Vince está entre las sombras que forman las farolas frente al Foso de Sam, con las manos hundidas en los bolsillos. Aún es pronto, pero ya puede ver a Sam deambulando por el interior. Vince coge el chicle que estaba mascando y lo tira a un descampado. Gira el cuello de un lado a otro. Hace frío. Ante él, el Foso refulge como la chimenea de una cabaña. Decide que no podría estar más preparado.
Sube los escalones. La puerta se traba antes de ceder y abrirse al cálido recibidor y a un Eddie sonriente, que sostiene una ristra de pollo rebozado.
—Eh, Sam.
—¡Maldita sea, Vince Camden! ¿Dónde te habías metido?
—Viajando un poco.
—Ha venido gente preguntando por ti. La otra noche se pasó incluso la policía.
—Ya. He hablado con ellos. Está todo arreglado.
—Les digo: «¿Por quién preguntan? ¿Vince Camden? Diablos, den media vuelta y lárguense de aquí, porque Vince Camden es el tipo más legal que haya cruzado nunca esa puerta». —Eddie guiña un ojo—. Ese madero listillo, ¿sabes lo que me dice? «Disculpa, Sam, pero eso no significa gran cosa». —Eddie echa la cabeza hacia atrás y se ríe—. Al muy hijo de perra tampoco le faltaba razón, la verdad. —Mira la bandeja de pollos—. Llegas pronto para jugar a las cartas.
—Sí, ya lo sé —dice Vince. Sigue a Eddie hasta el comedor y se sienta en la barra mientras el pollo va a parar a las siseantes sartenes untadas de grasa. No hay nadie en el salón oscuro a su espalda y la única luz está en la cocina, como si Eddie estuviera cocinando en un escenario.
—Ese tipo nuevo, Ray, también ha estado preguntando por ti —dice Eddie. Le sirve a Vince un güisqui solo de una botella que saca de debajo de la mesa.
—¿Viene mucho? —Vince deja un billete de cinco en la barra. Con un movimiento rápido, Eddie barre los cinco y deja tres pavos.
—¿Ray? Las últimas noches lleva viniendo con regularidad, alrededor de las dos, comiéndoles la oreja a las lumis y qué sé yo. No es gran cosa con las cartas, pero las féminas parece que se le dan bien.
Espera a que el tipo venga a ti. Pan comido.
—¿Y dónde has estado? —pregunta Eddie.
—En casa unos días.
Eddie levanta la cabeza del pollo.
—¿En serio? ¿Dónde es eso?
—Nueva York.
—Eso había oído. ¿Tienes a alguien allí?
—No. —Vince se sorprende casi al oírse admitirlo. No tiene a nadie allí. Ahora su gente está aquí. ¿Cuándo deja un sitio de ser tu hogar?
—Yo tampoco —dice Eddie—. En Seattle tengo un chaval que no me habla, y una hermana con críos en Indiana, pero no voy a visitarlos. Aparte de eso… los míos se fueron hace tiempo.
Vince agita el alcohol en el vaso, aspira el olor del pollo y el calor de la estufa.
—¿Alguna vez cuentas?
Eddie lo mira.
—¿Que si cuento?
—Sí. Cuántas personas muertas conoces. Yo lo hice el otro día.
—No me jodas. ¿Cuántas te salieron?
—Iba por sesenta y tres cuando paré.
Eddie se lo queda mirando como si esperara una traducción, antes de apuntarle con un muslo empanado.
—Diablos, yo pierdo sesenta y tres al año. Me salto la primera plana, los deportes, las tiras cómicas y voy derecho a las esquelas. Me cercioro de que no salga mi nombre. —Habla mientras usa unas pinzas para dar la vuelta a chisporroteantes alitas y muslos en las sartenes negras que ocupan los cuatro quemadores—. No, no me hace falta contar, Vince. Cuando te llega la hora… lo sabes. —Levanta la cabeza y mira a Vince a los ojos—. Todavía eres joven. Seguramente te invitan a una boda por cada entierro al que vas. Yo, en cambio, no recuerdo cuándo fue la última vez que estuve en una boda. Pero recibo una invitación para algún entierro todos los puñeteros meses. —Eddie lleva una sartén al fregadero—. Estoy tan aburrido de entierros que probablemente pase de ir al mío.
Vince abre la boca para soltar alguna agudeza, pero la superstición o el simple temor entra en acción y se lo piensa mejor, levanta el vaso, brinda para la espalda del viejo y apura su güisqui.
Los jugadores de cartas van llegando con cuentagotas, de uno en uno, y cada vez que se abre la puerta Vince se tensa, pero en vez de a Ray recibe sonrisas y apretones de manos, palmaditas en la espalda.
—¿Qué, echabas de menos nuestro dinero? —Jacks prácticamente le da un abrazo y el güisqui fluye a caudales, y antes de darse cuenta Vince vuelve a ocupar su sitio de costumbre en la mesa habitual, atento a las cartas, que se escurren como el agua entre sus dedos, y le sorprende cómo las cartas caen siempre juntas, le sorprende que nunca se traben los cantos y estropeen la barajadura. Puede hacerlo mil veces sin cagarla; mil veces y siempre se mezclarán tan limpiamente como dos jarras de agua vertidas en el mismo cubo. Y, en ese momento, ¿cómo puede uno tener miedo de algo tan burdo como Ray Sticks, tan terrenal y pueril, cuando se es capaz de obrar semejante magia, cuando se es capaz de volar? Reparte los naipes alrededor de la mesa; se deslizan por la superficie pulida y se detienen justo donde él soñaba que lo harían; ¿qué le costaría a esta noche no acabar nunca, a esta partida de cartas durar eternamente?
Jacks recoge su mano.
—La noche que por fin me deja mi esposa, nos pasamos la noche entera levantados, intentando arreglar las cosas. «Venga, nena», le digo. Y le pregunto: «¿Dónde está el problema?». Me dice: «No eres lo bastante listo, ni lo bastante sensible, lo único que te importa es la comida y el fútbol, no me escuchas, no ganas suficiente dinero y te portas mal con mi familia». Dios bendito, esa mujer tiene una lista preparada, sigue durante horas. Y luego se va. Mete algo de ropa en la maleta y sale por la puerta, tan pancha.
Vince mira sus cartas.
—Esa noche, duermo solo por primera vez en doce años —dice Jacks—. Y duermo de puta pena, claro, no dejo de mirar para su lado, la almohada metida debajo de la colcha, igual que lleva doce años haciendo la cama, solo que ahora se podría quedar así para siempre. Al final me desvelo ya de verdad sobre las cuatro de la mañana, con unos sudores que hacen que se me peguen las sábanas, solo que estoy helado, no tengo calor. ¿No os pasa a veces?
Jacks sale con dos dólares.
—Ahora bien, yo nunca me acuerdo de lo que sueño. Jamás. Pero esta noche, por algún motivo…, a las cuatro de la madrugada, mi sueño se me aparece tan claro como yo aquí sentado. Tan claro como si hubiera ocurrido realmente. En este sueño, estoy en un partido de fútbol, los mejores asientos de mi vida. Raiders contra Dolphins. Y los Raiders les están dando una paliza. Shula está llorando, joder.
Vince pega un bocado de pollo (caliente, grasiento y perfecto), bebe su güisqui y ve la apuesta.
—A ver, a mí me encanta el fútbol. Pero nunca había soñado con él. A la mañana siguiente, cojo el periódico y el partido que echan por la tele es los puñeteros Raiders contra los puñeteros Dolphins, igual que en mi sueño. Vale, a lo mejor ya sabía que iban a jugar y estaba en mi… ¿cómo se dice?… subconsciente, pero juro por Dios que no tenía ni idea de que fueran a jugar esos dos equipos. Así que pienso que podría ser una señal, ¿no?
Jacks pega un trago de la botella de champán que sostiene entre sus muslos como troncos de árbol.
—Total, que una hora antes del inicio hago unas cuantas llamadas y me entero de que los Raiders van seis puntos por debajo, y se me ocurre que todo esto debe de estar pasando por algún motivo, así que me torno a los de Oakland y sus puntos como si fuera Mohammed Alí contra el puto Barry Manilow. Dos de los grandes de crédito. Todo el dinero que no tengo.
Los muchachos sueltan un silbido y, uno por uno, apuestan o se retiran sin apartar la mirada de Jacks.
—Nada más hacerlo, me siento como un gilipollas. Me paso el día entero con una sensación espantosa, como si acabara de cometer un tremendo error. Dios, ¿no tengo trabajo y voy a apostar dos de los grandes en un partido piojoso?
»Juegan de pena. Los Raiders no consiguen mover la pelota ni a tiros. A falta de un minuto, los Dolphins ganan de trece y mis seis puntos valen lo mismo que un puñado de centavos en el casino.
Los chicos sonríen, se inclinan hacia delante.
—Así que ahí estoy, sentado, a punto de perder dos de los grandes que no tengo, y de repente le encuentro el sentido a mi vida: la marcha de Peggy, la bancarrota, esta ristra de decisiones desafortunadas, una vida entera de cagadas, en serio, y en cuanto lo reconozco para mis adentros, es como un puto milagro: Stabler cuelga una arriba y el puto Freddie Belitnikof nada menos se coloca detrás de la barrera y la atrapa, y zas, cuarenta segundos para el final y los puñeteros de Oakland remontan a treinta y seis. Lo único que tienen que hacer es marcar el tanto extra y me llevo la apuesta. Empate. No gano…, pero por lo menos tampoco pierdo. Y esa es la putada. O sea: quiero ganar, claro. ¿Quién no? Pero en serio. Al final, ¿qué más puede pedir un tipo como yo… que no perder?
Sonrisas y asentimientos de cabeza alrededor de la mesa.
—Total, que empiezan a preparar el tanto, y por primera vez en años empiezo a rezar, ¿no? La clase de plegarias que se parece más a hacer un trato, como cuando tu mujer encuentra el sujetador de otra mujer o el jurado está sopesando las pruebas.
Risas de complicidad.
—Juro que iré a la iglesia. Dejaré la bebida. Me portaré bien con los niños y los putos viejos. Estoy rezando cuando los de Miami suben a la línea; a esas alturas ya me he quedado sin plegarias y estoy ofreciendo de todo con tal de que marquen ese tanto: comeré mierda de las aceras. Se la chuparé a un perro.
Las cabezas se giran. Se enjugan lágrimas.
—Lo que sea con tal de conseguir ese punto. ¡Por favor! Es un puñetero tanto extra; pueden hacerlo dormidos. Comprendo que va a salir bien, y en cuanto lo pienso, que me aspen si el tiro no sale alto; está claro que Dios jamás permitiría que ganara esta apuesta. Él y yo sabemos que no me merezco ningún empujón. La pelota sale disparada por encima de la cabeza del receptor, y yo me caigo de la silla y desearía estar muerto… y que me aspen si ese quarterback de apoyo hijo de la gran puta no hace la cosa más asombrosa que he visto en mi vida. Pega un salto y no sé cómo agarra el balón en pleno vuelo…
Jacks levanta las manos por encima de la cabeza, los muchachos sonríen.
—Y allí mismo, de rodillas delante de nuestro televisor de diecinueve pulgadas, empiezo a llorar. Como un puñetero bebé. Gimoteo mientras ese receptor no se sabe cómo rescata la pelota mientras el pateador corre hacia ella y pienso, sabéis qué, hijo de perra, a veces hasta los tipos como yo tienen un respiro.
Los chicos se tapan la boca.
—Total, que entonces, el pateador corre para la pelota, el chute perfectamente preparado, la barrera aguanta, y que me aspen si ese condenado pateador no hace la cosa más rara que he visto en un partido de fútbol. Lo único que ese perro miserable tiene que hacer es dar un patadón a la maldita pelota y yo no pierdo dos de los grandes. Dale a la pelota y empatamos. En vez de eso, ese cabrón desgraciado da los tres pasos y se tira encima del balón como si fuera una puta granada. Al parecer no consigue sacarse ese pase alto de la cabeza y solo se preocupa de salvar la pelota, se queda allí echado como una puñetera animadora. Fin del partido. Pierdo dos de los grandes.
