Sigue sin haber respuesta en el apartamento de Benny DeVries. Dupree cuelga el teléfono público y regresa al coche de Charles. Monta.
—Nada —dice Dupree—. Mira, puedes irte a casa. No tiene sentido que estemos los dos aquí fuera.
Charles, que está masticando un palillo con la mirada perdida, menea la cabeza.
—Estoy bien. —Han aparcado frente al apartamento de Benny, que le parece agradable a Dupree, pero que según Charles se encuentra en un barrio peligroso. El abogado no ha parado en casa en toda la noche. Dupree sabe que sería demasiado asumir que esté con Vince Camden/Marty Hagen, pero vale la pena esperar, por si acaso. Ha intentado un par de veces convencer a Charles para que se vaya a casa, pero Charles siempre ahuyenta sus sugerencias con la mano y dice que no quiere meterse en problemas cuando Dupree consiga que lo maten.
A pesar de todo, a Dupree le supone un alivio ver al fornido policía cada vez más sobrio, le alegra ver que se le esté pasando el colocón que tenía cuando recogió a Dupree en el aeropuerto; nervioso e irascible, con los ojos impasibles y acuosos. Ahora mira fijamente, sin parpadear, por la ventana.
—Nunca me han molestado las misiones de vigilancia —dice Charles—. Están bien. Se está tranquilo.
El vapor que surge de las alcantarillas humedece las calles. Hay una asombrosa cantidad de tráfico. Pasan taxis como exhalaciones; las parejas recorren las aceras meciéndose al paso.
—Lo primero que pienso hacer por la mañana es conseguirte nuestros archivos sobre Hagen —dice Charles—. Los fines de semana son complicados, pero lo haré.
—Gracias. —Dupree vuelve a acomodarse en el asiento del Crown Vic de Charles. Lo cierto es que resulta agradable, estar sentado enfrente del apartamento de un sospechoso, esperando… es tan reconfortante como los niños del truco o trato. Incluso se descubre pensando en Charles con la clase de preocupación que le inspiraría cualquier otro compañero—. Así que estás en un lío.
Charles lo mira de reojo, luego vuelve a encarar el parabrisas.
—Sí. —Gira el cuello de toro—. No es que importe, pero la conversación entre Mike y yo… no ocurrió así. No obligué a aquella chica a hacer nada. Estábamos riéndonos, bromeando. Era ella la que quería volver a mi coche. Fue idea suya. Se me echó encima, prácticamente me lo suplicaba. Juro por los ojos de mi madre que estaba dándole una oportunidad a esa chavala. Manteniéndola apartada de la cárcel. Es una maldita mamada. ¿Quién sale perjudicado?
Dupree mira por la ventanilla, al edificio de Benny DeVries.
—Deja que te enseñe una cosa. —Charles abre la cartera y saca un trozo de papel con un número escrito—. Mira. Hasta me dio su teléfono. Pensaba que le caía bien. Estaba dispuesto a llamarla, joder. Pensaba que había química entre nosotros. —Charles se encoge de hombros, desestimando sus propias explicaciones—. Resultó ser un número falso. —Aun así, Dupree ve que vuelve a guardarlo en su cartera.
Los dos miran por la ventana. Tranquilidad. Después de un momento, un taxi aparca junto al edificio de DeVries. Se apean dos hombres. Uno de ellos tiene el pelo rubio y rizado; el otro es mayor, más grueso, un hombretón de pelo gris y estólido, de aspecto ceñudo, que incluso Dupree reconoce: un hampón. Se quedan delante del edificio, hablando y mirando a su alrededor. El taxista espera.
—Ricitos. —Charles endereza la espalda en su asiento—. ¿Ese es tu tipo?
—No es Camden, no. Podría tratarse de Benny.
—Porque al otro lo conozco. Pete Giardano. Prestamista, lleva algunos negocios. —Charles parece sinceramente intrigado por este acontecimiento, y Dupree se pregunta cuándo sería la última vez que Charles hizo algún trabajo de policía real. Los dos hombres están en la calle, a un par de palmos de distancia, conversando y moviendo la cabeza. Al final se dan la mano y Pete Giardano vuelve a montar en el taxi. El tipo de pelo rizado se agacha y dice algo j unto a la ventanilla de atrás; luego se queda mirando cómo se aleja el vehículo. En cuanto Dupree ve que el tipo encamina sus pasos hacia el edificio, abre la puerta del coche y llama:
—¿Benny?
Benny DeVries se gira, primero curioso por saber quién grita su nombre, luego alarmado. Finge saludar con la mano mientras apresura el paso hacia la puerta de su edificio.
Dupree cruza la calle en diagonal, sosteniendo su placa en alto.
—No tan deprisa, Benny. Soy policía. Solo quiero hacerte un par de preguntas.
DeVries parece inseguro, pero espera mientras Dupree llega a la acera y le muestra su insignia.
—Mi nombre es Alan Dupree. De Spokane, Washington. Estoy buscando a un amigo tuyo. Vi… —Se muerde la lengua—. Marty Hagen.
—¿Marty? —DeVries sonríe—. Dios, hará que no veo a Marty Hagen… —Resopla y alza el rostro hacia el cielo—. Dios, ni recuerdo cuándo fue la última vez. No estará en algún lío, ¿verdad?
—Puede ser —responde Dupree—. Tengo entendido que lo representaste.
—Sí. Robo. Un par de cargos por fraude.
—¿Entró en el programa de protección de testigos hace unos años?
—Sí. Marty tenía problemas, le debía dinero a alguien.
Dupree espera acordarse del nombre correcto.
—¿A Pete Giardano?
DeVries se ríe y mira en la dirección que acaba de irse el taxi.
—¿A Pete? No. Yo soy el abogado de Pete. Estábamos celebrando una reunión que terminó con una ronda de bebidas. —Se ríe—. Mira, no sé qué sería de Marty después de que se lo llevaran los federales. Desapareció. ¿Sabes que ni siquiera dejan que esos tipos hablen con sus abogados?
—No lo sabía.
—Pues sí. Sencillamente… se esfuman. —DeVries se encoge de hombros—. Mira, si no quieres nada más… estoy hecho polvo.
—He hablado con tu hermana. —Dupree ve la primera sombra de duda en la expresión del abogado.
—¿Sabe algo de él?
—No.
Benny parece aliviado.
—¿Qué puedes contarme sobre este caso?
—No mucho —responde Benny.
—Quizá puedas decirme lo que descubriré en el expediente el lunes por la mañana. Contra quién testificó. —Dupree sonríe—. Dónde están enterrados los cadáveres.
—No hay ningún cadáver. Nada de eso. A Marty le tendieron una encerrona en un negocio de falsificación de tarjetas de crédito. Eso es todo. Tuvo que pedirle dinero prestado a un hampón de Queens para salir adelante y la familia del tipo se empeñó en sacar una tajada mayor del negocio. Corrió algunos riesgos intentando pagarles, la volvió a palmar, y a partir de ahí las cosas no hicieron más que empeorar.
—¿No pudo devolver el préstamo?
Benny asiente con la cabeza.
—Y aquellos tipos tenían miedo de que hablara. El FBI se enteró de que alguien andaba diciendo por ahí que iban a liquidarlo por ello. Así que le ofrecieron un trato: ponerlo en el programa de protección de testigos si testificaba. La misma historia de siempre. Pasa todo el tiempo.
