7

David Best pugna por levantarse del asiento del conductor de un Mercury Bobcat color champán, con la barriga señalada como una rolliza pieza de asado por el canto del volante. Cuando por fin consigue apearse, vuelve la vista hacia el coche, con desdén, cierra la puerta de un empujón, se gira hacia el aparcamiento y se topa de bruces con Vince Camden.

David da un respingo y se lleva una mano al pecho.

—Vince. Dios. Me has dado un susto de muerte.

—No me puedo creer que trajeras aquí a Ray Scatieri.

David todavía parece asustado; retrocede un paso.

—¿Qué? ¿De qué me hablas?

—Ray Scatieri. Lo pusiste en el programa de protección de testigos y lo trajiste a Spokane. Dios, David. ¿Tienes idea de quién es este tipo? Es una bestia.

Los grandes carrillos de David se tiñen de rojo y mira a todas partes, antes de apretar los labios.

—Maldita sea, Vince. No puedes contactar con ningún otro miembro del programa…

—Ah, «contactamos», ya lo creo —dice Vince.

David se pone serio. Mira de reojo por encima del hombro, a ambos lados.

—Acompáñame.

Vince sigue a David al interior del edificio. Es temprano y el vestíbulo está vacío. Las puertas de acero del ascensor se abren y suben en silencio hasta el sexto piso, con David negándose a establecer contacto visual. Vince contiene un bostezo. No ha dormido más que unas pocas horas en toda la semana.

El recibidor de roble del alguacil está vacío. Entran en el despacho de David y este se sienta en su mesa; extiende las manos a los lados en un gesto de rendición, o de posibilidades infinitas, o puede que no haya ninguna diferencia.

—Está bien —dice David—. ¿Ahora adónde?

—¿Cómo?

—Cuando dos testigos se encuentran, movemos ficha. Así que… ¿adónde? Tú eliges. ¿Adónde quieres ir?

—Yo no… —Vince mira por la pequeña ventana: ha amanecido nublado. No había pensado en eso. Claro. ¿Por qué dejar que te lleven a otra parte? Aléjate de Sticks, de Lenny, de esto que Gotti quiere que hagas, y sencillamente… desaparece. Empieza otra vez. De cero. Esfúmate.

David busca en un cajón, saca un mapa y lo despliega encima de la mesa entre ellos.

—¿No me dijiste una vez que querías abrir un restaurante? De acuerdo. Te ayudaremos. Escoge una ciudad y te encontraremos un edificio.

El mapa muestra todo el país, veteado de carreteras y ríos, moteado de montañas, los estados perfilados en negro, separados por distintos colores, marcadas con estrellas las capitales. Hay solaz en estas figuras tan familiares; uno pasa los dedos por los bordes y recuerda un puzzle de primaria… y es así, como si te tocara elegir: cada estado una ficha de rompecabezas, los suaves cantos paralelos de Tennessee, todos esos rectángulos en el centro, las superficies aserradas de los estados limítrofes con ríos. Cuando eras pequeño, solías coger las pequeñas Florida e Idaho del puzzle e imaginarte que eran pistolas, culatas los istmos. Solías disparar a los demás niños con Florida, por el amor de Dios.

—¿Hawai? —sugiere David, como si estuviera ofreciéndole un trago—. ¿California?

Los ojos de Vince saltan del mapa a la foto del presidente Carter (apenas cuatro años atrás su rostro acusaba la carga de la responsabilidad y el temor) y entonces lo sabe.

A veces un solo instante basta para conectarte con tu tiempo. El presidente Carter lo observa fijamente en muda aquiescencia. La cosa es así: tú estás ahí viviendo tu vida, y entonces, cada cuatro años, te dan voz y voto… un diminuto derecho a decidir cómo debería desarrollarse este momento, y es a un tiempo real y abstracto, como los bordes negros alrededor de los estados, un remedo de la entidad real que representa… un diminuto derecho a decidir en qué dirección gradual vamos a ir, y claro, es un proceso cínico: reaccionario, reduccionista, engañoso…; pero, maldita sea, si aunque solo sea cada cuatro años consigue que te pares a pensar que formas parte de algo mayor, quizá cada puta ocasión sea un diminuto milagro.

Vince se toca la frente con la yema de los dedos y dice, con voz queda:

—¿Por qué trajiste aquí a Ray Sticks, David?

David aparta el mapa.

—Vince. No puedo hablar contigo de esto.

—David, ese tipo es malo…

—Ese tipo es potencialmente el testigo más valioso del país, Vince.

—¿Pero aquí? ¿Tenías que traerlo aquí?

David se encoge de hombros.

—¿Qué quieres que hagamos, Vince? Hay tres mil personas en este programa, un buen número de ellos mafiosos, y no podemos llevarlos a Nueva York. Ni a Detroit. Ni a Cleveland. Ni a ninguna otra parte donde opere el hampa. Vale, quitamos las veinte ciudades más grandes y sus suburbios. Quitamos Las Vegas. Y Atlantic City. ¿Qué nos queda? ¿Lexington? ¿Des Moines? ¿Phoenix? ¿Spokane? Ya me dirás. ¿Dónde quieres que tiremos la basura, Vince? ¿Qué barrio quieres que llenemos de escoria? ¿Dónde se supone que vamos a dejar a un tipo así? ¿Dónde se supone que vamos a dejar a un tipo como tú?

Vince se merece la pulla.

—¿Hay más?

—¿Aquí? —David se lo piensa antes de responder; se encoge de hombros—. Claro. En cualquier momento dado, habrá cuatro o cinco. Esta es una buena ciudad para nosotros, de hecho. Comunidad italiana. Asequible. Aislada. Un sector servicios fuerte. Oficinas federales. Lo bastante grande como para que os integréis, pero no tanto como para que podáis meteros en muchos problemas.

Vince se pregunta si conoce a alguno de ellos, e inmediatamente empieza a pensar en el tipo: el lavaplatos de Geno’s, el cojo bajito que solía jugar a las cartas en el local de Sam. Recuerda el término que empleó el oficial Dupree: «fantasmas».

—No puedes poner a alguien como Ray Scatieri en un sitio como este, David. Es un criminal.

—¿Ah, sí? —David suspira—. ¿Qué hace? ¿Apuesta? ¿Roba tarjetas de crédito? ¿Vende marihuana?

Vince aparta la mirada, hacia el retrato de Jimmy Carter.

—¿Qué hay de ti, Vince? ¿Se vive bien haciendo rosquillas? —El rostro de David no delata la menor emoción—. Mira. Sabemos que ser legal es un reto. Cuando uno trabaja con zorros, a veces pierde alguna gallina.

»Y a veces hay que cambiar al zorro dos veces de sitio. —David se inclina hacia delante y empuja el mapa delante de Vince—. Vamos, Vince. Elige una ciudad nueva. Un nombre nuevo. Deja atrás toda esta paranoia y tu pequeña operación de ajuste de cuentas.

Tiene razón, desde luego. Es la única manera de escapar tanto de Ray Sticks como de Johnny Boy. Y puede que incluso de él mismo. Transcurrido un momento, Vince coge el mapa. Empezar de cero. De verdad, esta vez. Evaporarse. Vince mira el mapa.

—Bien. —David sonríe—. Empezaré a arreglar los papeles. —Sale a la oficina exterior. Cierra la puerta a su espalda.

Vince mira fijamente el extremo sudoriental del estado de Nueva York, donde la isla de Manhattan parece la punta de una astilla… una mota diminuta, inofensiva. El mundo. Benny está en esa mota, y Tina. Hace solamente un día que él estaba en esa isla, en un taxi con Ange, hablando de cómo asesinar a Ray Sticks. Ese es el problema de los mapas como este, que solo muestran la superficie de las cosas, no la verdad que hay debajo. ¿Cómo sabe David lo de la marihuana y las tarjetas de crédito… su «operación de ajuste de cuentas»?

