaba cansado y en ayunas: sin duda había sido una ilusión.
Hundió las manos en el barro y volvió a sentir aquel contacto: una superficie lisa, perfecta; siguió su contorno con los dedos, la limpió como mejor pudo y acercó la lámpara: entre la tierra oscura vio el brillo pálido y frío del oro.
Se puso a excavar otra vez con renovadas energías y no tardó en aparecer el borde de una vasija. Una crátera de increíble belleza y admirable factura se encontraba clavada en el terreno exactamente en el centro de la sala.
Sus manos comenzaron a moverse rápidas y decididas y, bajo la acción febril de los dedos largos y delgados, el fabuloso objeto parecía emerger del suelo como animado por una invisible energía propia. Era antiquísimo, todo decorado con franjas paralelas y en el centro aparecía un largo medallón en el que se veía una escena esculpida en relieve.
El viejo notó que los ojos se le llenaban de lágrimas y que lo vencía la emoción: ¿Aquél el tesoro que había buscado durante toda una vida?, ¿aquél el perno y el ombligo del mundo, el cubo de la eterna rueda, el centro de lo visible y de lo ignoto, la vasija de luz y de tinieblas, el oro y la sangre, la pureza y la consunción?
Depositó en el suelo la linterna, acercó las trémulas manos a la gran vasija centelleante, la sujetó, la levantó a la altura del rostro y un estupor más grande le llenó los ojos: en el recuadro central se veía un hombre armado con una espada, estaba en actitud de caminar, llevaba al hombro una pala de mango largo… o un remo…; frente a él, otro hombre con atavíos de caminante levantaba la mano derecha en actitud interrogante; en el centro un ara, y junto a ella un toro, un carnero y un jabalí.
Santo Dios, ante sus ojos, esculpida en oro, tenía la profecía de Tiresias, la profecía que anunciaba el último viaje de Ulises… el viaje que nadie había descrito nunca, el viaje que jamás había sido contado, un viaje al continente, una Odisea de barro y polvo hacia un lugar solitario, muy alejado del mar, un lugar donde no conocían la sal ni los barcos, donde no se podía reconocer un remo ni distinguirlo de un aventador, la pala para separar el tamo del grano.
Hizo girar la vasija y vio otras escenas, como vivas, animadas por el resplandor de la lámpara sobre las superficies mutantes: las fases de una aventura cruel y sanguinaria, una carrera ineluctable… lejos del mar para volver al mar… a morir.
Ari sorbía despacio su café turco, fumaba un cigarrillo e iba sacudiendo las cenizas sobre los restos de la cena que tenía ante sí en el plato. A cada bocanada dirigía la mirada a la calle. Se marchaban ya los últimos parroquianos y el mesonero fregaba platos. De vez en cuando se acercaba a la ventana y decía:
—Puede que esta noche llueva.
Luego colocó las sillas patas arriba sobre las mesitas y repasó el suelo con un trapo. El teléfono comenzó a sonar; el mesonero dejó el cepillo y fue a contestar. El hombre, de rostro amarillento, se quedó boquiabierto con el auricular en la mano mirando a Ari que fumaba.
—… Ari —balbuceó—. Ven aquí, Dios mío, Virgen santísima, ven aquí… es para ti…
Ari se puso en pie de un salto y cogió el auricular: del otro lado de la línea le llegó un estertor de muerte, una invocación interrumpida por el llanto, la voz casi irreconocible del profesor Harvatis. Tiró la colilla que le quemaba los dedos, salió a toda prisa hacia el coche y partió a toda velocidad hacia la hospedería de las excavaciones donde todavía brillaba una luz. Al entrar en el patio las ruedas del coche patinaron sobre la grava, bajó dejando el motor en marcha. Sacó un pico del maletero y se acercó a la puerta entreabierta, dispuesto a defenderse. La abrió de una patada y se encontró delante del profesor: estaba acurrucado en un rincón de la habitación, cerca de la mesita del teléfono; el auricular se balanceaba junto a su cabeza.