Aullidos de risa. Los muchachos aporrean la mesa.
—Un par de días más tarde, me llama Peggy. Me dice que por qué no lo intentamos de nuevo. —Jacks se encoge de hombros y musita—: Zorra.
Las carcajadas han dado paso a murmullos borrachos, y a Vince ya casi se le ha olvidado qué está haciendo allí mientras recoge las cartas (pareja de seises) y no es hasta que apuesta y oye cómo se abre la puerta que Vince comprende que esta partida no puede durar eternamente, y a esas alturas es casi un alivio levantar la cabeza y ver las mejillas picadas, las patillas puntiagudas y las gafas de aviador de Lenny Huggins. Lenny mira alrededor de la sala, se fija en Vince, zangolotea la cabeza y empieza a acercarse. No camina igual que antes; Vince reconoce ese paso, la confianza. Busca el relieve en la chaqueta de Lenny.
Solo quedan él y Jacks. Las cartas están descubiertas y hay otros dos seises encima de la mesa. Vince sonríe para sus adentros. Cuatro iguales. No me fastidies. Lenny se aproxima sigilosamente.
—Me retiro —dice Vince, y empuja el dinero que tiene delante hacia Jacks.
—¿Qué haces? —pregunta Jacks.
—Tengo que irme.
—Vince. —Lenny Huggins ha llegado a la mesa—. No me puedo creer que estés aquí. Oí que habías vuelto, pero la verdad, pensaba que eras más listo.
—No —dice Vince—, no lo soy.
Los tipos de la mesa siguen la conversación como si fuera un partido de tenis.
—¿Estás listo?
—¿Dónde está tu colega?
—Esperándonos.
—Espero que sepas dónde te metes, Lenny.
—¿Eso es una advertencia?
—Sí —dice Vince—. Algo así. —Aparta la silla, y Lenny se aleja de la silla de un salto; su mano va a su cintura. Vale, piensa Vince, ya sabes dónde está la pistola. Si se tuercen las cosas, esa información podría ser útil. Vince se levanta y estira el brazo hacia su mochila.
—Te la llevo yo —dice Lenny.
Vince vacila, y luego se la tira. Todavía tiene las cartas en la mano. Las suelta encima de la mesa y los chicos se quedan mirando fijamente los cuatro seises, sin comprender, todos menos Petey, que le sonríe.
—¿Nos vernos mañana, Vince? —pregunta.
Tiene gracia, la indiferencia con que suelta la gente algo así. Es como una unidad básica de felicidad, un mínimo diario de rigor… mañana. ¿Cuántas veces te pregunta alguien eso y tú dices que sí, sin pensar, cuando lo cierto es que hay un sinfín de razones para que no ocurra? Vince mira a Lenny, luego de nuevo a la mesa.
—Claro —responde—. Mañana. —Y dirige sus pasos hacia la puerta.
Lenny suelta la mochila de Vince en el maletero. A continuación hace que Vince se abra el abrigo y se levante la camisa y las perneras de los pantalones. Satisfecho, indica el asiento delantero del Cadillac.
—Conduce tú —le dice a Vince.
—He bebido un montón.
—Ve despacio.
—No sé adónde vamos.
—Yo te digo.
—¿Qué tal si conduces tú y te digo yo adónde vamos?
—Entra —dice Lenny.
Hace que Vince conduzca hacia el oeste a través del centro de la ciudad. Está oscuro y hace frío; se columpian de una farola a otra en las calles húmedas de rocío, con los edificios distorsionados por sus propias sombras, inclinándose hacia ellos; una ciudad de paralelogramos, una ciudad de ángulos agudos.
—El kilometraje debe de ser horrible —dice Vince.
Lenny lo estudia atentamente.
—¿Cómo?
—Un Cadillac con ocho años. ¿Qué haces? ¿Diez? ¿Doce?
—Hago quince —dice Lenny.
Vince se ríe.
—Ni de coña puedes pasar de los doce.
—Por autopista, hago quince.
—No. Imposible, Lenny.
—¡Cierra el puto pico, Vince!
—Vale. —Vince sigue conduciendo—. Pero es imposible.
Conducen en silencio durante algunos minutos, antes de que Lenny salte.
—¡Qué mamón eres, Vince! ¿Por qué siempre tienes que saberlo todo?
—¿Doce?
—Sí —escupe Lenny—. Doce.
Le pide a Vince que conduzca hasta un motel sito al pie de Sunset Hill, en la margen occidental del centro, encajonado en una colina de basalto cubierta de pinos que protege la ciudad como una muralla; la atraviesa la antigua autopista de cuatro carriles que desemboca en la ciudad, la cual se había quedado sin tráfico al construirse la interestatal paralela a ella. Pero la autopista conserva todavía los viejos hoteles de carretera de los cincuenta y los sesenta que solían anunciar el comienzo de la urbe, con sus optimistas carteles modernistas, herraduras en borroso tecnicolor y brillantes flechas rizadas. «¡Piscinas elevadas! ¡Tarifas por horas! ¡Televisión en color!».
Aparcan en el extremo más alejado, más oscuro, frente a una hilera de puertas de motel de una sola planta; cuando los faros resbalan sobre la fachada del edificio, Vince puede ver que las puertas están marcadas con números impares entre el uno y el nueve. No hay más vehículos en el aparcamiento.
—Nueve —dice Lenny. Indica el final del edificio con la cabeza—. Llama una vez con los nudillos y luego ponte las manos en la cabeza. Yo abriré la puerta y tú entras.
—¿Sin santo y seña? Deberíais tener un santo y seña.
—Cierra el pico, Vince.
Se apean del coche. Vince cierra la puerta a su espalda y cruza el aparcamiento, con la grava crujiendo bajo sus pies. Lo repasa todo mentalmente: la primera parte va a ser la más dura. Sobrevive a esta noche y estarás en casa. Vince se planta delante de la puerta, tranquiliza los nervios a flor de piel, y llama una vez. Luego pone las manos encima de la cabeza. Desde atrás, Lenny alarga el brazo a su lado y abre la puerta. Esta se abate hacia el interior de una habitación en sombras, iluminada únicamente por una lamparilla que hay encima de una mesita. Empuja a Vince adentro.
Entran en una estrecha sala de estar de motel (un sofá, una silla, un televisor y una mesita) que conecta con una cocina aún más pequeña, una mesa de formica, y una silla de cocina medio en la alfombra de la sala de estar. Hay dos puertas cerradas en la salita, que seguramente comunican con un dormitorio y un cuarto de baño.
—Siéntate —dice Lenny. Vince se sienta en la silla. Sobre el sofá cuelga un paisaje montañoso curiosamente tranquilizador, con una línea de árboles negros al fondo. Es uno de esos cuadros a los que no se les encuentra mucho sentido porque la perspectiva está toda jodida; los árboles de fondo menos enfocados que las montañas que cubren. Aun así, le gustan los árboles. Uno se podría esconder eternamente en un bosque de árboles frondosos.
La puerta del dormitorio se abre y aparece Ray Sticks, vestido con sus pantalones negros y una camisa de vestir con el cuello abierto en uve. Sin zapatos. Se atusa hacia atrás el pelo negro.
—Qué tal, jefe. —Ray deja la puerta abierta a su espalda y los ojos de Vince tardan un segundo en acostumbrarse antes de ver, en el dormitorio sin ventanas, encima de la cama, ovillada contra el cabecero… a Beth. No lleva la escayola puesta y sostiene tiernamente ese brazo enrojecido contra el costado. Su ojo izquierdo está magullado.
—¡Me ha roto el brazo! —exclama, y empieza a llorar.
La cabeza de Vince se desploma sobre su pecho; su «plan» se le antoja de repente ingenuo y precipitado. Maldición.
Ray vuelve la mirada hacia el dormitorio y al frente de nuevo.
—Técnicamente, le he «rerroto» el brazo.
Vince se obliga a abrir los ojos. Mira al dormitorio detrás de Ray.
—¿Estás bien? —pregunta.
Beth asiente una vez. Se atusa el pelo y compone un gesto de furia dirigido a Ray.
Vince dice:
—Mira, no pienso daros nada hasta que no la vea salir por esa puerta.
—¿Esa puerta? —pregunta Ray. Se cierne sobre Vince, sonriendo.
Pero es Lenny el que empieza a deambular por la estancia y dice:
—Escucha, Vince, te dije desde el principio que podíamos hacerlo por la vía fácil o por las malas…
Ray mira a Lenny, sonríe a Vince, se dirige a la cocina y abre el frigorífico.
—Y tú elegiste por las malas —continúa Lenny—. Yo no quería…
—No la necesitáis —le dice Vince a la espalda de Ray—. Dejad que se marche.
Lenny le pega una bofetada. El rostro de Vince apenas se mueve.
—¡Eh! ¡Ahí! ¡Te estoy hablando, hijoputa! —exclama Lenny.
Pero Vince sigue dirigiéndose a Ray.
—Hablo en serio. No os diré nada a menos que se vaya.
Ray se gira y sonríe por encima del hombro.
—Claro. Lo que tú digas, jefe. —Coge dos manzanas, un cuchillo de pelar y un trapo de cocina, y regresa a la sala de estar.
Lenny mira a Vince, a Ray, y de nuevo a Vince.
—¿Qué demonios pasa aquí? ¿Por qué estáis hablando los dos solos? Habladme.
Ray lo ignora. Extiende el trapo de cocina sobre la mesita de café, y coloca encima las manzanas y el cuchillo. Se sienta en el sofá.
Vince no puede apartar la mirada del cuchillo.
—Deja que se vaya y tendrás al cartero. Quiere hablar contigo. Quiere robar más tarjetas.
—Pues llámalo —dice Ray. Coge una de las manzanas y el cuchillo—. Invítalo.
—Esta noche no puedo. Es demasiado tarde. Desconecta el teléfono. Lo llamaré por la mañana. Nos reunimos en un restaurante. Te llevaré allí.
Ray empieza a pelar una de las manzanas.
—No sé. Falta mucho para mañana, jefe.
Vince se inclina hacia delante.
—Tengo algo de dinero.
Ray se ríe.
—Sí, tu novia estaba contándome algo de eso. Decía que los dos ibais a comprar una casa.
Vince intenta disimular su honda decepción.
Ray limpia la hoja del cuchillo en el trapo.
—Habíamos decidido ir mañana a retirar el dinero. Celebrar una fiestecita. —Guiña un ojo.
Lenny mira fijamente a Ray.
—¿Qué diablos está pasando aquí? ¿De qué estáis hablando? Ahora este es mi negocio.
Ray se levanta, mete la mano en el bolsillo y saca un billete de veinte dólares.
—Tráenos un trago.
Lenny mira a Ray, a Vince, a Beth y de nuevo a Ray.
—Son las tres y media de la mañana. ¿Dónde se supone que voy a encontrar un trago?
Ray se limita a quedarse mirándolo, hasta que Lenny coge finalmente los veinte y empieza a girarse hacia la puerta. Ray agarra a Len por el hombro, mete la mano debajo del abrigo hasta el cinturón, saca la pistola que tenía enfundada, una semiautomática negra, y la guarda bajo el cinturón entre sus riñones.
—No quiero ver cómo te vuelas las pelotas —dice.
Lenny mira fugazmente a Vince (con un escalofrío de entendimiento, quizá), pero sale a comprar el alcohol de todas maneras.
—Ese tipo es un puto memo —dice Ray cuando se va Lenny—. ¿Cómo podías trabajar con semejantes idiotas?
—Hay que aprovechar lo que se tiene a mano.
—Me lo imagino. —Ray se dirige a la puerta del dormitorio, con el cuchillo todavía en la mano. Beth se encoge bajo su mirada—. Cielo, tu novio y yo vamos a charlar un rato. Descansa. —Cierra la puerta de la habitación y se sienta en el respaldo del sofá, con los pies en los cojines, señoreando aún sobre Vince. Se sostienen la mirada—. Es maja.