—¿Lo metieron en protección de testigos por un fraude con tarjetas de crédito?
—Su objetivo era esa banda; esperaban atrapar al tipo que estuviera por encima de él. Y al tipo por encima de ese. Ya sabes. Como fichas de dominó —dice Benny—. Al final todo se quedó en agua de borrajas, se acordaron algunos pactos en los tribunales.
—¿No tenía un historial violento?
—¿Marty? No. Marty es un ladrón. No es un tipo violento. Marty es… —Benny mira las farolas que emborronan el firmamento nocturno— gracioso. Es un tipo brillante. Si llega a nacer en otro barrio, con dinero, y oportunidades… no sé…
—Entonces, si regresara a Nueva York, ¿adónde iría?
Benny se queda con la mirada perdida.
—¿Marty? No creo que vuelva. Pero si lo hiciera, podría estar en cualquier parte… Paseando por ahí, contemplando los edificios, curioseando en las librerías… Sentado en un embarcadero con los pies en el agua. Que me aspen si lo sé.
—¿Tiene más amigos?
—Yo soy el único. No hay más, que yo sepa.
—¿Novias?
—La única que conocí fue mi hermana.
Charlan un minuto más y luego Dupree le da las gracias a Benny DeVries, de quien consigue la misma promesa sin valor que obtuvo de su hermana:
—Si sabes algo de Vince, llámame, ¿de acuerdo?
—Claro —dice Benny, que coge la tarjeta del policía sin mirarla. Dupree empieza a regresar al coche, intentando encajar las piezas. Son casi las dos de la mañana.
En el vehículo, Charles está apoyado en el volante.
—¿Y?
—Lo ha visto.
—¿Te lo ha dicho él?
—No. —Dupree se encoge de hombros—. Pero hablaba de él en presente. ¿No resulta extraño? Si hiciera tres años que no ves a alguien, ¿hablarías de él en presente?
—Vale, vale —dice Charles. Mira el edificio de DeVries, y luego a Dupree de nuevo—. ¿Qué cojones significa «hablar en presente» de alguien?
¿Cuándo cambia el día? Los relojes y los calendarios dicen que a medianoche, pero quien vive la vida por el reloj es peor que un robot. ¿La luz del día? Dejar que sea el sol quien decida es un poco menos arbitrario. ¿Entonces qué? ¿La consciencia? ¿Comienza el día cuando uno sale de la cama? ¿Hay un momento fijo en que se pasa del día anterior al presente? Pese a estar despierto, Vince ha sentido el cambio de un día a otro; ninguna regla dice cuándo ocurre, uno sencillamente lo sabe. Si tuviera que señalarlo, diría que a la hora del cierre… cuando chapan los bares. Por lo general es entonces cuando se acaba el día para Vince. Las dos de la mañana en Spokane, las tres aquí en Nueva York. Es entonces cuando Vince se siente más a menudo yendo de un día al siguiente, cuando el mundo cambia y se siente transportado.
Vince se sienta a la mesa de póquer, bajo un techo de humo de puros y cigarros, con los vasos de copa alta pegados a la mesa de fieltro. Ange, Carmine y Beans levantan la vista de sus cartas, absortos, esperando escuchar más. Johnny aparenta desinterés, aunque fue él el que arrastró a Vince de nuevo a la mesa después de oír toda la historia, sin reaccionar mientras Vince hablaba de su deuda, del programa de protección de testigos, de su evasión por los pelos de Ray Sticks. Ahora escucha pacientemente, como un jurado, mientras los muchachos acribillan a Vince a preguntas.
—Vale, ¿y luego qué? —quiere saber Ange.
—Bueno. Los federales te piden que te sientes en una mesa. Y tú hablas de los sitios donde has vivido, trabajado, o viajado. Cualquier lugar donde tengas amigos o familia. Tachan esas ciudades y sus estados, y los estados que limiten con ellos. Luego cogen los sitios que quedan y buscan una ciudad lo bastante grande como para que tú te mezcles, lo bastante grande como para contar con una oficina federal, pero no tanto como para entrar en conflicto con lo que ya pudiera haber allí.
Beans sacude la cabeza.
—¿Y tú no tienes voz ni voto?
—Al principio no —dice Vince—. Al principio, sencillamente te despiertas en esta ciudad y todo es distinto. No son solo los edificios y la gente, sino todas las cosas: la forma de hablar, los olores… El cielo en esta ciudad donde vivo ahora… es inmenso. Y está mucho más cerca que aquí. Justo ahí. —Estira un brazo, como si pudiera tocarlo—. Es grande y azul, blanco en los bordes. No hay humo ni tráfico. ¡Y los árboles! Cuando la atraviesas en coche, ni siquiera te parece que sea una ciudad porque las casas se camuflan con los árboles.
—No jodas. —Carmine se inclina hacia delante en la mesa, sonriendo—. ¿Como si fuera invisible?
—Algo así. Y la gente es graciosa… viven en un lugar perfecto, pero es lo único que conocen, de modo que asumen que tiene que haber sitios mejores en otra parte.
—Tengo entendido que en Montana hay lugares donde uno puede sentarse a pescar en la puerta de casa. —Todos los chicos miran a Beans.
—Bueno, hay un río que discurre a través de Spokane. Está lleno casi exclusivamente de bagres. Peces gato. Nadie se molesta en pescar en el río porque baja muy deprisa, hay saltos de agua y rápidos, y además, no se puede tirar ni una piedra sin que caiga en algún lago. Estos lagos de montaña están helados, miden entre treinta y cuarenta y cinco kilómetros de largo, y son tan profundos que todavía no se ha llegado al fondo de algunos de ellos.
—Joder.
—El agua viene de los glaciares. Hay uno en la Columbia Británica, un par de horas hacia el norte, donde se puede ver el hielo en lo alto del lago. Hacia el sur hay ríos donde pueden pescarse esturiones centenarios, de hasta seis metros.
Los muchachos menean la cabeza.
—¿Y las mujeres? ¿Hay muchas tías?
—No muchas, pero las que hay… —Vince empieza a describir a Kelly, y se sorprende cuando es Beth la que se aparece en su imaginación—. Estupendo —musita.
—¿Te da mucho dinero el Gobierno? —pregunta Ange.
—Al principio, un poco. Pero te forman y esperan que te ganes la vida honradamente. Así que tomé clases de repostería.
Beans, Ange y Carmine asienten, concentrados. Johnny juega con su bebida y mira fijamente a Vince, indiferente y lacónico.
—Siempre quise abrir un restaurante —explica Vince—. Así que conseguí este empleo haciendo rosquillas y pensé que ya intentaría algo por mi cuenta más adelante.
—¿Algo italiano? ¿Tienen buenos italianos allí?
—No —dice Vince—. Solo puestos de macarrones con kétchup. Pero, en cualquier caso, la cocina italiana tampoco es lo mío.
Ange se encoge de hombros.
—Podría darte algunas recetas.
Beans busca un hueco donde aplastar su colilla en el cenicero desbordado, y al final la deja en el de Carmine.
—¿Qué más podrías hacer? ¿Podrías ser… no sé… médico?
Vince se encoge de hombros.
—Dudo que pudieras ser médico, pero es posible. Quiero decir… en teoría, supongo, podrías ser cualquier cosa que pudiera ser otra persona. Empiezas de cero.
