Ya estás allí de nuevo, de todos los lugares posibles, en otro aeropuerto, contemplando las rastas y la licencia falsa de otro taxista en el cristal surcado de arañazos que os separa, mientras afuera resuenan los cláxones y las voces entonan en ese interminable coro de alabanza neoyorquino: «¡Eh, mueve ya el puto coche!».
Es entonces cuando se te ocurre: a lo mejor no eres el cuervo que sobrevuela por encima de toda la mierda (la gente y el tráfico y la vida cuadriculada a tus pies) colmado de admiración, atraído ocasionalmente por bagatelas sin valor que destellan en el suelo.
—¡Oye! ¿Estás sordo? —El taxista se da la vuelta—. ¿Adónde vamos, tío?
No, aquí de nuevo, recuerdas de golpe que si bien eras capaz de hacer cualquier cosa cuando saliste de la ciudad tres años atrás, en teoría al menos, te resultaba imposible descifrar realmente las pautas que escapaban a tu control. Quizá una persona no pueda cambiar su naturaleza (no de forma significativa) del mismo modo que un lago es incapaz de evaporarse voluntariamente.
—¿Qué cojones te pasa, tío? ¿Adónde?
—A Greenwich Village —dice Vince.
El conductor se vuelve hacia delante.
—¿Tienes alguna dirección? Es grande.
Pautas de las que ni siquiera eras consciente…
—Washington Square.
—¿Buscas algo de fumar? ¿Un pico? Conozco un sitio más cerca.
A lo mejor nunca has tenido el control. No realmente…
—El parque está bien.
—Tú pagas. —El taxista pone en marcha el contador y empieza a conducir; Vince se reclina en el asiento. Hecho polvo; el día anterior ha volado de Spokane a Chicago, para luego pasarse la noche en vela en las sillas de plástico de O’Hare. A fin de distraer la mente, se compró una novela de bolsillo nueva en la librería del aeropuerto, La visita al maestro, de Philip Roth, sobre dos escritores judíos, uno joven y lleno de potencial, el otro viejo y famoso. A Vince le gustó el libro igual que le gusta la ciencia ficción, por crear un mundo que nunca se podría haber imaginado por sus propios medios, pero dotado de un enorme realismo. Luego, a las dos de la mañana, en la página ochenta y ocho, el escritor veterano, E. I. Lonoff, dijo: «A veces me gusta imaginarme que he leído mi último libro. Y mirado la hora por última vez en mi reloj». Sin más, Vince soltó la novela y supo que había acabado con ella. Por la mañana cogió el primer avión a LaGuardia, y cuando el reactor tocó tierra sintió un hormigueo de expectación.
En el taxi, se desliza por el asiento y abre la ventanilla para que entre un poco de aire. Se sume en una especie de duermevela y el viaje adquiere propiedades oníricas: los tráileres y autobuses (en la ciudad de Nueva York hieden más marcas distintas de diesel que la suma de todos los olores en otras ciudades) y la gente en las esquinas, esperando a cruzar la calle, agolpándose frente al tráfico; esto no se ve en Spokane, la gente vadeando el asfalto en manadas, apoyada en las farolas o sentada en los capós de los coches, todo el mundo en la calle, en los pórticos de las hileras de casas y las fachadas de ladrillo de Queens, donde el mundo converge y se vierte en la alameda de Grand Central, y los cláxones (no recuerda cuándo ha oído tantos puñeteros pitidos) y de repente, ¡paf! Se despierta de golpe y se pega a la ventanilla como un niño al primer indicio del bosque de punta les plateados del Puente de la Calle Cincuenta y Nueve y debajo, Roosevelt Island, la que llamaban la Isla del Bienestar cuando era pequeño y la isla era toda sanatorios y hospitales especializados en el tratamiento de la viruela, antes de que los peritos le echaran el guante y construyeran apartamentos donde incluso las piscinas tienen vistas (¡las piscinas!); mira al otro lado del puente y ve Manhattan, las casonas cubiertas de hiedra de los antiguos ricachones de Sutton Place que contienen al ejército de cristal y acero que se apelotona en la orilla y más allá; las agujas del Chrysler y el Empire y las imponentes torres gemelas, un horizonte atestado, un caos de edificios, una revolución de ladrillo, acero, piedra y cristal infestada de gente, enferma de gente, coches que surcan largas heridas de calles y pequeños cortes saturados de transversales, y… el mundo. El puto mundo. Vince se contiene para no echarse a reír y dar palmadas. No sabe de qué se sorprende al sentir el suave rastro de las lágrimas que le caen por las mejillas.
Al morir su padre, Vince solía caminar desde el apartamento de la calle Elizabeth a Washington Square, agazaparse entre los árboles, apoyarse en el arco de mármol y contemplar el mundo. Tenía catorce años. Era un soñador y se paseaba por la ciudad como un turista, como un guiri (siempre mirando hacia arriba, admirando la arquitectura), al contrario que la mayoría de los nativos, que mantenían la mirada fija al frente o ligeramente hacia abajo, afectando un aire de alerta sin mirar a nadie a los ojos. Pero Vince llevaba alzando la mirada al mundo desde que tenía uso de razón, escudriñando constantemente el horizonte en busca del menor rastro de su padre en alguna obra. Para cuando el cable de una grúa se rompió y partió al viejo por la mitad, Vince ya no sabía mirar de otra forma.
En el parque aprendió a jugar al ajedrez y al póquer, a reconocer a los timadores y los rateros, los timadores que amañaban los dados o el trile, la bolita que caía rodando de la mesa. Aprendió a mantenerse lejos de las navajas, las mujeres descalzas y los colgados de caballo, a evadirse sin correr cuando aparecía la pasma. Toda la gente que conocía robaba y peleaba, de modo que él robaba y peleaba también. Como todos los chicos sin padre, Vince se vio atraído a las bandas de la zona, contratado para realizar pequeñas tareas: comprar tabaco, montar guardia, entregar paquetes. A todos les caía bien Vince. No era siciliano, ni siquiera italiano, por lo que jamás sería uno de ellos, no podrían convertirlo nunca, pero tampoco parecía irlandés, polaco o judío, ni de cualquier otra etnia en particular. Había algo peculiar e inabordable en su melancolía curiosa y sus ojos mortalmente serenos (una cualidad que podía confundirse fácilmente por valor), y era ese chico raro, al menos en su barrio, que nunca tenía que demostrar nada.
Conducía antes de sacarse el carné, pero en vez de llevar los coches directamente al taller de desguace como los demás escamoteadores, Vince bajaba las ventanillas, incluso en invierno, se dejaba abofetear por el viento y salía a pasar el día en la playa de Brighton o a Rockaway. Lo más normal era que se limitara a deambular por la ciudad, con medio cuerpo por fuera de la ventanilla como un perro. Su primer arresto se produjo cuando un policía de a pie lo encontró aparcado en doble fila en Reade Street, mirando fijamente las columnas corintias del colosal Edificio Municipal. «Me da igual lo que diga la gente», le dijo Vince al policía después de que este le pusiera las esposas. «A mí me parece que está bien».
Para Vince no era tanto una ciudad de barrios y etnias como una colección de formas; le gustaba la recargada zona clásica de los alrededores del ayuntamiento, el serio hierro forjado del SoHo, los extravagantes riscos de piedra de montaña del oeste de Central Park. Solía soñar con una Manhattan sin gente, solo los edificios vigilados por formaciones de taxis sin conductor circulando al compás por las calles vacías. Incluso sus tempranos arrestos encontraban un equivalente en estructuras: experimentaba un extraño solaz al imaginarse que pasaba una noche en Las Tumbas clásicas, con sus torretas, sus torres y sus columnas egipcias. Si iban a encarcelarlo a uno, mejor que fuera en una obra de arte como Las Tumbas que en algún sitio como la Roca, la isla de Rikers, que parecía una especie de campus universitario rural con un rebaño de ovejas de alambre de espino pastando en su perímetro.
Por aquel entonces, Vince volvía a Washington Square siempre que lo soltaban, tan solo para encontrarlo más lleno de hippies y alumnos de la Universidad de Nueva York, que fueron transferidos al Village con el cierre del campus de las facultades del Bronx. En una de esas ocasiones, se le ocurrió a Vince que ahora había dos razas de personas completamente distintas en el parque: las que iban a alguna parte y las que no. Era fácil distinguirlas: los delincuentes (tahúres, camellos y rateros) caminaban sin prisa, mirando a uno y otro lado de reojo, en busca de acción; los estudiantes caminaban dando zancadas, cruzando el parque con decisión, con la cabeza gacha, sosteniendo sus mochilas como si fueran maletines o bebés, mirando a todas partes, reproduciendo mentalmente las repetidas advertencias sobre los traficantes de droga y los ladrones del parque, los mendigos, fugitivos, prostitutas, músicos callejeros, mafiosos de medio pelo, hombres de confianza y corrupción…; hombres, detestaba admitirlo, como él.
Tenía veintiséis años, estaba metido de lleno en su floreciente negocio de falsificación de tarjetas de crédito (invención suya, que él supiera) por quinta vez en la cárcel, cuando una infección hepática se llevó a su madre. Al salir, Vince se sentó en la plaza y observó a los universitarios, intentando dilucidar qué tenían ellos que no tuviera él. Sabía que era listo. Probablemente leía más que la mayoría de los estudiantes con sus carteras llenas de libros. Y sin embargo no se le quedaba todo cuanto leía. Había disciplinas enteras y escuelas de pensamiento de las que no sabía nada. Le faltaba algo. ¿Se trataría sencillamente de la sensación de oportunidad que proporcionaba el tener dinero y educación? ¿Sería una cuestión de pautas de pensamiento? ¿Estarían condicionados para tornar decisiones mejores? O se trataba acaso de alguna peculiaridad personal, motivación, confianza, conocer tu lugar en el mundo, algún tipo de cualidad que Vince solo podía definir por su ausencia. Quizá fuera algo tan simple como la falta de ambición. Después de todo, ¿cómo se va a hacer uno un hombre de provecho si nunca ha soñado con nada más aparte de chavalas en pantaloncitos cortos, packs de cerveza y sobeteos?
De hecho, lo único que se podía calificar de ambicioso por aproximación era una idea que a Vince se le había ocurrido por primera vez con dieciséis años: abrir una cadena de restaurantes llamada La Cesta de Picnic, donde se servirían menús de verano: emparedados, pollo frito, ensaladas de patata y empanadas en cestas de picnic producidas en grandes cantidades a bajo precio; comidas enteras para llevar. Lo gracioso del caso era que él nunca había ido de picnic, nunca había merendado nada salido de una cesta, nunca había estado en ningún campamento de verano. Solo había salido de la ciudad un puñado de veces. A lo mejor era eso: la seducción de lo que jamás se había tenido.
Un buen día, antes de una vista en los juzgados, Vince le confesó su idea a su joven abogado, Benny DeVries, el cual pareció conmoverse ante la perspectiva de un malhechor de tres al cuarto abriendo un restaurante de merendolas. Benny era un veterano de Vietnam que se había abierto paso en la escuela de derecho y representaba para Vince todo cuanto este podría haber conseguido si hubiera sabido a qué aspirar. Vince y él entablaron una amistad genuina que les reportaba beneficios a ambos: a veces Vince necesitaba un abogado, a veces Benny necesitaba un criminal. A la larga, Vince dejó de cobrarle a su amigo la marihuana y los equipos de sonido que le procuraba, y Benny empezó a representar gratis a Vince.
Benny era uno de esos abogados que gozaba defendiendo a clientes del hampa, que almorzaba en restaurantes de la mafia y hablaba su jerga. Era un aficionado (un pez chico que quería nadar con los gordos) y al cumplir treinta años Vince vio en su fiesta a unos cuantos tipos de la familia. Fue entonces también cuando conoció a la hermana de Benny, Tina, que contaba tan solo veinte años por aquel entonces, secretaria a tiempo parcial en el bufete de Benny, menuda y tímida, con grandes ojos castaños. Para Vince, esta chica se convirtió en todo: la personificación de su ambición y deseo. Y si Benny nunca terminó de hacerse a la idea de que su hermanita saliera con un ladrón y traficante de drogas, tampoco intentó nunca convencer activamente a Tina para que dejara de ver a Vince…, al menos, no hasta que empezaron los problemas.
Estos llegaron como llegan todos, con el mismo ímpetu y esperanza que un barco que se hunde. Hubo una partida de cartas, un préstamo, un cargamento, una traición y una redada, y de golpe y porrazo, Vince se encontró debiéndole quince mil y pico a un jefazo de Queens, más otros diez de fianza al tribunal, con dos años de prisión cerniéndose sobre el horizonte. Fue entonces cuando Benny dijo que la policía tenía cintas en las que se amenazaba de muerte a Vince, y dejó caer que había estudiado derecho con el fiscal. Si Vince declaraba contra Dominic Coletti y su banda, lo meterían en el programa de protección de testigos. Vince no quería, pero Benny dijo que podrían ir a por Tina, de modo que Vince accedió; después del juicio, cuando su amigo anunció lo que quería en vez de dinero, no vaciló. Al entrar en el programa, Vince dejaría atrás a Tina.