Vince mira el cuadro que hay detrás de Ray, esos árboles negros, inescrutables.
—¿Sabes quién soy? —Ray se señala la barbilla con el cuchillo.
—Sí —dice Vince—. Sé quién eres.
—Dilo.
—Ray Sticks.
Ray sonríe al escuchar su nombre, como un sediento ante un vaso de agua.
—Así que es cierto que eres de allí.
—Sí.
—Eso me había dicho Lenny, pero pensé que eran chorradas suyas. ¿De dónde vienes, entonces? ¿Te conozco?
—No —responde Vince.
—¿Eres mecánico? ¿Trabajas en la banda de alguien de allí?
—Robaba tarjetas de crédito. Igual que aquí. No tenía contactos.
—Oh. —Ray se siente decepcionado—. Lástima. —Se sienta en el sofá y estudia a Vince—. Así que no eres nadie, pero llegas aquí… y sabes un par de cositas… como jugar a las cartas. De golpe y porrazo eres la bomba, ¿no? El rey de los gánsteres. —Se ríe—. Mierda.
Vince guarda silencio. Ve cómo Ray pela la manzana, quitando una fina capa de piel, de modo que la carne blanca de abajo sigue estando teñida de rojo. Ray levanta la cabeza, enarcadas sus cejas pobladas.
—Detesto las mondas. Tampoco me gusta la corteza en los emparedados.
Termina de pelar una manzana, la suelta (desnuda y expuesta) y empieza con la otra.
—¿Qué te parece este sitio?
—¿Spokane? —Vince se encoge de hombros—. Me gusta.
—No, no te gusta. No puede gustarte.
—Me gusta mucho.
—¿En serio?
—Sí.
—¿Quieres saber qué es lo que más odio de este sitio?
—¿Qué?
—La pizza. Es incomestible. Es un puto delito. O sea, en serio. ¿Dónde coño se consigue una buena pizza por estos lares?
—Se termina acostumbrando uno —dice Vince—. Le he cogido gusto a la masa gorda.
—¡No! ¡Venga ya! ¿Cómo te puedes tragar esa porquería? Son pepinillos sobre pan francés. Nadie puede acostumbrarse a algo así. ¿Qué clase de sitio es este, que no se puede conseguir un puto trozo de pizza? ¿O un bocadillo? En esta ciudad pides uno de lomo con queso y te miran como si les estuvieras pidiendo que asaran un puto bebé.
Vince sonríe sin proponérselo.
—¿Has intentado pillar un taxi alguna vez?
Ray se echa las manos a la cabeza.
—He montado en los dos.
Se ríen.
—¡Y los putos conductores! —exclama con incredulidad Ray.
Vince asiente con la cabeza.
—Lo sé. Lo sé. Es como una ciudad de viejos. Hasta los jóvenes conducen como viejos.
—No he visto nunca algo igual. Son tan educados que te dan ganas de vomitar. Llevo aquí una semana y me topo con uno de esos cruces con cuatro putos stops. ¿Qué cojones es eso?
Vince se ríe.
—Lo sé. Lo sé.
—Cuatro capullos ahí sentados, cada uno con su puta señal de stop, todo el mundo mirando a todo el mundo como si fuera una puta merienda de té. Diez minutos allí plantados, silabeando: «Pasa. No, pasa tú. No, insisto. No, en serio». Te digo una cosa, jefe, un día de estos voy a ir a uno de esos cruces con cuatro stops, voy a sacar la pistola y les voy a pegar un tiro en la cabeza a todos esos cabrones.
Vince sonríe, asiente con la cabeza. Mira de reojo a la puerta del dormitorio.
—¿Y qué me dices…?
Vince se ha levantado y cruzado la estancia antes de que Ray pueda terminar la frase, y si bien enseguida se siente decepcionado, también siente cierta admiración por la rapidez con que el hombretón se impulsa y salta del respaldo del sofá con un destello de acero inoxidable, y la agudeza de la punta de ese cuchillo de pelar en su mejilla, justo debajo del ojo, y es ese dolor y la fuerza de la manaza de Ray en su garganta, asfixiante, lo que convence a Vince para soltar los hombros de Ray y dejar que lo empuje de nuevo hasta su silla.
Vince tose y se palpa el cuello magullado; se pasa una mano por el corte en su mejilla. Es pequeño, poco más que un feo rasguño al afeitarse. Y sin embargo recuerda la punta del cuchillo contra su mejilla, justo debajo de la cuenca ocular, y el sonido de su hueso al ser raspado le provoca un escalofrío.
Ray se cierne sobre él, empuñando el cuchillo, con una expresión de aburrimiento supino en el rostro.
—A ver.
Vince aparta la mano y le enseña el corte al hombretón.
—No he tocado el ojo. Tienes suerte.
Ray se queda ahí de pie un momento más, mirando alrededor de la sala.
—Muy bien —dice, como si se alegrara de haber acabado ya con las tonterías. Limpia la manchita roja de la punta del cuchillo y vuelve a sentarse en el respaldo del sofá. Corta la manzana en dos, cuatro, ocho trozos, y le tira un pedazo a Vince, que la atrapa al vuelo. Por un momento Ray pone cara de haber olvidado algo—. ¿Por dónde íbamos?
Ah. —Ray sonríe y da una palmada—. ¿Qué me dices de las pavas? ¿Habías visto alguna vez tías más feas? No sé si tengo que follármelas o tirarles un palo.
Lenny vuelve con una botella de Kahlúa llena en sus tres cuartas partes.
—¿Qué cojones es eso? —pregunta Ray.
—Kahlúa. Es licor de café.
—¿Me has traído una puta botella de leche chocolateada?
—Se pueden preparar rusos blancos. 0… batidos.
—Batidos.
—Sí.
—Batidos. —Mira a Vince—. Vamos a hacer putos batidos.
Lenny traslada su mirada de Vince a Ray.
—No he podido encontrar ninguna tienda abierta. Son las cuatro de la mañana, Ray.
—¿Y de dónde has sacado esto?
—He ido a mi casa.
Ray mira a Vince y sacude la cabeza. ¿Te puedes creer las soplapolleces que tengo que aguantar? Abre la botella de Kahlúa y huele el licor. Prueba un sorbo.
—¿Batidos?
—Vale. Vince, esto es lo que vamos a hacer —empieza Lenny—. Vas a organizar una reunión con el cartero. Para presentarnos.
Pero ni Ray ni Vince se dignan dirigirle la mirada.
—Entonces, ¿te dieron ese nombre? —pregunta Ray—. ¿Vince? Está bien, el nombre.
—Lo elegí yo.
—¿Cómo te llamas realmente?
—Marty.
—Ya, Vince está mejor. Yo tenía que llamarme Ralph LaRue. ¿Te lo imaginas? Joder, ¿Ralph LaRue? Por favor. Probé una temporada, pero me era imposible.
—Uno se acostumbra a tener un nombre nuevo.
—No pienso cambiarme el nombre por esos cabrones. —Se le ocurre otra cosa—. Oye, ¿qué clase de formación hace falta para ese trabajo de repostero? —Ray le ofrece la botella de Kahlúa.
Vince la acepta.
—Seis meses de educación terciaria.
Ray ladea la cabeza.
—¿Y qué tal es?
—¿Hacer rosquillas? A mí me gusta —dice Vince.
—¿Te llevas algún porcentaje?
—No.
—¿Blanqueo de dinero?
—No.
—¿Lo escamoteas directamente?
—No —dice Vince—. Tan solo… hago rosquillas.
Ray ladea la cabeza.
—No lo pillo.
—Es… gratificante. ¿Qué hay de ti? ¿Qué deberías estar haciendo?
Ray se come una raja de manzana.
—Me dieron clases de reparación de putos motores diésel.
Vince sonríe.
—Yo. Reparando putas locomotoras, ¿no? ¿Te imaginas? «Es la puta transmisión, gilipollas». ¿No? —Ray se encoge de hombros—. Resulta que no valgo gran cosa como estudiante. El profesor dijo que tenía problemas para concentrarme. Me puso un puto insuficiente. —Coge la botella de manos de Vince—. Menudo capullo.
Lenny lleva todo este rato de pie, con las manos en las caderas.
—Vale, ya que los dos estáis poniéndoos al día, a lo mejor alguien podría decirme qué diablos pasa aquí.
—Siéntate —dice Ray, metiéndose un trozo de manzana sin piel en la boca.
—No. Escucha, Ray.
—Que. Te. Sientes.
—No. No sé qué piensas…
—Sienta. El puto. Culo.
La cara de Lenny se pone roja como un tomate.
—¡Maldita sea, Ray!
—Lenny —dice Vince en voz baja.
—¡No! Estoy harto de esto. Yo te metí en esto, Ray. Es mi negocio.
Ray cruza la habitación de dos zancadas, planta el antebrazo en el cuello de Lenny y lo empuja de espaldas, contra la pared. A continuación presiona el cuchillo de pelar contra su hombro y lo introduce despacio, justo por encima de la clavícula. Lenny suelta un chillido y manotea el cuchillo que sobresale de su hombro. Patea las espinillas de Ray y profiere grititos atiplados mientras intenta asir la empuñadura.
Ray se saca la pistola del cinturón y apunta con ella a Vince, que ha empezado a acercarse a los dos hombres. Vince se detiene. Acto seguido, Ray le mete el cañón de la pistola a Lenny en la boca.
—Cierra el puto pico.
Cesan los grititos.
—¿Dónde están mis veinte pavos?
—¿Qué… qué? —farfulla Lenny, con el cañón de la pistola en la boca.
—¿Te doy veinte pavos y me vienes con media botella de leche chocolateada de tu casa? ¿Dónde cojones está mi dinero?
Lenny compone una mueca de dolor mientras saca el billete de un bolsillo. Se lo da a Ray.
Ray se guarda el dinero en el bolsillo. Saca el arma de la boca de Lenny.
—Vale. Escucha. Como digas una palabra, te pego un tiro. ¿Entiendes lo que te digo? Estoy intentando hablar con este hombre de aquí. Estoy intentando averiguar de qué va todo este asunto de las tarjetas de crédito y necesito que te calles.
Lenny baja la mirada a la pequeña empuñadura que sobresale de su clavícula.
—¿Qué pasa con el cuchillo?
—Es mi puto cuchillo. Tócalo y te rajo con él. Ahora cierra el puto pico y sienta el puto culo.
Lenny se deja caer resbalando contra la pared, con el pequeño cuchillo asomando de su hombro. Ray parece abochornado por todo este tema. Se mordisquea el labio inferior.
—Tú también, siéntate —le dice a Vince, que regresa a su silla. Ray se encamina de nuevo hacia el sofá, se detiene un segundo y le tira el trapo de cocina a Lenny—. Como manches la alfombra de sangre, te despellejo como a esta puta manzana. —Lenny envuelve el trapo alrededor de la empuñadura del cuchillo, cubriendo el rosetón sanguinolento que se extiende sobre su hombro.
Ray se sienta enfrente de Vince.
—En fin, ¿de qué estábamos hablando?
—Mi verdadero problema es el siguiente. Falta de formación. No sé diversificarme. Mírate a ti. Tienes talento. Puedes robar. Vender marihuana. Hacer rosquillas. Y el tema ese de las tarjetas de crédito, parece lucrativo. Quise formar parte en cuanto me enteré. Eres perfecto para un sitio como este. Sales y te ganas la vida. Yo, en cambio, solo sé hacer una cosa.
Ray se encoge de hombros.
—Se me da bien, pero sinceramente, no hay mucha demanda. Allá, incluso, me podía tirar meses sin recibir ningún encargo. Claro que, a veces, no daba abasto con los pedidos. Va por rachas, ¿sabes? Igual que en Filadelfia, justo antes de irme. Sudaba la puta camiseta. Todo el mundo quiere a alguien fiambre. Había gente que me contrataba para eliminar al tipo que acababa de contratarme para eliminar al tipo que supuestamente había que eliminar. ¿Sabes? De locos.