—Eh. —Carmine suelta una risita—. ¿Sabéis qué sería yo? Biólogo marino. ¿Habéis visto alguna vez a esos tipos que van nadando al lado de los delfines? Eso sería yo. Me mudaría a Hawai y me pasaría el día entero nadando con los delfines. —Se gira hacia Gotti—. Pueden comunicarse entre ellos, John. —Emite una serie de ruiditos secos.
Los demás tipos beben y parecen estar imaginándose sus nuevas carreras. Excepto John, que tiene la mirada fija. No en Vince, sino en el espacio.
—¿Te dejan elegir tu nombre? —pregunta Ange.
—Más o menos. También te ayudan con eso. Intentan darte algo que recuerdes. Como conmigo, mi padre se llamaba Vince.
—No jodas. —Ange se vuelve hacia John—. Eso está bien, ¿eh, John? Eligió el nombre de su padre, joder. ¿No está bien eso?
John bebe su güisqui.
—¿Sabes cuál elegiría yo? —pregunta Beans, bajito y calvo, con una larga cicatriz que le cruza la cara desde el ojo hasta el labio—. Reginald Worthington Edenfield III.
—A veces resulta abrumador —dice Vince—. Puedes empezar desde cero. Sin antecedentes. Sin deudas. Es como… nacer de nuevo. —Mete la mano en su cartera y, en un momento de emoción compartida, saca su tarjeta de registro de votante—. Acabo de conseguir esto.
Ange mira la tarjeta y se la pasa a Carmine, que le da la vuelta como si estuviera escrita en francés y se la da a Beans, que se la entrega a Johnny.
John le da la vuelta, la dobla y la tira encima de la mesa.
—Menuda cosa —dice—. Tú y otros cien millones de capullos.
Los muchachos guardan silencio.
—Bueno —dice al final Vince—, ¿cómo me encontrasteis?
Los demás tipos miran a Gotti, que se encoge de hombros.
—¿Qué te hace pensar que te habíamos perdido?
Humo. Silencio.
—Venga. —Johnny Boy apura el güisqui y es como si tuviera la cabeza apoyada en un balancín roto, ladeándose a izquierda y derecha—. Reparte las putas cartas.
Carmine se da naipes, luego a Beans, Ange y John.
—¿Esta es la primera vez que vuelves, Vince?
—Sí. —Vince se alegra de que lo llamen por ese nombre, esperando que establezcan alguna distinción entre Vince, el rosquillero arrepentido, y Marty, el soplón. Ve cómo las cartas llegan a manos de los otros jugadores y desearía seguir en la partida; no le gusta ver cómo lo eluden los naipes. No le gusta el simbolismo de estar «fuera de juego»—. Cuando reconocí a Ray Sticks supe que tenía que salir de la ciudad. Pensé en huir… incluso hace unos minutos, estaba pensando en huir. Pero decidí que era más importante afrontar lo que había hecho. Pagar mis deudas.
Beans menea la cabeza, asombrado.
—Me estaba preguntando qué habría sido de Sticks. ¿Estaba trabajando en un encargo todo este tiempo, jefe?
John levanta la cabeza, pero no dice nada.
Beans se gira de nuevo hacia Vince.
—Chaval, te debiste de cagar en los pantalones.
—Un poco.
—Así y todo, hace falta tener pelotas para volver aquí —dice esperanzadamente Ange, mirando de reojo a John, que aparenta no estar escuchando—. ¿Verdad que hace falta tener pelotas, John?
Vince tiene la impresión de que Ange es su abogado de oficio en este tema, argumentando su caso delante de John.
Vince mira a John, después a Ange, y de nuevo a John.
—Ayer fui a ver al viejo Dom Coletti e hice las paces con él.
Beans sonríe.
—No jodas. ¿El viejo Sangre Fría? ¿Cómo le va? Oí que le había dado un ataque, o algo. Se mudó a un pequeño apartamento de Bay Ridge.
—Sí —dice Vince—. Un derrame. No tiene buena pinta. Le pagué lo que pude y lo arreglé para mandar el resto. Así que por lo menos con él estoy en paz. —Mira de soslayo a John, que no deja entrever nada—. Esperaba poder hacer lo mismo con usted, señor Gotti. Esperaba poder zanjar mi deuda.
Johnny pega un trago de güisqui y mira a Vince con unos ojos que no reflejan nada salvo su propia opacidad.
El detective Charles aparca delante del hotel de Dupree, pone la palanca de cambios en punto muerto y apaga el contacto. Dice que le conseguirá a Dupree el expediente de Marty Hagen por la mañana, y podrán empezar a repasar los nombres. Charles bosteza.
—Bueno, ¿estás casado, Seattle?
Dupree le da vueltas al anillo que tiene en el dedo.
—Sí. Desde hace un par de años.
—¿Críos?
—Todavía no. Mi mujer está sacándose el título. Después de eso queremos tener un bebé.
—¿Sí? ¿Qué estudia?
—Logopedia.
—No jodas. —Charles levanta la cabeza, pesados los párpados—. Así que va a dedicarse a… ¿qué… qué es eso?
—Logopedia… terapia para la gente que tiene problemas de dicción.
—Tiene sentido.
Dupree busca la manilla de la puerta.
—¿Me ayudarás mañana a conseguir el expediente de Hagen? Porque no quiero liarme con el servicio de alguaciles. Podría tardar semanas.
—Eh, claro, putos federales. Te conseguiré los papeles.
—A partir de ahí ya me ocupo yo. No hace falta que pierdas el domingo conmigo.
—Bah, ya hemos llegado hasta aquí. Quiero ver en qué acaba la cosa.
—No hace falta —dice Dupree.
—Me vendrán bien las horas extra.
—Solicítalas. Le diré al teniente que estuviste conmigo todo el fin de semana.
—Nah, te ahorrarás un montón de tiempo si te ayudo a buscar los sitios a los que tienes que ir. Y a lo mejor conozco a algunos de los chicos, como Pete Giardano. —Charles estira el brazo para girar la llave—. Además, como te deje solo y consigas que te maten, me joderán a mí. Te recogeré hacia mediodía. ¿Está bien?
—No —responde Dupree, con toda la firmeza posible—. Gracias.
—¿Qué? —Charles le mira. Se ríe—. Joder, ¿me tomas el pelo? —Su rostro se ruboriza y palidece—. ¿No quieres mi ayuda?
—No.
Charles se queda mirando largo rato. Dupree siente deseos de rendirse, pero se siente desafiado y le sostiene la mirada.
—¿Sabes lo que me gusta de los tipos como tú? —pregunta Charles al final—. Que os creéis que lo sabéis todo. Pensáis que el trabajo es una cosa y la vida es otra, y que podéis nadar con la corriente, completamente a ciegas. Pues bien, ¿sabes una cosa? Algún día, dentro de diez años, te darás cuenta… de que esto no va de quién es un puto tío majo y quién se merece los problemas que tiene. Va de nosotros… —Describe un arco con el dorso de la mano, abarcando la ciudad—. Y ellos.
»Y una noche, cuando pasees por un callejón apestoso rodeado de yonquis y oigas el clic de una cuarenta y cinco al lado de la puta oreja, todas las piezas encajarán en su sitio y comprenderás que contar con el respaldo de esos tipos es lo único que vale la pena en este mundo. Por eso nos visten con el mismo uniforme, por eso nos dan la misma placa. ¡Porque eso es lo primero, Seattle! Somos hermanos. Como hermanos de sangre. Si tu puto hermano necesitara ayuda, si estuviera enfermo, ¿qué harías?