Endereza la espalda y mira alrededor de Washington Park. Se había permitido pensar en ello como una vida completamente distinta, en aquel tipo desesperado (Marty) como otra persona; hasta que todo volvió a echársele encima. Y ahora… ha regresado. Vince rodea el arco y contempla los torrentes de personas, un fluir inagotable. No se le ocurrió nunca cuando vivía aquí, pero ahora no puede evitar preguntarse: ¿adónde van? Turistas, ejecutivos, punkis, sudacas, artistas, chavales… los universitarios neoyorquinos parecen aún más jóvenes, más aseados, y de alguna manera más profesionales. ¿Adónde podría ir tanta gente?
Mira la hora. La una. Es posible que Benny no perpetúe su antigua rutina de los viernes…, pero nada más pensar en ello, allí aparece el hombre, con su metro sesenta y cinco y pinta de un poco mayor, más asentado, con el afro rubio recortado a la mitad y agrisado en las puntas, cada vez más lejos de su larga frente de Garfunkel. Benny luce un traje con una camisa de vestir azul, y una bonita gabardina de lana. Carga con un grueso fajo de periódicos debajo del brazo.
Vince se agacha detrás de unos bancos, sale a seis metros de distancia y sigue a Benny a través del parque, por la Quinta Avenida hasta East Eleventh, donde el abogado dobla una esquina y entra en el Cedar, cruza el restaurante y se dirige directamente al bar, a una mesa cerca de la pared. Todos los viernes durante la temporada de fútbol, Benny acude aquí con todos los periódicos que puede transportar. Pide una chuleta de cerdo y una cerveza y lee las páginas deportivas, buscando lesiones o estrellas resentidas, todo lo que pueda aprovechar para apostar con ventaja en los partidos del fin de semana.
Vince observa desde el otro lado del bar y espera hasta que Benny recibe su chuleta, que sala a conciencia. Entonces se acerca y se deja caer en el asiento enfrente de su viejo amigo. Sostiene el petate en su regazo. Benny levanta la cabeza y la comisura izquierda de sus labios se curva en una sonrisa.
—Eh —dice Vince.
—Hijo de puta —murmura Benny. Se levanta, rodea la mesa y abraza a Vince con tanta fuerza y durante tanto tiempo que los clientes del bar empiezan a quedarse mirándolos.
Benny mastica un trocito de chuleta de cerdo y habla por la comisura izquierda de la boca.
—Se llama Ray Scatieri… Ray Sticks. Trabajaba para Angelo Bruno en Filadelfia.
—¿Trabajaba?
—En marzo se cargaron a Angelo por esa mierda de Atlantic City. Sus chicos llevan disparándose unos a otros desde entonces. Como perros por un pedazo de carne. Este tal Ray Sticks aprovechó la ocasión para largarse, vino a Nueva York y ha estado haciendo trabajos por aquí, encargos especiales para los Gambino mientras espera a ver qué pasa en Filadelfia.
Vince agita su vaso de J&B con hielo.
—¿Qué es un encargo especial?
—Cualquier cosa que esos tipos no quieran hacer en persona. Asuntos extraoficiales. A lo mejor les preocupa que hable alguien, o si el objetivo es un amigo, un poli o un juez… algo delicado. A lo mejor no se fían de su agente local, o buscan a alguien especializado.
—Especializado…
Benny resopla.
—Ya sabes, pirómanos. O esos a los que se les da bien hacer que parezca un accidente, o que alguien se esfume. También están los torturadores. Francotiradores. Ya sabes, hay distintas especialidades.
—¿Y a qué se dedica Ray Sticks? ¿Cuál es su especialidad?
Benny prueba otro bocado de chuleta.
—Tuve un cliente que conocía a Ray Sticks, jugaba a las cartas con él. Dice que Sticks tiene fama de encargarse de cualquiera cuando sea. Sin escrúpulos. El tipo es una puta fábrica. Servicio completo. Le encanta su trabajo. Pero supuestamente —Benny mira en derredor— disfruta sobre todo cargándose mujeres.
—¿Mujeres? —Vince se imagina de nuevo los ojos negros de Ray.
—Muchos tipos de la vieja escuela rechazan los trabajos que tienen que ver con niños o mujeres. Pero ahora, con los colombianos y la cocaína, todo el mundo está loco. Las reglas de antes ya no sirven. Mujeres. Niños. Familias enteras. Eliminadas. Y este tal Ray Sticks acepta esta clase de encargos, los que se niegan a llevar a cabo algunos de los tipos chapados a la antigua.
Vince pega un trago.
—Ese tipo es un bruto. Hazme caso, Marty, si es este Ray Sticks el que han mandado a por ti… bueno, no tiene buena pinta. No podría ser peor.
—¿Por qué yo? —Vince apura el güisqui y agita el vaso en dirección al camarero.
Benny mastica un trozo de chuleta de cerdo y encoge sus hombros estrechos.
—He hecho preguntas suficientes como para conseguir que me inhabiliten, condenen y puede que asesinen. Ni idea. A lo mejor alguien ha heredado el asunto de Coletti contigo. A lo mejor están limpiando los libros. O puede que alguien les dijera quién eres y quieran enviarles un mensaje a todos los soplones. ¿Quién sabe por qué pasan estas cosas?
El camarero le trae otro güisqui a Vince, que pega un buen trago y mira a la mesa, intentando ordenar todas las piezas de este rompecabezas. Cuando levanta la cabeza, Benny está observándolo fijamente.
—¿Qué?
—Pareces cambiado —dice Benny.
Un fantasma. Vince se pasa una mano por la cabeza rapada.
—Ya, es el corte de pelo.
—No. No es eso. Pareces… no sé, otro. —Da un sorbo—. ¿Qué piensas hacer, Marty? Huirás, ¿no?
—No lo sé —dice Vince—. Esta ciudad donde estaba… si han podido encontrarme allí, podrían encontrarme en la Luna.
Vince suspira.
—Te parecerá una locura, pero he traído un poco de dinero. Estaba pensando, ¿y si devuelvo el dinero que me llevé? ¿Y si aparezco y hago como que no pasa nada? Pago y listo.
Benny se ríe; luego ve que Vince habla en serio.
—¿Cuánto tienes?
—¿Cuánto crees que necesito?
Benny se encoge de hombros.
—Tres años de intereses sobre quince de los grandes: querrán sesenta; y seguramente te eliminen de todas maneras, por principio.
Vince mira fijamente su bolsa.
—No tengo sesenta.
—¿Cuánto tienes?
—He traído diez.
—¿Diez mil?
—Tengo más en casa. Les diré que la única forma de conseguir el resto es dejar que vaya a casa y se lo envíe. Ese será mi seguro de vida.
Benny mira fijamente a Vince, esboza una sonrisa triste y termina el último trocito de chuleta de cerdo.
—Asegúrate de reservar un par de cientos para tu ataúd.
Vince tiene una dirección del viejo Dom Coletti en Bay Ridge. Camina dos manzanas y desciende los escalones de baldosas de la estación de metro en Broadway, vigorizado por el torrente de olores y sonidos; castañas asadas, humo de cigarro y el chirrido de los frenos de los trenes. Un par de críos chocan con él mientras espera a recoger un ticket y su mano salta automáticamente a su cartera mientras hace cola ante la barrera, y luego: estás dentro. Luces fluorescentes en las paredes embaldosadas, un latino colocado que se desgañita en el andén («¡Pacífico!») mientras una mujer con un sucio vestidito de verano toca el tema de Rocky con un clarinete abollado, el estuche a sus pies sembrado de monedas de cinco y de diez de viajeros parapetados tras escudos de papel de periódico; en el andén se mueven impacientes, dan pasitos, miran fijamente la boca del túnel (desesperados por el espacio entre ellos) y sonríes al oír el traqueteante gemir de un tren que se aproxima, te inclinas sobre las vías que se pierden en el túnel negro para ver la tenue luz ciclópea y sientes la primera brisa (polvo y basura) y luego una ráfaga de nostalgia pura cuando los periódicos bailan y el tren B irrumpe en la estación (clathup, claathuup, claaathuuup) rechina y se detiene entre chirridos.
Las puertas se abren de golpe y la gente del andén se vierte en los vagones, soslayando barras hasta llegar a los asientos de plástico, vigilándose unos a otros, aferrándose a sus bolsos, mochilas y bolsas de la compra. El vagón huele a meados. Vince se queda de pie, emocionado al volver a leer las pintadas, como quien ve el periódico de su ciudad natal por primera vez en años. Chulo sigue siendo un cabrón. Jennifer continúa mamándola. Al final, Vince se sienta y cierra los ojos.
Al otro lado del río, desde la Calle Setenta y Siete de Brooklyn, Vince camina ocho manzanas y se encuentra enfrente del edificio de Coletti, una casa de tres pisos sin ascensor, casi a la sombra del Verrazano. Inspira hondo y se dirige ala puerta. Los niños del portal le abren paso; entra en el recibidor, lee las placas con los nombres y pulsa el timbre del 3B. Un minuto después el telefonillo emite la voz de una anciana entre estallidos de electricidad estática.
—¿Sí?
—Busco a Dominic Coletti.
—¿Quién es?
Se resiste a afrontar todo el significado que entraña esa pregunta.
—Un viejo amigo.
La puerta suelta un zumbido y Vince sube por una escalera ancha, con la barandilla de madera tallada y surcada de pintadas inofensivas. En la tercera planta, una anciana italiana espera en el vano de una puerta, el pelo negro y tieso, profundas arrugas alrededor de los ojos y la boca, brotes de pelo negro más basto en dos grandes verrugas que tiene en la barbilla.
—¿Señora Coletti? Soy… Vince Camden. —Le tiende la mano.
La mujer la ignora.
—Si es usted amigo de mi marido, ¿cómo es que nunca he oído su nombre? ¿Cómo es que no lo reconozco?
—Llevo unos años fuera de Nueva York. Antes tenía el pelo más largo.
—¿Y dice usted que trabajaba con Dom?
—Así es.
—¿Donde antes, en Queens?
—Sí.
—¿Es usted fontanero?
Vince recuerda que Coletti era fontanero de profesión, aunque como todos los profesionales con contactos, seguramente no había arreglado una cañería en su vida.
—Porque no tiene usted pinta de gánster. Ni siquiera parece italiano.
—No —reconoce Vince—. No soy italiano. Tampoco soy fontanero.
La mujer da media vuelta con su bata y entra en el apartamento. Vince la sigue. El piso se abre a una pequeña sala de estar, cubierta con el polvo de la edad. El sencillo papel de las paredes es, o bien beis por el desgaste, o bien de un blanco envejecido y polvoriento. Hay fotografías enmarcadas de nietos en todas las superficies horizontales del cuarto: mesita auxiliar, mesita para servir el café, televisor, aparador, repisa y mesa del salón. Todos los nietos, chicos y chicas, parecen tener el mismo pelo negro como el tizón, largo hasta los hombros, peinado con una impoluta raya al medio.
—¿Qué quiere de Dom?
—Solo… quería hablar con él —dice Vince.
—Nadie viene ya a ver a Dom. —La mujer frunce el ceño—. Es un condenado crimen. Hizo un montón de dinero para vosotros. Siempre fue leal, y cuando uno de vosotros acabó en la cárcel, Dom se ocupó de su familia. —Se inclina hacia Vince—. ¿Y cómo se lo pagáis? ¿Vinisteis a ver si necesitaba algo cuando estaba en la trena? ¿O ahora? ¿Venís ahora los jóvenes? Los jóvenes, haciendo todo vuestro dinero con drogas, yendo al Estudio 54. Leo los periódicos; conozco el Estudio 54. ¿Alguna vez venís a darle las gracias a Dominic? Grazia, paisan… famiglia! ¿Lo hacéis, fontanero?
—No —dice Vince—. Supongo que no.
La mujer lo imita:
—«Supongo que no». —Sin nada más que añadir, se gira y entra en un pequeño pasillo que conecta tres puertas. Vince la sigue. La mujer se detiene enfrente de un altar de mesa, nueve velas votivas envueltas en cuentas de rosario con algunas figuritas de María y un puñado de santos apelotonados, contemplando a Vince como jugadores de futbolín en paro vestidos con togas, el pelo amarillo, los labios rojos y los ojos azules pintados ligeramente descentrados.
