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Se escabulle en dirección al cuarto de baño, como ha dado en hacer ahora a menudo, se quita los zapatos y se planta enfrente del espejo, contemplando el desconocido rostro enjuto que tiene delante: pelo rubio agrisado y una sensación generalizada de abatimiento; la sonrisa del 76 desdibujada hace tiempo, los ojos caídos en las comis uras. Abre el agua caliente. Ahí fuera, la habitación se habrá disuelto en paseos inquietos y voces aquietadas… el cruce de miradas preocupadas. Sabe que cuando salga del cuarto habrá un solo tema de discusión: cómo encargarse de él, cómo apartarlo de sus instintos corruptos. Al margen de la deferencia que le dispensan, sabe cómo se sienten. Diantre, él se siente igual. Hace tiempo, lo convencieron de que no era lo bastante duro, lo bastante resuelto, demasiado religioso. Hace tiempo lo convencieron de que no podían permitirse su cordial ingenuidad, su obstinación en creer que si uno hace todo lo posible, no habrá nada imposible. Hace tiempo, lo convencieron de que, en realidad, la verdad es todo lo contrario. Es su peor enemigo.

Ahora cree lo mismo que ellos, que su trabajo consiste en protegerlo de sí mismo. Su enemigo común le sostiene la mirada en el espejo. Se eleva vapor del agua caliente. Suelta sus informes y pone las manos debajo del grifo, las deja allí tanto tiempo como es capaz de aguantar, recibiendo con agrado cualquier sensación física que lo saque de su propia cabeza.

¡Ay! —Sacude las manos enrojecidas y espera a ver si alguien lo ha oído. Pero todo está en calina. Le proporciona una satisfacción perversa estar así, solo. Ya nunca está solo. Y sin embargo siempre está solo… Cuanta más gente hay en la sala, más solo se siente. Se pasa las manos mojadas, calientes, por la cara. Después…, si sale mal…, ¿después qué? ¿Golf? ¿Salir en la tele? ¿Volver a casa? ¿Qué hace una persona cuando acaba algo así? Cuando se ha llegado a este sitio y sido enviado de regreso… anhelante. A veces se le olvida que esto también está relacionado con él… con su vida, que hay una persona en el centro de esta empresa. Caddell obtendrá una nueva remesa de cifras y dirá, prosaico, que siguen enfrentándose al mismo problema de base: a la gente, sencillamente, no le cae bien. Ni su administración ni sus políticas; él. Y los demás ocupantes de la sala asentirán con la cabeza y tomarán apuntes, como si estuvieran hablando de un lavavajillas o un programa de televisión, y él intentará hacer lo mismo, pero en su interior hay una voz, debilitada, pero aun así: ¡Espera! ¡Ese soy yo! ¡No les caigo bien yo! Realmente es algo asombroso… las encuestas muestran que creen que él es mejor persona que su oponente, más inteligente, más compasivo, y menos proclive a conducirlos a una guerra catastrófica… y aun así prefieren al otro tipo.

A veces se pregunta quién es esa gente. ¿Quiénes son esas personas capaces de pensar que uno es bueno, listo, honrado, caritativo… y no caerles bien, sin embargo? ¿Qué clase de personas son estas? Todavía oye al encuestador hablando directamente con él en una de esas contadas ocasiones: «Mira, el problema es el siguiente: les recuerdas sus debilidades».

A veces tiene la impresión de estar sentado al otro lado, con los hombres de la sala, viendo al bufón detrás de la mesa como un rompecabezas por resolver, como un producto que pudiera venderse mejor, y generalmente es entonces cuando se disculpa para ir al cuarto de baño… para buscar su propio rostro en el espejo, para ver si todavía está ahí.

Cierra el agua y coge el informe de la balda. Vuelve a abrirlo, como si pudiera haber algo que se le pasó por alto en la evaluación del Estado sobre las condiciones dela liberación: no interferencia; devolución de las riquezas del sah; descongelación delas cuentas; y la cancelación de las denuncias. E incluso así, los rehenes serán soltados poco a poco, con cuentagotas a lo largo de meses.

Hace noventa días, estas hubieran sido buenas noticias. Hace noventa días, el mero hecho de tener una negociación adulta y coherente con el otro bando hubiera sido un tremendo paso adelante. Pero ahora, dos días antes de las elecciones… esto es simplemente lo que es. No es un paso adelante, no es ninguna noticia y no es nada más que lo que es. Mal tiempo. Durante semanas, ha escuchado voces apremiantes sugiriendo que la guerra de Irán con Irak es la única solución: cambiar armas por gente. Se resistió, pero ahora entiende por qué no paraban de insistir. Era su única oportunidad de ganar.