Vince se levanta, mira alrededor de la oficina, y cuando abre la puerta del vestíbulo ve la ancha espalda de David, que está al teléfono, susurrando:

—Lo retendré aquí hasta… —David se endereza y, consciente de que está siendo observado, se gira y ve a Vince de pie en la puerta. David musita algo sobre tener que irse y cuelga. Mira a Vince como si lo viese por primera vez—. Te has cortado el pelo.

—¿Era la policía? —pregunta Vince.

David se lo queda mirando, como si intentara calcular las posibilidades de éxito de una mentira. Al final, se encoge de hombros.

—Enviaron un agente a Nueva York. Dedujo que estabas en el programa. Un tal detective Phelps me llamó anoche y dijo que querían hablar contigo. Vienen de camino, Vince.

—¿Qué dijo?

—¿Phelps? Dijo que estabas involucrado en algo… robo de tarjetas de crédito. Venta de marihuana. Y quieren interrogarte acerca de un homicidio.

—Ya he hablado con ellos de eso.

—Bueno, pues quieren hablar otra vez.

—No he matado a nadie, David.

—Se lo diremos cuando llegue.

—Ya se lo he dicho.

—Se lo repetiremos.

—¿Me estás deteniendo, David?

—Te estoy pidiendo que te quedes aquí y colabores con la policía.

Vince mira alrededor del despacho.

—¿Y qué posibilidades tengo de llegar al vestíbulo y salir por la puerta antes de que lleguen? ¿Antes de que llames a seguridad?

—Venga ya, Vince. —David se ríe.

—¿Una entre cinco? ¿Una entre diez?

David no parpadea.

—¿Puedo elegir, David? —Vince sale del despacho de espaldas y camina sin prisa hacia el ascensor. Espera que David desenfunde una pistola o lo derribe, o al menos que llame a los agentes de seguridad del edificio, pero el hombretón se limita a seguir sus pasos como un hermano pequeño.

—Eh, vamos, Vince —dice—. Espera y habla con la policía. Arreglaremos esto y te recolocaremos de nuevo. Venga ya. Habla con ellos.

—Me entregaré mañana. —Vince sube al ascensor—. Antes tengo que hacer una cosa.

—Vince. ¡Piensa! No seas estúpido.

Tiene gracia. Esas fueron las palabras exactas que usó Ange en el aeropuerto antes de desembucharlo todo: el FBI relacionaba a Ray Sticks con algún asunto podrido en Filadelfia y hacía meses que llevaba encima un micrófono, mientras supuestamente esperaba a que pasara la tormenta en Nueva York. De repente, un buen día, desapareció. Potencialmente, Sticks sabía lo suficiente como para poner a Gotti y su banda a la sombra durante años, de modo que el trato de Johnny Boy con Vince era sencillo: vuelve a Spokane, mata a Sticks, y el resto de tu deuda desaparecerá de los libros. Le estarías haciendo un favor al mundo, había dicho Ange, y Vince sabía que era verdad. ¿Y si no eliminaba a Sticks? Bueno, entonces acudirían a cobrar las dos deudas de Vince. Fue cuando Vince dijo que no estaba seguro de poder hacerlo que Ange sonrió: «No seas estúpido».

Las puertas del ascensor se cierran sobre el semblante preocupado de David, y Vince pulsa el botón de la segunda planta. Sale y se dirige con paso tranquilo hasta el hueco de la escalera, toma los escalones y deja atrás el primer piso, camino del sótano. La puerta da a un pasillo con el suelo de cemento. Vince lo recorre hasta llegar a una taquilla, la abre y encuentra un mono de trabajo. Se lo pone y continúa andando, cruza una puerta que da a la zona de descarga que hay en la parte de atrás del edificio, agarra una caja enorme de papel higiénico y la sostiene encima del hombro, sobre su cara. Sale a una rampa detrás del edificio, sube a la altura de la calle, y se dispone a cruzar la carretera con la caja cuando un coche patrulla sin distintivos dobla la esquina con un chirrido. Al pasar, Vince ve al detective bigotudo, Phelps, y a otro agente en el asiento de delante. Pasan de largo y Vince cruza la calle despreocupadamente, tuerce hacia Riverfront Park, deja el papel higiénico en un banco del parque, se baja la cremallera del buzo, se lo quita y atraviesa el parque con paso sereno.

En su pequeño despacho, bajo un diploma de Fordham y un puñado de fotografías enmarcadas donde sale él con algunas amistades del hampa, Benny DeVries parece más relajado y socarrón que la noche que Dupree lo interrogó en la calle. Dupree se sienta en la silla enfrente de la mesa de Benny y le agradece al abogado que haya accedido a verlo de nuevo.

—Seré breve. Solo tengo un par de preguntas más.

Benny lanza una mirada de impaciencia al reloj.

—Ya le dije todo lo que sabía.

Dupree menea la cabeza.

—Bueno, no. No lo hizo.

—¿A qué se refiere?

—Aquella noche me dijo usted que no lo había visto…

Benny se reclina, sonriendo, divertido.

—Así es.

—… y yo le pedí que me avisara si veía a Vince.

—Y yo le dije que lo haría. Escuche…

—Caí en la cuenta esta mañana. Dije «Vince», no «Marty». No le había dicho que su nuevo nombre fuera Vince. Me dijo usted que no había vuelto a saber nada de él desde el juicio, y sin embargo sabía que el nombre que le pusieron en el programa era Vince.

Benny DeVries se lo queda mirando fijamente un momento, antes de esbozar una amplia sonrisa.

—Sí. Tiene gracia. O sea… no significa nada: podría haber deducido que te referías a Marty, o puede que utilizara el nombre de Vince antes en esa misma conversación. Pero sí… no está mal.

Dupree se inclina hacia delante y suelta su discursito.

—Mira, Benny, lo que menos me apetece es presentarme como caído del cielo y causarte un montón de problemas.

—Problemas —repite Benny, sonriendo todavía.

—Pensaba que deberíamos hablar una vez más antes de que esto llegue a oídos de la fiscalía o del colegio de abogados.

La sonrisa se ensancha.

—¡El colegio de abogados!

—Mira, podría echarte una mano si me dijeras dónde está Vince, pero tienes que hacerlo ahora, antes de que empiece a caer la mierda.

Benny se ríe y enciende un cigarro, sin perder la sonrisa.

—Necesitas desesperadamente un poli malo. —Pega una calada al pitillo—. A ver… ¿cómo decías que te llamabas?

—Dupree.

—Bien, detective Dupree. Para empezar, asumamos que he visto a nuestro amigo y te he mentido al respecto. Mi polla asomará la cabeza fuera de mis pantalones, echará alas y revoloteará por esta habitación antes de que tú encuentres un solo fiscal en toda Nueva York que esté dispuesto a enfangarse en cuestiones de privilegio y acusarme de algo tan nimio como esto. Número uno. Dos, los fiscales de donde coño sea que vengas…, suponiendo que sepan caminar sobre dos piernas…, no tienen jurisdicción aquí. Y tercero, por lo que al colegio de abogados respecta, te puedo dar el número de teléfono del presidente del comité disciplinario, si quieres, porque fui padrino en su puta boda.

»Y aunque consiguieras acusarme de algo, sería tu palabra contra la mía, y al final, ni siquiera tiene importancia. ¿Quieres saber por qué?

Dupree guarda silencio.

—Porque no me preguntaste si había visto a Vince Camden. Me preguntaste si había visto a Marty Hagen. Pues bien, ya no hay ningún Marty Hagen. Vosotros os ocupasteis de eso. Así que, de uno u otro modo… te dije la verdad. No he vuelto a ver a Marty Hagen desde su juicio. ¿Que si he visto a Vince Camden? No fue eso lo que me preguntaste. Y ahora fuera de mi despacho, y no vuelvas sin una orden, pedazo de mierda.