El rostro mortalmente pálido aparecía surcado de profundas arrugas; un temblor incontenible le sacudía el cuerpo; las manos ceñían contra el pecho un envoltorio informe; tenía las piernas estiradas en el suelo como paralizadas; los ojos, velados por las lágrimas, conservaban un leve movimiento, una especie de oscilación breve como si la mente, invadida por el pánico, no lograra enfocar la mirada.
Ari dejó caer el pico y se arrodilló delante de él:
—Dios mío, ¿qué ha pasado… quién lo ha dejado en ese estado? —Tendió las manos hacia el envoltorio y le dijo—: Démelo a mí… vamos, ahora mismo lo llevo al hospital, a Préveza… deprisa, Dios mío, deprisa.
Harvatis aferró con más fuerza el envoltorio y repuso:
—No, no.
—Santo cielo, usted no se encuentra bien, vamos, por el amor de Dios…
Harvatis entrecerró los ojos y le dijo:
—Ari, escúchame, haz lo que te pido, haz lo que te pido, ¿has entendido? Llévame a Atenas ahora mismo, deprisa.
—¿A Atenas? Ni hablar, si viera usted el estado en que se encuentra… lo llevaré al hospital ahora mismo… vamos, déjeme que lo ayude.
De pronto, la mirada del viejo profesor se volvió dura, cortante, y su voz, perentoria.
—Ari, debes hacer lo que te pido. Coge la carta que hay sobre la mesa y llévame a Atenas, a la dirección que figura en el sobre… Ari, no tengo a nadie en el mundo, ni siquiera tengo amigos. Lo que acabo de descubrir me está matando… y es posible que mate a muchos otros esta misma noche, ¿me comprendes? Debo encontrar a una persona, informarle del resultado de mi investigación… y pedir ayuda… si es posible… si todavía estamos a tiempo.
Ari lo miró con cara de consternación y le preguntó:
—Dios mío, profesor, ¿qué está usted diciendo?
—No me traiciones, Ari, por lo que más quieras en el mundo, haz lo que te pido… haz lo que te pido… —El guardián asintió con la cabeza—. Si… si muriera antes de llegar a Atenas, entregarás la carta.
Ari volvió a asentir.
—Al menos déme el envoltorio, lo llevaré al coche… —Sacudió la cabeza—. ¿Pero qué es?
—Lo llevarás a la caja fuerte que hay en el sótano del Museo Nacional… encontrarás la llave en el bolsillo de mi americana…
—Como quiera, profesor, no se preocupe, haré lo que me pide… vamos, apóyese en mí. —Lo levantó en brazos, salió y lo depositó en el asiento posterior del coche. Antes de cerrar la puerta le lanzó una última mirada: jamás llegaría a Atenas. Aquel hombre había visto la muerte cara a cara… estaba desahuciado. Regresó a la hospedería, colgó el teléfono, cogió la carta y efectuó un breve repaso. Todo estaba absolutamente tranquilo, no había señales de que hubiera pasado nada extraño, flotaba en el aire un olor familiar de cebollas y aceite de oliva. ¿Acaso el viejo habría enloquecido de repente? ¿Dónde habría encontrado aquel objeto que ceñía contra su pecho? Le habría gustado bajar a la zona de excavaciones, pero el hombre tendido en el coche se moría de miedo y de angustia. Volvió a cerrar la puerta y regresó al vehículo.
—Ya nos vamos, profesor. Vamos a Atenas. Trate de descansar… Túmbese. Duerma, si puede. —Puso la primera. El viejo no le contestó, pero se percibía su respiración incierta, fatigada, y su voluntad de llegar a una cita imposible en Atenas. El coche recorrió como una flecha las calles desiertas del pueblo; detrás de los cristales sucios de su local, el mesonero lo vio pasar envuelto en una nube de polvo en dirección a la carretera hacia Misolongi. Al día siguiente iba a tener una historia extraña para contarle al primer parroquiano.
Atenas
16 de noviembre, ocho y media de la tarde
—Claudio, es tarde, yo me voy. ¿Tú qué harás? Podríamos salir a tomar algo al barrio de Plaka antes de irnos a la cama. Tenemos compañía y…
—No, gracias, Michel, me quedo otro rato. Quiero acabar estas fichas, estoy hasta el gorro de esto.