La mujer se santigua y abre una puerta; Vince la sigue a una habitación a oscuras. Huele a mierda y descomposición. En el centro del cuarto hay una vieja cama de hospital con un manubrio al pie. Sentados en la cama, desnudos a excepción de un enorme pañal de plástico, están los últimos treinta y cinco kilos de Dominic Sangre Fría Coletti. Tiene los brazos encogidos y los dedos engarfiados sobre el pecho como un pajarillo posado en una rama. Su piel es corteza pálida. Tiene una de las piernas envuelta a un lado de la cama, las uñas de los pies largas y astilladas. Pero es el rostro de Coletti lo que impacta a Vince. Su gesto es un rictus contenido, los ojos cerrados, los labios arrugados formando una o, cercados de costrillas blancas. Respira entre resuellos y soplidos.
—Ha sufrido un derrame —musita Vince.
La mujer asiente con la cabeza.
—Los médicos no saben ni siquiera cuántos. Dicen que ahora le dan todo el rato. Ya ni siquiera se notan. Pero él los siente. Lo sé. —Con cuidado, vuelve a subirle la pierna a la cama, recoge una manta del suelo y se la echa por encima, del estómago para abajo—. Dom. Este joven ha venido a verte.
El ojo derecho de Coletti parpadea y se fija en Vince. Ese ojo vacila, pero después de un momento, lo reconoce.
—¿Quieres hablar con él, Dom?
Vince observa la cara del anciano, pero no ve nada salvo un par de pestañeos.
—Muy bien. Os dejaré a solas.
—¿Puede entenderme?
—¿Puedes entenderlo? —pregunta la mujer a su marido. Este parpadea rápidamente dos veces y la señora Coletti se vuelve hacia Vince—. Dos parpadeos significan que sí. Tres, no.
—¿Qué significa uno?
La mujer frunce el ceño.
—Significa que tiene el puñetero ojo seco. Si necesita alguna cosa pestañeará una y otra vez sin parar. En tal caso, avísame.
La mujer se marcha y Vince mira alrededor de la habitación buscando una silla. Hay una plegable en un rincón; chirría cuando la arrastra por el suelo. Se sienta y se inclina sobre las rodillas. Pregunta en voz baja:
—¿Sabes quién soy?
Coletti parpadea dos veces.
—Mira, siento cómo acabaron saliendo las cosas.
El ojo se limita a mirarlo fijamente.
—Siento también lo de Crappo y Bailey. No sabía que iban a pasarlo tan mal. Tenía problemas, no tenía el dinero y me pareció la única salida…
El anciano parpadea tres veces y cierra el ojo. Una vena azul descolorida le cruza el párpado. No más excusas.
—Vale —dice Vince.
El anciano abre el ojo de nuevo. Espera.
—Mira…, tengo que preguntártelo… ¿Aún me la tienes jurada?
Coletti parpadea tres veces. No. Su aliento es pesado y rancio.
—¿No habrá algún antiguo amigo tuyo que todavía quiera eliminarme?
Tres parpadeos. El ojo lo mira atentamente.
—Alguien va detrás de mí.
El ojo lo mira.
—¿No eres tú?
Tres parpadeos.
—¿No sabes quién puede ser?
Tres parpadeos.
—Está bien. —Ahora puede distinguir la habitación en la oscuridad. En una pared hay fotos del puente Verrazano Narrows en construcción, con las costillas expuestas. En otra, retratos de pura sangres. Recuerda que a Dom le entusiasmaban los caballos—. Está bien —repite—. Gracias. —Mete la mano en su petate y saca el sobre de dinero. Cuenta cuatro mil en billetes de cincuenta, ochenta billetes, y deja el grueso fajo en la cama junto a Coletti. El anciano levanta el ojo hacia arriba y lo baja hasta el pecho. Vince coge el dinero y lo pone en la mano engarfiada de Coletti; tiene la piel fría y dura. El anciano parpadea dos veces, con énfasis. Sí—. Solo son cuatro mil —dice Vince—. Menos de una tercera parte de lo que me llevé. No sé si podré pagar los intereses, pero enviaré el resto del bote en cuanto vuelva a casa. ¿De acuerdo?
El ojo lo mira fijamente.
—Y si tú… no estás, se lo mandaré a tu esposa. ¿Está bien así? ¿Estaremos en paz si lo hago?
Una pausa. Dos parpadeos.
—Gracias. —Vince le da una palmadita en el pecho y se pone de pie. El ojo lo sigue—. ¿Puedo preguntarte una cosa?
El ojo lo mira fijamente.
—¿Te gustó siempre, la vida?
El anciano se queda mirándolo.
—¿Y si alguien te hubiera ofrecido empezar desde cero? Otro nombre. Otra ciudad. Todo. Solo tendrías que irte. ¿Crees que podrías haberlo hecho?
El ojo mira más allá de Vince. Parpadea dos veces.
Luego el anciano cierra el ojo. Vince espera un segundo y se marcha. El aire fuera de la habitación es limpio y Vince lo aspira profundamente. La señora Coletti aparece en el pasillo, pasa junto a Vince y entra en el cuarto.
Vince cruza la sala de estar y está en la puerta cuando oye la voz de la señora Coletti a su espalda.
—¿Has dejado tú ese dinero para Dom?
Se gira a medias.
—Sí.
—¿Por qué?
—Se lo debía.
La mujer se queda mirándolo un momento y entorna los ojos.
—Marty Hagen. —Suelta el nombre como una bofetada—. Eres tú, ¿verdad?
Vince no dice nada.
—Maldita sea. ¿Sabes que Dom ni siquiera te culpó nunca? Nunca tuvo ningún reproche para ti. Le caías bien, de hecho. ¿Sabes que se habría comido el dinero que le debías? Se lo habría comido. Esa es la clase de hombre que hundiste, desgraciado…
Vince mira al suelo.
—Mi Dom conocía a Profaci. A los hermanos Gallo. Di de comer a Joey Colombo aquí, en esta misma mesa. En cuarenta años Dom no se mezcló nunca con la gente equivocada, no pasó nunca más de un fin de semana entre rejas. Era un profesional. No trabajaba en su barrio, no vendía drogas. Educó a seis hijos para que no tuvieran que hacer lo mismo que él, les consiguió empleo y buenos trabajos. El mayor, Paul, es contable. La pequeña, María, farmacéutica en Orange. Y luego, terminado el trabajo, cuando mi Dominic tendría que estar relajándose y jugando con sus nietos, un ladrón estúpido incapaz de pagar una deuda va y lo delata. ¿Por qué? ¿Por unos pocos miles de dólares? ¡Bah!
Vince se mira los zapatos.
—Fue como ver a un tigre abatido por un mosquito.
—¿Cuánto tiempo cumplió?
La mujer agita una mano como si no tuviera importancia.
—Pasó un año. Pensaban que podrían comprarlo, convencerlo para que llevara un micrófono, pero no cedió. No Dom. Ni por un año, ni por ochenta. Tenía personalidad, algo que tú no sabrías reconocer ni aunque te mordiera en el culo. Pero acabó con él. Salió y su mano funcionaba mal, luego el lado derecho de la cara se le… —Mira a la puerta del anciano—. ¿Por qué has traído ese dinero? ¿Qué quieres?
Vince da un respingo.
—Quería hacer lo correcto.
La mujer se niega a apartar la mirada, o a permitirle apartar la mirada.
—En fin, llegas demasiado tarde.
Cuando se sigue a alguien, lo mejor es convertirse en una sombra a las tres, no detrás del objetivo sino paralelo a él, en el carril contiguo, o aún mejor, en callejuelas y callejones, dos pasos a un lado y uno por detrás. De ese modo el blanco mira por encima del hombro, justo a su espalda, y no ve nada. Este método requiere concentración y anticipación, pero agudiza los sentidos y al final uno sabe adónde va antes que él. Esa es al menos la nueva teoría de Alan Dupree. Camina ciegamente por la terminal de LaGuardia, sintiéndose más turista que policía, su primera vez en Nueva York, buscando a un tipo duro cuyo nombre podría ser Vince Camden o no. Agujita, tenemos una cita en el pajar. Lo cierto es que se pregunta si no será ese el motivo de que Phelps le dejara emprender el viaje cuando recibieron luz verde, porque sabe que es un tiro a ciegas. Dejemos que el novato pierda el tiempo.
Dupree agarra la suave asa de su maleta y encamina sus pasos hacia la salida principal del aeropuerto cuando siente la tenaza de una mano fuerte en el hombro.
—A ver, para un poco, capullo. ¿Agente Frappé?
Dupree huele alcohol. Al darse la vuelta ve un policía de paisano grande, gordo y calvo, vestido con unos pantalones ceñidos y una camisa de vestir, una chaqueta con sobaquera, los párpados caídos y grilletes en el cinturón. Dupree le tiende la mano.
—Me llamo Alan Dupree.
El policía ignora la mano y agarra la maleta de Dupree.
—Putos jefes, ¿eh? No les cuesta nada mandarlo a uno a la otra punta del puto país porque un desgraciado haya cogido un puto avión. Deja que te diga una cosa, Frappé… putos jefes. Vagos de mierda. Eso es lo que son. —Como si se le acabara de ocurrir—: Soy Donnie Charles. Casi todo el mundo me llama detective Charlie. O Det-Charlie. Puto Charlie, generalmente. —Todas las palabras salen como balas de la boca de este detective, excepto «puto», que Charles estira como si fuera el estribillo de una canción espiritual, como una ballena que sale a la superficie. Cruza el aeropuerto dando grandes zancadas, balanceando la maleta. Dupree debe correr un par de pasos cada pocos minutos para seguir su ritmo—. Estoy ahí, a lo mío, y el puto teniente me dice que hay un puto pichafloja de Seattle al que hay que pasear mientras investiga un homicidio o qué sé yo, y me dijo: «Qué cojones, me vendrá bien airearme un poco».
El detective Charles atraviesa aprisa la zona de equipajes y sale a la calle, hasta un coche sin distintivos aparcado en la acera. Una montaña de aproximadamente veinte cajas de zapatos cubre el asiento de atrás. Una de las cajas, abierta, revela un par de zapatillas deportivas Adidas nuevas. Un joven hispano que está apoyado en el capó se endereza al ver a Charles, que quita el seguro del coche, abre la puerta de atrás y le pasa un par de deportivas al joven, que asiente mientras retrocede. A continuación Charles abre el maletero y, sin el menor miramiento, echa dentro la maleta de Dupree.
—Putos macacos. Hay que untarlos para que te vigilen el coche. ¿Tenéis eso en Seattle? Los putos puertorriqueños te mangan hasta la puta antena. ¿Tenéis muchos porteños en Seattle, Frappé? ¿Qué calzas, un cuarenta y tres? Pilla unas zapatillas.
Y conducen.
Dupree siente la necesidad de nadar contra la corriente que es el soliloquio de Det-Charlie, de dar la impresión de saber lo que se hace. Saca la carpeta para poner en antecedentes a su compañero, como se imagina que funcionan este tipo de cosas.
—Os agradecemos la ayuda con esto. —Abre un expediente—. Nuestro tipo se llama Vince Camden. Contactamos con él por primera vez en la escena de un homicidio hace aproximadamente treinta y seis horas. Dijo que no conocía ala víctima, pero más tarde encontramos su nombre en la libreta de direcciones del cadáver.
—Ajá —dice Charles, moviendo la cabeza para ver entre el tráfico.
—Acudió por voluntad propia para su interrogatorio y admitió que conocía a la víctima, pero tenía coartada, de modo que lo soltamos.
—Ya. Ajá. —Conduciendo rápido, sin escuchar.
—Tras la entrevista inicial lo llevé a casa en coche y le dije que no saliera de la ciudad. Luego encontramos algunos números de tarjetas de crédito robadas con su nombre en ellas entre las pertenencias de la víctima, así que volví a hacerle más preguntas y vi que se había dado a la fuga. La casa estaba patas arriba. No había ninguna maleta. Conseguimos una orden, registramos la vivienda, y encontramos restos de marihuana y más números de tarjetas de crédito.
—Ajá.
—De modo que me dirigí al restaurante donde Camden decía haber acudido antes, y el propietario se acordaba de él, dijo que había hecho algunas llamadas y tomado algunos apuntes. A continuación registré la basura…
Charles se vuelve por primera vez, con una sonrisita.
—¿Registraste la puta basura?
—Sí —responde Dupree, vacilante. Levanta una bolsa de plástico con una hoja de papel arrugada dentro. Pone: «Socio. Bay Ridge. Casada. Jerry. Tina McGrath. Long Island».
Charles se ríe.
—Bueno, caso resuelto.
Pero Dupree tiene ganas de contar la historia, aunque solo sea para él.