»Pero luego me trincan y se supone que tengo que andarme con calma en Nueva York, y estaba que me subía por las putas paredes. O sea… unos pocos meses sin trabajo y me pongo… no sé, nervioso. La culpa es mía, supongo. Trabajo demasiado. Me dejo arrastrar. Quiero hacer algo y —se inclina hacia delante, confidente—, entre tú y yo, siempre acabo haciendo lo único que sé.
Mira de reojo a Lenny, que está contemplando fijamente la empuñadura en su hombro y respira entrecortadamente, como una mujer de parto.
—Y este tipo… Dios, hasta yo tengo más luces que él. No, lo que de verdad necesito es alguien como tú. Alguien que sepa hacer dinero, alguien listo. Se me da bien respaldar a tipos así. ¿Sabes?
Vince asiente con la cabeza.
—Bueno, y… ¿qué te parece?
Vince se frota la frente y mira de soslayo hacia la puerta del dormitorio.
—Sí. Podría imaginarme algo así.
Ray mira a la puerta del dormitorio y aparentemente piensa en lo mismo que Vince… Beth y los veinte mil. Se vuelve.
—Ya. Bueno. Veremos cómo salen las cosas, ¿no?
—Esto, ¿Ray? —Lenny tiene la frente perlada de sudor. El trapo de cocina ya está medio rojo—. Me siento un poco mareado.
—Tú calla —dice Ray. Pero se levanta, se dirige a la cocina y coge un trapo nuevo—. Toma. —Tira el viejo al fregadero. Luego se dirige a la ventana, separa las cortinas y contempla el aparcamiento vacío; grava y una hilera de habitaciones de dos pisos, puertas pintadas sin mallas. Ya ha amanecido, pero el espeso manto de nubes diluye la luz y Vince no está seguro de qué hora es. Ray también está mirando fijamente por la ventana—. Bonito.
Es la vista más fea que Vince haya visto en su vida.
Ray consulta el reloj.
—¿Qué tal si probamos a hablar con el cartero ahora?
Vince indica la puerta del dormitorio con la cabeza.
—¿Dejarás que se vaya?
—Cuando me consiga el dinero —dice Ray—. Tienes mi palabra. —Ray abre la puerta del dormitorio. Beth está dormida, acurrucada contra el cabecero de la cama; se despierta de golpe. Tiene el ojo cerrado por la hinchazón—. Vístete —dice Ray—. Vamos al banco.
Ray regresa al sofá y desliza el teléfono sobre la mesa.
—Llámalo.
Vince mira el cuadro, esos árboles verdes y negros. Así es como se siente, desenfocado, inseguro de sus contornos. Al final se inclina hacia delante, descuelga el auricular y marca. Ray observa cómo gira la rueda del indicador sobre los números del dial.
—Eh. Soy yo. Vince. Mira, ese tipo del que te hablé, quiere verte.
Escucha.
—He cambiado de opinión, por eso.
Escucha.
—Donde siempre. Digamos, ¿a las nueve?
Escucha.
—No, no me lo agradezcas. En serio.
Escucha.
—Vale, a las nueve nos vemos.
Cuelga el teléfono.
Ray sonríe.
—¿Cómo se llama este tipo?
—Clay —dice Vince.
—¿Clay qué más?
—Clay Gainer.
—Entonces, si llamo a ese mismo número, ¿se pondrá Clay Gainer?
Vince no contesta.
—Reza para que se ponga Clay Gainer. —Ray descuelga el teléfono y marca el mismo número al que acaba de llamar Vince—. Sí, ¿quién es? —pregunta—. ¿Clay qué más? —Mira a Vince—. ¿Y a qué te dedicas, Clay? —Escucha—. No, soy el amigo que vas a ver luego. Solo quería cerciorarme de que todo está en orden. ¿Y dónde va a ser la reunión?
Ray escucha.
—No jodas. ¿Tienen comida decente en ese sitio?
Pone los ojos en blanco.
—Ya, supongo que lo barato tiene su precio, tienes razón.
Ray sacude la cabeza para Vince.
—De acuerdo. Oye, ¿puede ser a las nueve y media? Vince y yo tenemos que pasarnos antes por el banco. Muy bien. Hasta luego.
Cuelga.
—¿La puta hamburguesería de Dicks? Ahí lo tienes, ese es el problema de esta ciudad. Toda la gente es tan cutre que no se merece ni comer bien. Harían cola para comer grava y corteza de árbol si ofertaran dos menús por el precio de uno.
El viento ha arreciado, barre las hojas de los árboles frondosos y juega a la comba con los cables del tendido telefónico. Le hacen frente mientras se encaminan al coche, bajo el pleno arrebol de la mañana; el sol parpadea tras las nubes fugaces. Ray sigue a Vince y Lenny, con un brazo alrededor de Beth, que se ha duchado y puesto unos pantalones negros y una chaqueta vaquera; ha intentando aplicarse maquillaje en el ojo a la virulé que luce, cortesía de Ray. Sus cabellos restallan alrededor de su rostro.
—Conduce tú —le dice Ray a Vince, que coge las llaves de Lenny y se coloca al volante.
Lenny se desploma en el asiento del copiloto, sosteniendo el trapo de cocina ensangrentado sobre la empuñadura del cuchillo que lleva clavado en el hombro.
—¿Podemos sacar esto ya?
Ray contempla la herida.
—Si lo sacas ahora, lo único que hará es sangrar más. No te preocupes. Enseguida lo extraemos.
—Pero es que me siento mal, Ray. A lo mejor podíais dejarme en casa.
—Claro —dice Ray—. Enseguida.
Ray y Beth montan en el asiento de atrás. Ray la atrae hacia él, con el brazo aún alrededor de su cuello y la pistola encajada entre sus costillas, justo debajo del seno. Vince cruza la mirada con ella en el retrovisor e intenta tranquilizarla, aunque no está seguro de qué.
—¿Estás bien? —le pregunta.
Beth asiente con la cabeza.
—Conduce —ordena Ray, y Vince obedece.
—¿Dónde está la casa?
—¿Qué casa? —pregunta Vince.
—La casa que ibais a comprar vosotros dos con mi dinero.
—¿Quieres verla?
—Claro. Solo son las ocho y media. Tenemos un rato.
Vince conduce hacia el norte, sobre el río, hasta el vecindario donde se encuentra el pequeño y cochambroso chalet de Beth, con la pintura desconchada y descolorida, flanqueada la puerta por matojos asimétricos. El cartel de «Se vende» (cubierto por uno nuevo que reza «Vendido») tiembla al viento como un diente suelto en la encía.
—¿Eso? —Ray mira por la ventanilla—. Pero si es una puta chabola.
Se vuelve hacia Beth.
—Os estoy haciendo un favor. Ese cuchitril no se merece ni siquiera la denominación de cobertizo.
—Por dentro está mejor —dice Beth.
—Eso espero, porque por fuera da puta pena. ¿Qué ibais a pagar por eso?
—Pedían treinta y dos —dice Beth—. Les ofrecimos veintiocho y medio.
Ray tuerce el gesto y mira a Vince.
—Yo no daría más de diez.
Vince se aleja de la casa y conduce por una calle residencial, con remolinos de hojas enfrente del coche. Lo cierto es que tenía ganas de vivir en este barrio. Mira a Ray en el retrovisor.
—¿Y qué piensas hacer?
—¿A qué te refieres?
—Cuando eche a rodar el asunto de las tarjetas de crédito. Y tengas mi dinero. ¿Luego qué?
Ray se lo queda mirando.
—Quiero decir, ¿te quedarás aquí? ¿Formarás una banda? ¿Qué planes tienes?
—No te preocupes. Tengo planes.
—¿Qué planes?
Ray se encoge de hombros.
—Pasar desapercibido una temporada, testificar en un par de asuntos allá en Filadelfia. Y luego, cuando todo haya acabado y haya juntado un poco de dinero aquí, volveré y lo retomaré donde lo dejé.
—¿En Filadelfia?
—No, no pienso volver a Filadelfia. Me iré a Nueva York.
—¿Crees que van a dejarte volver?
Ray hace un gesto con la pistola.
—Eh, no he dicho nada de nadie que no esté muerto o entre rejas. No les he dicho una mierda de lo que hay en Nueva York y no pienso hacerlo.
—Creen que tarde o temprano delatarás a todo el mundo. Uno de los alguaciles me dijo que eres un testigo crucial.
—Que se jodan. —Ray mira por la ventanilla, se mordisquea el labio carnoso—. Nunca accedí a hablar de Nueva York. Delataré a un par de fiambres de Filadelfia, y listo.
—¿En serio crees que te van a dejar?
—¿Los federales?
—No —dice Vince, lacónico.
—¿Quién, los chicos? —Ray se ríe—. No me jodas, los muchachos me organizarán un puto desfile cuando regrese. Nadie es mejor que yo en lo que hago. Cuando vean que no me he chivado de nadie, celebrarán una puta fiesta en mi honor.
Vince sigue conduciendo. Ray mira por la ventanilla, en silencio, hasta que Vince tuerce el volante de repente, entre chirridos de neumáticos, y frena en el aparcamiento de una pequeña escuela católica.
Ray mira a su alrededor desesperadamente, se parapeta detrás de Beth y apoya la pistola en la oreja de Vince.
—¿Qué cojones estás haciendo?
Vince apaga el motor y extiende las manos a los lados.
—Votar.
—¿Qué?
—Voy a votar.
—¿De qué coño me hablas?
—Las elecciones. Presidenciales. Voy a votar.
Ray se lo queda mirando un par de segundos; su rabia se convierte en curiosidad.
—¿En serio? ¿Cómo es eso?
—¿Votar? No sé. No lo he hecho nunca.
Ray se encoge de hombros y agita la pistola en dirección a la carretera.
—Bueno…, tendrás que hacerlo más tarde.
Vince vuelve a cruzar la mirada con Ray en el espejo. Sonríe.
—Venga ya. Los dos sabemos que no voy a hacer nada más tarde.
Ray empuja la cabeza de Vince hacia delante con la pistola.
—Vamos. Arranca el puto coche.
—No. —Vince extiende los brazos en cruz, con la cabeza agachada por la pistola que tiene en la nuca—. Tendrás que pegarme un tiro. —Afuera, un hombre y una mujer cruzan el aparcamiento en dirección al colegio.
—¡Maldita sea! —exclama Ray—. ¡Conduce!
Vince habla en voz baja, cabizbajo, con el cañón helado en la nuca.
—Mira. No voy a echarme a llorar. No voy a suplicar, ni a fingir que no somos lo que somos. Pero tengo que hacer esto antes.
Entran juntos arrastrando los pies, un grupo estrafalario y abigarrado. Vince va primero; el corte de su mejilla es ahora una costra encendida de rojo; lo sigue Ray, con el brazo alrededor del cuello de Beth en una postura que no consigue que hagan precisamente buena pareja. Beth usa el brazo derecho para sostener el izquierdo contra su pecho, doblado como el ala rota de un pajarillo. Cierra la comitiva Lenny, con diferencia el que peor aspecto ofrece, sudoroso y pálido, con la chaqueta abrochada tirante contra el bulto de su hombro izquierdo; un trapo de cocina ensangrentado cubre los diez centímetros de la empuñadura del cuchillo.
Se detienen en la entrada del colegio, presidida por una pila de agua bendita. Ray moja los dedos y se persigna. Las urnas se encuentran al final de un breve pasillo, en la sala multiusos de la escuela. Beth y Ray siguen a Vince por un corredor jalonado de dibujos hechos por los niños de la escuela dominical, dos hileras de conejitos frente a unos collages de hojas pegadas. Todos giran la cabeza al pasar junto a los conejitos de bolas de algodón; Vince se imagina todas esas manos diminutas dibujando todos esos conejitos y pegando todas esas colas de bolitas de algodón. Mira a Beth de soslayo, piensa en Kenyon, y de repente es lo único que importa: sacarla de esto.
—Qué monada —dice Ray—. Bolas de algodón.
—No me encuentro bien —dice Lenny.