—Creo que no entiendes lo que intento decirte…

—¡Lo que entiendo es que alguien intenta apretarme las tuercas! —Benny está exaltado, sonrojado, y no quiere que esto acabe todavía—. ¿Cuánto hace que eres policía?

Dupree lo mira.

—Cinco años.

—¿Cuántos años tienes?

—Veintisiete.

—¿Cuánto hace que eres detective?

Dupree considera la posibilidad de mentir, pero no quiere darle esa satisfacción a este tipo.

—Tres semanas. Es una asignación temporal.

—Eres un novato. —Benny se inclina hacia delante sobre su mesa y sonríe—. ¿Te gusta mi ciudad, novato?

Dupree sonríe a su vez.

—Ha sido un fin de semana muy largo.

Benny se ríe y se retrepa en su silla.

—¿Quieres que te dé un consejo, estúpido cabrón?

—No sé si me podré permitir tus honorarios.

—Es gratis.

Dupree espera.

—Mi consejo es el siguiente: Vete a casa. Este lugar no es como el sitio del que vienes. En la apertura de un restaurante en la ciudad de Nueva York hay más corrupción, doble juego y sobornos que en todo el historial criminal de tu pequeña ciudad.

Dupree lo mira.

—En Spokane también tenemos abogados listillos con cortes de pelo cutres.

Dupree se pone el abrigo, mete la mano en su cartera y saca una hoja de papel del expediente de Martin Hagen.

—Permite que te dé un consejo. La próxima vez que decidas que la única forma de impedir que un tipo se case con tu hermana consiste en meterlo en el programa de protección de testigos, no amañes un informe del FBI para convencerlos de que van a por él.

Deja la página delante de Benny, que ni siquiera la mira.

—¿Eso qué es, perjurio? ¿U obstrucción?

Finalmente, Benny baja la vista a la hoja.

—El agente del FBI que consiguió la orden para realizar esta grabación dijo que provenía de otro caso, un tal Breen. —Dupree señala la página con el dedo—. Alguien la manipuló y sustituyó el nombre de Hagen por el de Breen. Resulta que le he contado a dicho agente del FBI cómo estudiaste con el fiscal del caso, y resulta que ese tipo es el mismo que se encargó de la acusación de Jerry Breen. ¿Crees que se trata de una coincidencia?

La mano de Benny acude a su sien. Afuera, en la calle, un conductor aporrea su claxon.

—¿Dónde está?

—No lo sé —susurra Benny—. Lo vi hace dos días.

—¿Me llamarás si recibes noticias de él?

Benny asiente con la cabeza.

Dupree se dispone a marcharse y, en el último momento, se agacha sobre la mesa del abogado.

—¿Qué tal así, Benny? ¿Suficiente poli malo para ti?

Tic entra en la cocina y sus labios dibujan una enorme sonrisa.

—¡Míster Vince! ¡Has vuelto! —Tic lleva puesto el delantal de panadero, espolvoreado de azúcar y harina—. ¿Qué tal el entierro, tío? ¿Todo triste y esas cosas?

—No ha sido todavía —responde Vince.

—No ha parado de venir gente preguntando por ti. Maderos. Y otro par de tipos. El viejo está acojonado. ¡Ah! —Tic da un saltito al acordarse de algo—. Toma, tío. Esto es tuyo. —Se desata el delantal y se lo ofrece a Vince.

—No. —Vince sacude la cabeza—. Ahora es tuyo.

—Yo no soy repostero —dice Tic—. Tú eres el repostero.

—No, no voy a quedarme, Tic. Solo he venido a hacer un par de cosas. Esto es tuyo. Ahora eres tú el repostero.

Tic mira fijamente el delantal.

—Es como si tú fueras Obi-Wan y yo fuera Luke. Estoy emocionado, en serio. —Coge el delantal y hace una reverencia.

Vince le da una palmadita en el hombro. Pasa junto a Tic camino del trastero, entra y pone el cubo del revés. Se sube a él y tantea alrededor de las baldosas del techo en busca de su llave. Abre la trampilla y baja al sótano con su mochila. Tira de la cadena para encender la luz, lanza una mirada furtiva escaleras arriba, mueve los sacos vacíos, saca su caja de seguridad y la abre. Allí está todo: veinte mil y cambio.

Vince mira en rededor antes de levantar un saco de harina vacío del suelo y guardar dentro el dinero. Luego mete el saco en su mochila. Una vez arriba de nuevo, Tic lleva el delantal puesto y sostiene la hoja de una libreta doblada.

—Eh, ¿sabes esa tía buena que siempre se lleva una docena los miércoles? ¿Farrah? Se presentó aquí esta mañana a primera hora y dejó esto para ti.

Vince coloca la nota delante de sus ojos:

Vince. Llámame, por favor. Tengo que decirte algo importante. Kelly.

Vince usa el teléfono de la cocina. Kelly se siente aliviada al oír noticias suyas y quiere saber si tiene tiempo para hablar. Acuerda recogerlo a dos manzanas de la tienda de rosquillas, en el callejón. Cuando cuelga, Vince se acerca a la puerta de la cocina y mira por encima del hombro al interior del local. Tic se encuentra en el puesto habitual de Vince, tras los expositores, con un pie encima de una caja de leche, hablando con uno de los viejos de los partidos de la NFL del domingo, sobre si la victoria de los Steelers contra los Packers significa que por fin han empezado a enmendarse. Nancy deambula entre las mesas llenando tazas de café. Sobre las mesas de formica flotan hilachos de humo de cigarro como humeras de fogatas de campamento.

¿Y si uno pudiera tomar instantáneas mentales, congelar el mundo en el tiempo y el espacio? Luego podría repasar sus recuerdos como un álbum: la última vez que vio juntos a sus padres, el cielo desde el asiento del conductor del primer descapotable robado, la mañana en que dejaste a Tina en la cama y te entregaste al FBI. Se le ocurre que este sitio es lo más parecido a algo así.

Vince aspira por última vez los ricos olores: rosquillas, café y cigarrillos. Empuja la puerta de espaldas, se carga la mochila al hombro, cruza la cocina y sale por la puerta de atrás.

Dupree se deja caer en la cama de su habitación de hotel.

—¿Está ahí?

—Sí —dice Phelps al otro lado de la línea—. Anoche llamé al alguacil encargado de su caso y le conté lo que habías averiguado acerca de Camden. Me dijo que colaboraría. Luego, esta mañana, me llama y dice que Camden ha estado en su despacho.

—¿Cuándo ha vuelto?

—Mientras tú visitabas la Estatua de la Libertad, por lo visto.

—¿No ha dicho nada?

—Le dijo al alguacil que no había matado a Doug y que tenía algo que hacer, pero que se entregaría mañana. Luego salió corriendo. Tenemos vigilada su casa, pero de momento… nada.

—¿Qué hay de la chica? —pregunta Dupree—. Su coartada. ¿Has mandado a alguien allí?

—Andamos un poco escasos de personal ahora mismo —dice Phelps—. La policía del condado encontró anoche a un tipo con una bala en la cabeza, encajonado en el maletero de su propio coche. Lo digo en serio, novato: tengo la impresión de que va a ser uno de esos días. Hablaremos cuando vuelvas.

Después de colgar Dupree se dirige al cuarto de baño, recoge su kit de afeitado y lo guarda en la maleta. Hoy pensaba ir a ver a Dominic Coletti y volver a hablar con Benny, pero ahora no hay necesidad. Llama a una agencia de viajes, cuya recepcionista lo pone en espera, vuelve, y le dice que hay un vuelo de United Airlines de Kennedy a Denver dentro de noventa minutos. Si hace un breve trasbordo podrá llegar a Spokane a las diez de la noche.