—Hoy llamé a las líneas aéreas, comprobé sus vuelos a Nueva York y ¡bang! Pan Am tenía a este tal Vince Camden volando desde Spokane a Chicago y de Chicago a LaGuardia esta mañana. Se me había escapado por poco. Reservamos un vuelo y llamé para ver si podíais echarnos una mano. Y… aquí estoy.
Charles parece haber dejado de prestarle atención.
—¿Cómo se llama este tipo?
—Vince Camden…
—¿Camden? ¿Cómo Nueva Jersey?
—Creemos que es un alias.
El detective Charles parece enfadado.
—A ver, ¿qué cojones? ¿Se llama así o no se llama así? No me vengas jodiendo, Seattle, no estoy de humor.
Dupree no sabe qué decir.
Charles le pega en el pecho. Duele.
—Eh, que estoy contigo, joder, tío. No te tomes mis palabras en serio. Esa es la clave. Pregúntale a cualquier capullo, todos te dirán lo mismo: no te tomes en serio nada de lo que diga el viejo Det-Charlie. A menos que ponga esta expresión. —Arruga la boca y la nariz; parece un bulldog. Dupree reconoce los ojos vidriosos: está colocado. Este tipo está colocado—. Memoriza esa cara, Frappé. Si alguna vez la ves, escóndete debajo de la primera puta mesa que encuentres.
Charles espolea su Crown Vic entre el tráfico, zigzagueando, devorando el espacio entre los coches.
—¡Abrid paso, joder! —Se pega a los parachoques de los demás conductores y aporrea la sirena—. ¡Fuera de mi puto camino!
Cuando invade el carril contrario para adelantar a un autobús, Dupree se agarra al salpicadero. El coche se zambulle de nuevo en su lado de la carretera y Charles enciende la sirena.
—¿Adónde cojones va esta gente que es tan importante? ¿Alguno de vosotros está persiguiendo a un asesino, capullos? ¿No? ¡Pues fuera de mi puto camino!
Dupree abre la boca para recordarle a Charles que, por ahora, Vince Camden (o como se llame) a todos los efectos no es más que un testigo, pero se lo piensa mejor.
—Tenemos que ver a mi representante sindical —dice Charles— y luego le haremos una visita a uno de mis contactos habituales, a ver si conoce a tu tipo. ¿Te gusta la comida italiana?
—En realidad, pensaba que podríamos empezar por esta chica. —Dupree busca en su carpeta la carta que encontró en la casa de Vince Camden. Por algún motivo habían recortado del sobre el nombre y la dirección, pero la mujer que envió la carta la firmó como Tina. Era el motivo por el que Phelps había accedido a enviarlo: la carta y la hoja de papel arrugada que había encontrado en la basura—. Mira. Una carta de Tina y este nombre en el papel. Tina McGrath. Creemos que se trata de la misma Tina.
Charles hace oídos sordos.
—Había unos Jerry y Tina McGrath en Información. Adivina dónde viven.
Nada.
—En Long Island. Tengo su dirección aquí mismo. Y mira. En la hoja que encontré en la basura: «Long Island». ¿Lo ves?
—¿Quieres una chica, Frappé? ¿Por qué no habías dicho nada? ¿Llegas ala gran ciudad y piensas que el viejo Det-Charlie no va a cuidar de ti en ese sentido? No hace falta ir a Long Island. ¡Corta ya esa puta mierda tan negativa, Seattle! Sé positivo.
Dupree abre la boca para corregir a Charles, que estira el brazo a un lado de su asiento, saca una botella de Jack Daniel’s y le pega un buen trago; se la ofrece a Dupree y amenaza con ella al coche que tiene delante:
—¡Fuera de mi puto camino!
Dos horas que matar antes de ver a Benny. Vince coge el tren de regreso a Manhattan. Se dirige al centro y pasea por la Quinta Avenida, un río de cabezas oscilantes. Resulta desconcertante, tantos ojos, tantas caras. No deja de imaginarse que ve a Ray Sticks entre el gentío y los edificios. ¿Cuánto tiempo antes de que Ray se dé cuenta de que Vince ya no está en Spokane y le siga la pista hasta aquí? Contempla la marquesina de una sala de cine. Una de las tres películas es Estados alterados, una novela que comenzó a leer hace un par de meses, cuando intentaba impresionar a Kelly. Iba de un joven científico que se somete a experimentos en un tanque de privación sensorial. Vince recuerda el momento exacto en que abandonó el libro, después de menos de treinta páginas, cuando uno de los personajes dijo: «Nacemos torturados por la duda, morirnos torturados por la duda, la vida humana consiste en convencernos continuamente de que estarnos vivos». Aunque no le importaría ver cómo acaba la historia, de modo que entra en el cine.
Pero la película es lenta y oscura, y le cuesta concentrarse. Se marcha cuando se le acaban las palomitas. Camina un rato y toma un taxi a un pequeño restaurante llamado Caffe Grigio, en la calle Desbrosses. De pie junto a Benny hay un tipo con camisa negra y chaqueta blanca, con las manos cruzadas sobre la bragueta como un futbolista plantado en la barrera. El tipo es todo tonos de gris: cejas de color pizarra enarcadas sobre las gafas de sol, pelo canoso con entradas en las sienes. Su camisa negra se entreabre para revelar una cadena de oro que anida entre los pliegues de su cuello y un ramillete de vello pectoral plateado.
Benny se interpone entre Vince y el otro hombre como un juez de boxeo. Aun con el peinado a lo afro, mide quince centímetros menos que cualquiera de ellos.
—Eh —le dice a Vince—. Este es el cliente del que te hablaba. Pete, este es… —Vince puede ver cómo su amigo se recuerda que debe usar el nombre nuevo, tal y como habían convenido—. Este es Vince Camden.
Se dan la mano con cautela y se adentran en el local, pasando frente a la caja registradora camino a un reservado junto a la ventana, todo dispuesto para ellos con tres servicios y tres vasos de agua. Pete corre las cortinas de cretona y se sienta acariciando el mantel de papel nerviosamente con el dedo. El mantel reza «¡Bella Italia!». Pete traza la silueta de Italia sobre el mantel sin bajar la mirada.
Benny se sienta al lado de Pete.
—De acuerdo —dice—. He puesto a Pete al corriente de tu historia. Ha aceptado a ayudarte por hacerme un favor.
—Te lo agradezco —dice Vince.
—Pero no debes mencionar nunca que has hablado con él ni que yo lo represento. Si haces alguna pregunta y él se niega a responder, se acabó. ¿Entendido?
Vince asiente con la cabeza.
—No debes repetir esta información a nadie, ni siquiera a mí. Pete podría meterse en problemas ayudando a alguien como tú.
Vince se sorprende ante el reproche implícito en esa frase.
—De modo que hoy es como si no existiera —continúa Benny—. ¿Entendido?
—Claro —dice Vince.
—Entonces, de acuerdo —dice Benny—. Voy a sentarme en la barra porque en realidad no debería escuchar nada de lo que habléis. Hacedme una seña cuando hayáis terminado.
Ven cómo Benny se dirige al mostrador y se quita la gabardina. La camarera se acerca y Pete pide una cerveza y canelones rellenos de ternera. Vince dice que solo tomará un güisqui sour. Cuando la camarera les trae las bebidas y un plato de aperitivos a cada uno, Pete se quita las gafas de sol para revelar dos ojos cansados, también grises. Coge un pedazo de provolone, salami y una aceituna.
—Benny me ha contado que estás metido en alguna hostia con Ray Sticks. —Su voz suena áspera y lenta, como si estuviera hablando bajo el agua.
Vince asiente.
—Eso creo. Un tipo grande, fuerte, con el pelo negro y las cejas como orugas. Llama jefe a todo el mundo…
Antes de que pueda añadir nada más, el cliente asiente con la cabeza y da un sorbo a su cerveza.
—Sí, ese es Ray Sticks. Juego a las cartas con ese animal.
—¿Cómo averiguo quién lo ha enviado detrás de mí?
—Solo una persona podría haberlo mandado tras ti.
—¿Quién?
Pete coge otra aceituna del plato de aperitivos.
—Sticks trabaja para un tal Johnny Boy, jefe de una banda de Queens a las órdenes de Gambino. Lo dirige todo en Ozone Park… secuestros, intimidación, apuestas. Su hermano mueve heroína. Johnny es como un tipo de la Cosa de antaño. Un tradicionalista. Siempre está hablando de volver a la gloria de los viejos tiempos. Chorradas así. Muy fino. Está reflotando todos los negocios que amenazaban con irse a pique. Seguramente te encontrarían ahí. Husmeando por el fondo.
—¿Crees que me dejaría pagar mi deuda?
—Lo dudo. —Pete frunce el ceño y ladea la cabeza—. John no le hace ascos al dinero. Pero nunca se sabe con ese tipo. Está pirado. Ve demasiadas películas. Un coche atropelló a su crío en marzo, y desde entonces está irascible. Realmente impredecible.
—¿Cómo doy con él?
—La banda de Johnny Boy opera desde el Club Bergin de Caza y Pesca. Pero yo no me acercaría por allí. Me extrañaría que dejaran entrar allí a alguien como tú. —Por primera vez mira a Vince a los ojos—. No te ofendas.
Vince hace oídos sordos.
—¿Entonces dónde?
—Intenta pillarlo relajado. Le gusta apostar. Se emborracha y tira diez, veinte lechugas a las cartas en un fin de semana. ¿Juegas?
—Sí. Un poco.
Pete arranca un trozo del mantel y le pide un bolígrafo a un camarero que pasa.
—Esta noche hay una partida de altos vuelos en un apartamento de la calle Mott. Te recomendaré, te espero en la puerta. Pagarás mi entrada. Yo perderé enseguida y saldré dándome con los pies en el culo antes de que puedas decir nada. —Pete anota la dirección en el pedazo de mantel—. Siempre se celebran dos o tres partidas. No puedo garantizarte un sitio en la mesa de Johnny Boy, pero si vas enseñando la pasta, pones cara de pardillo, ganas un par de manos… quizá tengas alguna oportunidad.
Vince le da las gracias y el tipo se encoge de hombros. Mira a Benny en la barra y se gira de nuevo hacia Vince.
—Escucha, Benny dice que eres de fiar, así que te lo diré una sola vez: ten cuidado con este tal John. Está mal de la cabeza. Desde que murió su hijo… —No termina la frase.
—¿Cuántos años tenía el chaval?
Pete picotea del plato de aperitivos.
—Doce.
—Dios. ¿Y el tipo que lo atropelló? ¿Qué fue de él?
Pete coge una aceituna. Se la queda mirando, se la enseña a Vince, y la suelta en el vaso de agua. Los dos ven cómo se hunde hasta el fondo del East River.
Atraviesan un túnel volando, con el detective Charles operando la sirena, el acelerador y la botella de güisqui al unísono. Al otro lado del túnel, Dupree ve un cartel que anuncia la autopista de peaje de Nueva Jersey. Se vuelve hacia Charles.
—Eh, ¿estarnos en Nueva Jersey?
—No parece el puto Seattle.
Dupree baja la mirada a la carpeta que tiene en la mano.
—Escucha, creo que deberíamos hablar con esta chica, Tina McGrath, antes de que sea demasiado tarde…
—Tranquilízate, Seattle, joder. Antes tengo asuntos que atender.
—Pero…
—Mira, podría tener mi puto viernes noche libre, buscarme un chochito, pero cuando mi teniente me dice que los pobres capullos de Mayberry necesitan ayuda, acudo raudo y veloz. ¿Crees que es fácil conseguir que un detective del departamento de policía de la ciudad de Nueva York se ofrezca voluntario a pasearte en carroza un viernes por la noche? Podrías mostrar un poco de consideración por mi trabajo en vez de tocarme las pelotas.
—Lo siento.
Salen de la autopista de peaje, conducen entre cochambrosas casas arracimadas y, unos minutos después, llegan a un pequeño distrito financiero. Charles aparca delante de la pared de ladrillo de una lavandería con un cartel al costado sobre una puerta con mosquitera que reza «NITTI’s».
Charles se apea de un salto.
—Vamos, Seattle. Tomaremos un bocado con mi representante del sindicato y luego iremos a buscar a tu chica.
Dupree se queda sentado en el coche, sin saber qué hacer.
—¡Vamos! Eres como una puta mujer. —Charles rechina los dientes, se apoya en el coche y ensaya una sonrisa simpática—. Mira, te juro que no has probado comida igual en tu vida. Tu tipo no va a ir a ninguna parte en la hora que tardaremos en terminar un puto plato de pasta. En marcha. No seas difícil.
Nitti’s está bien iluminado, con las paredes cubiertas de retratos enmarcados de estrellas de cine italianas e instantáneas de gente normal de pie entre una pequeña pareja italiana, mapas de Italia, cestas llenas de berenjenas, alcachofas y botellas de Chianti colgadas de cuerdas. La comida se sirve en sartenes en una mesa larga en la parte delantera de la sala: lasaña, ziti, espaguetis, albóndigas y salchichas, seguidas de sartenes de judías y calabacín. La mayoría de los clientes son hombres, sentados en largas mesas de merendero cubiertas con manteles a cuadros, bebiendo Chianti en vasos de agua.