La sala multiusos es mitad gimnasio, mitad cafetería; las espalderas de madera recogidas contra el techo, las mesas de comedor plegadas y pegadas contra las paredes. En el centro de la habitación hay una mesa larga de madera, con tres señoras mayores sentadas tras gruesos libros negros. A la derecha de las mujeres hay cuatro cabinas electorales plegables, con cortinas a los lados, y una urna de madera con un candado enfrente. Vince se queda parado en el umbral. Una mujer está terminando. Sale de una de las cabinas e introduce su papeleta en la ranura que corona la urna.
Ray está pegado a su oreja.
—¿Y qué, cómo se hace esto?
—La verdad, no lo sé —dice Vince. Mira a Beth, que se encoge de hombros. Lenny abre su chaqueta, aparta el trapo de cocina teñido de rojo, se mira la herida y vuelve a apretarlo todo contra su hombro.
Una de las señoras se levanta. Debe de medir un metro veinte, toda canosa, calzada con el tipo de zapatos que usaba la madre de Vince; el tipo de zapatos que usan las enfermeras.
—¿Es este tu distrito, encanto?
Vince busca su tarjeta de votante en la cartera.
—Está bien. No me hace falta verla. Si estás en la lista, puedes votar. ¿Vosotros pertenecéis a este distrito también?
—No —dice precipitadamente Ray—. Solo estamos esperándolo a él…
La mujer se queda mirándolo un momento, con los labios fruncidos como si se esforzara por impedir que salga algo de ellos.
—Bueno. —Indica la pared más alejada—. Supongo que podéis esperar allí si queréis. —Ray, Beth y Lenny se alejan en un corro apretado.
La señora coge a Vince del brazo y lo conduce a la mesa.
—¿Cuál es tu apellido, encanto?
—Camden.
La mujer lo aparca delante del primero de los gruesos libros.
—Este jovencito tan apuesto y agradable dice apellidarse Camden. ¿Tienes una papeleta para Camden, Erlina?
Erlina hojea el libro, escudriñando la lista de nombres a través de sus bifocales.
—¿Vincent J.?
—Sí.
Gira el libro hacia él y le ofrece un bolígrafo. Vince firma. Le entregan una papeleta estrecha y alargada cubierta de varias filas de números con sus correspondientes casillas. Vince se la queda mirando, preguntándose si tendría que haber memorizado los nombres que representan estos números, si no habrán publicado una especie de lista en el periódico durante su ausencia.
La primera mujer señala una de las cabinas electorales.
—Vincent J. Camden, ahí tienes casetas para elegir. —A Vince le gusta el suave silbido que produce su voz entre la dentadura postiza—. Introduce esa ficha en el libro y asegúrate de apretar con fuerza hasta abajo.
Vince mira por encima del hombro. Ray y Beth lo observan atentamente. Lenny está apoyado en la pared, contemplando los fluorescentes del techo.
Se dirige a la cabina. Hay un libro sujeto al marco del compartimento y una pequeña perforadora conectada a un cordón. Desliza la tarjeta en el libro, hasta que los dos agujeros de arriba se alinean con los dos marcadores del libro. Vince abre la primera página.
Propuesta por petición de iniciativa
Medida de iniciativa nº 383
¿Debería vetar Washington la importación y almacenamiento de residuos radiactivos no médicos generados fuera de Washington, salvo permiso expreso del convenio interestatal?
Pasa a la siguiente.
Propuesta del pueblo a la legislatura
Referendo nº 39
¿Deberían destinarse 125 millones de dólares en Bonos de Obligación General del Estado a la planificación, adquisición, construcción y mejora de instalaciones de suministro de agua?
Lee la papeleta hasta abajo. Hay cinco preguntas como estas, y de pronto es como si fuera un examen para el que no hubiese estudiado: ¿Quiere pagar 450 millones de dólares destinados a la eliminación de residuos públicos, quiere que el estado renuncie a terrenos federales sin asignar, quiere que se cree una comisión disciplinaria para los jueces? ¿Qué demonios? Vince se queda mirando la primera pregunta. Vuelve a leerla. Se gira hacia las señoras mayores de la mesa, que están dándole su papeleta a un hombre con barba. La mujer del principio repara en la expresión de Vince, sonríe amablemente, se levanta y se acerca.
—¿Qué ocurre, encanto?
—No me esperaba todo esto.
—¿Qué quieres decir?
—Algunas de estas cosas… Supongo que no estaba preparado…
La señora ladea la cabeza.
—Como esto de la radiactividad. Ni siquiera había oído hablar de ello.
La mujer le da una palmadita en el brazo y las arrugas horizontales de su rostro se extienden en una sonrisa.
—Escucha, encanto. Tú vota lo que consideres que es justo. Si te tienes que saltar alguna pregunta, no pasa nada.
Regresa a la mesa y Vince vuelve a concentrarse en la papeleta. En su opinión, acumular residuos radiactivos no médicos está mal. Coloca el pequeño puntero en la casilla del «sí», junto a la flecha del número uno. Aprieta y siente cómo penetra la aguja. Es una sensación agradable. El agua es buena. Vota sí. Pero dice «no» a la eliminación de residuos públicos, porque 450 millones de dólares se le antoja mucho y sabe que la mafia está metida en la basura y probablemente se llevará una buena tajada de ese dinero. Vota «sí» a los terrenos públicos y a la comisión disciplinaria para los jueces (hay un par que no le importaría ver disciplinados), tras lo que pasa la página y ahí están: los candidatos a la presidencia. Siente cómo se le acelera el pulso. Reagan y Bush son los primeros, seguidos de Carter y Mondale, John Anderson y Patrick Lucey, y después un puñado de nombres que no esperaba ver. Clifton DeBerry, del Partido Socialista de los Trabajadores; Deirdre Griswold, del Partido Mundial de los Trabajadores; también libertarios, socialistas, algo llamado Partido de la Ciudadanía… hasta un par de comunistas, Gus Hall y Angela Davis.
El tipo con barba está en la cabina adyacente a la de Vince.
—¿Qué has puesto en eso de la radiactividad? —susurra Vince.
Levanta la cabeza.
—¿Qué?
—No sabía que se presentaba tanta gente a presidente —dice Vince—. Mujeres, comunistas y todo.
El tipo con barba se encoge de hombros y vuelve a concentrarse en su papeleta.
Vince mira en derredor, husmea el aire y se sienta de nuevo en su cabina. Ya volverá al tema de la presidencia. Hojea el libro hasta dar con el nombre de Aaron Grebbe, entre los candidatos a portavoces del estado, y aprieta la perforadora. Lee los demás nombres que se presentan a cargos estatales, pero nunca ha oído hablar de ellos, de modo que pasa a la página con el corpulento congresista del bar: Foley. Vota a Foley. No quiere jugar a las adivinanzas con el resto, ni votar a alguien que resulte ser un capullo, así que se los salta. Eso deja la presidencia.
Vuelve a esa página y estudia los nombres. Se pregunta cómo serán esas personas… qué los impulsa. ¿Qué clase de personas son? ¿Serán buenos? ¿Sabios? ¿Duros? ¿Han surgido de entre nosotros, son lo mejor que podemos ofrecer? Se pregunta qué atributos valoraría más, ¿los que él mismo posee, o aquellos de los que carece? Uno lee los periódicos y ve los telediarios y cree que se hace una idea de cómo son estas personas, ¿pero quiénes son realmente cuando están solos, de noche? ¿Qué haría él en su lugar? ¿Qué harían ellos en su lugar?
Ronald Reagan. George Bush. Jimmy Carter. Walter F. Mondale. John B. Anderson. Patrick J. Lucey. Intenta relacionar los nombres con lo que sabe sobre estas personas, pero no son más que nombres sobre el papel y se descubre embargado por un pánico escalofriante; a lo mejor todo esto es una tontería. Se siente estúpido. A lo mejor uno se monta una historia en la cabeza y cree que tiene relación con su vida, que es algo con significado. Pero ¿y si solo se estuviera engañando a sí mismo? ¿Y si al final no significa nada?
¿O basta acaso con creer que algo tiene significado? Mira a Beth de reojo, coge aire y se agacha sobre el libro de votos; por un momento, el mundo se aísla tras las paredes de tela de una cabina electoral.
La perforadora sobrevuela los nombres, y solo entonces tomas la decisión; un suave empujoncito y el papel cede de un modo que da paso a una visión de la casa que compraste para Beth, niños saltando a la comba mientras ella observa desde el porche; y te llena de vergüenza la sencillez de tus sueños, mientras miras fijamente la papeleta y piensas que, aunque solo sea eso, por primera y última vez en su breve vida descarriada, Vince Camden ha votado a su presidente.
Lenny está despatarrado contra la puerta del copiloto, desmayado, con la chaqueta tirante aún alrededor del hombro. Vince conduce en silencio, con una sonrisilla.
—¿Y cómo es? —pregunta Ray—. ¿Cómo partir un puto hueso de pavo? ¿Cómo soplar las velas de una tarta de cumpleaños? ¿No se cumplirá tu deseo si lo dices?
—No, es solo que no quiero decirlo, eso es todo.
—¿Qué cojones es lo que no quieres decir? ¿Qué diferencia hay?
—La hay, para mí.
—Chorradas.
—Mira, no pienso decírtelo. Y además, da igual. Te podría contar cualquier cosa y no sabrías si estoy diciéndote la verdad o no.
De nuevo la pistola en su cuello.
—¡Y yo podría volarte la puta cabeza!
—Vale. He votado a Reagan.
—¿Sí?
—No. He votado a Carter.
—¿En serio?
—No. A Anderson. ¿Ves a qué me refiero? Te podría contar cualquier cosa.
Ray mira por la ventana, enfurruñado, mientras atraviesan el centro de la ciudad. Vince tuerce delante del banco de Beth (ladrillo rojo y puertas dobles de cristal) y aparca en un hueco medido. Estaciona, alarga el brazo y busca el pulso de Lenny en su garganta. Es débil. Abre un poco la chaqueta de Lenny y contempla la herida ensangrentada, la empuñadura incrustada justo encima de su clavícula.
—La verdad, creo que deberíamos llevarlo a un hospital —dice Vince—. No tiene buen aspecto.
—Tampoco lo tenía antes de que lo apuñalara —dice Ray.
Ray examina el banco; sus ojos van de las puertas de dos hojas a las ventanas y las columnas.
—Bueno —dice—. Lo haremos así. —Agarra la muñeca del brazo roto de Beth, que se estremece de dolor—. Entrarás ahí tú solita. Yo voy a quedarme ahí, en esa acera, con tu novio. Si te veo señalar con el dedo, o hablar con un guardia, o hacer cualquier cosa rara, ocurrirán rápidamente tres cosas, una detrás de otra.
Ray levanta un dedo nudoso, con la uña perfectamente recortada, el nudillo doblado e hinchado debido al exceso de trabajo como parte de un puño.
—La primera: le pegaré un tiro en las pelotas a tu puto novio. Justo delante de tus narices. Verás cómo se desploma en la acera y sabrás que podrías haberlo evitado. La segunda: iré derecho a tu apartamento y me cargaré a esa vieja que cuida de tu chaval. La tercera: me llevaré a ese crío tuyo y no volverás a verlo en tu vida. Y atiéndeme, señorita: seré el ángel de sus putas pesadillas. Cogeré a ese mocoso y lo despellejaré como si fuera una manzana, antes de enviártelo en taquitos. Tendrá seis años para cuando muera por fin. ¿Me oyes?
Beth asiente con la cabeza y se le escapa el aliento en un largo suspiro; Ray le suelta la muñeca.
Se apean del coche, despacio. Lenny no mueve ni un músculo. Mientras se dirigen a la entrada, Vince intenta llamarle la atención a Beth (¡Corre!), pero ella no mira en su dirección.
Ray y Vince se quedan en la fría acera, con las manos en los bolsillos, los ojos entornados contra las rachas de viento, su vaho humeante, viendo cómo Beth entra en el banco y se dirige a una ventanilla.
—No va a salir corriendo —dice Ray—. No va a pedir ayuda. Sé que tú piensas que sí, pero no.
Vince no dice nada.