Llama a Debbie para decírselo, pero no obtiene respuesta. Descarga la pistola, guarda la munición en el neceser y mete el arma junto a la sobaquera en su maleta, agarra la chaqueta y sale corriendo al pasillo del hotel. Se dirige aprisa a la zona de ascensores, dobla la esquina y se encuentra contemplando la amplia espalda de Donnie Charles, que está estudiando el pasillo para ver qué dirección siguen los números de las habitaciones. Su enorme cabeza se gira y se topa de bruces con Dupree.

Acerca de Donnie Charles: el lado oscuro de su mentón se ve carmesí y amarillo, abultado como si estuviera mascando tabaco. Tiene la boca cosida, por dentro y por fuera; los alambres, sujetos en la gruesa nuca escalonada, pasan por debajo de su barbilla y desaparecen finalmente entre unos labios semejantes en forma y color a dos gruesas lombrices de tierra. El verdugón que corona su ojo es achatado y rojo como la sangre de toro. La cuenca de su ojo derecho es una rendija amoratada.

Se quedan mirándose un momento y Dupree no puede contenerse; retrocede un paso.

—Supongo que no habrás venido para llevarme al aeropuerto.

Charles mete la mano en el bolsillo y saca una libretita en espiral y un bolígrafo. Garabatea algo y le enseña la hoja a Dupree.

QUÉ HORA VUELO

—Dentro de una hora y media.

Charles asiente con la cabeza. A continuación, avanza tan deprisa que Dupree apenas si tiene tiempo de reaccionar ante la rodilla que lo levanta del suelo y lo deposita de un golpazo en la alfombra con dibujos. Se sienta y Charles le pega una patada en la cara que lo manda rodando por los suelos. Cuando recupera la vista, Dupree ve que Charles se cierne sobre él, encorvado sobre la libreta y el bolígrafo. Al final, se agacha y gira el bloc de cara a Dupree, que tiene que aislarse de sus jadeos entrecortados para concentrarse en las palabras:

NO VAS A LLEGAR AL AVIÓN

Kelly reduce la marcha y aparca su Mustang II enfrente de la casa de Aaron Grebbe.

—Vince. ¿Puedo preguntarte una cosa? ¿Ocurrió algo la noche que saliste con Aaron? —Lleva el pelo rubio recogido en una coleta, y Vince se pregunta cómo conseguirá atirantarse de ese modo el cabello en las sienes; es una superficie lisa, estriada, lustrosa y perfecta, de cien tonos distintos de oro. Kelly cambia de postura en la palma azul de un asiento envolvente; Vince tiene que hacer un esfuerzo para no acariciar la larga línea de tela vaquera que ciñe su pierna.

—No. Nada extraordinario —miente Vince.

—Es que… —Kelly indica el dúplex de Grebbe con la cabeza—. No ha venido al trabajo esta mañana. No está haciendo campaña. Anoche no se presentó a un foro de candidatos. Ni siquiera atiende mis llamadas. Es solo… No sé qué hacer, Vince.

Vince mira a su alrededor.

—¿Dónde está su camioneta?

—Se la habrá llevado su esposa. Está solo ahí dentro. —Mira a Vince de soslayo, como si pudiera estar preguntándose cómo sabe ella eso—. Esta mañana me senté aquí y vigilé la casa. No hace más que deambular de una habitación a otra. Me parece que está bebiendo. —Se tapa la boca (esos dedos largos, elegantes) y Vince se da cuenta de que está contemplándola como si fuese una obra arquitectónica, con admiración, con anhelo incluso, pero siempre de lejos.

No sabía a quién más llamar. Pensé que tú sabrías qué hacer.

—Está bien. Hablaré con él. —Vince le da una palmadita en el hombro. Coge su mochila y abre la puerta del coche.

—¿Vince?

Vince vuelve la vista atrás.

—¿Le dirás… que lo siento? Que no… —Deja la frase sin terminar.

Vince asiente con la cabeza y sale del coche a la calle. Al otro lado de la carretera sube los escalones, toca el timbre de la puerta y oye un arrastrar de pasos dentro de la casa. La mirilla se oscurece. Un segundo después se abre la puerta.

Aaron Grebbe está sin afeitar, vestido con unos pantalones de chándal, sin camisa. Tiene los hombros fuertes, es musculoso. También está borracho.

—Eh. Mi único partidario.

Grebbe da media vuelta y entra en la casa.

—Pasa. Sírvete un trago. Estaba viendo Match Game. ¿A ti te gusta Match Game? A mí me gusta Match Game.

Vince sigue a Grebbe a una sala de estar situada a un nivel más bajo y enmoquetada, donde un ejército de botellas se despliega sobre el equipo de alta fidelidad de madera blanca. Grebbe se desploma en el sofá con un vaso alto de licor rojizo y un par de cubitos casi derretidos. Vince se acerca al bosque de botellas y las encuentra casi todas vacías. Hay una de ron negro medio llena, no obstante; se sirve un vasito y se deja caer en una tumbona de cuero marrón. Grebbe mete la mano en el cenicero desbordado y revuelve las colillas hasta dar con un cigarro digno de volver a encenderse.

En el enorme televisor, el sonido está puesto al mínimo. Gene Rayburn sonríe ferozmente; le dice algo a uno de los concursantes.

—Bueno, ¿estás bien? —pregunta por fin Vince.

Grebbe pasa la mirada del televisor a Vince.

—Estupendamente.

—Me ha llamado Kelly. Está preocupada.

Grebbe pega un trago del vaso que tiene en la mano.

—No puedo hablar con Kelly ahora mismo.

—¿Lo ha descubierto tu esposa?

Grebbe parece estar a punto de echarse a llorar.

—Quiero a Paula. De veras que sí. Si me hubiera parado a pensarlo siquiera un segundo…

—¿Qué ha pasado?

—La noche de… aquel asunto…, después de dejarte volví a casa y estaba levantada. ¿Sabes qué es lo más gracioso? En dos años no le he dicho la verdad a esa mujer. Hasta esa noche. «He conocido a un tipo», le dije, «un jugador. Fuimos a un club nocturno de póquer, hablé con algunos votantes y luego unos tipos intentaron apresar a este tipo y le salvé la vida. Le he salvado la vida a alguien en serio». Se limitó a quedarse mirándome. Y luego dijo: «Tienes una aventura». —Se ríe—. Podría haber mentido. Podría haberle contado cualquier cosa, que estaba haciendo carteles para la campaña, que el hijo de Reagan me había llevado a desayunar. Pero no. Tenía que decirle lo único que no se creería nunca: la verdad.

—Lo siento.

Grebbe se encoge de hombros ante la disculpa de Vince.

—Todavía podría haberlo dejado correr, o por lo menos no hablarle de Kelly. Se me da bien mentir, ¿sabes? Se me da de maravilla, de hecho. Pero empecé a pensar en lo que había visto. La gente de la partida de póquer. El tipo del coche… podría haber disparado a ese tipo, Vince. Quiero decir… ¡Quería hacerlo! ¿Qué dice eso de mí? Es decir, ¿qué me diferencia de alguien como él? Debe de haber algo…, tiene que haber algo que me diferencie de alguien como… —Mira el vaso que tiene en la mano—. Quiero ser mejor persona.

Se encoge de hombros.

—De modo que le dije a Paula que lo sentía. Que no pretendía que sucediera. Sencillamente ocurrió. Me preguntó quién era. Le dije que no importaba. Me respondió: «Por supuesto que importa». Así que se lo dije.

Se queda callado, y después de un momento Vince se inclina hacia delante.

Grebbe levanta la cabeza y parece sorprendido de que Vince siga allí todavía. Su cabeza se balancea de un lado a otro.

—Se lo tomó bastante bien. Asintió, como si supiera que era ella. Luego se fue a su cuarto, preparó una maleta, cogió a los niños y… se fue.

—¿Sabes dónde está?

—¿Paula? Con su hermana.

—Tienes que ponerte en condiciones. Ir a verla.

—No quiere hablar conmigo.

—No la llames. Ve. Sé un hombre. Dile que no volverás a hacerlo otra vez.