—Tú te lo pierdes. He quedado en encontrarme con Norman; invitamos a un par de holandesitas a hacer una visita turística. Las llevaremos a tomar algo al bar de Nikos y después nos iremos con ellas a Kifissía, a la casa de Norman.
—Mejor para vosotros. ¿Qué papel haría yo en vuestro plan, el de tercero en discordia?
—Venga, hombre, lo que te pasa a ti es que estás demasiado enamorado como para pensar en divertirte. ¿Qué hacemos mañana?
—Mira, Michel, he oído decir que mañana en el Politécnico habrá una movilización, algo gordo. Los del comité estudiantil hablan de levantar barricadas. Habrá una gran manifestación de protesta contra el gobierno y la policía. Al parecer, dentro del Instituto la situación es insoportable. Hay infiltrados de la policía y espías… la gente desaparece y no se sabe adonde va a parar…
—¿Quién te lo ha dicho, Heleni?
—Sí, ha sido ella. Al fin y al cabo estas cosas se saben. ¿Por qué?
—Por nada. ¿Qué vas a hacer, irás tú también al Politécnico?
—No, yo no. ¿Qué tenemos que ver nosotros? Son cosas de ellos, es justo que sea así… pero quiero quedarme por aquí, nunca se sabe… Me temo que Heleni también estará metida ahí dentro.
—Bien. Entonces nos vemos aquí mañana. Buenas noches, Claudio.
—Buenas noches, Michel. Saludos a Norman.
El muchacho salió y poco después se oyó el ruido de su dos caballos que arrancaba soltando toses.
Claudio Setti volvió a la tarea de confeccionar fichas epigráficas en la que estaba ocupado. En un momento dado se levantó y se dirigió a las estanterías para consultar un volumen y mientras lo hojeaba un librito cayó al suelo, junto a sus pies. Se agachó para recogerlo y le echó un vistazo. La cubierta rezaba:
PERIKLIS HARVATIS
Hipótesis sobre el rito nigromántico en Odisea
Libro XI
Se dedicó a leer las primeras páginas con interés creciente olvidándose del trabajo que tenía que hacer para su tesis; lo invadió una extraña inquietud, una aguda sensación de turbación y soledad.
Sonó el teléfono y antes de dejar el libro y coger el auricular se quedó mirando el aparato durante un largo rato.
—¿Claudio?
—Heleni, cariño, ¿eres tú?
—Agapimou, veo que sigues estudiando. ¿Has cenado?
—Pensaba comer un bocadillo y seguir trabajando.
—Tengo que verte. Esta noche regreso a la Universidad.
—Heleni, por favor, no vayas…
—¿No puedes reunirte conmigo? Estoy aquí cerca, en la taberna Tó Vounó. Por favor.
—Está bien. Ya voy para allá. Pide que me preparen algo, comeré un bocado.
Metió los apuntes en el portafolios y cuando se disponía a cerrarlo, lanzó una mirada al librito que había dejado sobre la mesa. Lástima no poder continuar con la lectura. Volvió a colocarlo en el estante, cerró la ventana, apagó las luces y salió poniéndose sobre los hombros una cazadora militar forrada con pieles de imitación.
Las calles estaban casi desiertas; pasó junto al ágora donde los antiguos mármoles brillaban bajo la luz de la luna con un blanco innatural y se internó en la maraña de callecitas del viejo barrio de Plaka. De vez en cuando, a su derecha, entre los tejados de las casas y las terrazas aparecía la mole del Partenón, como si fuera la nave de los dioses encallada en un peñasco, entre el cielo y las casas de los hombres. Llegó a la placita junto a la antigua Torre de los Vientos.
Mientras se acercaba a la taberna, a través del cristal empañado, alcanzó a ver la negra cabellera de Heleni. La muchacha estaba sola, sentada con los codos apoyados en la mesa y parecía observar el tenue hilo de humo de su cigarrillo que se consumía en el cenicero.
Se le acercó por la espalda y le puso una mano en el pelo. Ella le aferró la mano sin volverse siquiera y se la besó:
—Para mí era muy importante que vinieras.
—No quería hacerme rogar, pero no veo la hora de acabar con ese trabajo, quiero doctorarme. Al fin y al cabo es una intención seria.