El viejo italiano encorvado de las fotografías llama desde un taburete tras la caja registradora:
—¿Dos, Charlie?
—Eso es, Giuseppe. Este de aquí es Frappé. Es un policía novato de California que ha venido a ver cómo lo hacen los buenos.
Dupree abre la boca para corregir a Charles, que se gira y murmura:
—Ya sé que no eres de California, pero esa puta rata viejuna no sabe dónde está Seattle.
—¿Vaquero, Charlie? ¿Bang, bang?
—Ahí le has dado, Giuseppe. Un puto vaquero bang, bang.
El anciano italiano apunta con el dedo.
—¡Bang, bang!
—Corres tú con los gastos —dice Charles—. Paga.
Dupree le da quince pavos. Charles coge una bandeja y Dupree no sabe qué otra cosa hacer, de modo que lo sigue. Llenan las bandejas de comida y se unen a un hombre de aspecto serio en la esquina, de rostro enjuto y pelo ralo, calando un cigarro, la bandeja limpia empujada aun lado, junto con un vaso de vino. Mira de Charles a Dupree y otra vez a Charles, sorbe por la nariz y pega una calada.
—¿Dónde cojones estabas, Charlie? Son casi las ocho.
—Esta noche estoy de servicio, Mike. Te lo había dicho.
—No me habías dicho una mierda. ¿Qué haces todavía en el tajo?
—Pensé que podrían venirme bien las horas extra. —Mira a Dupree—. Y alguien que pudiera dar fe de mi paradero.
—¿Quién es este chaval?
Dupree abre la boca para presentarse, pero Mike apenas si le ha dedicado un vistazo, de modo que deja que sea el detective Charles quien lo haga.
—Este es el agente Frappé. Frappé, este es Mike. Mi representante del sindicato. Aquí Frappé es un madero de Seattle. Hoy nos estamos ayudando con unas cosillas. Somos como socios… como putas coartadas. ¿A que sí?
La palabra «coartadas» le produce un escalofrío a Dupree, pero se le pasa al darle un mordisco a la albóndiga más sabrosa que haya probado nunca, bien condimentada y carnosa, como un tomate relleno de bistec.
—Dios, esto sí que está rico —dice.
Charles se ríe. Mike se limita a quedarse mirándolo.
—Lo ves, ya te había dicho yo que Frappé era legal. Declarará que esta noche estaba ocupado ayudándole. ¿No es verdad, Frappé? —Charles prueba un bocado de comida a su vez.
Dupree siente una opresión en el pecho.
—¿De qué estás hablando?
Mike apunta con el cigarro a la bandeja del detective Charles.
—No me puedo creer que conserves el apetito después de todo esto. Eres un puto cerdo, Charlie.
—Jódete, Mike.
—¡No! ¡Jódete tú, Charlie! ¡Esta vez la has cagado, tío!
Dupree mira a un lado y a otro, con un pedazo de albóndiga ensartado aún en su tenedor.
—Ya lo sé. —Charles habla con un trozo de ziti gratinado en la boca—. Y…
—¿Y? —Mike aplasta la colilla—. Y estoy harto de salvarte el culo.
—¡Venga ya! ¿Por qué tienes que tratarme como a un puto crío? Deja de tocarme las pelotas y dime qué hacer.
Mike exhala un suspiro.
—Estás con la mierda hasta el cuello, Charlie.
—Ya sé que lo estoy.
—Va siendo hora de sentar la cabeza, tío. —Mike enciende otro cigarro—. Esta vez no has birlado una comida gratis, Charlie. Ni unas putas zapatillas de tenis.
—Ya sé lo que no es, Mike. Tú dime qué hacer.
Dupree mira de uno a otro.
—¿Cuántas veces te lo he dicho? No te metas con este lado del río, Charlie. El padre de esa chica es concejal en Newark. No puedo ayudarte con esto.
—¿Has averiguado… qué va diciendo por ahí? —pregunta Charles.
—Lo que va diciendo… —Mike ojea de nuevo a Dupree—. ¿Seguro que quieres hablar de esto delante de…?
—Saldré un rato. —Dupree empieza a ponerse de pie.
La mano de Charlie le atenaza la pierna.
—No. Frappé se queda. Entre socios no hay secretos.
Mike se encoge de hombros.
—Su amiga y ella se acercaron en coche a Alphabet City para comprar narcóticos por valor de diez mil dólares. Las paraste, te llevaste una de las chicas al asiento trasero de tu coche, la obligaste a que te la chupara y luego les robaste la coca.
Dupree ha perdido el apetito. Aparta el plato que tiene delante.
—Bueno. —Charles se enfurruña y la cabeza calva se le arruga hasta la coronilla. Coge un bocado de espaguetis y señala con el tenedor—. Eso no es lo que pasó, Mike.
—¿No? ¿Qué fue lo que pasó? —Mike se quita una pizca de tabaco de la lengua y mira la bandeja de Dupree, luego a Alan por primera vez. Sus ojos vuelven a fijarse en Charles.
—Prácticamente me quitó el cinturón, Mike. No obligué a nadie a hacer nada. Estaba haciéndole un puto favor.
—Ay, Jesús.
—Venga, Mike. ¿Cómo iba a saber yo que era la cría de un concejal? Acabas conmigo, joder. —El detective Charles apura su vino y coge el vaso de Dupree—. Alguna forma habrá de arreglar esto.
—¿Arreglarlo? Los de asuntos internos ya se lo huelen. ¿Cómo quieres que lo arreglemos, Charlie? —Mike pega una calada con fuerza.
—Mira… —Charles alarga la mano hacia el brazo de Mike.
Mike aparta el brazo y apunta con el dedo a la nariz de Charlie.
—Sé que lo has pasado mal, Charlie. Pero tienes que dejar esta mierda.
—Lo haré. Lo haré. Lo juro. —Charlie parece presentir esperanza por primera vez.
Mike contempla las volutas de humo de su cigarro.
—He estado hablando con el concejal y, como supondrás, no le entusiasma el hecho de que su hija estuviera comprando coca a diez días de las elecciones.
Charles señala con el tenedor.
—Sabía que podías echarme una mano, Mike.
—¡Cierra el puto pico, Charlie! Tienes suerte de que este concejal sea un corrupto. ¡Si fuera hija mía, estarías meando por un puto tubo! —Coge aire—. El tipo tiene problemas con un sindicato de trabajadores que respalda a su rival. No quiere encargarse de esto por vía oficial… así que si lo ayudaras… no sé. —Mike desliza una hoja de papel por encima de la mesa.
Charlie coge el papel y lo abre. Dupree ve que Mike ha escrito el número de un sindicato de la localidad y el nombre de Daryl Greene en la hoja.
—¿Qué quiere que le pase? —pregunta Charlie—. ¿Piernas? ¿Brazos?
—No, no, nada de eso. Tú hazle llegar el mensaje.
Charlie sonríe como si acabara de tocarle la lotería.
—¿Nada más?
—Un mensaje contundente —dice Mike—. Después de eso, creo que el concejal se ocupará de su hija. Pero ese solo es la mitad del problema.
—¿Qué quieres decir?
—Asuntos internos tiene el nombre del camello. Creen que tienes un trato con él para detener a sus clientes de fuera de la ciudad después de haberle comprado la mercancía.
—¡Maldita sea, Mario! —escupe Charles. Se frota la cara e intenta restaurar su sonrisa—. Yo me ocupo de eso. Lo haré mejor esta vez.
Mike se inclina hacia delante.
—Tienes que poner freno a esta mierda, Charlie.
—Lo haré, Mike. Lo haré. Te lo prometo. Después de esto me tomaré un descanso…, sentaré la cabeza. Tú solo échame una mano. —Pone las manos encima de la mesa.
—Ya. Vale. —Mike alarga el brazo y le da un apretón en la mano.
Dupree ha estado observándolo todo entre horrorizado y fascinado. Carraspea.
—Escuchad, amigos. No quiero formar parte de esto. Vuestros asuntos son vuestros asuntos. Pero esto no tiene nada que ver conmigo…
Los dos policías se giran lentamente hacia Dupree, como si se hubieran olvidado de él. Mike sonríe y le da una palmadita en el brazo.
—¿Qué tal otro vino, Frappé?
Dos cartas boca abajo. Tres en el montón comunitario. Roba una en tu turno y luego descubre la última, la definitiva. El Hold’Em tejano es práctico y ordenado. Como respirar. Incluso después de tres días sin dormir. De repente da igual que estés en Nueva York o en Washington, que seas Vince, Marty o Jimmy Carter… ahí solo están las cartas, las mismas para todos, cincuenta y dos en cuatro palos, esquinas suavemente redondeadas, dorsos sombreados con rayas, las mismas cartas en todas partes, y te metes en la partida como si pudiera salvarte la vida, como ocurre en efecto.
Vince empieza fuerte, con un rey más comodín. Decide subir el bote de inmediato, anunciar su presencia. Apuesta alto. Dos tipos renuncian. Dos más se apuntan al bote. Tres más roban. Vince no consigue el color, pero suma otro rey y se lleva trescientos de un tipo calvo con gafas de culo de botella. Está rodeado de conversaciones: todos tienen a alguien que está tocándoles las pelotas, o le deben dinero a algún prestamista, o su supervisor de libertad condicional es un capullo. La retahíla es la misma de siempre, y sin embargo es como si Vince no pudiera registrar los detalles exactos, quién dice qué, las pelotas de quién, el prestamista de quién, el supervisor de libertad condicional de quién. Y de repente no se le antoja tan distinto de la cháchara de la tienda de rosquillas, o de las señoras normales de la calle: la APA y la barbacoa, las ortodoncias y las cuentas corrientes. Plátano, manzana, fresa.
Vince abandona una mano, pasa por el bote de puntillas, y se vuelve a retirar sin ir ni subir. Uno de los jugadores intenta entablar conversación con él, pero sus respuestas son escuetas. Vivía en la ciudad. Se fue a la Costa Oeste. Tiene una tienda de rosquillas en Washington. Se encontró con un viejo amigo que dijo conocer una partida decente.
Tuvo que pagar su entrada y la de Pete para apuntarse a la partida, dos mil por cabeza, pero Pete parece haberse largado sin jugar y Vince tiene la impresión de que ha recalado en la mesa infantil, con un puñado de don nadies, al pie de la cadena alimenticia. Él ha llegado a la mesa principal, bien: nueve tipos que beben, fuman puros y juegan al Hold’Em. Si conoce esta clase de juego (pago único por admisión, diez por ciento del total para la casa) supone que habrá otro par de mesas de nueve tipos en otras habitaciones dentro del edificio, que jugarán hasta que la gente se retire y las mesas se fundan para una partida de diez o quince de los grandes de admisión, y si consigue superar esta partida, y puede que la siguiente, irá adentrándose en el edificio, acercándose a las mesas de los grandes bolsillos, y por último a la mesa de Johnny Boy, donde intentará comprar su libertad.
—¿Estás en el ejército?
Vince mira a un tipo viejo de mejillas chupadas.
—¿Cómo dices?
—Tu pelo. Ya no se ve así de corto.
A Vince siempre se le olvida que lleva el pelo rapado.
—No. No estoy en el ejército.
—Yo estuve en Normandía, en la playa de Omaha —le confía el viejo—. Perdimos medio pelotón en una hora. —Nadie levanta la cabeza; ya han oído esta historia—. Las balas no eran ni la mitad de malas que el mareo del barco. Desembarcar fue casi un alivio. —Los demás jugadores ignoran al tipo—. No se me olvidará nunca. Vi cómo un chico se hundía hasta el fondo con su mochila. No pegó ni un tiro. Sencillamente saltó del bote y se hundió. Se ahogó bajo todo aquel peso.
Vince mira las cartas. Tiene una pareja de nueves y se tira un farol tan evidente que no se llevaría ni un bote de veinte dólares en el Foso, menos aún este fondo. Saca otro nueve. Y por un momento, la idea de acercarse a Johnny Boy es menos importante que el modo en que le están cayendo los naipes. En la mano siguiente le tocan cinco cartas del mismo palo, y aunque normalmente dejaría pasar la ocasión, no tiene tiempo suficiente para dárselas de listo y decide que esta es una oportunidad tan buena como cualquier otra para ver la apuesta. Está comprobado: cuanto más altas son las apuestas (y estas son de las más altas con las que Vince ha jugado nunca), más fácil resulta ir de farol, pillar el bote. Funciona. Los demás jugadores se retiran; afortunadamente, porque nadie le ayuda. Cuatro renuncios más tarde, se lanza a por otro bote. Los demás jugadores ya se fijan en él. Lo ojean; observan sus manos y su cara. Dos jugadores cubren la apuesta. A la vista: as, reina, cuatro. El crupier vuelve boca arriba un nueve y, en el fondo comunitario, un cuatro. El tipo de enfrente descubre las cartas: as y nueve. Alguien suelta un silbido. Vince levanta. Pareja de reinas. Barre otra ficha hacia él. Dos de los jugadores abandonan la mesa, arruinados en menos de una hora. Uno de ellos es el viejo de la playa de Omaha. Mira a Vince, a quien no se le ocurre nada que decir. Se imagina al viejo de soldado, sobrecargado, hundiéndose en las aguas negras.