—Llamaría a mi madre y le preguntaría por qué no me había dicho que tenía un hermano.
—Que te den, Seattle —dice Charles.
Dupree abre la boca para decir algo, pero decide no tentar a la suerte. Sale a la acera del hotel, frente a una hilera de taxis, cuyos conductores duermen recostados en sus asientos. Dupree medita las palabras del fornido policía («si tu hermano estuviera enfermo») mientras observa cómo el coche patrulla sin distintivos se aleja de la acera. Vuelve a fijarse en los taxis.
Johnny levanta la vista de sus naipes, como si acabara de llegar a alguna conclusión.
—Levántate la camisa.
Vince se sube la camisa hasta el cuello y se da la vuelta.
—Los pantalones.
Vince espera un momento, luego se desabrocha los pantalones y se los baja hasta los tobillos. Los tipos de la mesa se esfuerzan por no mirar… todos salvo Johnny.
Satisfecho tras comprobar que Vince no lleva ningún micrófono, Johnny pregunta:
—¿Qué piensas hacer?
Vince está arreglándose la ropa.
—¿Perdona?
—Si… —John agacha la barbilla y contiene un eructo justo antes de que escape de sus labios—. Si cancelo este contrato, ¿qué piensas hacer?
—No lo sé. —A Vince le sorprende no haber pensado en ello, no haber considerado qué ocurriría más allá de este punto. La expresión que luce Johnny le indica que la respuesta es importante. En cuanto se plantea la pregunta a sí mismo, se le ocurre la respuesta… y espera que sea la correcta—. Supongo que regresaría a Spokane. Os enviaría el resto del dinero por correo y… seguiría con mi vida.
John se lo queda mirando, así que Vince continúa.
—Allí tengo una casita alquilada. Un trabajo que me gusta. Y amigos. —De nuevo, se descubre pensando en Beth—. No me importaría darle una oportunidad. Ya sabes, ser legal.
Johnny termina su trago. Mira sus cartas y luego a Ange, sentado a su derecha.
—¿Cuál es la apuesta?
—Cinco para ti, John.
John baja la mirada a sus fichas. Tiene exactamente quinientos. Vuelve a mirar a Vince. Sus ojos son dos rendijas. Su cabeza se mueve dibujando ochos diminutos. Su lengua tarda un segundo completo en humedecerle los labios.
—¿Cuánto dinero tienes?
—Bueno, hoy le he dado cuatro a Coletti y…
John agita la mano.
—Que cuánto dinero tienes, joder.
—¿Encima? Tengo otros seis mil, pero es todo el dinero que me queda. Como dije antes, estaba ahorrando para abrir un restaurante, pero cuando regresé supuse…
John levanta una mano.
—Esperaba poder pagarte cuando…
La mano de Gotti permanece en el aire, flotando como una balsa en la mar picada.
Vince mira alrededor de la mesa, mete la mano en el bolsillo, saca el grueso rollo y lo suelta en la mano de Johnny.
Johnny Boy añade el dinero al bote.
—Veo esos quinientos, y subo… ¿cuánto has dicho?
—Seis mil.
Carmine y Beans se miran fijamente, luego a Ange.
—¡Ve! —escupe John—. Ve mi puta apuesta, Ange.
Se sostienen la mirada. Al final John se inclina sobre la mesa, agarra un puñado de las fichas de Ange y las tira al centro de la mesa.
—¡Que veas la puta apuesta! —Se inclina también hacia Beans y Carmine, y barre sus fichas con los brazos, hasta dejar el fajo de Vince rodeado de montoncitos de fichas—. ¡Ahí! —chilla John—. ¡Eso es un bote!
Los tipos no saben qué hacer, de modo que uno a uno enseñan las cartas. Beans tiene reinas. Carmine tiene una escalera de color a la reina. Ange tiene dos parejas. Miran fijamente a Gotti, que está contemplando los veinticinco mil dólares amasados en el centro de la mesa. Luego mira a Vince.
—Coge un puto avión mañana —dice Johnny.
Vince mira el bote, donde está su dinero.
También John contempla el dinero.
—Me da igual que tengas que secuestrar el aparato, a mediodía te quiero ver en un avión.
—Allí estaré —dice Vince.
—Tienes dos semanas para mandarme el resto del dinero.
—De acuerdo.
Los demás tipos miran fijamente las cartas de John, recogidas aún en sus grandes manos.
—Y si alguna vez vuelves por aquí, te eliminaré yo mismo, puta rata hijo de puta.
Vince asiente con la cabeza.
Todos guardan silencio un momento, contemplando los naipes de John; incluso Vince, al que acaban de devolverle la vida.
Al final, Ange se aclara la garganta.
—Esto, ¿John?
El hombretón suspira y tira las cartas encima de la mesa. Un seis y un dos. No tiene nada. Ni siquiera una pareja. Los muchachos no saben qué hacer. John se levanta y se acerca a la ventana, se asoma a la calle. Vince aprovecha la oportunidad para retirarse de la mesa y dirigirse a la puerta. Mira atrás brevemente y ve a los chicos en la mesa, mirando el bote fijamente todavía, y Gotti en la ventana, con los grandes hombros caídos sobre el pecho como un anciano. Justo cuando cierra la puerta a su espalda, Vince ve que Johnny se gira de nuevo hacia la mesa, como si se le acabara de ocurrir una idea… o hubiera cambiado de parecer.
El detective Charles atraviesa la Sexta, gira en la B y conduce en paralelo a la acera durante una manzana. Frena junto a una prostituta que lleva los zapatos de tacón en la mano, y la mujer sonríe, se agacha y se dirige a él.
—Hola, Charlie. ¿Compras o vendes?
—Ninguna de las dos cosas. —Le ofrece un trago de la botella que tiene a su lado—. ¿Has visto a Mario?
—Antes estaba con sus colegas —dice la fulana, y señala manzana abajo. Se endereza y Charles se aleja, recorre dos bloques más y aparca delante de un viejo edificio de apartamentos, revestido de un exoesqueleto oxidado de escaleras de incendios. Le pega un buen trago a la botella de güisqui, enrosca el tapón y se apea del vehículo. Mete la mano en el asiento de atrás y saca dos cajas de zapatos. Hay dos dominicanos sentados en el porche, bebiendo botellas de cerveza.
—Chavales —dice Charles—, ¿qué tal se ha dado la noche?
Los hombres responden que bien y uno de ellos estrecha la mano de Charles en un saludo de fraternidad.
—¿Habéis visto a Mario?
El tipo indica el edificio con la cabeza.
—Está arriba con una pava que encontró en el centro. ¿Quieres que le diga que baje el culo hasta aquí, Charlie?
—Sí. Pero no le digas que he venido. Dile que aquí abajo hay alguien que quiere comprarle mercancía. —Charles les da una caja de zapatos a cada uno. Los tipos sacan las zapatillas y sonríen—. ¿He acertado con el número?
—Sí, está bien así, Charlie. —Cuando uno de los tipos se ata los cordones nuevos, se levanta del porche y empieza a subir las escaleras. Sus pies vuelan con las zapatillas nuevas. Mientras se va, Charles regresa al coche, abre el maletero y saca una llave acodada de hierro. Cierra el maletero.