—Ya lo creo que es una intención seria. Tienen dolmades, les he pedido que te los calentaran. ¿Te parece bien?
—Sí, sí, los dolmades me parecen bien.
La muchacha hizo una señal y el camarero les llevó dos platos y una cazuela con la comida.
—Es para mañana.
—Heleni, ¿qué quieres decir con eso de que es para mañana? ¿Qué quieres decir?
—Lanzaremos una proclama desde nuestra radio de la Universidad, incitaremos a la gente a la huelga general. Este gobierno tendrá que quitarse la máscara y mostrarse tal cual es. Se sublevarán también los estudiantes de las Universidades de Salónica y Patrás. Montaremos un follón tal que tendrán que oírnos en toda Europa.
—Sólo me faltaba esto, que te pongas a hacer la revolución… Ya lo veo, la revolución es para mañana… ¿a qué hora, habéis decidido la hora?
—No me tomes el pelo. Tú eres italiano, ahora acabas tu tesis, te vas a casa y te buscas un empleo… pero aquí estamos en el infierno. Esos cerdos están estrangulando al país, lo venden a trozos, lo prostituyen. Muchos amigos desaparecen de repente sólo porque han protestado o porque están inscritos en un partido político.
—Pero Heleni, cariño, no conseguiréis nada, no tenéis esperanza. Aquí ocurre lo mismo que en Latinoamérica, los norteamericanos no quieren correr riesgos, prefieren que gobiernen los militares antes que arriesgarse al peligro de la izquierda. No tenéis salida. Es inútil, créeme.
—Tal vez. De todos modos, está decidido. Por lo menos lo habremos intentado.
—Y supongo que la revolución no puede prescindir de ti.
—Pero Claudio, ¿qué te pasa? ¿Adónde han ido a parar los hermosos discursos que has hecho siempre sobre la libertad y la democracia, la herencia de los antiguos, de Sócrates y Platón y todas esas mierdas? ¡Diablos, hablas como un empleado del catastro! —Se estaba enardeciendo. Claudio la miró durante unos instantes sin decir palabra: era hermosa como Elena de Troya, altiva y soberbia, manos pequeñas y delgadas, ojos oscuros y profundos como el cielo nocturno, y la camiseta sobre sus pechos era como un manto digno de Fidias. La habría hecho prisionera antes que saberla expuesta a un peligro.
—Heleni, ¿qué voy a hacer yo si te ocurre algo? Ya sabes que… que pienso como tú, pero no logro imaginarte ahí dentro, en peligro. Os harán pedazos, son unos carniceros, cariño. No podréis resistir. Ya lleváis tres días de encierro, el primer ministro no podrá seguir manteniendo a raya a los militares, aunque de verdad quiera. Atacarán pronto y con fuerza, y la gente os dejará plantados. Tienen miedo, tienen trabajo, una familia, tienen mucho pasado y poco futuro.
La muchacha le sonrió y repuso:
—Anda, hombre. Ya nada puedo hacer además, será una manifestación pacífica. No estamos armados.
Un músico ambulante entró en ese momento y comenzó a tocar el busuki; algunos parroquianos se unieron a él y cantaron: Aspra, kóchina, kítrina…, una melodía que Claudio y Heleni habían cantado muchas veces con sus amigos y que en ese momento les resultó particularmente conmovedora. Heleni tenía los ojos brillantes:
—La de veces que la hemos cantado… es preciosa, ¿no te parece?
—Heleni, escúchame, tú te vienes conmigo. Lo dejamos todo y nos vamos a Italia. Nos casamos, encontramos un trabajo, cualquier cosa nos irá bien.
La muchacha sacudió la cabeza, los cabellos proyectaron una sombra sobre sus ojos y le rozaron las mejillas y el cuello.
—Tengo una propuesta más excitante. Vamos a mi casa. María se ha ido al cine con su novio, no regresarán hasta pasada la medianoche. Hagamos el amor, Claudio, y después me acompañas a la Universidad. No puedo perderme este día… será un gran día, se levantarán todos los jóvenes de este país… tal vez se nos una la gente, no he perdido las esperanzas.