Grebbe reprime un eructo y mira a su alrededor desesperadamente, como si fuera a vomitar. Se levanta y se dirige al cuarto de baño, pero Vince no puede oír nada por encima del ruido del agua corriente.

Vince se queda sentado un momento, luego mira la bebida que tiene en la mano, cruza la sala de estar hecha polvo y coge el trago de Grebbe. Lo lleva al equipo de alta fidelidad, agrupa las botellas entre los brazos y carga con todas ellas hasta la cocina, donde derrama fregadero abajo las que todavía tienen alcohol dentro. Deja las vacías en el porche de la parte de atrás. De nuevo en la sala, Gene Rayburn está felicitando a una mujer de gafas enormes mientras el número «¡quince mil dólares!» parpadea en la pantalla bajo su rostro. El agua sigue corriendo en el cuarto de baño.

Transcurrido un minuto, Vince cruza un pasillo estrecho (jalonado de fotografías de colegio de los guapos hijos de Grebbe frente a telones de fondo jaspeados) hasta la puerta cerrada del cuarto de baño. Llama suavemente. Nada.

—¡Eh! ¿Estás bien?

Grebbe abre la puerta por fin y sale, rozando a Vince. El cuarto de baño a su espalda huele a jugos gástricos y alcohol.

—Lo siento —dice.

En la sala de estar, parece más preocupado por el hecho de que Match Game haya acabado que por su ataque de náusea y la pérdida de sus bebidas.

—¿Qué vas a hacer ahora? —pregunta Vince.

—Creo que ponen La pirámide de los veinte mil dólares.

—Mañana son las elecciones…

—Eso ya no tiene importancia.

Vince mira la televisión un momento, se levanta y se dirige hacia la puerta. Pero se detiene.

—Mira, haz lo que te dé la gana. A mí me da igual.

Se rasca la cabeza, intentando descifrar lo que quiere decir.

—¿Pero qué hay de todas esas cosas que decías el otro día? Cuando dijiste que no podías esperar a levantarte por las mañanas y ponerte manos a la obra. «Un zoológico mejor es un zoológico mejor». Porque, por si sirve de algo, eso fue lo mejor que le he oído decir nunca a un político. Puede que a nadie.

Grebbe está contemplando la mesita para el café, con la cabeza en las manos.

Vince mira el televisor y se encoge de hombros. Coge su mochila, camina hasta la puerta y la abre. Pero ve el periódico en una mesa junto a la puerta, le quita la goma y lo hojea hasta llegar a la sección de anuncios por palabras. Luego sale al frío aire vespertino y abre el periódico en el porche. Pasa un dedo por la sección inmobiliaria hasta encontrar lo que busca. Levanta la cabeza. Al otro lado de la calle, Kelly está reclinada en el asiento de su coche, con la mirada clavada en el techo del Mustang. Vince espera en el porche hasta que oye cómo Grebbe abre la ducha en la casa a su espalda. A continuación cruza la calle y monta en el vehículo.

—Se pondrá bien. Se está aseando.

—¿Su esposa…?

—Sí.

—Ay, Dios.

Vince se gira finalmente hacia ella.

—Mira, ahora mismo tienes que mantenerte apartada de él. Eso lo entiendes, ¿verdad, Kelly?

Kelly agacha la cabeza y sus hombros se derrumban cuando empieza a llorar. Lo que tiene la arquitectura es que algunos edificios sencillamente tienen mejor aspecto de lejos. Vince aguarda pacientemente, hasta que Kelly se frota los ojos e inspira hondo. Cuando está seguro de que ha terminado, Vince le enseña el periódico doblado.

—¿Te importaría dejarme en esta dirección?

Dupree se balancea e intenta encontrar un lugar cómodo entre los riñones para sus muñecas esposadas. Le duelen las costillas si coge aliento profundamente. Las dos del costado inferior izquierdo deben de estar rotas. La magulladura que tiene en la mejilla parece un atajo a su cerebro. Se inclina hacia delante en el asiento trasero del coche sin distintivos de Charles. No había vuelto a tener puestas unas esposas desde sus tiempos en la academia. Son incómodas. Charles toma una curva cerrada, y Alan se desploma sobre la pila de cajas de zapatos. El dolor en el pecho hace que tuerza el gesto. Se endereza.

—Le he hablado a mi teniente de ti —miente—. Vendrán directos a buscarte como me pase algo.

Charles sencillamente conduce, sin mirar atrás. Dupree contempla las rayas horizontales de la nuca y la cabeza calva del hombre, divididas por la tira del refuerzo de su mandíbula. Dupree agradece esa franja; de lo contrario, no sabría dónde termina el cuello y empieza la cabeza.

—Las personas que estaban en el recibidor del hotel me oyeron gritar. Lo vieron todo —dice Dupree. En realidad, se quedaron mirando a Dupree como si fuera una especie de atracador de bancos, o un pervertido, con las manos esposadas a la espalda, arrastrado de un brazo a través del vestíbulo por el detective grandullón, que sostenía su placa ante él. Dupree hizo un patético intento por escapar al llegar a la acera y Charles sencillamente le estrelló la cabeza contra el capó del coche; un movimiento ágil que, una vez más despejado, y asumiendo que saliera de esta con vida, Dupree se proponía recordar para usarlo algún día.

Intenta cruzar la mirada con Charles en el retrovisor.

—Bastará con una llamada al hotel para que mi teniente sepa qué ha pasado. Con esa mandíbula cosida, identificarte será cosa de niños.

Nada.

Dupree se echa contra el respaldo del asiento de atrás. Conducen hacia el norte en paralelo a Central Park, y Dupree se descubre mirando por la ventana, asombrado de que una ciudad tan frenética, inmensa y densa pueda albergar en su seno un lugar tan hermoso y plácido. Gente que hace footing, que patina, que monta en bici, ancianas con perros abrigados con jerseicitos. Dupree mira a Charles, una mano sobre el volante, la otra en el marco de la ventanilla. Luego mira su maleta, en el suelo a sus pies. La sujeta entre los tobillos, observa de reojo la espalda de Charles. Si consiguiese de alguna manera subir la maleta encima del asiento tras él, abrirla, sacar la pistola, encontrar las balas, cargarla, girarse y disparar a Charles… todo esto de espaldas, con las manos esposadas.

Plan B:

—Hey, ¿no tengo derecho a hacer una llamada?

Charles conduce a través de Amsterdam, dejando atrás la Universidad de Columbia, y se adentra en Morningside Heights. Harlem. A los lados del coche, las luces de neón se desdibujan y las fachadas de ladrillo de los comercios se ven punteadas de grafitos, aseguradas con barrotes. Charles conduce. Las manzanas se convierten en un borrón de rostros y edificios de ladrillo; Dupree se reclina en el asiento y cierra los ojos. Por fin, el coche aminora y Dupree abre los ojos. El letrero reza «153rd Street» y circulan a lo largo de un muro de roca cubierto de hiedra que se abre a una verja de hierro forjado cuyo cartel Dupree lee del revés a través del parabrisas trasero.

Cementerio de Trinity. Eso no suena nada bien. Charles conduce despacio por lo que tiene todo el aspecto de ser una carretera comarcal, coronando pequeñas lomas cubiertas de hierba y hojas de olmos y robles, en dirección a un soportal que comunica con una iglesia solariega. A Dupree le cuesta creer que pueda existir un lugar así en la ciudad, en lo alto de Manhattan. Mira en derredor. Hay un puñado de coches y personas en estos caminos sinuosos, agachadas delante de las tumbas, dejando flores, visitando mausoleos.