—Conozco a las personas. Es… un don. Puedo verlo en sus ojos. No está hecha de la pasta necesaria para algo así. Está rota. Irá a buscar mi dinero y me lo traerá, y cuando por fin le descerraje un tiro entre los ojos, en más de un sentido, será un puto alivio para ella.
Vince cierra los ojos.
—¿Sabes qué creo? ¿De corazón? Creo que nunca me he cargado a alguien que no quisiera que lo matase. Lo creo. En serio. En el fondo, todos pensaban que estaba haciéndoles un favor.
Ray se apoya en el otro pie, empeñado en charlar.
—Venga ya, jefe. Dímelo. ¿Por quién has votado?
Vince no responde.
—¿Sabes qué? Será mejor que me lo digas ahora. Porque aproximadamente dentro de una hora, cuando estés de rodillas, meándote en los pantalones y desangrándote por las putas cuencas oculares, suplicándome que acabe contigo… me lo dirás.
—No —replica Vince—. No te lo diré.
Ray salta y se planta delante de él.
—¡Menudo cabrón! ¡No sabes de lo que soy capaz!
Vince no responde.
Ray lo mira fijamente a los ojos por un momento, antes de retroceder, como sise avergonzara de haber perdido los estribos. Carraspea. Finge una risa.
—Sabes una cosa que me gusta de aquí…: el tiempo. Hoy hace un poco de frío, pero no echo de menos la puta humedad, te lo aseguro.
Beth sale del banco. El viento convierte sus cabellos en una bandada de pájaros. Le entrega la cartera a Ray. Cruza fugazmente la mirada con Vince. Regresan al coche. Vince le da un apretón en el brazo.
—Delante —dice Ray. Beth monta delante, entre Vince y Lenny, que no se mueve, inerte contra la ventanilla.
Ray empieza a contar los fajos de billetes de cien dólares.
—Dijiste que podíamos marcharnos cuando te diera el dinero —dice Beth.
Ray sonríe. Se rasca la cabeza. Parece estar divirtiéndose.
—Te diré una cosa. Si tu novio me confiesa por quién ha votado, podéis iros.
—No —dice Vince.
Ray se ríe.
—No entiendo por qué cojones es tan importante a quién has votado.
—¿De verdad quieres saberlo? —pregunta Vince.
—Sí —dice Ray—. Quiero saberlo.
Vince ajusta el retrovisor hasta que los ojos de Ray aparecen en el centro del espejo. Es un momento tan bueno como cualquier otro, supone. Le da una palmadita en la pierna a Beth y esta le lanza una mirada esperanzada, como si supiera que solo estaba haciendo tiempo antes de actuar.
—La primera vez que me condenaron por un delito grave tenía catorce años.
—Y yo nueve —dice Ray—. Menuda cosa.
Vince continúa:
—Mi primera condena como adulto se produjo dos semanas después de que cumpliera los dieciocho. De modo que llevo toda la vida siendo un criminal convicto. ¿Sabes qué se pierde cuando te declaran culpable de un delito grave? Dos cosas: el derecho a la tenencia de armas y el derecho a voto. Todas las elecciones presidenciales las he pasado en la cárcel o en libertad condicional. Pero nunca he oído a nadie quejarse por no poder votar. ¿A quién le importa, no?
Ray se encoge de hombros.
—Votar es de capullos, como pagar impuestos. O tener un empleo. Yen cuanto a las armas… joder, menuda cosa. Siempre se puede encontrar una pistola en la calle. Cualquier criminal puede comprar un arma. Pero intenta votar en la cárcel. No te dejan. Tiene gracia, si lo piensas, lo único que no podemos hacer… es algo que ni siquiera nos importa.
»Pero últimamente he estado pensando. —Vince mira de reojo a Beth, que está observándolo atentamente. Vuelve a fijarse en los ojos de Ray en el retrovisor—. ¿Nuestra antigua vida, Ray? No es el dinero, las drogas o las mujeres, ni siquiera el poder. Es el agujero que siempre estamos intentando llenar. Un hoyo jodidamente enorme. Otro botín, otro encargo… más licor, más pavas, más dinero. Pero el agujero no se llena nunca. Nos creemos muy listos porque no obedecemos las reglas, pero dime una cosa, Ray, ¿has visto alguna vez a un hampón viejo y feliz? ¿Has visto alguna vez a uno de los nuestros sentado en el porche con sus nietos? ¿Sabes por qué nunca lo has visto? Porque para ese entonces, lo único que queda es el agujero.
Ray está mirándolo fijamente.
—Cuando me metieron en este programa, iba a ser otra persona. Iba a cambiar. Pero solo hacía lo mismo de siempre. Era la misma puta persona. —Vince saca su cartera—. Luego, hace una semana, me llegó esta carta. —Le da la tarjeta de registro de votante a Ray—. Y pensé, ¿y si dejo de intentar cambiar? ¿Y si sencillamente decido ser este tipo? ¿El tipo de la tarjeta?
Ray le da la vuelta a la ficha en su mano, y se la devuelve.
—¿Qué pasará cuando consigas el dinero, Ray? ¿Cuándo te reúnas con el cartero? ¿Cuánto dinero es suficiente? ¿Cincuenta? ¿Cien? ¿Un millón? Da igual cuánto sea, no bastará nunca. El agujero sigue agrandándose. Cuando más metes en él, más hondo se vuelve. Mátame. Mata al cartero. Mata a toda la ciudad, Ray. Róbalo todo. ¿Y después qué?
Vince se gira para encararse con Ray.
—¡Nos liberaron, Ray! No de la cárcel. De nosotros mismos, de quienes éramos antes. Nos dijeron: «Cambiad. Llenad ese hoyo»… ¿Sabes lo rara que es una oportunidad así? ¿Lo difícil que es? Hace falta más valor que para cualquier otra cosa que hayamos hecho antes. Pero si queremos es nuestra, Ray. Lo único que tenemos que hacer… es levantarnos por la mañana. Ir al trabajo. —Mira a Beth y le coge la mano—. Volver a casa por la noche y cuidar de los nuestros. —Vuelve a mirar a Ray—. Lo único que tenemos que hacer es votar.
Ray desvía la mirada.
—No puedes volver a Nueva York cuando esto acabe —dice Vince—. Acabo de regresar de allí. He visto a Johnny Boy.
Los ojos de Ray vuelven a fijarse de golpe en Vince.
—Fui a verlo porque pensaba que te había enviado aquí para asesinarme. —Vince se encoge de hombros—. Resulta que nunca había oído hablar de mí. Carmine. Ange. Toddo. Los vi a todos. Estuve jugando a las cartas con ellos en la calle Mott. Todos querían saber de ti. John quería saber de ti.
Los labios de Ray se curvan en una media sonrisa ante los recuerdos. Susurra:
—¿Qué tal está John? Su hijo…
—Sí. Me enteré. Te ocupaste de eso por él, ¿verdad, Ray? Del tipo que atropelló a su hijo. Lo hiciste. Bueno… John me mandó aquí para encargarme de ti.
Ray se lo queda mirando.
—Chorradas.
—Me mandó aquí para que te matara, Ray.
El semblante de Ray está demudado.
—No te creo.
—No puedes volver allí —dice Vince—. No podrás regresar nunca. Ray Sticks está muerto. Igual que Marty Hagen. Morimos en cuanto nos metieron en el programa. Y ahora solo tenemos dos opciones. Podemos ser fantasmas, paseándonos por ahí pensando que estamos vivos. O podemos ser otra persona.
Ray se frota la cabeza.
Vince se inclina hacia delante.
—Vayamos a ver a las autoridades, Ray. Diles que Gotti sabe dónde estás. Cuéntaselo todo. Empieza de cero. A ver si podemos sacar algo bueno de esta vida.
Ray contempla los fajos de billetes que tiene en el regazo.
—Ray, si coges ese dinero… si vas a ver al cartero, serás el mismo puto perdedor de siempre. No serás nunca nada más que un fantasma que solía ser Ray Sticks, deambulando de un lado para otro creyendo estar vivo. Y cuando todos te miren, solo verán el agujero donde solías estar.
Ray lo mira fijamente y Vince ve en sus ojos un destello de reconocimiento, de esperanza.
—Fíjate en mí —dice Vince—. Debo de ser la persona menos productiva del país. Tengo treinta y seis años, y aparte de este empleo en la tienda de rosquillas no he trabajado honradamente un solo día de mi vida. Pero hoy he votado. Y mi voto cuenta igual que el de cualquier otro. Vale, a lo mejor a esos capullos de ahí fuera les da igual, pero para mí… en fin, ya es algo.
Ray se pasa los dedos por la frente. Mira a Beth, luego a Vince. Mira a la calle, donde el viento está sacudiendo los árboles de las aceras. Pero cuando vuelve a mirar a Vince no parece que haya cambiado nada. Dice:
—Mira adelante y conduce.
Vince y Beth van cogidos de la mano en el asiento delantero. Conducen en silencio por la Tercera Avenida; el cartel que anuncia la hamburguesería para automovilistas de Dicks se cierne a dos manzanas de distancia. Cuando Vince se detiene en un semáforo, el viento mece suavemente el coche a un lado y a otro. Ray parece distraído.
—¿Sabes por qué no te creo? —pregunta—. ¿Lo de John?
Vince mira el retrovisor.
—Porque no has hecho nada. Si John te hubiera enviado realmente a por mí, ya habrías intentado algo a estas alturas.
Vince vuelve a concentrarse en la carretera.
—Al principio, cuando Ange me lo propuso, me quedé allí sentado pensando en la manera de hacerlo. Dónde podría comprar una pistola. Quizá pudiera dispararte de lejos. Atropellarte. Intentar meterte en alguna situación donde pudiera pillarte desprevenido. Pensé incluso en pagar a alguien. ¿Pero a quién iba a contratar que fuera mejor que tú?
Ray se encoge de hombros, aceptando el cumplido.
Vince entra en el aparcamiento de la hamburguesería de Dicks.
—Pero todo ese tiempo estaba pensando que también sabía que no podría hacerlo. No si creo de veras en las cosas que he dicho. Así que… les dije que no podía hacerlo. Y fue entonces cuando decidí intentar convencerte para que abandonaras y te enmendases.
—¿Le dijiste que no a John Gotti? —Ray se ríe—. Ahora sé que me engañas.
Vince aparca el vehículo y apaga el motor. Mira al otro lado del aparcamiento, donde Clay espera en las mesas de merendero de la calle.
—Mira —dice Ray—, aquí solo hablo yo. ¿Entendido? —Empieza a llenarse los bolsillos del pantalón de dinero. Se rellena de billetes de cien dólares, ahíto de dinero—. Como intentes algo, le pego un tiro a la chica y luego otro a ti. ¿Vale, jefe?
Ray y Vince se apean. Miran al otro lado del aparcamiento. Beth sale por la puerta del copiloto, la última en bajar del coche.
Al otro lado del aparcamiento, Clay está sentado solo.
—¿Es ese tu muchacho? ¿El tipo de color?
—Sí —dice Vince.
Beth cruza expectante la mirada con Vince, como si le preguntara: «¿y ahora qué?», y Vince se alegra de no poder hablar para no tener que decirle que en realidad no tiene ningún plan, que el discurso que ha soltado en el coche era su plan.
—¡Lenny! —grita Ray al interior del vehículo—. Vamos.
No se mueve. Ray golpea el capó.
—Len. ¡Andando! —Y a Vince—: Coge a Lenny.
Vince se agacha dentro del coche, se desliza por el asiento y palpa el costado del cuello de Lenny. Tiene la piel fría, pegajosa. No encuentra el pulso. Prueba con la muñeca de Lenny. Nada. Mira el hombro de Lenny. El cuchillo ha desaparecido. Vince sale.
—¿Piensa venir? —pregunta Ray.
—No —dice Vince, y mira a Beth, que tiene el semblante firme, decidido.
Ray sacude la cabeza como si debiera haberse imaginado esa debilidad de Lenny.
—Bueno, nos ocuparemos de eso más tarde.