Salieron a la calle y Heleni volvió la mirada al cielo sereno:
—Fíjate, mañana hará un día soleado.
Se desvistió delante de él sin vacilaciones y sin el pudor innato que había mostrado siempre. Sentada en el borde de la cama, iluminada por la tenue luz de la lámpara, se dejó mirar y desear, orgullosa de su belleza y de su coraje. Claudio se arrodilló a sus pies, desnudo y tembloroso, y le besó las rodillas; apoyó la cabeza sobre su regazo y le acarició las caderas largamente, la tumbó sobre la cama, la envolvió en sus brazos y la cubrió con el pecho y los anchos hombros, como si quisiera englobarla dentro de su cuerpo, pero notaba cómo la oscuridad de la noche le pesaba sobre la espalda, agobiante como una roca, fría como un cuchillo.
De vez en cuando oía a lo lejos un estruendo, como de un trueno y el toque de una campana.
El corazón le palpitaba desbocado y el de Heleni latía contra el suyo entre los pechos soberbios; hermosa Heleni, admirable, suave, más amada que la vida misma y ardiente como el sol. Nada ni nadie desharía aquel abrazo ni podría hacerle ningún daño. Pasara lo que pasara sería suya para siempre.
Se vistieron dándose la espalda, sentados a ambos lados de la cama; se abrazaron de nuevo, incapaces de separarse.
—Y ahora acompáñame —le pidió la muchacha. Ya se había preparado un bolso con algo de ropa y un poco de comida. Claudio la ayudó a ponerse la chaqueta.
El enorme tanque dio un bandazo, mordió el asfalto con las ruedas de oruga y vomitando una densa nube de humo negro por el escape se lanzó estruendoso y chirriante por las calles oscuras. Del portón del cuartel, abierto de par en par, salieron otros tanques que siguieron al primero haciendo girar el cañón de la torreta y las ametralladoras. Eran brillantes y oscuros y las luces de las farolas se reflejaban sobre su superficie. Detrás de los tanques salieron unos camiones cargados de soldados que vestían el uniforme de camuflaje. Iban sentados en los bancos con aire taciturno, llevaban el casco sobre los ojos y las metralletas apoyadas en las rodillas. Los oficiales tenían el rostro tenso, con la mirada controlaban las agujas de los relojes. De vez en cuando, les llegaban por radio los graznidos de las órdenes a las que respondían con monosílabos. Partían para una misión sin gloria.
Dejaron atrás Eleusis y el Pireo y se dirigieron hacia la ciudad divididos en dos grupos: uno llegó por el sur, desde Odós Pireos y la plaza Omónia; el otro por el norte y se metió a toda velocidad por Leofóros Patissíon pasando delante del Museo Nacional. Una ráfaga de viento arrastró las hojas de un periódico por la blanca escalinata entre las enormes columnas dóricas.
El tanque de cola se apostó atravesado en el cruce con Leofóros Alexandras para aislar aquella zona del tránsito. El conductor abrió la torreta y se asomó para controlar la situación. Del cuello le colgaban los auriculares de la radio y llevaba las manos metidas en el cinturón. Llegó un coche a toda velocidad, con las luces largas encendidas; el hombre sacó la pistola a la velocidad del rayo y levantó el brazo izquierdo. El coche se detuvo a poca distancia de las ruedas de oruga del tanque; de él bajó un hombre con el rostro marcado por la fatiga y la barba crecida. Presa de la confusión miraba cuanto lo rodeaba.
—¡No se puede pasar! —gritó el oficial—. El centro de la ciudad está bloqueado. Dé la vuelta en seguida.
El hombre no se movió y le gritó:
—Por favor, déjeme pasar. Traigo a un enfermo en el coche y tengo que llevarlo al hospital.
—Por aquí no. Llévelo a Abelokipi o a Kifissía.
—¿Pero qué ocurre? ¿Qué hacen ustedes aquí?
—Le he dicho que se quite de en medio. No me obligue a repetírselo —gritó impaciente el oficial.
El hombre regresó a su coche, abrió la puerta trasera y dijo:
—Profesor… profesor… no podemos entrar… Los militares tienen bloqueada toda la zona… Profesor Harvatis, ¿me oye? Contésteme, por favor.