Charles detiene el vehículo finalmente, se apea y abre la puerta de atrás. Agarra a Dupree por el brazo, lo saca del coche sin distintivos y lo arrastra por la carretera, remontando una de las lomas recubiertas de hierba, hasta una lápida rodeada de flores y peluches. En la sepultura, empuja a Dupree entre las flores y los jarrones de plástico. El rostro de Dupree se aplasta contra la pizarra fría. Se incorpora de rodillas y lee la lápida lisa:

BUSQUÉ AL SEÑOR, QUE ME ESCUCHÓ Y ME LIBRÓ DE TODOS MIS TEMORES.

MOLLY ANNE CHARLES, 9 DE MARZO DE 1978 — 11 DE NOVIEMBRE DE 1978.

Dupree levanta la cabeza.

—Tu hija.

Charles frunce los labios y garabatea furiosamente en la libreta.

DEFECTO CARDIACO VÁLVULA PARALIZADA

—Lo siento —dice Dupree. Vuelve a mirar las fechas. Casi dos años a día de hoy—. ¿Nació así?

Charles escribe:

CUATRO OPERACIONES

CARO

Dupree se imagina adónde puede conducir algo así; se imagina a Charles dándole vueltas en la cabeza al problema de conseguir dinero extra para pagar los crecientes gastos médicos, el miedo, la rabia y la impotencia.

SIEMPRE

ESTABA LLORANDO

Podría probar a pluriemplearse, pero ni siquiera así se acercaría. Mientras tanto, todos los días ve en su trabajo cómo dilapidan dinero los traficantes de drogas. Le da asco: matones al volante de BMW, niños ricos conduciendo los coches de sus papás hasta la ciudad para comprar cocaína. La primera vez, debió de ser tan sencillo: nada, un trago de agua en un río.

PELEÉ CON

MI MUJER ME

Charles se concentra en la libreta, con un gesto absorto. Parece estar buscando una palabra. Al final, da la vuelta al cuaderno.

EXTRAVIÉ

ESTABA

Dupree asiente con la cabeza. ¿Quién podría decir lo que haría cualquiera en la misma situación? ¿Cuán lejos estaría dispuesto a llegar? Cruza la mirada con una mujer que pasa cerca de ellos; se imagina la estampa tan extraña que deben de ofrecer: él de rodillas enfrente de esta pequeña lápida, las manos esposadas a la espalda mientras el detective grandullón de rasgos machacados se cierne sobre él con una libreta y un bolígrafo.

TRABAJANDO LA NOCHE

Dupree vuelve a contemplar la tumba. Hay tarjetas descoloridas, flores de plástico y un elefante de peluche con grandes orejas de trapo. Charles pasa la página.

QUE MURIERA ES COMO

Se concentra en la libreta, vuelve a pasar la hoja.

SI NUNCA

LA HUBIERA CONOCIDO

Charles parece haber terminado por fin. Deja que el bloc caiga a su costado. Dupree se apoya en la rodilla derecha y consigue colocar un pie debajo del cuerpo. Una llamarada de dolor le recorre las costillas y el bulto que tiene en la mejilla. Pero logra ponerse de pie. Charles no hace nada por impedírselo. Dupree se endereza, mira a Charles a los ojos y, en voz baja, dice:

—Lo siento. —A continuación inspira hondo y se prepara para encajar el golpe—. Pero da igual. Lo entiendes, ¿verdad? No cambia nada.

Charles se lo queda mirando, fríos y desapasionados sus ojos.

Dupree se acerca más todavía, aquieta aún más la voz:

—En cierto modo… hace que sea peor.

Por fin llegan las lágrimas, arqueándose sobre los carrillos de Charles. Le pega un empujón a Dupree y el joven policía se precipita al suelo, resbala contra la lápida, derribando los juguetes y las flores. Charles se cierne sobre él. Echa la cabeza hacia atrás, pero no puede separar las mandíbulas y el sonido que profiere es como el lamento de un niño dormido, un trémulo ronroneo apagado que surca las colinas de hierba.

Galletas con trocitos de chocolate. Vince las huele nada más llegar al porche de la casita de estuco. La puerta de malla se traba, y se golpea la frente con ella intentando desencajarla. La puerta, sin embargo, es más pequeña que el marco y puede ver horizontes de luz en los cantos antes de abrirla.

Beth tiene un aspecto diminuto sentada sola en la mesa del comedor, tras dos pilas de folletos informativos de «Casa en venta» a ambos lados de una bandeja de galletas. Lleva puesto un traje de color tostado, enrollada la manga del brazo izquierdo para acomodar la escayola, que descansa en la página abierta de una revista.

—¿Vince? —Se descubre sonriendo y baja rápidamente la mirada a la mesa—. ¿Qué haces aquí?

—Busco vivienda.

Beth hace oídos sordos.

—Ha venido gente preguntando por ti.

—¿La policía?

—Sí. Y ese tal Ray.

A Vince no le hace gracia la forma en que dice su nombre, la familiaridad que desprenden sus palabras; se ha acostado con él. Siente un escalofrío en la espalda.

—Tienes que mantenerte alejada de ese tipo, Beth. Me da igual cuánto te pague. No te acerques a él.

—Lleva un par de noches yendo al local de Sam. Jugando a las cartas. Dice que sois viejos amigos. Me recuerda a ti.

—Beth…

Beth se pone de pie y le da un abrazo tímido, guardando las distancias en todo momento.

—Gracias por venir, Vince. No hacía falta.

Vince le sujeta los hombros.

—Prométeme que no volverás a verlo, Beth.

Beth se aparta y vuelve a su silla.

—¿Y qué, has venido para quedarte, Vince?

—No.

Beth asiente, sin que su rostro revele nada.

—Beth, hablo en serio. Tienes que mantenerte alejada de ese tipo.

Beth simplemente se lo queda mirando.

—Solo quiero saber que estás a salvo.

—Bueno. —Beth intenta sonreír—. Pues te quedarás sin saberlo.

Vince coge uno de los folletos.

—¿Qué tal va la venta de la casa? —El edificio tiene peor aspecto, si tal cosa es posible, en la foto; ventanas diminutas desperdigadas al azar por una montaña de estuco rosa. Dos dormitorios. Un baño. Calefacción a petróleo. Tejado de alquitrán. Precio de salida: 32 500 dólares.

—Ha venido gente durante el fin de semana, pero hoy eres el primero… es casi como si Larry me hubiera dado una casa que sabía que no podría vender. No sé… para enseñarme algo. Para recordarme cuál es mi sitio. —Coge una de las galletas, le da la vuelta en la mano y vuelve a dejarla en la bandeja.

—Nah. Es solo que el tiempo no acompaña para ir a ver casas —dice Vince—. Pero tú tienes buen aspecto ahí sentada. Como en casa. —Vince desearía poder añadir algo más—. ¿No vas a enseñarme las habitaciones?

—No hace falta que hagas esto, Vince.

Vince mira a su alrededor: armarios de metal en la cocina, el grifo que gotea, manchas de humedad en el techo de la sala de estar.

—¿Cómo sabré si quiero comprarla si no me la enseñas?

—Vince. No lo hagas. —Beth le ofrece la bandeja de galletas.

Vince coge una y se la come de dos bocados.

—¿Las has hecho tú?

—Vince.

—En serio. Están riquísimas. Es mi trabajo, Beth. Soy repostero, ¿recuerdas? Estas galletas son excelentes. Lo digo en serio. La proporción ideal de masa y chocolate, horneadas lo justo para darles consistencia, sin que se tuesten demasiado.

Vince coge otra galleta y deja su mochila encima de la mesa.

—Escucha. Puede que necesite esconder algo de dinero durante una temporada. Así que dime. —Abre la bolsa, saca el paquete de harina y lo desliza sobre la mesa—. ¿Cuánto piden por esta chabola?