El primer dominicano vuelve a bajar las escaleras con otro tipo, más bajito, con gafas de montura negra y coleta. El tipo bajito sonríe al principio, hasta que ve a Charles. Levanta las manos y sale corriendo como alma que lleva el diablo. Pero el fornido policía ha elegido bien el ángulo y lo atrapa antes de que pueda dar cinco pasos.
—¡No he hecho nada, Charlie! ¡Te juro que no le he contado nada a nadie!
Charles no escucha, se limita a agarrarlo por la coleta y blande la llave de hierro, que se estrella contra los brazos y la cabeza del hombre menudo. Sus gafas se deslizan por la acera y chocan con un parquímetro.
—Te dije que no me jodieras, Mario.
Mario se aparta y retrocede trastabillando contra el porche del apartamento. Allí, uno de los tipos lo empuja hacia Charles de un puntapié. Mario finta a la izquierda y se lanza a la derecha; Charles suelta la llave para perseguirlo. Rodea las piernas de Mario y los dos se estrellan contra el edificio de ladrillo; sus sombras alargadas forcejean junto a ellos entre las farolas espaciadas. Charles solo tarda un segundo en reducir al bajito.
—¡Lo juro, Charlie! ¡No le he dicho nada a nadie! ¡Mierda, Charlie, por favor!
Doblado por la cintura, Charles arrastra a Mario de los pelos otra vez hasta el porche. Alarga el brazo hacia atrás para recoger la llave acodada de donde la había soltado. Pero no está ahí. Tantea alrededor, endereza la espalda y mira por encima del hombro a los tipos del porche.
—¿Qué coño? —Pero los tipos del porche tienen las manos vacías y están mirando detrás del fornido policía.
Charles se da la vuelta y aporrea a Mario con todas sus fuerzas, en el costado y en el rostro.
—¿Dónde está mi puta barra de hierro? —Pero Mario tiene las manos vacías, cubriéndose la cabeza, y está sollozando, y no es hasta que Charles gira el cuello unos pocos grados más que ve a Dupree saliendo de las sombras con su llave acodada—. ¿Frappé?
—No puedes hacer esto.
—¿Hacer qué? Estoy interrogando a un puto sospechoso. —Suelta a Mario, sonríe, y de improviso se abalanza sobre Dupree, asiendo con firmeza la camisa de Alan antes de que la llave de hierro se estrelle contra su cráneo.
Charles retrocede unos pasos y suelta la camisa de Dupree, pero asombrosamente, el fornido policía no se desploma. Los hombres del porche corren a refugiarse en el interior del edificio. Charles los observa, luego se gira para mirar por encima del hombro a la puerta trasera abierta de un taxi.
—¿Me has seguido en un puto taxi? —Se ríe, levanta el brazo y se palpa el chichón que empieza a abultarse en su sien—. Dame la llave. —Da un paso hacia Dupree, que vuelve a empuñar la barra y retrocede.
—¡Mario! —grita Dupree. El muchacho lo mira—. ¿Tienes familia en alguna parte?
Mario vacila. Charles mira a Dupree, después a Mario, y de nuevo a Dupree.
—Mario —gruñe Charles—. ¡No des ni un puto paso, Mario!
—¡Mario! —exclama de nuevo Dupree—. ¡Lárgate! —Por fin Mario se pone de pie, tambaleándose, recoge sus gafas y sale corriendo. Dupree y Charles ven cómo se aleja.
Charles sonríe, tranquilo y sereno.
—¿Qué cojones te crees que estás haciendo?
—Tenías razón —dice Dupree—. Necesitas mi ayuda.
Charles se ríe y se frota el bulto que tiene en la cabeza.
—Acabas de dejar escapar a un conocido traficante de drogas, Seattle. La has cagado. —Su voz tiembla ligeramente—. Ahora dame esa llave. —Vuelve a reírse; su resistencia al dolor asombra a Dupree—. Venga. Te llevo de vuelta. —Se frota la cabeza, se gira para encaminarse hacia el coche, y… con una rapidez impropia de su tamaño, mete la mano dentro de su chaqueta, desenfunda la pistola y apunta en el mismo tiempo que tarda Dupree en adelantarse y blandir la llave acodada una vez más, alcanzando a Charles de lleno en la boca.
Los dientes se rompen, la sangre surge a borbotones, y el rostro de Charles se gira bruscamente a la derecha como si tiraran de él unos cables. El arma repiquetea en la acera y Charles trastabilla manzana abajo, pugnando por conservar el equilibrio, con el cuerpo ligeramente por delante de sus pies zambos.
—Espeda —dice—, espeda. —Escupe sangre al hablar. Admirado de que el hombre pueda mantenerse en pie todavía, Dupree se queda observándolo un momento mientras Charles intenta recuperar la verticalidad, inclinado sobre la acera, hasta que por fin se derrumba: cara, pecho y brazos golpean la acera en un amasijo, como un árbol talado.
Vince pone los pies en la acera; inspira hondamente el aire cargado de humedad. Ya está hecho. Eres libre. Puedes volar adonde quieras, ser lo que quieras. Y sin embargo… ¿no has sido libre siempre, hasta cierto punto? La cuestión es si podías hacer esas cosas que tenías libertad para hacer… el lago y los cuervos.
No, no se ha acabado. Vince ve cómo un camión de reparto aparca marcha atrás ante la puerta del sótano de un restaurante; el propietario usa los brazos para indicar dos palmos, un palmo. Es como si estuviera haciéndole señas a Vince… avisándole de la proximidad del peligro.
Todo este asunto le recuerda a Vince el modo en que se despierta justo antes de que suene el despertador, el familiar estallido de ansiedad que siente justo antes de que una mano se pose en su hombro. Gira sobre los talones y ve el rostro sonriente de Ange, con su chándal canela.
—¡Eh, Rosquillas! Buenas noticias. John me ha pedido que te acerque al aeropuerto.
—¿Acercarme? —pregunta Vince. ¿Vienes a dar un paseo?—. Esto… ah… ¿sabes qué, Ange? Da igual, en serio. Puedo ir yo solo.
—Eh, debo insistir. —Ange frunce el labio inferior—. John quiere asegurarse de que llegas sano y salvo. También quiere que tenga unas palabras contigo. ¿De acuerdo?
—Claro. —A Vince se le seca la boca. Por supuesto. No pueden dejarte ir sin más. No puedes chivarte y salir de rositas. Todo el asunto se vendría abajo si dejaran que un soplón cualquiera viniese a disculparse por haber infringido la única ley que acatan estos capullos.
Ange sostiene en alto un rollo de billetes.
—John me ha pedido también que te compre el billete de avión. Ya que se ha quedado con todo tu dinero.
—No es necesario, de veras. Puedo pedir dinero prestado.
Ange desestima la idea con un ademán.
—John insiste. Mira, lo cierto es que no es mal tipo. —Se acerca a Vince—. Pero sí que debes salir de la ciudad. Entre tú y yo, Rosquillas, no creo que a John le guste tenerte cerca.
Vince asiente. Por supuesto que John no lo quiere cerca. Y sin embargo, Vince se alegra en parte de que se trate de Ange; de todos los tipos de la mesa de póquer, es el que mejor le cayó a Vince, el que mejor parecía entender la seducción de conseguir ser otra persona durante algún tiempo, la oportunidad de ser Vince Camden. No, si alguien debe pulsar el botón… Por lo menos Ange lo hará rápido. Indoloro. Y quizá Vince consiga incluso disuadirlo.
—Venga, Rosquillas. En marcha.