—Encantado de haber jugado contigo —dice Vince. Tiene las fichas ordenadas en varios montoncitos, no en uno solo; los dos de los grandes con que empezó ahora son seis. Empiezan a llegar los jugadores de verdad.
—Entonces, cuando dices que vendes rosquillas, ¿te refieres…?
Vince mira al tipo que tiene a la izquierda.
—¿Perdona?
—Rosquillas. —El tipo tiene la cara fofa, los ojos hundidos en las cuencas y los labios carnosos; acento marcado de las afueras de Nueva York—. ¿Estamos hablando de cañas de arce y cosas así? ¿Berlinesas?
—Sí. Cañas de jarabe de arce. Berlinesas. Pastelitos. Roscos. De todo.
Cara Fofa se ríe.
—Verás, pensaba que a lo mejor era un eufemismo de esos. Ya sabes… «hacer rosquillas».
El resto de los reunidos alrededor de la mesa se suman a sus risas, pero uno de los jugadores pregunta, con voz seria:
—¿Las hacéis de mermelada?
—Sí. Las hacemos de mermelada.
El tipo sonríe.
—Eso sí que suena bien ahora. ¿A que sí, Ken? ¿No suena bien? ¿Una puta rosquilla rellena de mermelada?
Al otro lado de la mesa, un chico moreno con ojos de hurón se encoge de hombros y se señala la camisa de seda.
—No pienso comer ninguna puta rosquilla rellena con esta camisa. Joder, Tommy. Madura de una vez. Esas no son rosquillas para un adulto.
Vince observa a los demás tipos de la mesa (ventajistas y fulleros, charlatanes, pelagatos, ni rastro de talento por ninguna parte; es dudoso que alguno de estos esté en el ajo) y en un arrebato de antigua fanfarronería le cuesta imaginarse siquiera un motivo por el que no debiera quitarles hasta el último centavo a estos capullos. Dobla las esquinas de sus dos cartas. Pareja de dieces. Fíjate. Esperaba muchas cosas esta noche: que no le dejaran apuntarse a la partida de póquer; que consiguiera entrar pero no lograra llegar hasta Johnny Boy; que lo encontrara, pero Johnny Boy hiciera inmediatamente que lo sacaran a rastras y le pegaran un tiro. Lo que menos se esperaba era tener suerte.
Jugando con ventaja, Vince no tiene piedad. Hostiga e ignora a los faroleros, y sus montones de fichas crecen, se tambalean, y por fin se derrumban unos contra otros como columnas romanas. Alterna entre comprar botes y animar a los demás jugadores cuando les tocan buenas manos. Es una de esas raras noches en que las cartas en sí apenas importan; podría tenerlo todo en su cabeza. Podría jugar sin naipes y ganar la mitad de estas manos. Los demás jugadores hacen exactamente lo que él quiere que hagan.
Cuando quedan tres, entra a saco: espía sus cartas (reina y nueve) cuando le tocan y las deja reposar. Apuesta poco. Que suban. Luego dobla sus apuestas. Los demás se enfadan, miran sus cartas, miran a Vince, miran sus cartas, miran las cartas de Vince (boca abajo, no piensa volver a mirarlas, y ellos se preguntarán si alguna vez lo hizo), miran sus cartas, miran a Vince, y por fin hacen sus apuestas. Llegan las tres cartas comunitarias; reina, comodín, nueve.
Fíjate en eso. No pueden retirarse ahora, no con una escalera en la mesa, y el tercer jugador (un tipo callado de pelo negro como el carbón) va a por todas. Vince se limita a doblar sus subidas hasta que Ken va con todo también. Carta descubierta y fondo: un seis y otra reina. El bote está en su punto.
Ken descubre una escalera a la reina. Pelo Carbón tiene una escalera real. Buenas manos. De las que solo se dan una vez entre ochenta. Pero Vince tiene un trío y una pareja, reinas y nueves, y el bote. Hace mucho tiempo que no juega con apuestas altas, y más aún que no gana. Con una entrada de dos de los grandes y otros ocho jugadores, Vince se ha embolsado dieciséis mil dólares en poco más de dos horas. Aun después de pagar a Coletti, la comisión para la banca y los dos mil de la entrada de Pete, siguen quedándole unos dieciocho. Lo único que le falta ahora es Johnny.
Vince se retrepa en la silla y termina su güisqui. El tipo de pelo negro como el carbón enciende un pitillo y se reclina en su asiento.
—Así que te dedicas a las rosquillas.
—Correcto —dice Vince.
El tipo agita su cigarro por encima de la mesa.
—Para ser alguien que se gana la vida haciendo rosquillas juegas de puta madre a las cartas.
—¿Quién ha dicho que las haga para ganarme la vida?
Los tipos se ríen.
—¿Eres tahúr? ¿Te dedicas a eso?
—No —dice Vince—. He tenido suerte, nada más. Cualquiera puede tener suerte.
—No —repone Pelo Carbón—. No. No es así. No todos pueden tener suerte. Esa es la gracia del azar. Discrimina que se jode.
Vince se limita a sonreír.
Pelo Carbón le tiende la mano.
—Carmine. La partida que acabas de ganar era mía.
—Vince. —Se estrechan la mano.
—Aún es pronto. ¿Quieres jugar un poco más, Vince?
—¿Insinúas que hay otra partida, Carmine?
—Vince… —Carmine pega una calada al cigarro—. Siempre hay otra partida.
Fantasmas por todas partes. Duendes, también. Esqueletos. Vaqueros, princesas, sapos, mendigos y disfraces que Dupree no reconoce del todo, extravagantes combinaciones de máscaras, capas y bigotes postizos. Yoda y Darth Vader arrastran una funda de almohada cada uno. El detective Charles conduce sin prisa calle abajo, alumbrando intermitentemente a los grupos de niños. Circulan frente a una fila larga y recta de bonitos chalés adosados de dos pisos, con banderas estadounidenses plantadas en la mitad de los porches.
—Se me había olvidado qué día es hoy —dice Dupree. Resulta reconfortante descubrir que Halloween se celebra incluso en este mundo del revés, donde los policías conducen como dementes borrachos, robando drogas y consiguiendo mamadas por la fuerza. Si no fuera porque las casas están pegadas unas a otras (ni un solo jardín a la vista) Alan piensa que podrían estar en Spokane; le ayuda a enderezar el rumbo un poquito.
Charles aparca enfrente de un pequeño edificio de ladrillo con un letrero de madera contrachapada que anuncia «local 4412». Encima de la puerta hay otro cartel, a favor de Jimmy Carter, y las ventanas exhiben consignas por un candidato a la Consejería de la Ciudad de Newark llamado James Ray Burke. Charles se apea.
—Ahora mismo vuelvo.
Dupree abre la boca para protestar, pero Charles cierra dando un portazo. Se acerca a la entrada del edificio y prueba a abrir la puerta, pero al ser sábado, la puerta está cerrada con llave. Da un rodeo hasta la parte de atrás y, transcurrido un momento, oye cómo se rompe una ventana. Minutos después los pósteres de Burke son arrancados de la ventana. Charles sale por la puerta principal, sonriendo, con dos carteles de Burke y una agenda telefónica abierta por una página señalada. En el coche tira los pósteres en el asiento de atrás y coloca la agenda en su regazo, abierta por una página con el nombre de Daryl Greene.
Dupree no dice nada, se limita a mirar por la ventanilla.
Charles conduce en paralelo a las aceras de césped, leyendo direcciones hasta estacionar frente a una casa con las esquinas rojas. Apaga el motor, consulta la agenda una vez más y la tira al asiento de atrás. Se gira hacia Dupree.
—A ver. Ya sé que esto no es exactamente lo que esperabas. Lo siento si parece algo… —le cuesta encontrar la palabra adecuada— malo. Pero es más de lo que parece. Se trata de una investigación muy importante. —Cuando Dupree no dice nada, prosigue—. En cualquier caso, me ocuparé de este asuntillo en el que me ha metido Mike y luego iremos a buscar a tu tipo. ¿Cómo se llamaba?
—Vince.
—Eso. Vince. —El detective Charles sale del coche, abre la puerta de atrás y coge su chaqueta del asiento. También apaña uno de los pósteres de Burke y un par de zapatillas de tenis. En la acera vuelve a mirar a Dupree, sonríe, se mete la mano dentro de la chaqueta y (Alan está casi seguro) desabrocha la trabilla de su sobaquera.
Hay un nombre impreso en el buzón, D. Greene. En el porche de D. Greene hay dos piratas que esperan su botín. Un viejo terrier escocés los olfatea, se retira cojeando y se tiende en una manta que hay en el porche, donde emite un enorme suspiro perruno. Un negro alto y delgado se asoma a la puerta principal, aparta la malla con el hombro y suelta unas barritas de caramelo en sus bolsas.
Charles observa como un padre preocupado de pie en un jardín de piedra que hay delante del porche mientras los pequeños recogen sus dulces. Vuelve a mirar a Dupree. Sonríe. Hay algo en esos niños enfrascados en su truco o trato que impulsa a Alan a tomar una decisión; no piensa permitir que ocurra. Seguirá el juego y no dirá nada, pero no tolerará que nadie resulte herido. Ahí está el límite. Dupree desenfunda su pistola, la sostiene entre las rodillas y quita el seguro sin mirar abajo. No se trata de qué clase de policía es. Se trata de qué clase de persona es. Se dice: Como Charles meta la mano por dentro de la chaqueta, salgo del coche. Se prepara.
Los piratas abandonan el porche de D. Greene. Charles enrolla el póster de Burke y lo esgrime como si fuera una espada, pero los niños se limitan a rodearlo; se endereza la chaqueta y sube los escalones del porche.
Dupree empuña el arma con la mano izquierda y apoya la derecha en la manilla de la puerta del coche.
Charles llama a la puerta de D. Greene, se acerca al perro y le da unas palmaditas. El negro alto y delgado sale de nuevo y baja la mirada esperando encontrar nuevas demandas de truco o trato. Charles deja de acariciar al viejo terrier y se acerca, a un par de palmos de distancia. D. Greene entreabre la puerta de malla y escucha. Dupree se tensa. No ha disparado nunca su arma fuera de la sala de tiro. Se lo tomará como si estuviera en ella. Poner una diana de papel en la espalda de Charles. Apretar el gatillo.
Es como ver la televisión con el sonido apagado. Charles gesticula con el póster de Burke y la caja de zapatos. D. Greene escucha. Charles le pasa el cartel de Burke. Ladea la cabeza a la izquierda, luego a la derecha, como si estuviera ofreciendo dos opciones. Echa la cabeza hacia atrás y se ríe. D. Greene no se ríe. Charles abarca el vecindario con un ademán y dice algo.
D. Greene apunta a la cara de Charles con un dedo tembloroso. Charles se encoge de hombros, como si dijera: «Eh, para el carro. Aquí nadie está amenazando a nadie». Se ríe y menea la caja de zapatos delante del rostro de D. Greene. Pone los brazos en cruz, alegando inocencia. Avanza un paso y abre la caja. D. Greene no mira lo que hay dentro. Dice algunas palabras, se acaricia las sienes, vuelve a entrar en la casa, asiente un par de veces con la cabeza, cierra la puerta y apaga la luz del porche.
Dupree se relaja, suelta la manilla de la puerta y vuelve a enfundar la pistola en su chaqueta. Aún siente la respiración alta y forzada cuando Charles se acerca risueño al vehículo, abre la puerta de atrás y tira dentro la caja de zapatos.
—Un tipo majo. Pero resulta que calza un cuarenta y seis. Supongo que es cierto eso que dicen.
Se ríe de su propio chiste y coge otra caja, cierra la puerta del coche y se dirige a la casa. Se detiene en el jardín de piedra, coge una roca del tamaño de una pelota de béisbol y sube los escalones del porche. Deja la caja de zapatos apoyada contra la puerta de malla, se encamina a la manta del terrier, y antes de que Dupree pueda formar un pensamiento siquiera, Charles inmoviliza al perro con un pie y le machaca la cabeza con el pedrusco. Descarga la roca otra vez. Y otra. El perro no hace el menor ruido.