En vez de eso se aferró a la sincera esperanza de que se podía alcanzar un acuerdo, de que el Parlamento iraní volvería con condiciones razonables. Y ahora… Cómo es esa cita que no deja de repetir Jody, de un estudiante encapuchado en las escaleras de la embajada por aquellos primeros días: «Hemos puesto a América de rodillas».

Sus rodillas.

¿Quiénes son estas personas para creer que él tiene la culpa, que confunden la temeridad con el valor? ¿Quién en su sano juicio querría gobernar a estas personas?

Mira el reloj. Es demasiado pronto para llamar a Ros. Domingo. Chicago. Domingo en Chicago. Repasa sus planes… cita con los ministros negros. Este iba a ser un día clave en su campaña, el último gran empujón, conseguir el respaldo de las minorías. Hoy iba a darle la vuelta a la tortilla, lleva semanas acercándose a este momento: veinte horas al día, amanecer en la Costa Este, acostarse en la Oeste: conferenciando con sindicatos de trabajadores, maestros y ministros de distintas etnias.

No les cae bien.

Domingo. Chicago. A veces, en casa, cuando no podía dormirlos domingos por la mañana, se levantaba temprano, con cuidado de no despertara Ros, cogía la Biblia de su mesita y pasaba los dedos por las hojas de filo dorado, pensando en la lección del día en la escuela dominical. Dejaba la cinta a un lado y simplemente dejaba que el libro se abriera al azar. Eso es lo que le gustaría hacer ahora, pero sabe cuál sería la reacción delos tipos de la habitación: se mirarían los zapatos, pondrían los ojos en blanco. Vuelve a haber una Biblia en el Air Force One. Tiene que haber una en esta habitación de hotel; sin duda hay una cama en alguna parte y, junto a la cama, una Biblia. ¿O habrán dejado de hacerlo, poner Biblias en las habitaciones de los hoteles?

Domingo. Chicago.

Cierra los ojos e intenta imaginarse la cinta y las suaves páginas de filo dorado, el libro abriéndose con un crujido, y ve, en su mente, los Salinos de David, deliberados y desesperados al mismo tiempo, el ruego de un hombre fuerte, el llanto de un rey: «Júzgame, Señor; pues he interrumpido mi integridad».

Abre los ojos, alarga un brazo y toca el rostro del espejo, el cristal frío.

«Podemos abordar la situación de dos formas», estaba diciendo Jody justo antes de que saliera del cuarto, y luego los dos bandos expusieron sus casos, las dos maneras en que se podían aprovechar estas condiciones para obtener una ventaja política. Los halcones dijeron que tenía que sacudir un puño y exclamar: «¡No! ¡Estos términos son inaceptables!». Banderas y puños; actitud presidencial. «Después de un año, nos negarnos a aceptar las condiciones de Irán. No seremos rehenes de nadie». Considera esta manera la de la espada. «Hay que ser más Reagan que Reagan», dijo uno de ellos. La segunda vía pasa por buscar la victoria. Insinuar que el cumplimiento de las condiciones está cerca y la liberación de los rehenes es una simple formalidad: «Sencillamente cuestión de tiempo. Hemos sido liberados». Contrasta su habilidad política con la beligerancia de su rival. Considera esta manera el pastor. La espada y el pastor. Estas son sus elecciones. Y la implicación: «Todavía estamos a tiempo de sacar algo bueno de esto».

A gritos se discutieron estos dos puntos, se apuntaron dedos, hombres trajeados con el cuello de la camisa abierto paseaban de un lado para otro: «Última oportunidad de… Es fundamental que…». Entonces Jody levantó las manos y todos se detuvieron y miraron, no a Jody, sino a él. Su decisión. El futuro dependía… Expectantes. ¿Lo odiaban con toda su alma, odiaban sus defectos y debilidades, su falta tanto de solemnidad como de humor? ¿Lo odiaban tanto como se odiaba él a sí mismo? Esperaban. ¿Cuánto dura un momento? Miró de un rostro a otro y luego a los documentos que tenía en el regazo. Alguien carraspeó.

En este trabajo uno siempre desilusiona a la mitad de la sala.