Se dirigen al coche de Ange, un Dodge Diplomat rojo. Vince podría intentar huir, pero aunque lograra escapar de Ange… si fueron capaces de dar con él en Spokane, Washington, podrían encontrarlo en cualquier parte. Su mente está desbocada, intentando idear la manera de evadirse, cuando se le ocurre una cosa.
—¿Crees que podríamos hacer una parada antes?
Angelo se lo piensa.
—El jefe quiere que te vayas.
—Hay una chica… me gustaría verla una vez antes de…
Ange mira por encima del hombro y asiente.
—Sí. Vale.
—Y luego será rápido… ¿verdad, Ange?
—No te preocupes, Rosquillas. Estarás en casa en menos que canta un gallo.
Dupree está sentado en la sala de espera del hospital, comiéndose una rosquilla y bebiendo una taza de agua negra. Está contemplando el puesto de enfermeras vacío cuando Mike, el representante sindical de Charlie, aparece en el pasillo, sin saber qué lo espera. Dupree se pone de pie y se obliga a sonreír.
—¡Hey, Mike! —dice, como si hiciera años que son amigos—. Gracias por venir. Significará mucho para Charlie.
El representante del sindicato del departamento de policía (flaco, canoso, con las mejillas chupadas) entra expectante, como pensando: Más vale que sea algo bueno. El sistema de megafonía del hospital llama a un médico, y Mike mira por encima del hombro solo un momento.
—Está bien —dice Dupree—. No te preocupes. Supongo que tendrán que operarle el mentón, eso sí. Estará una temporada cosido con alambre. No podrá hablar. Lo que quizá no esté tan mal, ¿eh?
—¿La enfermera ha dicho que lo asaltaron?
—Estaba ayudándome con mi caso. Estábamos interrogando a unas personas en… ¿cómo se llama, Alphabet City? Y alguien salió de las sombras, se le echó encima y le pegó con una llave de hierro. Dos veces… creo.
—Alguien… —dice Mike.
—Eso es. Alguien.
Se sostienen la mirada un momento, y luego Dupree se encoge de hombros, sonríe y mira a otro lado.
—Siento no haber podido ayudarle. No se me dan bien estas situaciones.
—¿Ah, sí? ¿No te gusta pelear?
—No. No mucho. —Dupree consulta el reloj—. Mira, tengo que irme. Pero pensé que sería buena idea que hubiera alguien con él cuando salga de la operación. Estará bastante confuso. Estaría bien que hubiera alguien ahí para tranquilizarlo, para decirle que sea discreto.
—¿Discreto?
—Eso es. —Dupree mira atentamente a Mike—. Dile que le agradezco su ayuda. Pero por lo que a mí respecta, hemos terminado.
Mike asiente secamente con la cabeza; no puede prometer nada, pero parece comprender los términos de la tregua.
—Escucha, no sé cuánto sabes acerca de Charlie… lo que le ocurrió…
—Más de lo que me gustaría saber.
Mike se encoge de hombros.
—Era buen policía.
Dupree se lo queda mirando.
Mike se da cuenta de que da igual y se encoge de hombros.
—Está bien. Veré lo que puedo hacer. ¿Necesitas algo más?
—De hecho… —Dupree saca una libreta y anota el nombre de Marty Hagen—. Tenía que conseguirme el expediente de este tipo. ¿Puedes echarme una mano?
Mike dice que lo intentará.
Dupree empieza a irse, pero Mike lo llama.
—¿Cuánto tiempo piensas quedarte?
—El que haga falta hasta que encuentre a este tipo.
—Bueno —dice Mike—. Yo que tú, me daría prisa.
Es como tener una visión ahí, enfrente de ti, un recuerdo de algo que en realidad no has vivido pero podrías describir con todo lujo de detalles. Ocho de la mañana de un sábado, frío y nublado, y ahí mismo, al otro lado de la calle, Tina sale a su pequeño porche a recoger el periódico. Descalza, con una bata corta que se interrumpe justo a medio camino de sus firmes muslos. El pelo moreno sujeto en una coleta. Un atisbo de seda blanca dentro de la bata. Todo lo que Vince alguna vez creyó que podría pedirle a la vida contenido en esta imagen: una mujer, una casa, el diario matutino. Y por un momento siente una punzada de amargura por la modestia de sus sueños; no es que pida ser presidente, y sin embargo no podría estar más lejos incluso de esta vida tan sencilla, esto que otras personas disfrutan sin pensar siquiera, contra lo que otros hombres se rebelan, abandonan camino de terminales de autobús, estaciones de tren y tabernas. Vince está de pie en la acera de enfrente, apoyado en el capó del coche de Ange. Dentro del vehículo, Ange se apoya en el volante, señalando y sonriendo, y sus labios carnosos silabean las palabras: «¿Es ella?».
Tina está inmóvil como una estatua, leyendo el periódico, pasando las páginas, y Vince quiere acercarse, lo desea de veras, quiere estar junto a ella, sentir su aliento en el pecho, los diminutos vellos rubios de su muslo, justo por debajo del filo de la bata.
Un coche pasa entre ellos, sacando a Vince de su ensimismamiento. Pero Tina no levanta la mirada del periódico. Dentro del coche, Ange levanta las manos y enarca las cejas. Su rostro carnoso muestra alarma y silabea de nuevo: «¡Habla con ella!». Pero antes de que Vince pueda decidirse, Tina se gira con el diario hacia la casa. Abre la puerta de malla y vuelve adentro. La puerta se cierra a su espalda. Y Vince se queda allí plantado, al otro lado de la calle, apoyado en el coche.
Ange se apea y se apoya en el marco de la puerta.
—Eh, ¿no era ella, Rosquillas?
—Sí. Era ella.
—Entonces, ¿qué coño? ¿Me haces conducir hasta aquí y no piensas decirle nada? Pensaba que querías hablar con ella.
—No creo que pueda —dice Vince—. No sé qué decirle.
Ange mira la casa y luego a Vince de nuevo.
—Es guapa.
—Gracias, Ange.
Vince observa la casa, estrecha y con tablillas, igual que las otras dos casas que la flanquean, pintada de blanco y amarillo, con maceteros en las ventanas y una bandera de los Estados Unidos. Es exactamente la vida que Vince hubiera querido darle, la misma que ella insistía en decir que no necesitaba… al menos cuando estaban juntos, cuando esta clase de vida era inasequible para Vince.
Ange sigue apoyado en la puerta del coche. Se rasca el pelo negro.
—¿Me quieres decir que hemos conducido hasta aquí y no piensas decirle ni una puta palabra?
—Supongo que solo quería verla.
—¿Cuánto hace?
—Tres años —dice Vince.
—¿No has llamado nunca? ¿O le has escrito una carta?
—No.
—¿Y eso?
Vince observa las ventanas, atento al menor rastro de ella.
—Le prometí a su hermano que la dejaría en paz. No quería que le hiciera daño.
—Ja. —Ange asiente con la cabeza—. Eso es… Dios, eso es muy triste.
Vince se encoge de hombros. Regresa al coche, abre la puerta, empieza a subirse, y se para.
—Mira. Ya sé de qué va esto.
Ange entorna los ojos.
—¿Sí?
Vince asiente.
—John nunca me dejaría marchar sin más, ¿verdad?