Es una transacción realmente sencilla: con Vince a su lado, Beth deposita los veinte mil dólares de Vince en su cuenta (aumentando así el saldo a 20 428,52 dólares) y luego el banco les facilita los documentos de propiedad. Puesto que Beth va a pagar más de dos tercios de golpe, acceden a prestarle el resto con la casa como garantía, aunque el tipo de interés del 20 por ciento eleva su cuota hasta casi 160 dólares mensuales… lo mismo que paga ahora por su apartamento. A lo largo de los treinta años de préstamo, Beth pagará casi 50 000 dólares en intereses. Es un sablazo fenomenal, piensa Vince; las condiciones eran mejores cuando le pedía dinero prestado a la mafia.

Empero, Beth se mostró entusiasmada cuando le ofreció 28 500 dólares al vendedor y este dio saltos de alegría. Larry, naturalmente, se negó a renunciar a su comisión, de modo que el porcentaje que le había prometido a Beth (bajo mano, desde luego) será para él. Beth declina la inspección y la tasación, y dice que se ocupará personalmente del seguro. Asiente rápidamente con la cabeza mientras el encargado del préstamo se encarga del resto.

En todo momento, Vince es consciente de que no se ha sentido nunca tan bien. Tiene que taparse la boca con una mano para disimular su sonrisa. Cada pocos minutos Beth le lanza miraditas por encima del hombro, y Vince duda que su mano fuera lo bastante grande para ocultar su sonrisa.

No ha dejado de sonreír desde que Vince abriera el saco de harina, le enseñara el dinero y dijera:

—Quiero que Kenyon y tú viváis aquí.

Beth se sonrojó y lo miró a los ojos.

—¿Quieres…? —Pero dejó la frase sin terminar, como si le asustara completar la pregunta.

—Todavía no. Tengo cosas que hacer y puede que deba ausentarme durante algún tiempo. —Vince cogió aliento—. Pero cuando regrese, sí, me gustaría que lo intentáramos. —Se descubrió creyéndoselo.

Al principio, Beth había discutido con él:

—No puedo hacer esto, Vince. No puedo aceptar tu dinero. Me dijiste que estabas ahorrando para abrir un restaurante.

—Puedo hacerlo más adelante. Por favor, Beth. Cógelo. —Y de repente se imaginó a Beth y Kenyon sentados en el porche, esperando a que volviera de trabajar en la tienda de rosquillas…, solo que no es él, sino su padre…, y es entonces cuando Vince se dio cuenta: «ese es tu sueño».

Cuando Beth accedió por fin, contemplar la expresión de su rostro le produjo una sensación maravillosa. Nunca había visto a nadie tan feliz como para echarse a llorar de verdad, salvo en las películas.

El empleado del banco encargado del préstamo desliza los documentos hacia ella.

—Esto es para los vendedores. Tardará unos días, pero puesto que usted no tiene ninguna casa a la venta y va a renunciar a la inspección y valoración, me imagino que todo estará listo dentro de dos semanas. Si a los vendedores les parece bien, podría mudarse a su casa en el plazo de un mes.

Beth le coge la mano a Vince y le da un apretón. Se acerca a él y le susurra al oído.

—Vuelve cuanto antes.

Clay espera a la hora acostumbrada, en el sitio de siempre, en una mesa de merendero en la hamburguesería para automovilistas de Dicks. Vince se acerca, deja su mochila en el banco y se sienta de golpe.

—No te creerías la semana que he tenido.

Clay ni siquiera levanta la cabeza.

—No seguirás chiflado por ese coche. Es un cacharro muy feo, Clay.

—Corro todos los riesgos y no disfruto de ninguna de las ventajas.

—Deberías comprar Bonos del Estado.

—Si me pillan, es mi carrera. Mi vida.

—Tienes razón, Clay.

Clay levanta la cabeza, sorprendido.

—Por eso tenemos que parar —dice Vince.

—¿A qué te refieres?

—Me refiero a que hemos terminado.

—¿Qué quieres decir con «terminado»?

—Terminado. Es demasiado arriesgado, Clay. El tipo que hacía las tarjetas fue asesinado la otra noche. ¿Lo entiendes? Está muerto. Tengo a la policía encima. Y hay un tipo en la ciudad, un tipo peligroso… un tipo con contactos. ¿Entiendes lo que te digo?

Clay no dice nada.

—Este tipo quiere que le diga quién eres, Clay. Quiere tu nombre.

—Pues dáselo. —Clay se empuja las gafas sobre el puente de la nariz—. Dile que quiero verlo. Quiero hacer negocios con él.

—Uno no «hace negocios» con tipos así, Clay. Tú le das el dinero y él te pega un tiro en la cara.

—Quiero verlo.

—No.

—Mira, Vince, tú puedes renunciar si quieres, pero yo quiero seguir adelante. Puedo hacer más. Puedo sacar el doble de tarjetas, ganar el doble de dinero.

Vince se agacha y habla en voz baja.

—Te lo he dicho mil veces. No puedes sacar más tarjetas. Te pillarán.

Clay sacude la cabeza.

—No te he pedido que me protejas. Dime su puñetero nombre. Si estás demasiado asustado como para seguir adelante, por lo menos apártate de mi camino.

—Clay.

Rebusca en un bolsillo y sostiene algo con las dos manos debajo de la mesa.

Vince sonríe.

—Mira debajo de la mesa, Vince.

—Maldita sea, Clay.

Clay la enseña fugazmente (gris oscuro) y vuelve a esconderla bajo la mesa.

—¿Me vas a disparar? ¿Aquí? ¿En Dicks? Porque podrías encontrar otro sitio con más testigos. Aunque de buenas a primeras no se me ocurre cuál.

Clay mira alrededor a un puñado de personas sentadas en las mesas o en sus coches.

—Vamos a dar un paseo.

—¿Adónde vamos a dar un paseo, Clay?

—No lo sé. Al bosque.

—¿Qué bosque?

—No lo sé. Hay bosques por todas partes.

—¿Quién va a sujetar la pistola mientras conduces?

—Yo.

—¿Cómo piensas hacerlo? ¿Sentado justo a mi lado? En cuanto mires a la carretera, te la quitaré.

—Conducirás tú.

—No pienso conducir hasta el bosque para que me pegues un tiro.

Clay baja la mirada a la mesa, intentando encontrar alguna solución.

—¡Maldita sea, Vince! ¡Si no quieres darme más dinero, dime al menos cómo se llama este tipo!

—Escúchame, Clay. Este tipo te dejará seco, hará que robes todas las tarjetas que puedas y luego tirará tu cadáver al río. ¿Lo entiendes?

—Hablo en serio, Vince. Este es tu último aviso.

Vince se reclina.

—He tenido una mala semana, Clay. —Coge una patata frita—. No he dormido más de unas pocas horas en… no sé, ¿cinco días? Cada vez que me doy la vuelta hay alguien intentando amenazarme. Esta es la primera vez que alguien me apunta realmente con una pistola, pero tengo que decírtelo… también es la primera vez que no tengo ni pizca de miedo.

Clay se lo queda mirando fijamente, con los labios temblando, hasta que por fin deja la pistola en la mesa entre ellos.

—Maldita sea, Vince. No es justo.

—No. —Vince coge la pistola de aire comprimido por el cañón, abre una pequeña recámara y suelta un perdigón en su palma—. No es justo.

Hay un momento en que todo el trabajo por hacer está hecho. Se han jugado todas las partidas, con estrategias y errores. La gente está en posición y no queda sino esperar; se acabó el correr y los politiqueos, los acuerdos y los ruegos. Será lo que haya de ser; no resta sino esperar a que se desarrollen los acontecimientos. En ese momento, el tiempo se mide en suspiros, pesares y agonías; estos son los segundos, los minutos y las horas de la noche antes.