Cruzan el aparcamiento vacío hasta los bancos de merendero, donde Clay está sentado a solas. Al llegar a la mesa se levanta, mete la mano en el asiento de atrás y saca el folleto del deportivo que quiere comprarse.
—Hola, Vince.
Vince señala a uno y a otro.
—Clay Gainer. Ralph LaRue.
Ray fulmina a Vince con la mirada.
—Ray —dice—. Me llamo Ray.
No puedes hacer más. Se sientan, Clay y Vince a un lado, Beth y Ray al otro. Vince extiende la mano por debajo de la mesa, esperando que Beth le pase el cuchillo de pelar, pero ella se limita a quedarse mirándolo, con la misma expresión de placidez. No lo hagas, piensa Vince. Dios, no lo hagas. Clay abre el folleto y lo desliza por encima de la mesa.
—Para empezar, antes de seguir adelante con esto, te quiero preguntar si tienes algún problema con que me compre este coche.
Ray coge el folleto, le da la vuelta en la mano.
—Ya te digo si tengo algún problema, joder. Si trabajas conmigo, conduces un Cadillac. O un Mercedes, algo con clase. No puedes ir en esa mierda de japonesa tan cutre. Esto no es un coche, es un puto reloj de pulsera.
Ray le devuelve el folleto a Clay, que le lanza a Vince una mirada de ya te lo dije.
—Vale —le dice Vince a Ray—. Ya tienes lo que querías. Deja que Beth se vaya.
—A lo mejor luego —responde Ray, sonriendo.
Es entonces cuando Beth salta, y lo inesperado de su movimiento consigue que Ray se encare con ella, proporcionándole así el ángulo perfecto; Ray está tan sorprendido que no reacciona, ni siquiera levanta una mano cuando Beth le hunde el pequeño cuchillo de pelar en el pecho con todas las fuerzas que es capaz de reunir una mujer de cuarenta y cinco kilos de peso. Los tres hombres de la mesa contienen el aliento y pegan un respingo cuando el cuchillo se estrella en el esternón de Ray, y Vince tarda un momento en comprender lo ocurrido. Ray mira al frente, ileso; la hoja rota repica sobre la mesa de picnic, y la valiente Beth, la maravillosa Beth (impulsada ahora por el instinto) lo aporrea ahora con nada más que una empuñadura de plástico.
Ray golpea en la boca a Beth, que se cae del banco y va a parar al suelo. Ray se pone en pie de un salto, le pisa el cuello con un pie, saca la pistola del cinturón y apunta con ella a Vince, que ha recogido la hoja del cuchillo.
—Dame esa puta hoja.
Vince contempla un lugar por encima del hombro de Ray.
Ray levanta la pistola a la altura del rostro de Vince.
—Dame el puto cuchillo.
Ray le pega una patada a Beth, que se protege la cabeza con los brazos.
—Ahora te vas a comer ese cuchillo —le dice. Vuelve a agitar la pistola en dirección a Vince—. Dame la puta hoja, jefe.
El viento cesa, expectante, y por un momento todo es silencio; Vince sigue contemplando el punto sobre el hombro de Ray, hasta que finalmente le ofrece el cuchillo y Ray extiende la mano; en ese preciso instante, una sombra cae sobre su brazo, una mano carnosa aterriza en su hombro, y otra le arrebata diestramente el arma.
Ray gira sobre los talones y se topa de bruces con Ange, vestido con una gabardina negra y sonriendo cálidamente. Hay otro tipo a unos cuantos pasos de distancia, con gafas de sol. Vince no lo reconoce.
Ray está desconcertado.
—¿Ange?
—Ray. ¿Cómo te va?
—¿Ange? —Están pegados, los pies separados a la altura de los hombros, todo el mundo tenso, agitados por el viento sus abrigos. Beth los mira desde el suelo. Sin perder de vista a Ray, Ange entrega la pistola al tipo que tiene a su espalda, que se la guarda en un bolsillo de la gabardina—. ¿Qué…? —Ray traga saliva—. ¿Qué haces tú aquí?
—Rosquillas nos dijo dónde encontrarte.
Ray mira a Vince, sin comprender todavía.
Ange se mete las manos en los bolsillos.
—John quiere que vuelvas a casa, Ray.
—¿Sí? —Ray cambia el peso del cuerpo de un pie a otro; parece mareado—. Bueno… eso es… eso es… Sí. O sea, a la mierda este sitio. Claro. Gracias. —Se ríe, nervioso, y se vuelve hacia Vince—. Lo ves, te dije que querían que regresara.
—Claro —dice Ange—. Te necesitamos allí, Ray.
—Eres el mejor —dice el segundo tipo, como si estuviera leyendo un guión—. Una leyenda.
Ray sigue mirando fijamente a Vince, hasta que sus ojos se desvían y se concentran en un punto a su espalda. Tiene gracia el modo en que las manos de Ray oscilan inertes, como si no supiera qué hacer exactamente con ellas ahora.
—Lo siento —musita Vince.
Esto trae de vuelta a Ray, que pestañea un par de veces antes de enjugarse los labios.
—Que te jodan —dice, y se vuelve hacia Ange con una enorme sonrisa, casi valiente—. Estaba volviéndome loco aquí. Este puto tío —señala a Vince con el pulgar— se cree que lo sabe todo. —Mira a Beth, que se ha alejado arrastrándose—. Las zorras te apuñalan por la espalda… es imposible hacer un puto pavo… y no me hagas hablar de las pizzas. No te creerías cómo son las putas pizzas de aquí, Ange.
—Bueno, ya no tendrás que volver a preocuparte por las pizzas ——dice Ange.
Ray tiene una idea; hurga en los bolsillos buscando los fajos de dinero que iban a usar Vince y Beth para comprar la casa.
—Mira, tengo algo de pasta, Ange. Para John.
Ange sonríe.
—No hace falta, Ray, pero estoy seguro de que te lo agradecerá. —Da un paso adelante, coge los montones de billetes y rodea a Ray con un brazo—. Eres un buen hombre. Siempre pensando en los muchachos. —Camina con él, como quien se lleva a su hermano pequeño de un partido de béisbol. Ray se deja guiar voluntariamente. Ange lo conduce a través del aparcamiento y la acera hasta otro aparcamiento, adyacente; el segundo tipo sigue sus pasos a escasa distancia. Caminan hasta el fondo del aparcamiento, donde está aparcado un coche cuadrado de cuatro puertas de alquiler. Un tercer hombre se apea del vehículo y le indica a Ray que ocupe el asiento del copiloto.
Justo antes de montar, Ray vuelve a mirar al otro lado del aparcamiento, a la mesa, a Vince. Levanta la mano como si quisiera decir adiós, pero la deja inerte en el aire, y Ange le pega un codazo. Ray desaparece en el interior del coche. Vince observa atentamente el parabrisas del vehículo alquilado, pero no hace nada salvo reflejar las nubes grises.
Vince ayuda a Beth a levantarse del suelo; se sienta junto a él en el banco del merendero.
—¿Podemos irnos? —susurra Clay.
—Creo que no —dice Vince—. Creo que será mejor que esperemos.
Transcurrido un segundo, Ange se apea del coche y vuelve a cruzar el aparcamiento; el viento le encrespa el cabello negro y blanco como farallones de olas.
—Se suponía que tenías que traerlo aquí a las nueve —dice Ange.
—Tenía que votar.
—No me jodas. ¿A quién has votado, Rosquillas?
—Preferiría no tener que decirlo.
—Claro —dice Ange—. Lo entiendo.
Ange mira alrededor del aparcamiento.
—Ange, te presento a mi novia, Beth.
Beth saluda con la mano sana.
—¿Qué te ha pasado en el ojo? —Ange indica el coche de alquiler con la cabeza—. ¿Fue Ray?
Beth asiente.
—También me rompió el brazo.
—Lo siento. Ese tipo es un bruto. Mis más sinceras disculpas.
—Y este es Clay. Mi cartero.
Ange le estrecha la mano.
—¿Anda también por aquí tu dentista, Rosquillas?
Vince sonríe.
—Tengo que pedirte, Ange… el dinero que tenía Ray… no es suyo. Es mío. Iba a usarlo para comprar una casa y si…
Ange levanta una mano.
—Venga ya, Rosquillas. Sabes que no puedo hacer nada al respecto. Ahora ese dinero es de John.
Ange mira alrededor del aparcamiento, contempla la carretera a su espalda, y las calles que se dirigen al centro de la ciudad: cubiertas de casas achaparradas de piedra caliza y unos pocos edificios de oficinas más altos, rodeado el conjunto a ambos lados por colinas de suaves pendientes jalonadas de árboles, como una ciudad que alguien hubiera empezado a construir y hubiera dejado el trabajo a medias. Los coches circulan aletarga dos. Enfrente del restaurante, una farola se mece suavemente con el viento.
—Así que esto es. ¿Este es el sitio al que tantas ganas tenías de volver?
—Sí —dice Vince—. Este es mi hogar.
—No es exactamente lo que me imaginaba. Es menos… no sé. —Ange se encoge de hombros—. Menos. —Mira el coche al otro lado del aparcamiento, y de nuevo a Vince—. Pero seguro que es agradable.
—Entonces… ¿estamos en paz, John y yo? —pregunta Vince.
—Claro. —Ange se alisa los pantalones relucientes y parece estar buscando algo profundo que decir. Al final apunta a Vince con un dedo regordete—. Pórtate bien. —Cruza el aparcamiento hasta el coche de alquiler, con el viento ondulándole el dobladillo del abrigo. Abre la puerta de atrás del lado del conductor y se monta.
Ven cómo el coche entra en la calle y se aleja. Por un momento, solo se oye el viento que agita los árboles.
—No voy a conseguir mi coche, ¿verdad, Vince?
Vince responde sin ni siquiera mirar a Clay:
—No.
Se pasan toda la tarde tirados en el sofá; Vince contemplando el techo, Beth ovillada contra su pecho. Kenyon gatea alrededor de la mesa de café con un pañal, un jerseicito y zapatillas con cascabeles en los dedos. Tintinea hasta su dormitorio y saca sus juguetes de uno en uno para enseñárselos a Vince, sosteniéndolos lleno de orgullo. Trae una rana de peluche y la levanta para que Vince la vea.
—Rana —dice Vince.
Kenyon mira el juguete, lo suelta y gatea de nuevo hasta su cuarto. Regresa con un tren de cuerda.
—Eso es un tren —dice Vince.
El niño lo suelta y da media vuelta, totalmente serio, como si hubiera leído en algún manual de conducta para bebés que esta es la forma correcta de comportarse cuando hay invitados en casa.
—Balón de fútbol.
No hablan de lo ocurrido, de cómo Vince convenció a Ange para que viniera a Spokane e hiciera el trabajo personalmente, o de lo que probablemente haya sido de Ray. No hablan del dinero perdido, ni de la casa. Como tampoco hablan de lo que sucede ahora, aunque Vince piensa que Beth debe de hacerse una idea. Duermen por turnos, con uno vigilando a Kenyon en todo momento; el niño acarrea sus juguetes de acá para allá enfrascado en una suerte de desesperado inventario para infantes, deteniéndose una vez para tocar la nueva escayola blanca de Beth. Le dijo al médico de la sala de urgencias que había tenido un accidente de tráfico, y parecieron tragárselo. Después, Vince y ella acudieron al banco y cancelaron el préstamo para la casa. «Ay, en fin», fue lo único que dijo. Dejaron a Lenny en su coche en el aparcamiento de Dicks y realizaron una llamada anónima a la policía desde el banco.
—Una peonza —dice Vince.
La expresión de Kenyon no cambia. Suelta la peonza y sencillamente gatea de nuevo hasta el dormitorio.
Vince puede sentir a Beth; su peso distribuido equitativamente desde sus piernas hasta su pecho. Le gusta la sensación de tener todo su cuerpo tocando todo el de él. Ve cómo su espalda asciende y desciende con cada aliento. Y sus hombros. Le pasa la mano por el cabello y le besa la coronilla.
Beth se acurruca en su pecho.
—Repítemelo.
—Bueno —dice Vince—. Pediré algo de dinero prestado, buscaremos un edificio y abriremos un restaurante.