—Rosquillas… —Ange se encoge de hombros—. Mira, es complicado. Tienes que entender a John. Tiene mucha responsabilidad. Hay normas. Hay todo un sistema de precedentes y formas de hacer las cosas. Todo tiene un valor. Todo tiene un precio. No puedes dejar que alguien se vaya sin más. No sin recibir —Ange busca las palabras adecuadas— una compensación. Esto es más grande que tú y yo. O que John, incluso. Esto se remonta generaciones. Esto es más grande que toda la gente implicada. Por eso funciona.
—Pero no tenemos por qué seguirles el juego. Tú y yo… podemos salir de esto.
Ange sonríe.
—¿Qué sería de mí si abandonara esta vida? ¿Quieres que me ponga a hacer rosquillas? Venga ya. —Encoge los grandes hombros redondos—. Sube al coche.
Vince mira una vez las ventanas de la casa de Tina McGrath, pero son igual de frías e impasibles que los ojos de Johnny Boy. Monta en el coche.
—Alegra esa cara, Rosquillas. Has hecho lo correcto. A partir de aquí viene lo fácil. —Ange enciende el motor—. ¿Preparado?
Vince se reclina en el asiento y cierra los ojos.
El expediente policial de Marty Hagen es grueso, pero asombrosamente ligero: nueve detenciones, al menos cuatro condenas, pero ningún crimen violento. Ni asaltos ni atracos a mano armada, nada más serio que robos y fraudes. Lo cierto es que no son los antecedentes de un asesino. Dupree apunta el nombre del agente de libertad condicional de Hagen y un par de direcciones para comprobarlas más tarde, pero en este informe sobre la persona de Marty Hagen hay muy poco que pueda ayudar a Dupree a encontrar a Vince Camden. Dupree lee acerca de tarjetas de crédito robadas, coches robados, propiedad robada y talonarios robados, pero falta algo.
La última entrada del archivo es un breve informe de investigación («… en función de su entorno y su aparente falta de arrepentimiento, Hagen es un probable candidato a reincidir…») preparado para el fiscal del caso. Sujeto a él con un clip hay un extracto de cuatro páginas de una grabación del FBI en la cual puede oírse a dos sospechosos sin identificar diciendo que tenían que encontrar a alguien para que se «encargue» de esa «rata irlandesa de Hagen», y que «debería cavarse la fosa» en alguna parte. La página está compulsada y firmada por dos agentes del FBI.
También anotado en el informe hay un número de teléfono de la investigadora de la fiscalía que llevó el caso, una mujer llamada Janet Kelly.
Aunque es sábado, llama, y se disculpa cuando resulta ser el número de su casa. La mujer se enfada, al principio, por esta llamada un sábado por la mañana. Ya ni siquiera trabaja para la fiscalía. Renunció hace un año para empezar a trabajar de supervisora en el departamento de correccionales. Dupree se disculpa de nuevo, esta vez por haber llamado tan temprano, y le pregunta si recuerda el caso de Martin Hagen.
Al principio no le suena, pero Dupree le lee su informe.
—Ah, sí —dice la mujer—. Tarjetas de crédito. Un cabrón con encanto, si lo recuerdo bien. Robaba tarjetas de crédito y compraba televisores, lavadoras, equipos de música…, luego vendía la mercancía a dos tipos que trabajaban para algún viejo capitán de la mafia. Les debía dinero, así que aprovechaban para exprimirlo. Al principio parecía un caso importante, pero nos salió el tiro por la culata.
—¿Cómo?
—Tenía un abogado listo, había estudiado con el fiscal del distrito que llevaba el caso. Convenció al tipo de que este tal Hagen estaba sentado encima de una puñetera mina de oro de información, que el asunto de las tarjetas de crédito solo era la punta del iceberg.
—¿Y?
—La punta de un cubito de hielo, más bien.
—¿Cree usted que les ocultaba información?
—No —dice la mujer—. Sinceramente, no creo que supiera nada más aparte de su negocio con las tarjetas de crédito. No creo que tuviera ninguna conexión en absoluto, era un simple ratero de andar por casa. Pero cuando nos quisimos dar cuenta, ya le habíamos otorgado inmunidad plena.
—¿Y lo pusieron en el programa de protección de testigos por un fraude de tarjetas de crédito?
—Bueno, también estaba aquella grabación del FBI. Parecía que fueran a cargarse al tipo si no lo metíamos en el programa.
Dupree consulta el expediente.
—Sí, ya he visto el informe. Pero si está usted en lo cierto y el tipo no sabía nada, ¿por qué tendrían que poner precio a su cabeza?
—Le está preguntando a la persona equivocada. Para eso tendrá que hablar con el FBI.
Dupree contempla el informe del FBI. Hay algo raro.
—Dice usted que se acuerda de Marty Hagen. ¿Recuerda qué aspecto tenía por aquel entonces?
—Sí, claro. Un tipo apuesto. Prometía problemas.
—¿Le parecía irlandés?
—No sé.
—Hagen es un nombre alemán.
—No veo qué…
—En la grabación, estos tipos dicen que se van a encargar de «esa rata irlandesa de Hagen». —Dupree se acerca la hoja a la cara y la pone de lado para leer la línea mecanografiada.
Al otro lado del teléfono, Janet Kelly se ríe.
—No sé qué decirle. No son la clase de hombres que pierden el sueño por la etnia de cualquier tipo. Ahora, si no hay nada más…
Dupree sigue mirando fijamente la página.
—Sí, no. Eso es todo. Disculpe. —Cuelga y contempla intensamente el expediente. No podrá hablar con el FBI hasta el lunes por la mañana. Lo que significa que tiene dos días para vigilar la puerta y preguntarse cuándo se levantará el detective Charles de su cama de hospital, montará en su coche, y…
Dupree mira alrededor de su habitación de hotel: notas desperdigadas en una de las camas, la otra deshecha tras unas pocas horas de sueño intranquilo. De pronto se siente insignificante. ¿Quién es él para intentar encontrar a este tipo en Nueva York, para desentrañar la política del hampa y los entresijos de las autoridades neoyorquinas, para enemistarse con alguien como Donnie Charles? Es asombroso que alguien pueda sentirse tan solo en una ciudad con siete millones de habitantes. Se pone de pie. Apenas si hay sitio entre las dos camas para sus piernas; tiene que ponerse de costado para soslayar los muebles del cuarto. En la calle se oyen sirenas, los primeros vehículos de la mañana. Abre las cortinas y contempla la Séptima Avenida hasta Times Square. Está nublado. Observa el tráfico y se pregunta qué efectos pueden surtir en la gente la densidad y la velocidad de un sitio así, se pregunta si él sería distinto de Charles si viviera aquí; aunque también es posible que el lugar no tenga nada que ver. Hace dieciocho años que Charles es policía. Quizá dieciocho años basten para hacerle eso a cualquiera. Dupree experimenta un momento de algo parecido al pánico y desearía poder escribirse una carta a sí mismo, para abrirla en 1998. «Querido Alan, ten cuidado. No seas capullo». Coge el teléfono y marca. El timbre es estridente.
—¿Diga? —Parece preocupada.
—Debbie.
—Vaya, hola. —Su alivio lo baña como una ola.
—Perdona que llame tan temprano. Es solo…
—Me alegra que hayas llamado. Yo también te echo de menos. ¿Cuándo vas a volver a casa?
—No lo sé. El lunes, a lo mejor.
—¿Qué tal Nueva York? ¿Es bonito?