Periklis Harvatis se encontraba tumbado en el asiento posterior, con el rostro medio oculto por la solapa de la chaqueta. Parecía profundamente dormido. Ari le cogió una mano: estaba helada.
—Profesor, no podemos pasar… todo ha sido inútil, Dios mío… inútil. Lo llevaré al hospital.
Volvió a subir al coche y a toda velocidad se dirigió a Kifissía. Entró en el patio del hospital y se acercó al puesto de guardia nocturno.
—Deprisa, deprisa, por el amor de Dios, traigo a un hombre que se encuentra muy mal, deprisa, es cuestión de minutos.
Lo siguieron dos enfermeros con una camilla; el guardián colocó en ella al viejo profesor para que se encargaran de él.
—Todo ha sido inútil —murmuró desconsolado—. ¿Por qué le habré hecho caso? —Pero el viejo ya no lo oía.
Regresó al coche, sacó la carta del bolsillo y leyó la dirección: se encontraba dentro de la zona bloqueada por los militares, pero a esas alturas no quería llevarla encima un momento más. El reloj marcaba las dos de la mañana; se sentía molido por el cansancio y consternado por lo absurdo de su viaje nocturno. Si había llegado hasta allí, más le valía llegar hasta el fondo.
Enfiló hacia la calle Acharnón tratando de seguir en dirección paralela a la calle Patissíon cercada por los tanques para aproximarse lo más posible a su meta sin ser visto. Aparcó en una placita y continuó a pie durante unos minutos, ocultándose de vez en cuando en algún portal o en la esquina de una casa hasta que hubiera pasado una patrulla de soldados en misión de inspección. Se preguntó qué diablos estaría ocurriendo. Finalmente llegó a la dirección indicada en la carta: Dionysíou, 17. Era una casa vieja con el revoque desconchado y las persianas verdes, pero en el número 17 no vivía nadie: la persiana estaba echada y en la parte inferior había un candado. En lo alto se veía el rótulo de una imprenta. Tuvo la impresión de estar soñando.
—¿Busca a alguien? —A su espalda, una voz profunda y ronca le hizo dar un brinco. Se volvió de golpe y se encontró delante de un hombre de unos cincuenta años, con un abrigo gris y un sombrero de fieltro encasquetado hasta los ojos. Trató de adivinar sus facciones pero la silueta se recortaba contra el halo de luz de una farola.
—Busco a… a un hombre llamado Stavros Kourás, he de entregarle una carta. Tendría que vivir aquí, pero sólo veo esta persiana… y una imprenta. Quizás usted sepa indicarme si…
El hombre se lo quedó mirando en silencio, con las manos en el bolsillo y Ari sintió que la sangre se le helaba en las venas.
—Stavros Kourás no existe, señor. —Sacó la mano derecha del bolsillo y se la tendió—. Pero si quiere, esa carta me la puede entregar a mí.
Ari retrocedió y mientras sacudía incrédulamente la cabeza fue a golpear de espaldas contra la persiana, luego echó a correr con todas sus fuerzas sin atreverse a mirar atrás. Llegó al coche, subió de un salto y giró la llave de la puesta en marcha pero el motor no arrancó. Se volvió para mirar la calle por la que había corrido pero la encontró vacía. Le dio otra vez al contacto pero el motor se había calado. Olía a gasolina: había que dejar que se evaporase. Esperó un par de minutos durante los cuales no dejó de mirar atrás de vez en cuando. Al tercer intento, cuando el motor arrancó por fin, echó una ojeada al retrovisor mientras giraba el volante para meterse en la calzada: en ese momento, en el fondo de la calle, asomaba el perfil del rostro del desconocido que le había dirigido la palabra. Avanzaba a pie, con las manos en el bolsillo, sin prisas.
Claudio abrazó con fuerza a la muchacha, luego la apartó de su lado y la miró fijamente a los ojos.
—Entonces estás decidida, no puedo hacer nada para disuadirte, no tengo ningún ascendiente sobre ti.
Heleni sonrió y el relámpago de sus ojos pareció iluminar la noche.
—Tonto, tú eres lo único que cuenta.
—Y la revolución.