Fue entonces cuando salió, se excusó, y aquí está ahora, solo, contemplando fijamente su rostro en el espejo, intentando recordar cuándo fue simplemente él mismo por última vez, antes de convertirse en una colección de decepcionantes cifras de sondeo e ideas fracasadas, de puntos débiles.

También hay una tercera salida.

Domingo. Chicago.

Los informes se abren por las fotos más recientes de algunos de los cincuenta y dos.

He reasumido mi integridad.

En ese momento, decide.

Regresará a la habitación y anunciará que regresan a Washington. Cancelará las apariciones de campaña preparadas para hoy. No levantará la espada ni buscará la victoria. Dirá la verdad: sencillamente no hemos llegado ahí todavía.

Y, con toda probabilidad, perderá.

Domingo. Chicago. El rostro en el espejo le devuelve la mirada.

Quizá después… la vida empiece de nuevo. Quizá recupere su cara. Quizá despierte en una cama y sepa dónde está, y se juzgue a sí mismo por lo que es en vez de por lo que no es. Los hombres reunidos en la sala se lo quedarán mirando. Intentarán disuadirlo. Pero les dirá, no. Lo siento. Nos vamos a casa. Nada de política hoy, amigos. Hoy… hoy, asumimos nuestra integridad.

Domingo. Chicago. ¿Quiénes son estas personas? Coge aliento, echa un último vistazo a su rostro (esperanzado y asustado), abre la puerta y vuelve a la sala.

Los tipos se muestran altaneros y seguros de sí mismos, fuera corbatas, todo triunfo y estrategia, cuando uno tras otro reparan en el hombretón que ocupa el vano de la puerta, su pelo negro perfectamente peinado con raya; circula el chiste entre ellos de que debe de dormir de pie, como uno de los caballos de sus películas. Nancy lo lleva al establo, le coloca las anteojeras, le sujeta un saco de forraje a la cabeza y así se queda.

Le prestan atención al instante, casi como si… como si ya hubiera ganado.

¿Qué hace levantado, gobernador? Mañana le espera un día importante.

Apoya las manos en el quicio de la puerta y se inclina hacia delante, de modo que su torso entra en la estancia mientras sus piernas siguen afuera. Es la vieja entrada del Duque; la usa a veces cuando quiere controlar una habitación sin tener que entrar en ella realmente. Los tipos consideran que es su don: una especie de teatralidad opaca… control despreocupado.

Bueno… —Sonríe y las encuestas suben dos puntos; sus ojos son dos rendijas afables—. Bueno, a lo mejor es que no podía dormir.

Los tipos se ríen; ese no es un problema que haya tenido nunca.

¿Qué tenéis ahí?

Las condiciones, señor. Los términos del Parlamento iraní para liberar a los rehenes. —Todo el inundo está volcado sobre el informe de cinco páginas quela gente del presidente ha tenido la cortesía de enviarles.

Se acerca ala ventana con paso tranquilo y se asoma. El sol que acaba de salir amorata las nubes en el este. Se ve un horizonte aplastado, pero nada más que le indique

Columbus, gobernador.

Continúa mirando fijamente.

Ohio.

Habla para la fría ventana:

Cuando estaba rodando Amarga victoria con Bogart, el director era este horrible judío mezquino llamado Edmund Goulding, que siempre estaba intentando que actuáramos con más grandilocuencia y más énfasis. Solía decirnos: «En Ohio también vana ponerla. Aseguraos de que la en tiendan en Ohio». Durante mucho tiempo odié Ohio.

Se gira y no se desprende de su gesto la menor emoción, y como hacen tan a menudo, los tipos se preguntan si sabrá él mismo lo que quiere decir.

¿Qué tal si omitimos eso en mi discurso de hoy?

Más risas.

Le ofrecen una copia del informe, pero la rechaza con un ademán. Prefiere las cosas así en fichas y, además, no lleva puestas las gafas. Detesta sus gafas; de hecho, prefiere ponerse una lentilla cuando tiene que dar algún discurso, y lee con ese ojo, tan solo para no tener que admitir que necesita gafas para ver de cerca. Como si la vitalidad fuera un factor electoral.

Decidme.

Los tipos se miran unos a otros.

Básicamente… es impracticable. Nos piden el fregadero de la cocina.

Descongelar las cuentas. Devolver el dinero del sha.

Fotos de Suzanne Somers desnuda.

Oh —dice—. Regalémonos una copia de esas.

La sala se desternilla.