—Ay, Dios —musita Dupree.
El detective Charles acerca la roca ensangrentada a la caja de zapatos, que abre con un pie, y suelta la piedra dentro. Cuando regresa al coche, parece relajado por primera vez desde que recogiera a Dupree.
—Conviene elegir siempre trato —dice Charles. Pega un trago de güisqui y se lo ofrece a Dupree—. Muy bien, Seattle. Ahora vamos a ocuparnos de lo tuyo.
Acerca de Johnny Boy: es tal y como lo describió el cliente de Benny; camisa de vestir negra tirante sobre un torso como un barril, con gruesos brazos musculosos, una enorme cadena de oro en una muñeca, un Rolex en la otra. Fino. Un tipo apuesto, para ser de esa clase…, y es de esa clase. Lleva el pelo repeinado hacia atrás, agrisado en las patillas y con entradas en las sienes, una poblada mata negra en el centro. Su sonrisa chulesca podría darle mil patadas a la sonrisa chulesca de Vince.
Vince se sienta en el hueco libre, justo enfrente de Johnny Boy. Cambia diez mil (más de la mitad de su capital) en fichas, la entrada para la segunda ronda de esta partida. Se encuentran en la sala de estar de un apartamento vacío, en torno a una mesa ovalada, nueve tipos con montones de fichas de diversos tamaños y copas de cristal llenas. En los ceniceros humean bosques de colillas blancas. El tipo a la izquierda de Johnny levanta un vaso y una botella de Crown Royal. Vince asiente, aunque no le gusta beber cuando está ganando. En la salita contigua, un puñado de tipos ven la tele en silencio.
El hombre sentado a la derecha de Johnny es gordo y afable, vestido con una camisa y pantalones a juego de color canela; es como un chándal, con la camisa recogida en la parte más amplia de los pantalones. Su cintura parece el ecuador.
—Dice Carmine que has limpiado su mesa en dos horas. Te has llevado hasta el último centavo. ¿Es eso cierto?
Vince se encoge de hombros.
—Se me dio bien.
—¿Has venido a darnos ese dinero?
Vince sonríe.
—Ya veremos.
—Yo soy Ange.
—Vince.
Ange rodea la mesa, señalando con el dedo.
—Toddo. Jerry. Huck. Nino. Beans. A Carmine ya lo conoces.
No presenta a Johnny Boy, que es el último.
—John.
—¿A qué te dedicas, Vince? —pregunta Ange.
—Hace rosquillas —interviene Carmine.
Algunos de los chicos se ríen. Un crío se acerca a la mesa y le susurra algo a Johnny Boy al oído durante casi un minuto. Asimila toda la información, se gira y responde al niño con una sola palabra.
—Nosotros trabajamos con plomo —dice Johnny cuando se marcha el chaval.
Nadie se ríe esta vez.
Aquí las apuestas son más altas, y se juega mejor; Vince pierde cuatro billetes con un trío de ases y reyes. En esta mesa nadie habla de trabajo, no se menciona la condicional, a nadie le tocan las pelotas. Hablan de apuestas deportivas, de cuánto han perdido en tal partido o la desigualdad de tal otro. Si uno no lo supiera, pensaría que la habitación está llena de entrenadores de fútbol aficionados. Les gustan los Packers con puntos contra Pittsburgh («Mi polla tiene más cabeza que Terry Bradshaw»), Tampa antes que los desgraciados de los Giants («Los putos Giants no sabrían meterla ni en Times Square»), y los Jets más nueve en Nueva Inglaterra («Mi polla las lanza de rosca mejor que Steve Grogan»).
Se reparten las cartas. Vince saca un full de ases y dieces a falta de uno. Abre.
Debe admitirlo; es agradable volver a estar rodeado de tipos así. Le recarga las pilas. Lo que la gente no entiende de los maleantes es que pueden ser realmente graciosos… salvo, evidentemente, cuando no lo son. Más fútbol. Al parecer todo el mundo palmó el día de los juegos interuniversitarios: con la pérdida de UCLA contra Arizona State y, sobre todo, la derrota de Mississippi State contra el líder de la clasificación, Alabama.
—Los muy cabrones tenían catorce puntos de ventaja y van y pierden seis a tres. Eso es imposible, joder, ir ganando de catorce y marcar solo tres. No pico. Huele a podrido.
Se descubren las cartas. Vince consigue un segundo as. Apuesta fuerte.
—Solo un idiota regala catorce puntos —dice Johnny Boy.
—Yo solo digo que no es descabellado que alguien hablara con ese puto quarterback —dice Carmine.
—Bah, chorradas.
—No es descabellado, eso es todo.
—No. No. —Johnny Boy apura el trago y se vuelve hacia el tipo—. Es totalmente descabellado. Es completa, jodidamente descabellado. Es tan descabellado que no tiene ni un puto pelo.
—Escucha, John. Lo único que digo…
—Lo único que dices es que eres un completo ignorante, Carmine. ¿Quién iba a hacer eso que sugieres… la puta CIA?
La voz de Carmine empieza a perder fuelle.
—Para mí que es posible, eso es todo.
—No. No. No es posible. ¿Tú crees que Bear Bryant iba a dejar que un crío la cagara en una competición nacional? ¿Cuándo ha lanzado Alabama pases suficientes hacia delante como para que un quarterback pierda el partido? ¿Pero a ti qué cojones te pasa?
Turno. Ultima vuelta. A Vince se le acabaron los regalos. Tiene una pareja de ases. Con suerte será suficiente. Apuesta a lo grande. Ange y Johnny Boy lo aguantan.
—Para mí que es posible, eso es todo. Todo se puede amañar.
—Cabrón gilipollas. —Johnny Boy está cabreado. Agita el vaso, que se vuelve a llenar de inmediato—. Podrías haberlo dejado correr, pero eres demasiado idiota, joder. Está bien. ¿Quieres saber por qué no es posible? ¿Quieres que te lo diga?
—Sí.
—Porque yo no me he enterado.
—¿Porque tú no te has enterado?
Johnny apura el trago y le rellenan el vaso otra vez.
—Exacto.
Todo el mundo alrededor de la mesa se ríe a excepción de Vince, que está concentrado en los mil doscientos pavos que ocupan el centro de la mesa de póquer.
El bote está bien. Vince enseña los ases.
Carmine está empeñado en llegar hasta el fondo de esto.
—¿Me estás diciendo que si tú no sabes que algo va a pasar, entonces…, entonces no pasa?
—Ya empiezas a pillarlo. —Johnny descubre las cartas: dos ochos. Con los naipes comunitarios suma tres del mismo número. Ganador.
—O sea, que si un tipo en China va e inventa un coche que vuela, pero tú no oyes nada al respecto…
—Se jode.
—¿Qué te crees, Johnny, que eres Dios o algo?
—No. —Johnny recoge las fichas—. Todavía no.
Lo primero en que se fija Dupree al ver a Tina DeVries McGrath son sus curvas, marcadas para tratarse de una chica bajita, su revuelta melena castaño rojiza y sus ojos indiferentes, de vuelta de todo, que consiguen que Dupree quiera hablar más rápido de lo que seguramente necesita. Lleva puesta una larga camisa de dormir y está en el umbral sosteniendo la puerta de malla abierta en el mismo ángulo cerrado que D. Greene cuando habló con el detective Charles.
—Ya se lo he dicho. No conozco a ningún Vince Camden. Ahora, si no le importa. Es tarde y mi marido tiene que trabajar mañana.
Dupree le entrega la carta que tiene en la mano.
—¿Escribió usted esto?
La mujer mira la carta y Dupree ve un escalofrío en su labio inferior. Tina se tapa la boca y finge toser.
—No sé de qué me habla.
—¿Sabe por qué han recortado el nombre del sobre?
La mujer mira a Dupree, y luego la carta que tiene en la mano.
—Lo siento. No sé nada.
—¿No escribió usted esta carta?
Tina se lo queda mirando.
Dupree recoge la carta.
—Dígame por lo menos si ha tenido contacto con él.
Nada.
—Mire, puedo llamar a un fiscal y obligarla a colaborar, señora McGrath.
La mujer considera esto como un jugador de ajedrez contemplando fijamente un movimiento a mitad de partida.
—Ya se lo he dicho. No sé de qué me está hablando.
Dupree mira por encima del hombro al detective Charles, en el coche. Quería acudir a la puerta y ayudar a Dupree, pero a Alan le dio miedo la clase de ayuda que podría proporcionarle Charles; se pregunta si no será cuestión de algún idioma que él desconoce, algún truco para conseguir que hablen los neoyorquinos. A lo mejor Tina tiene algún perro que él podría matar.
Detrás de Tina, un hombre de grandes hombros en calzoncillos de jockey con el pelo corto y rizado cruza el pasillo y entra en la pequeña sala de estar.
—¿Tina? ¿Quién hay en la puerta?
La mujer mira por encima del hombro.
—No es nada, Jerry. Ya me encargo yo.
Dupree recuerda la fecha de la carta —de hace poco más de un año— y ve su oportunidad.
—¿Por qué no le comento lo de esta carta a su esposo? A lo mejor él sabe algo…
Tina echa la cabeza de golpe hacia atrás.
—No. Por favor.
Jerry McGrath aparece en la entrada.
—¿Quién es, nena?
Dupree mira a Tina, que abre la boca, pero es evidente que no sabe qué decir. De modo que Alan enseña su placa y acierta al apostar que Jerry no verá que no es una insignia del departamento de policía de Nueva York.
—Hola, señor McGrath. Estamos buscando a un presunto ladrón que pensamos que podría estar en su barrio. ¿Ha visto algo fuera de lo corriente esta noche?
—No.
Tina sonríe y le da una palmadita en el pecho a su marido.
—Yo me encargo de esto, Jerry. Vuelve a la cama. Es tarde.
El tipo sonríe, muy mono.
—Gracias, nena. —Mira hacia abajo y quizá por primera vez se da cuenta de que está en ropa interior. Se encoge de hombros—. Entro a trabajar a las cuatro.
—Está bien —dice Dupree—. Siento haberle molestado a estas horas.
Jerry regresa al dormitorio con paso cansado; Tina sale al porche y cierra la puerta a su espalda. Coge la carta y lee el sobre.
—Mire, no conozco a ningún Vince Camden. Esta carta se la escribí a mi antiguo novio: Marty Hagen. Pero hace tres años que no lo veo. —Da la vuelta al sobre en sus manos—. No me respondió.
Dupree apunta el nombre de Marty Hagen en su libreta.
—¿Alrededor de metro ochenta? ¿Pelo castaño? Tiene como una… —Dupree intenta imitar la sonrisa socarrona de Vince Camden.
—Sí, ese es Marty.
—¿Y no le ha oído usar nunca el nombre de Vince Camden?
Tina niega con la cabeza.
Dupree lo anota en su cuaderno.
—¿Tiene familia o amigos aquí?
—Sus padres murieron. No tiene hermanos. No sé si habrá más parientes. Nunca mencionó ninguno. —Vuelve a mirar atrás, al interior de la casa, para cerciorarse de que su marido no esté escuchando—. Podría probar usted a hablar con mi hermano, Benny. Eran amigos. Benny era su abogado. —Le da el número de teléfono y la dirección de Benny DeVries.
Dupree saca una tarjeta de visita y anota en ella el nombre del hotel donde se aloja; luego mira por encima del hombro al detective Charles, que lo observa atentamente tras el volante de su coche. Casi es medianoche.
—Mire —dice Dupree—, si ve usted a Vince… o sea, a Marty…, si sabe algo de él, haga el favor de llamar y dejarme un mensaje en este hotel.
Tina asiente y coge la tarjeta.
—¿Qué le hace pensar que vaya a venir a verme?
—Escribió su apellido de casada en un trozo de papel el día que se fue. Y esta carta estaba en su mesita de noche.
Tina parece sorprendida, halagada tal vez, antes de restaurar la firmeza a sus rasgos.
—¿Qué ha hecho?
—Estaba robando tarjetas de crédito.
Tina pone los ojos en blanco como si esa información fuera algo obvio.
—¿Ha venido a Nueva York por unas tarjetas de crédito?
—También creemos que podría saber algo acerca de un homicidio.
—No pensará que…
—A lo mejor. No lo sabemos. Mire, señora McGrath, si lo ve usted…
Tina asiente con la cabeza y mira la tarjeta.
—Una cosa más. ¿Tiene alguna idea de cómo terminó en Spokane?
Tina ladea la cabeza.
—¿A qué se refiere?
—¿Por qué emigró de Nueva York a Spokane?
—Bueno… supongo que lo pondrían ustedes allí.
—¿Que nosotros lo pusimos allí? —Dupree siente los últimos coletazos de desfase horario.