—Ya hemos hablado de ese tema y tus objeciones no han resistido los embates de mi análisis. Vete a casa y duerme tranquilamente. Si todo sale bien, saldré mañana por la noche y te esperaré en el bar de Nikos para beber un oúzo contigo.
—¿Y si ocurriera algo? —inquirió Claudio, sombrío.
—Te encontraré yo de todos modos. Ya no podrás huir de mí por el resto de tu vida. Sabes bien que una muchacha griega de buena familia sólo se entrega al hombre de su vida.
—He decidido entrar contigo.
—Basta ya, Claudio, por favor. Mañana debes entregar tu trabajo. Además, éste no es tu sitio… no estás inscrito en esta Universidad y ni siquiera eres griego. Anda, vete ya. Te aseguro que no ocurrirá nada y que estaré con los ojos bien abiertos, de verdad, no haré ninguna proeza. En los portones estarán los del servicio de vigilancia. Yo me quedaré adentro con los del comité para preparar el documento que vamos a difundir en la prensa.
—Júrame que tendrás mucho cuidado y que mañana por la noche irás al bar de Nikos.
—Te lo prometo. Te lo juro. —Le dio un último beso.
—Oye… estaré en el Instituto, al lado del teléfono. Si puedes, llámame de vez en cuando.
—Si no cortan las líneas…
—Ya.
—Ghiá sou, krisémou.
—Adiós, amor mío.
Heleni fue corriendo hasta el portón de la Universidad. Dos muchachos y una chica montaban guardia junto a un pequeño vivac, le abrieron y la dejaron pasar. Heleni se dio la vuelta para saludarlo con la mano y el fuego le iluminó el rostro ardiente por el entusiasmo. Daba la impresión de que iba a una bonita fiesta.
Claudio se subió el cuello de la americana para protegerse del viento frío que, leve y cortante, soplaba del norte recorriendo sin obstáculos la calle Patissíon, larga y recta. El cielo estaba despejado y tachonado de estrellas y era la madrugada del sábado. Heleni tenía razón: ¿qué podía ocurrir en una noche tan hermosa, la vigilia del día de fiesta?
Ya no tenía ganas de dormir: habría podido llegar hasta la plaza Omónia donde había siempre un bar abierto, comprar el periódico recién salido de la imprenta y tomarse un buen café turco. Quizás encontrara un diario italiano: La Stampa inmediatamente se había hecho eco de la rebelión de los estudiantes con artículos de primera plana en cambio, el Corriere todavía no había saltado a la palestra.
Sacó un paquete de Rigas todavía lleno y al abrigo de una farola encendió un cigarrillo. Al levantar la vista, un estruendo rasgó repentinamente el aire tranquilo de la noche y una máquina monstruosa que apareció rugiendo por una callecita lateral se detuvo delante de él deslumbrándolo con los faros. Giró sobre sí misma destrozando el asfalto con las ruedas de oruga y seguida de dos camiones salió lanzada hacia la Universidad. Otro camión avanzaba veloz desde la dirección opuesta; un minuto después se detuvieron delante del Politécnico haciendo girar la torreta y apuntando el cañón hacia la columnata del atrio.
Claudio se apoyó en la farola y comenzó a asestarle puñetazos al hierro helado hasta hacerse daño. Heleni estaba prisionera.
Echó a correr hasta que sintió que el corazón le iba a estallar; se metió en el laberinto de callejuelas a los pies del Licabeto; se detuvo jadeante y luego reemprendió la carrera sin meta hasta desembocar en el gran espacio desierto de la plaza de Sintágmatos. Delante del palacio del Parlamento los dos «euzones» de la guardia iban de un lado al otro en su paso de parada vigilando la tumba del soldado desconocido. El oro y el negro de sus chaquetas y las falditas blancas ondeaban agitadas por el viento. De lejos se los veía tan pequeñitos que parecían títeres, como los que abarrotaban las estanterías de las tiendas para turistas del barrio de Plaka. Tras ellos, el gran guerrero de mármol dormía, desnudo, el sueño de la muerte y en aquella noche desdichada, las palabras de una figura preclara de la historia, grabadas en la piedra, encima de él, parecían una blasfemia.