Bueno… ¿qué significa?

Los tipos pugnan por contenerse.

En fin, señor… significa que no va a pisar el suelo del aeropuerto ni hoy ni mañana con la orquesta de la harina tocando a su espalda mientras esas cincuenta y dos personas bajan de un avión y besan el suelo.

El que pise el suelo del aeropuerto será usted, señor.

Risas. Alguien aplaude.

No, no. Venga. —Odia este tipo de cosas, es supersticioso sobre las celebraciones antes de tiempo. En el 64 se negó a admitir que lo habían elegido gobernador de California, incluso después de que Pat Brown lo reconociera.

Su expresión es de cautela, casi de enfado.

Usaremos la banda del ejército de tierra.

Una ronda de aplausos recorre la habitación.

Levanta las manos.

¿Qué piensan hacer?

Al parecer, regresan a Washington. Supongo que afirmará haberse alzado con la victoria y esperará que nadie se dé cuenta de que en realidad los rehenes siguen estando en Irán. O bien eso, o alardeará de poder militar. Es lo que haría yo. Hacer que agite el puño y diga: «No nos doblegaremos. Es tos extremistas no van a jugar con nosotros».

¿Qué más podría hacer?

Podría preguntarle qué piensa al ejército de tierra.

La mitad de la sala se echa a reír.

O confesar que en el fondo le pone el ayatolá.

La otra mitad.

¿Y cómo lo llevamos?

Eso es lo mejor. Se lleva solo. Parecerá que estamos tomando el paso elevado

Justo, como si

Como si estuviéramos por encima.

Ooh, eso me gusta, estar por encima. Quiero estar por encima. ¿Podemos hacerlo? ¿Podemos estar por encima?

Asentimientos de cabeza.

No haremos ningún comentario directo sobre la crisis. Predicaremos cautela

Sinceramente esperamos que bla, bla, bla.

Las plegarias de una nación

Esto no tiene que ver con la política

Volvamos a concentrarnos en bla, bla, bla.

Se asoma ala ventana de nuevo; el sol se ha levantado ya y las nubes dispersas se han sombreado de blanco y gris. Al otro lado de esas nubes se encuentra Washington. Tiene la sensación de ser un general en los últimos días antes de asaltar una gran ciudad. Como si hubieran venido a caballo desde Sacramento hasta Washington. Sería una buena película. Vuelve a la puerta, prefiere esta posición.

—¿Cifras? ¿Tenemos ya alguna cifra?

Los tipos se miran y sonríen.

Todavía son preliminares

—¿Pero las tenemos?

Wirthlin quiere presentarlas él mismo.

—¿Pero tenemos cifras?

Sí. Tenemos cifras.

Espera.

Los tipos apenas si pueden contenerse.

Once.

Deja caer los brazos a los costados. Santo cielo. Lo va a conseguir.

¿Once? —Se queda pasmado en la puerta, el Duque convertido en Comer Pyle.

Es decir, existe un margen de error y no tiene en cuenta

—¿Once? ¿A dos días?

Sí, señor. Si perdemos será culpa nuestra.

Los demás lanzan miradas de soslayo al inoportuno («¿Si perdemos será culpa nuestra?») no tiene gracia, sobre todo después de las pifias del verano pasado con el KKK, Taiwán, y el modo en que dijo que los árboles son los causan tes de la mayor parte de la contaminación y se debería dejar de malgastar el dinero en curiosidades intelectuales, el talen to que tiene para divagar peligrosamente y soltar una chorrada tras otra, la forma en que perdió ocho puntos en una semana. Los tipos no pueden permitir que se desmande de nuevo. Pero él no parece percibir su preocupación. Dios lo bendijo con una memoria espantosa. Lo bendijo con toneladas de confianza. Lo bendijo, por encima de todo, con un colchón del once por ciento. A dos días.

—¿Qué dijisteis antes? ¿Acerca de tener grandes esperanzas?

Confiarnos plenamente

No. Aguarda. —Sonríe; todo su rostro sonríe con la felicidad plena de un niño de setenta años—. «Confío» plenamente.

Todos lo miran. Así que ya está. Así es como se siente.

Ahora es sobre mí. «Yo» confío plenamente.

Se queda en la puerta un momento más, viéndoles hacer su trabajo. Desanda el camino por el pasillo hasta su habitación, apaga la luz y se tumba de espaldas en la cama, escuchando su respiración y preguntándose qué corbata le habrán elegido hoy.