—Sí. —Dupree podría tocar las cuatro paredes de esta habitación de hotel sin tener que dar más de dos pasos—. Es… especial. —Desearía poder acurrucarse con ella en el sofá, en su sofá, en ese lugar que conoce tan bien. Desearía, sobre todo, que este caso estuviera cerrado, que no hubiera visto a Donnie Charles ayer en el aeropuerto. Puede imaginarse al corpulento detective (el mentón cosido con alambre) conduciendo por la ciudad, con una botella al lado y la mirada fija al frente.
—Algún día podríamos ir juntos, Alan. Nada de trabajo. En plan turista, nada más. Ver el Empire State Building. Dar un paseo en carroza por Central Park.
Dupree se reclina en la cama y cierra los ojos.
—Claro.
Últimos pensamientos: no ha vuelto a haber un programa de televisión realmente divertido desde Superagente 86; las salchichas empanadas son mejores que el golf; cuánto tiempo sigue enviándote facturas la compañía de teléfonos cuando te has ido; la estrategia de pases está acabando con el fútbol profesional; la comida italiana está enormemente sobrevalorada; hubiera estado bien tener un perro.
Vince mira fijamente por la ventanilla, viendo pasar los edificios. Es incapaz de seguir el ritmo de su propio cerebro, de modo que procura concentrarse en lo que ve, limitarse a los estímulos visuales. Se pregunta durante cuánto tiempo conservará uno sus recuerdos… si se apagarán con las luces. Qué hay de todas las cosas que ha visto uno: los amaneceres y las escaleras de color. ¿Qué pasa con todo eso cuando uno se va? Con avidez, anhela unas pocas imágenes más… Nada profundo, tan solo un poco de belleza que echarse a los ojos. Desearía poder pedirle a Ange que condujera hacia el sur… La mayoría de sus edificios favoritos están en el bajo Manhattan: el Ayuntamiento y el viejo Standard Oil Building, el mármol y el hierro forjado de Chambers Street…, pero se dirigen hacia el norte. Vince se devana los sesos intentando recordar qué edificios le gustaría ver en el norte. El Met… La antigua Carnegie Mansion. El Ansonia y el Arthop en Broadway.
Dos veces apoya Vince la mano en la puerta para saltar al tráfico, pero en ambas ocasiones le falta el coraje. Tornan la salida de La Guardia, y Vince se pregunta por qué insiste Ange en mantener la ilusión de que va a coger un avión. Puede que sea el aeropuerto donde Ange se propone llevar a cabo su misión. Quizá metan el cadáver de Vince en una caja y lo facturen a Sicilia.
Hay un niño en bicicleta observando desde un paso elevado; Vince cruza la mirada con él y el destello de futuro que intuye en los ojos del pequeño le da ganas de gritar. Desearía poder seguir a ese niño y pasar el resto de su día en bicicleta, zigzagueando entre los coches… qué libertad, cerrar los ojos y levantar las manos del manillar… el único ser en movimiento en un mundo estático; un niño es invencible en el sillín de su bicicleta, o eso piensa. Invencibilidad; eso es lo que le gustaría a Vince. Cierra los ojos y puede ver los coches aparcados sucediéndose como exhalaciones, la gente en sus porches, casi puede sentir el viento en la cara y el pelo.
Dios, estaría bien que hubiera algún sitio donde poder arrojar todas estas cosas que uno ha visto y sentido, como quien saca la película de una cámara. Será por eso que la gente escribe libros e historias, sin duda, para dejar alguna impresión a su paso, para compartir una impresión de la belleza y el dolor. ¡Esto es lo que he visto! O pintadas: ¡Estuve aquí! ¡Maldita sea, yo estuve aquí! ¿Por qué cojones nunca escribiste nada; por qué no tomaste nota de tu estancia aquí? ¿Cuánto podría haberte costado?
Ahora, curiosamente, el coche entra en el aeropuerto, Ange se apoya en el claxon, serpentea entre los taxis y se mete en la rotonda, enfrente de las taquillas; hombres que izan Samsonite rígidas hasta la acera, mujeres que fuman con una mano, cargando con bolsos de viaje en la otra, enjambres de taxistas como mosquitos en verano. Ange aparca y se gira hacia Vince.
—Ahí lo tienes, Rosquillas.
Vince no sabe qué decir.
—¿Vas… vas a dejar que me vaya a casa?
Ange ladea la cabeza.
—Claro. John te dijo que podías marcharte. ¿Por qué? ¿Qué te creías que íbamos a hacer?
—Pensé… pero… has dicho que no iba a ser tan fácil.
—Sí, John quiere pedirte un favor. ¿No lo pillaste?
—No —dice Vince—. Pensaba que ibas a…
—¿A qué?
—Ya sabes…
Ange sonríe.
—Pensabas que te iba…
—Sí. —Frunce el ceño e imita la voz del hombretón—: «Esto es más grande que tú y yo, Rosquillas».
Ange se lo queda mirando, antes de estallar en carcajadas. Se aprieta el vientre abultado con las dos manos, y sus ojos oscuros se vuelven dos rendijas.
—Pensabas… ¡ay, Dios! Yo nunca dije que fuera a… Te dije que John tenía planes para ti. Nada más.
—Bueno, claro que no me dijiste que fueras a hacerlo. ¿Quién le dice a alguien que planea pegarle un tiro?
A Ange casi no le deja hablar la risa.
—Joder, es para partirse, Rosquillas. Pensabas que te iba a… ¡y tú ahí sentado! ¡Ay, joder! ¡Menudas agallas, hijo de puta!
Ange se carcajea con tantas ganas que una pareja que pasa caminando con maletas a juego se detiene y se asoma al coche.
—No… no me puedo creer que te quedaras ahí sentado, pensando que iba a…
—Bueno, podrías haber sido un poquito más explícito. ¿Qué querías decir con eso de que no me podía ir sin… compensación?
Ange está llorando. Sisea entre risas, estira el brazo y apoya una mano en el hombro de Vince.
—Pensabas… Ay, Dios… Dios, Dios, Dios. ¡Joder, es que me troncho!
Ahora Vince está riéndose a su vez; los dos están doblados por la cintura, pugnando por recuperar el aliento, dando palmadas al salpicadero.
Al final, Ange se enjuga los ojos y sacude la cabeza.
—Dios, me gustas, Rosquillas. Ojalá pudieras quedarte. Le das vidilla a las cosas, en serio. Y para que lo sepas, si fuera a hacer eso, siempre enviamos dos tipos. —Arruga el gesto, como si hubiera mordido algo amargo—. Hacerlo solo es realmente duro.
Vince se frota los ojos con el dorso de la manga.
—¿Cuál es ese favor, entonces? ¿Cuál es la… «compensación»?
Esa palabra hace que Ange vuelva a echarse a reír; parece que vaya a darle un infarto, se palmotea el pecho y forma una pistola con los dedos, señala a Vince, que se desploma con la cabeza en las rodillas, aullando de risa.
—Ay, Dios santo —dice Ange cuando recupera el habla. Tararea una última risotada y mete la mano en el bolsillo, saca un rollo de billetes y se lo deja a Vince en la mano—. Está bien. —Recupera el aliento—. Esto es lo que John quiere que hagas: coge este dinero, vuelve a esa ciudad de mala muerte adonde parece que manda el FBI a todas las ratas, cómprate una pistola y descerrájale un tiro entre los putos ojos a ese soplón de Ray Sticks.