—Y yo seré la camarera.
Las palabras de Vince son apenas algo más que un susurro:
—Tú serás la camarera. Yo seré el chef. Lo llamaremos La Cesta de Picnic y lo serviremos todo en cestas de picnic. Habrá árboles pintados en las paredes, y algunas de las mesas serán mantas extendidas en el suelo. Serviremos pollo frito frío, emparedados y tartas enteras. Y habrá niños por todas partes, toboganes y columpios… Será como un parque, pero techado.
Kenyon reaparece con un osito de juguete.
—Oso —dice Vince.
—¿Y viviremos en una casa? —susurra Beth.
—Viviremos en una casa enorme, con parrilla y porche, y cuando esté fuera, Kenyon y tú podréis esperarme allí con un gran vaso de limonada.
Alan Dupree hace una mueca al levantar su maleta de la cinta transportadora de equipaje.
Phelps está riéndose todavía.
—Eres el único poli que conozco capaz de ir a Nueva York y conseguir que lo atraquen.
Dupree deja que Phelps coja la maleta.
—¿Entonces qué, un tipo se te echa encima, de la nada, te pone el ojo morado y te rompe las costillas?
—Algo así —dice Dupree.
—Dime que lo perseguiste.
—Lo perseguí.
—¿Te quitó la cartera?
—No.
—Bueno, ya es algo, por lo menos. Así resulta un poco menos ridículo.
Cruzan las puertas del aeropuerto, blanco y estilizado como corresponde a la era de los reactores, camino del coche de Phelps. Dupree suelta un gemido al sentarse. Phelps pone rumbo a la ciudad, se incorpora a la autopista y desciende por Sunset Hill en dirección a Spokane, con el sol rompiendo las nubes a sus espaldas, ocultándose a su hora. Phelps pone a Dupree al día de todo cuanto ha sucedido: el instructor de reparación de motores diesel de la escuela de formación para adultos que encontraron embutido en el maletero de su coche, y hoy mismo, el propietario de una tienda de equipos de música hallado cosido a puñaladas en el asiento del copiloto de su vehículo en la hamburguesería para automovilistas de Dicks. Con Doug, el dueño de la tienda de fotos de carnés y pasaportes de la semana pasada, eso hace tres cadáveres en ocho días.
—¿Y no hay ninguna conexión entre ellos? —pregunta Dupree.
—Ninguna aparente —dice Phelps—. No contengas el aliento, novato. A veces se dan rachas así. ¿Quién sabe por qué? Habrá algo en el agua, a lo mejor.
Dupree mira fijamente por la ventanilla.
Phelps dice que Vince Camden no ha vuelto a dar señales de vida desde su aparición en el despacho del alguacil.
—Probablemente haya vuelto a abandonar la ciudad.
Phelps sale de la autopista y entra en el vecindario que hay justo a los pies de South Hill. Busca la calle de Alan y Debbie y estaciona en su camino de entrada. Todas las luces están encendidas.
—¿Te tomarás el día libre mañana?
—No —responde Dupree—. Estaré allí.
Phelps se apea de un salto e intenta coger la maleta de Dupree, pero Alan se la arrebata y carga con ella personalmente. Ha recorrido la mitad de la distancia que lo separa del porche cuando Phelps lo llama:
—Oye, por cierto, buen trabajo. Averiguar que Camden estaba en el programa de protección de testigos. Lo hiciste bien, novato. No se puede pillar siempre a los malos.
—Ya —dice Dupree, sin volverse.
Dentro, entierra el rostro en el cuello de Debbie y repite la historia del atraco. Debbie le acaricia la cabeza y se dispone a prepararle algo de comer. Dupree se sienta en una silla de la sala de estar, saca un número de su cartera, descuelga el teléfono y llama.
—Centro de Tratamiento de Fair Oaks.
—Hola, quería saber si ha ingresado un paciente esta mañana.
—Lo siento. No podemos revelar información sobre nuestros clientes.
—Por favor. Lo dejé allí en persona. Solo quería saber si sigue ahí. Se llama Donnie Charles. Es policía.
—Lo siento, señor. No puedo.
—Por favor. Es importante.
—¿Es usted familiar suyo?
—No. Soy su… compañero.
Su interlocutora guarda silencio por un momento al otro lado de la línea; Alan puede oír cómo pasa las páginas.
—Está aquí —le confirma la mujer.
La cena es tranquila. Dupree acaba de meterse en la bañera cuando oye que suena el teléfono. Debbie dice: «Lo siento. Está en la bañera». A continuación se queda dormido y, cuando quiere darse cuenta, se despierta de una sacudida sumergido en agua fría y ve a Debbie de pie en la puerta del cuarto de baño.
—Alan. Creo que será mejor que salgas.
Dupree sale con una bata y ve a Vince Camden, de espaldas a ellos, sentado en el sofá de Dupree, tomándose una taza de café y viendo los resultados de las últimas elecciones. Dupree mira a Debbie.
—Perdona. Me dij o que tenía algo para ti. No quería molestarte. —Dupree le da una palmadita conciliadora en la mano, y Debbie regresa a la cocina.
Hay un tipo de mentón abalconado en la tele, con el brazo alrededor de su esposa, agitando las manos ante un salón lleno de partidarios en un hotel del centro de la ciudad, repartiendo apretones de manos mientras las cifras de la pantalla hablan por sí solas: «60 por ciento de los distritos; Grebbe 61,4 por ciento; Thomas 38,6 por ciento».
Vince Camden se da la vuelta por fin.
—Eh. —Levanta la tarjeta de visita que le diera Dupree hace días, con el número de teléfono de su casa en el dorso—. Disculpa. Llamé y le pedí la dirección a tu esposa. No quería esperar hasta mañana.
—¿Vas a…?
Vince Camden asiente.
—Voy a entregarme.
—¿Por…?
—¿Qué prefieres? —pregunta Vince. Sonríe—. He estado robando tarjetas de crédito. Vendiendo marihuana. —Vince cambia de postura en el sofá—. Y te puedo decir quién asesinó a Doug, el tipo de la tienda de fotos. Y a Lenny, el del coche del aparcamiento de Dicks hoy. Y quizá más.
Dupree se queda mirándolo.
—No fui yo —dice Vince—. Fue este tipo, Ray. Estaba en mi casa el día que apareciste. Lo hizo él.
—¿Cómo lo sabes?
—Bueno, le vi matar a Lenny. Lo apuñaló en el hombro con un cuchillo de pelar.
—¿Sabes dónde está este tal Ray?
—No —dice Vince—. No lo sé. Se alojaba en un motel al oeste de la ciudad. Pero ya no está allí. La última vez que lo vi decía que regresaba a Nueva York.
—¿Solo?
—No te lo puedo decir.
Dupree no está seguro de interpretar correctamente la inflexión, si es que Vince no lo sabe, o no quiere decírselo.
Vince vuelve a fijarse en la televisión. Dupree se queda a su espalda, en bata, sin saber qué debería hacer a continuación. O qué quiere hacer. Está condenadamente cansado. Al final se sienta en su tumbona, junto al sofá, enfrente del televisor.
Debbie regresa de la cocina, deja una bandeja de pan de banana cortado en rodajas en la mesa para el café, y llena la taza de Vince.
Vince prueba el pan de banana.
—Esto está riquísimo, señora Dupree.
—Gracias. —Debbie mira a su esposo, pidiendo ayuda.
—Ah, perdona —dice Dupree—. Este es… —Se interrumpe—. Marty, o…
Vince sonríe.
—Vince. Por favor, llámame Vince.
—Vince, esta es mi mujer, Debbie.
Se dan la mano, y a continuación Vince vuelve a concentrarse en su pan de banana, dando bocaditos sobre su platillo. Se sientan juntos como una familia, viendo los resultados locales. Los republicanos están haciendo grandes progresos; incluso pesos pesados como Warren Magnuson y Tom Foley corren peligro de perder. El resultado de las presidenciales se anunció hace horas, con Reagan ganando por nueve puntos y cuatrocientos votos electorales. Hay cierta rabia dirigida contra Jimmy Carter por haberse rendido tan pronto, cuando las urnas seguían abiertas en el oeste, y el busto parlante del telediario da paso a una cinta de la concesión de Carter, flanqueado por enormes barras rojas y blancas, con los nudillos apoyados en el estrado, Rosalynn y Amy avergonzadas a su lado, como cómplices de conspiración, los brazos inertes a los costados; el trío parece la viva estampa de una familia pobre del sur a la que estuvieran a punto de echar de su casa. Carter tiene los ojos hinchados y enrojecidos («Hace cuatro años os prometí que no os mentiría nunca, por eso esta noche no puedo deciros que no es doloroso») y su semblante parece profundamente distinto del de quien llegara hace tan solo cuatro años, como si el tiempo y la presión se hubieran confabulado para cortar los músculos y conseguir que sus conocidos rasgos se deformaran. «Apelo a la nueva administración para que resuelva los problemas que aún se ciernen ante nosotros. Y para restaurar la unidad en los Estados Unidos».
Dupree mira a Vince Camden. Tiene la boca entreabierta y contempla las imágenes como si todo esto estuviera pasándole a él.
—Me visto y nos vamos —musita Dupree.
Vince asiente con la cabeza sin apartar la mirada del televisor.
Dupree regresa vestido con unos vaqueros y un jersey. Tiene las esposas a un lado, esperando que Vince no repare en ellas, sin saber muy bien qué importancia podría tener eso. Debbie ve los grilletes y enarca las cejas. En la tele, Reagan se muestra exultante, confiado; está en su salsa («No me asusta el futuro, como tampoco creo que asuste al pueblo americano») con el pelo negro repeinado a la derecha, gemelos asomando en las mangas de una camisa blanca planchada, bajo unos hombros diseñados para llenar un traje oscuro. Ofrece ya un aspecto más presidencial que el hombre al que ha derrotado, y Nancy brilla esquelética junto a su codo («Juntos haremos lo que haya que hacer. Volveremos a poner los Estados Unidos manos a la obra»), mientras él levanta el pulgar para la horda de partidarios, los carteles de Reagan saltan arriba y abajo y una lluvia de confeti inunda el salón del hotel.
La historia son simplemente recuerdos que aún no se han tenido. La historia es este ciclo de arrogancia y caída, arrogancia y caída, y cuando algo ocurre, es imposible recordar cuándo se desconocía que fuera a ocurrir, cuándo hubo otro posible resultado aparte del actual. Reagan agita los brazos. «Aunque el resultado hubiera sido tan ajustado como anticipábamos, seguiría dando igual. Este momento es la mayor lección de humildad de mi vida».
Por fin, Vince se reclina en el sofá. Levanta la cabeza y sonríe.
Dupree no acaba de interpretar la expresión de su rostro, una suerte de rendición divertida, el reconocimiento de la ironía, quizá.
—¿Qué sucede?
—Acabo de darme cuenta: me van a condenar por un delito de fraude con tarjetas de crédito.
Como poco, piensa Dupree. Pero no quiere que Vince se eche atrás, de modo que dice:
—Mira, si colaboras, si es verdad lo que afirmas sobre tu amigo Ray, quién sabe… podrías salir dentro de uno o dos años. Tal vez menos.
—No, ya lo sé —dice Vince—. Pero seguiría siendo un delito grave. —De nuevo esa sonrisilla sardónica.
—Sí —dice Dupree, expectante—. Y…
—Nada… Nada. —Sin dejar de sonreír, Vince mira la televisión; la pantalla es una maraña de confeti, globos y banderitas, y en el centro, un hombre casi septuagenario que jura liberar a su pueblo de temores e inseguridades, conseguir que dejen de sentirse débiles y vulnerables, que promete solemnemente conducirlos de nuevo al pasado.
Vince aparta la mirada.
—¿Al final qué era yo, el cuervo o el lago?
—No lo sé —confiesa Dupree—. Tal vez ambos.
—Sí, me figuraba algo así —dice Vince—. ¿Preparado? —Se pone de pie, le ofrece las muñecas a Dupree y comienza su vida.