—Después de que declarara. Supongo que es allí adonde lo enviaron ustedes.
En ese momento todo tiene sentido: la falta de antecedentes y carné de conducir, el nombre falso, la carta con el nombre arrancado.
—Dios. ¿Está en protección de testigos?
—Sí. ¿No lo sabía?
Dupree se ríe y se frota el puente de la nariz. Una sombra. Un fantasma.
—No —responde—. No, no lo sabía.
Johnny Boy planta un impresionante dedo índice delante de la cara de Vince. Parece una salchicha con manicura. Desde la posición de Vince, está centrado entre los ojos adormilados del hombretón.
—Un error —dice Johnny—. Un puto error.
Vince contiene la respiración. Es culpa mía, piensa. Hay temas que no deben mencionarse delante de un borracho.
Ya es tarde. Solo quedan cinco jugadores en la mesa: Vince, Johnny, Carmine, Beans y Ange. El dinero ha cambiado de manos, principalmente entre Carmine y Ange. Cada uno de ellos ha amasado unos treinta y cinco mil. Beans está más o menos como empezó, jugando con los diez del principio. Johnny perdió sus diez mil hace una hora, pero se puso rojo, se mordió el labio inferior, y los demás chicos se apresuraron a prestarle dinero para que siguiera apostando, que fue como perdió ocho mil más. Johnny está como una cuba, solo le quedan dos mil y ya no se acuerda de mirar las cartas antes de apostar. Vince, mientras tanto, ha perdido toda la suerte que le sonreía en la primera mesa, y solo la mesura y una escalera oportuna han impedido que se lo zamparan. No le quedan más que mil quinientos.
Procura hacer caso omiso del carnoso dígito que tiene delante de las narices, deseando no haber dicho nada.
Johnny mira alrededor de la mesa.
—¿Y vosotros qué, capullos ignorantes? ¿Alguno de vosotros, cabezas de chorlito, sabe cuál ha sido el error de Jimmy Carter?
Carmine:
—No bombardear a los putos iraníes en cuanto cogieron a los rehenes.
Johnny baja el dedo por fin, y Vince se relaja.
—No.
—Permitir que esos cabrones de la OPEP suban el precio del petróleo.
—No.
—No ordenar que le dieran el pasaporte a Billy nada más salir elegido.
Se ríen todos menos Johnny, que zangolotea la cabeza.
—Su único error fue este. —Mira alrededor de la mesa y luego, satisfecho, se retrepa en su silla—. Olvidarse de no ser un cagón.
Los chicos aúllan, se ríen, levantan los vasos y brindan: «salut».
—Lo digo en serio, joder. La gente puede seguir a un borracho. Incluso a un retrasado. Seguirán a un criminal acabado. Psicópatas, lunáticos y maricones. Pero como piensen que no tienes pelotas, siquiera por un segundo, estás jodido.
—¿Entonces piensas que va a ganar Reagan?
—Claro que va a ganar Reagan, diantre. Se avecina algo nuevo. Joder, va a haber banderas, desfiles, ejércitos y vírgenes como en el puto 1950 otra vez. Un cagón puede salir elegido una vez, pero no dos. No podemos pasarnos ocho años sin darnos de hostias. Nos gusta darnos de hostias. Fingimos que no. Pero sí. —Abarca la mesa con un ademán—. La gente de la calle… no es distinta de nosotros. Es lo mismo que cuando nos vimos atrapados con Big Paul como jefe en vez de Neil. Ojalá Reagan pudiera dirigir nuestro negocio.
Los chicos intercambian miradas de nerviosismo.
—Ya veréis. Algún día tendremos nuestro Reagan… nos sublevaremos… un jefe de verdad, alguien con carisma, joder, alguien al que la gente respete, que venga y le devuelva un poco del antiguo orgullo a la operación… gloria. Que reparta las hostias que no se han repartido en los tres últimos años. ¡Empezando por ese puto gordo mariquita de Big Paul!
Ange alarga un brazo con delicadeza y apoya una mano en el enorme antebrazo de Johnny.
—John. Vamos. No hables de eso aquí.
—No digo nada. —Johnny aparta el brazo, se humedece los labios finos—. Lo único que digo… Lo que digo es que eso es lo único que no olvida la gente. Si no sabes ser un hombre… que te jodan. Aparta de en medio y deja que haga otro de jefe. No digo más, Ange. No digo más.
Los chicos levantan los vasos para poner punto y final a estas divagaciones, con suerte, pero Johnny los ignora y sigue despotricando.
—¡Es como con el puto Reagan! ¡Ese tipo podría ser nuestro jefe! Yo lo seguiría. ¡Él sabe! Sabe ser un hombre y la gente lo sigue. Sabe que uno tiene que ganarse a sus amigos, y ser un hombre, y proteger a la familia. Hay que echarle narices, venga lo que venga. ¿Sabéis por qué? ¿Eh? —Mira alrededor de la mesa, agita una mano en dirección a la pared—. Porque la gente… de ahí fuera… son todos distintos, sudacas, maricas, capullos del Upper East Side, ancianitas chinas…, pero todos tienen una cosa en común. Todos.
John apura su trago.
—Tienen miedo. Están muertos de miedo. Eso es lo único que le piden a un jefe. ¿Sabéis? Alguien que no tenga miedo. Eso es todo. Como cuando eras un crío y querías ser igual que tu padre. —Los tipos se miran, en silencio, como si supieran qué viene a continuación, como si no fuera la primera vez que Johnny cruza este umbral de embriaguez—. Eso es todo. —La cara de Johnny se pone como un tomate y se le abultan los ojos, empañados—. ¡Así que cuando algún hijo de la gran puta atropelle a tu puto hijo con su puto coche! ¡Cuándo se pasee con ese puto coche por el barrio sin respeto por el dolor de una madre! ¡Cuándo esa madre tenga que ver el bollo donde su puto hijo se dejó el último aliento! ¡Me da igual que tengas que pudrirte en la cárcel el resto de tu vida, te levantas y haces algo!
Los tipos musitan:
—Está bien, Johnny.
—Tranquilo.
—Está bien, John.
Johnny se deja caer hacia atrás.
—Haces algo, joder.
Los tipos se revuelven en sus sillas, desesperados por cambiar de tema.
—En fin… —Ange quiere decir algo, pero no termina de decidir qué.
Es Beans el que sale al paso, para alivio de todos.
—¿Crees que alguna vez saldrá elegido un presidente italiano, John?
No parece oírlo. Mira fijamente la mesa de póquer.
—O sea —continúa Beans—, si los irlandeses pueden plantar un tío ahí arriba, ¿por qué no nosotros?
Carmine mira sus cartas y apuesta.
—¿Qué hay de D’Amato? Si derrota a Javits y a esa zorra con gafas, me lo imagino llegando a presidente algún día. Con ese tipo te partes, joder.
Johnny suspira y mira a su alrededor; es como si hubiera regresado a su mesa más viejo y desorientado. Se echa hacia atrás en la silla y cierra un ojo para ver las cartas. Se atusa el cabello.
—D’Amato nunca podría ser presidente. Se está quedando calvo. Eso es lo segundo que quiere la gente. Pelo. No se puede ser un cagón y no se puede ser calvo. ¿Quién quiere un calvo cagón como presidente?
—¿Qué hay de Ford? —pregunta Carmine—. No tenía pelo y era un blandengue.
Johnny le suelta un guantazo.
—¡Para empezar, no lo eligieron, puto estúpido capullo ignorante! Lo nombraron a dedo después de que ese mamón de Agnew se pillara la polla en el escurridor. Y jugaba al puto fútbol en Michigan. ¿Tú crees que un blandengue jugaría al fútbol en la puta Universidad de Michigan? ¡Pero si era receptor, me cago en la puta! ¡Dios! —Los demás tipos miran sus cartas y rezan para capear este temporal.
Vince se obliga a mirar su mano. Pareja de dieces. Vale. Parece que ha pasado la tormenta. Ahora o nunca. Apuesta quinientos. Ange y Johnny —refunfuñando todavía— lo ven. Los demás se retiran. Vince consigue otro diez en las cartas comunitarias. Apuesta sus últimos quinientos. Todos lo ven. No recibe ayuda en el descarte ni en el reparto final. Termina con tres dieces. Es una buena mano. Johnny no tiene nada. Pero Ange tiene trío de reinas.
—Se siente, Rosquillas. —Ange barre el dinero. Vince se queda mirando las fichas amasadas en la pila de Ange. Observa de reojo a Johnny, que también está vigilando las mismas fichas. Vince no se lo puede creer. Ha perdido. El dinero que pensaba utilizar para saldar su deuda. Como si nada. Todavía le quedan unos seis de los grandes en la bolsa, pero no es suficiente. Ni de cerca. Es el fin.
Johnny se levanta y se apoya en la mesa.
—Tengo que mear. —Una fibrosa hebra de saliva le conecta los labios. Vince se queda ahí sentado, con la vista clavada en las cartas.
Se acabó. Tienes que huir. ¿Qué tal Canadá? Claro. Abre un restaurante, a lo mejor el sitio de las cestas de picnic en Canadá. ¿Cómo se dice «picnic» en francés?
Vince se retira de la mesa, da las gracias a los muchachos y empieza a irse. Pero se sorprende a sí mismo y gira sobre los talones, sigue a Johnny Boy al cuarto de baño. Intenta aparentar que solo está esperando al encargado. Se queda de pie en el estrecho pasillo, escuchando el chorrito. ¿Qué estás haciendo? ¡Corre! Si empiezas a correr ahora, no pararás nunca. A lo mejor este lugar es tan bueno como cualquier otro para plantarse.
Siente el corazón en los oídos. Hay un aparador en el pasillo, con revistas apiladas encima, Reader’s Digesty Saturday Evening Post. Se le antoja extraño ver esas revistas allí. Abre el Reader s Digest y busca su sección preferida, «Dramas de la vida real», asombrosas historias de evasión y fortaleza. Esta va de un tipo cuyo coche se cayó por un terraplén hasta el río, donde el conductor se pasó dos días con el agua hasta el cuello antes de que lo encontraran. Vince lee hasta la primera cita. «Estaba seguro de que iba a morir». Siempre dicen lo mismo en «Dramas de la vida real». Todos están seguros de que van a morir.
Vince cierra la revista. Esta es la tercera vez en una semana que está seguro de que va a morir. Claro que… siempre lo ha sabido, ¿no es cierto? La gente siempre lo sabe. ¿Qué si no podría ocurrir? Y aun así todo el mundo se sorprende. Vince se imagina que si sale de esta escribirá y enviará un drama de la vida real al Reader’s Digest. «Entonces lo seguí hasta el cuarto de baño. Allí de pie, mirando aquellas revistas… Estaba seguro de que iba a morir».
Johnny lleva mucho rato allí dentro. Cuando cesa el chorrito se queda en el baño, aclarándose la garganta. Luego suena como si estuviera hablando solo. Vince ha decidido de nuevo que sencillamente debería olvidarse de todo, largarse (¡Ay, Canadá!) cuando se abre la puerta y sale Johnny, que se topa de bruces con Vince.
Es un poco más bajo que Vince, que se sorprende ante la corpulencia del tipo; sentado enfrente de él no se aprecia como es debido su gravidez, la densidad de esos brazos y ese tórax; es como si estuviera a punto de reventar. Tiene los ojos entrecerrados y parece agotado. Vince tiene la impresión de que el tipo que se ha pasado la noche contando chistes en la mesa de póquer es un personaje, una pose de fanfarronería, y se le ocurre que todos necesitarnos un momento a solas; todos nos mirarnos al espejo y vernos quién hay ahí realmente. Hasta los monstruos se van alguna vez a la cama.
Su propia voz resuena atronadora en su cabeza: Di «Disculpa» y entra en el aseo. ¡Canadá! Tienen su propia liga de fútbol en Canadá. «Solo quería ir al baño». Hace frío en Canadá.
Johnny se lo queda mirando, primero expectante y luego enfadado, y Vince siente el impulso casi irresistible de preguntarle: «¿A cuántas personas muertas conoces?».
Y uno no puede evitar preguntarse a quién contaría primero el hombretón, si al niño atropellado o al conductor del vehículo. ¿Qué fue primero: el dolor o la venganza? ¿Qué rostro ve cuando se acuesta por las noches, cuando despierta desorientado y asustado? ¿Qué rostro enturbia sus sueños? Pero Vince no ha venido a preguntar eso, de modo que endereza la espalda y hace todo lo posible por sostener la mirada fría y directa de este hombre. Y antes de hablar, la última voz que oye es, irónicamente, la de Johnny: «Levántate y haz algo».
Vince coge aliento:
—Señor Gotti —dice—, le debo dinero. —Al ver que Johnny no reacciona, Vince continúa—: Yo soy el tipo al que ha encargado asesinar.