Vince camina con la cabeza alta, contemplando las cumbres de los edificios (un rápido recorrido arquitectónico para memorizarlo todo) los perfiles de los bloques de pisos de ladrillo reconvertidos, el puñado de edificios de oficinas decentes, y su candidata a mejor estructura de Spokane, las diecinueve plantas de masa Decó escalonada del Edificio Paulson. Hay otros pocos decentes, claro: el Palacio de justicia del Condado es impresionante, y el Hotel Davenport no está mal, aunque la afición de los vecinos por los viejos hoteles decrépitos resulta algo exagerada. Vince supone que debe de haber al menos un hotel así en todas las ciudades de los Estados Unidos, cada ciudad con su propia plaza diminuta. Entra en P. M. Jacoy, el kiosco de la esquina, y compra un buen puro para más tarde. Consulta el reloj: las seis menos cuarto. Lo primero que hay que matar es el rato.

Vince enfila por la Avenida Sprague y la mejor ristra de bares de la ciudad. Uno se aferra a los últimos rayos de sol en agosto y septiembre, pero cuando llega el otoño, esta oscuridad tan temprana supone una sorpresa agradable. Los tacones repican en la fría acera reluciente. Vince deja atrás un par de buenas opciones antes de entrar en el vestíbulo de un hotel, con una pequeña multitud y un televisor en color sobre la barra. Agarra un taburete (es asombrosa la naturalidad con que se posan los pies en la barandilla de un mostrador) y llama la atención al camarero.

—Beam con cola.

Cuando el tipo le sirve, Vince suelta su discurso:

—¿Podría poner las noticias?

El camarero mira de Vince al televisor, sito en una balda sobre un expositor de frutos secos y patatas fritas, tarros de huevos en vinagre y salchichas.

—¿Bromea? Es lunes por la noche. Como toque esa tele me arrancan el brazo. —En el televisor calienta Brian Sipe, quarterback de Cleveland; Cosell sugiere que esta noche tiene posibilidades de romper el récord de pases conseguido por Browns al final de su carrera.

—Mañana son las elecciones —dice Vince—. Vamos. Diez minutos de noticias. Luego podemos seguir viendo el partido. ¿Qué me dice?

Hay otros ocho hombres en el local, seis de ellos sentados en la barra, como Vince. Uno de ellos, un tipo vestido con una sudadera moteada y raídos pantalones de pintor, se inclina hacia delante y cruza la mirada con Vince.

—No venimos aquí a ver las noticias. Eso podríamos hacerlo en casa.

Al camarero le hace gracia la ocurrencia. Estira las manos sobre la panza considerable y le dice a Vince:

—Le propongo una cosa, amigo. Encuéntreme otro tipo aquí que quiera ver las noticias y cambio el canal unos minutos.

Vince mira mostrador abajo. Se topa con seis miradas inexpresivas.

—Venga, amigos. ¿Qué decís? ¿Y si los iraníes sueltan hoy a los rehenes? —Los clientes de la barra vuelven a concentrarse en la tele. Vince mira a su alrededor. Los otros ocupantes del vestíbulo son dos tipos trajeados encorvados sobre una mesa, enfrascados en su conversación. Vince baja del taburete de un salto, pasa junto a la raída mesa de billar y se dirige a su mesa.

Los trajes envuelven a dos hombres de aspecto vagamente irlandés, cómodos en su atuendo profesional, como abogados de segunda o tercera generación. Uno de ellos es grande y fortachón, con un primer atisbo de canas en las sienes; el otro, pequeño y preciso, con el pelo negro ondulado. Los dos visten con traje gris y corbatas aflojadas, agachados sobre una mesa la mitad de grande que ellos, comiendo chuletas y bebiendo en copas de balón. Uno de los tipos le resulta familiar. Vince pilla el final de su conversación, el más pequeño de los dos mira su reloj («Tenemos que estar arriba dentro de veinte minutos…») antes de girarse al unísono para recibir a Vince.

—Disculpad. Pero me hace falta otro voto para cambiar la tele del partido a las noticias. ¿Qué me decís, chicos? ¿Diez minutos de telediario?

El más pequeño de los dos intenta alejarlo con un ademán.

—Solo vamos a quedarnos unos minutos.

Pero el fortachón siente curiosidad.

—¿Por qué quieres ver las noticias?

—Bueno. Mañana son las elecciones.

—No me digas. ¿Mañana? —Hay algo en esto que les hace una gracia enorme a los dos hombres, y Vince se siente ligeramente descolocado; entonces recuerda dónde ha visto al hombre que le resulta conocido. Es congresista. Empieza por efe. Pero Vince no logra acordarse del nombre—. No tenía ni idea —dice el tipo. Debe de andar por los cuarenta años, envejeciendo como un chico del campo o un abogado aficionado a la bebida, consiguiendo ser al mismo tiempo jovial y cachazudo. Su voz es autoritaria y amable, pero los filos son suaves, como si estuviera hablando con un pedazo de filete en la boca—. No parece que les interese ver las noticias. —Señala a los tipos de la barra, sus cabezas alineadas y levantadas hacia el televisor como si estuvieran cebándose en un pesebre elevado.

—Les vendría bien —dice Vince.

—¿Eso crees? —pregunta el corpulento congresista. Se ríe—. De acuerdo. Trato hecho. —Se pone de pie, levanta una cerveza de barril y se pone la mano sobre el corazón—. Estimados colegas, el representante de la mesa seis del gran estado de Washington…

El otro tipo se ríe.

—… hogar de gloriosos campos de trigo y plantas de aluminio, de limpios ríos de agua fría y montañas nevadas, y de los mejores clientes de bar de esta gran nación, se enorgullece de votar a favor de diez minutos de desgracias y congoja, cortesía del canal de noticias.

Los tipos del mostrador levantan sus vasos desconcertados, absortos, mientras el camarero se dispone a cambiar el canal.

—Gracias —dice Vince.

Los dos tipos de la mesa levantan sus vasos hacia Vince, que regresa a su taburete. En la tele, Jimmy Carter se muestra sombrío, con el ceño fruncido. No parece alguien que se presente a una reelección. Al parecer ha acortado su campaña y abandonado Chicago para anunciar que las exigencias de Irán para la liberación de los rehenes continúan siendo irrazonables: «Sé que todos los americanos querrán que su vuelta se produzca en los términos adecuados, dignos del sufrimiento y los sacrificios que han soportado los rehenes». El telediario pasa a Carter y Mondale cruzando los jardines de la Casa Blanca, rodeándose los hombros con el brazo, como si estuvieran sosteniéndose mutuamente, y luego corta al ayatolá arengando a sus hordas de salvajes partidarios, y después al Parlamento iraní, corbatas, turbantes y gafas de sol, barbas largas y bigotes poblados, mientras Dan Rather esboza las condiciones para la liberación de los rehenes: «… devolución de los miles de millones de dólares del difunto sah, desbloqueo de las cuentas de Irán…».

Luego a Ronald Reagan, estrechando manos y arengando a una horda que rivaliza con la del ayatolá en tamaño y fervor: «Evidentemente, todos nosotros querernos que esta dramática situación se resuelva. Esa es mi mayor esperanza, y sé que también la vuestra».

Las noticias alternan entre imágenes de Irán y los Estados Unidos: la familia de uno de los rehenes, estudiantes iraníes bailando sobre una bandera de los Estados Unidos en llamas, Edmund Muskie, Warren Christopher, una plataforma petrolífera iraní, un oleoducto, una cola de desempleados; el aluvión de imágenes se funde en una amalgama que podría ser historia o simplemente ruido, inconexo y selectivo como la memoria, desprovisto de todo contexto; niños en catres en un refugio, explanadas de coches a la venta, misiles que emergen de silos subterráneos, y un anuncio de salsa para espaguetis que impulsa al camarero a alargar el brazo y volver a poner el partido de fútbol.

Y ya está. Está lo que se cree y está lo que se quiere, y eso está bien. Pero al final no son más que ideas. La historia, como cualquier vida, se compone de acciones. Tarde o temprano, las ideas, las creencias y las decisiones se esfuman y lo único que quedan son los hechos. El camarero se aparta del televisor y sonríe a Vince.

—Lo siento —dice—, pero su tiempo se ha acabado.