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—A ver si me aclaro. —Jacks deja su botella de dos litros de champán encima de la mesa y se apoya en ella como si fuera un bastón rechoncho—. ¿Me intentas decir que el ayatolá ha cogido a nuestra gente como rehenes porque en los Estados Unidos hay demasiadas gandulas que se aprovechan de la asistencia social?

Aaron Grebbe se ríe y zangolotea la cabeza, divertido.

—No. Claro que no. Pero no creo que sea descabellado imaginar que estos hechos están conectados, que podrían formar parte de una erosión mayor, una pérdida de confianza que ha infectado a América. Criminalidad. Inflación. Cuarenta años de política liberal fallida. Y sí, una pérdida de presencia en el extranjero. La sensación de que hemos perdido el norte. —Está de espaldas a la barra y su rostro cuadrado y honesto se dirige a las mesas de póquer, donde la partida de costumbre de Vince está detenida; los jugadores escuchan con la cabeza ladeada mientras Aaron Grebbe explica por qué deberían votar por él—. Un país es como una mujer. ¿Quién va a respetarla si no se respeta a sí misma?

Las putas ponen los ojos en blanco. Los chicos asienten con la cabeza, musitan para sí.

—¿Qué hay del zoológico? —pregunta Petey—. ¿Qué decías que le pasa a nuestro zoo?

Grebbe toma otro trago de güisqui y apunta con el vaso a su interlocutor, como si acabara de poner el dedo en la llaga.

—Bueno, Petey, empecemos por el nombre. ¿Un Paseo por el Lado Salvaje? Eso no es un zoo. Un zoo debería llamarse zoo. El Zoológico de Spokane. ¿Qué diablos es un paseo por el lado salvaje? Así se tendría que llamar este sitio.

Grebbe se aparta el pelo de la frente, pero en opinión de Vince el gesto es superfluo; su cabello no se ha movido en seis horas. Ensaya unos golpecitos de kárate con las manos, enfatizando sus palabras.

—Nuestro zoo está mal financiado —kiá—, mal dirigido —kiá— y mal emplazado —megakiá—. Pero esto no tiene que ver solo con el zoológico. Tiene que ver con el desarrollo económico de toda la región. Nuestro piojoso zoo es el emblema de una ciudad y una región que tienen miedo al éxito.

Vince mira de Aaron Grebbe a los semblantes absortos de los jugadores de póquer y las fulanas, y es entonces cuando repara en que Beth ya no está allí. Se inclina hacia Angela, que está comiéndose un muslo de pollo.

—¿Sabes adónde ha ido Beth?

Angela se encoge de hombros.

—A casa, supongo.

—Ah, mierda. ¿Hace cuánto?

—¿Quince minutos?

Vince mira a la puerta y luego a Grebbe, que ha aceptado que Eddie le rellene el vaso y ha pasado a comentar la situación del sistema judicial, dibujando diminutos ochos achispados con las manos.

—Mi rival afirma que el control de las armas reducirá el índice de criminalidad, pero se equivoca de plano. El control sobre la tenencia de armas castiga a los ciudadanos respetuosos con la ley, no a los criminales. Un tipo honrado debería tenerlo más fácil para comprar un arma con que defenderse, no más difícil. Defender a nuestras familias, nuestra propiedad, a nosotros mismos, debería resultar más sencillo, no más complicado.

Algunos de los clientes del Foso asienten con la cabeza.

—Si de verdad queremos frenar el crimen, tenemos que reforzar las leyes. Asegurarnos de que los criminales cumplen sus penas. Endurecer el sistema judicial. Construir más prisiones.

Todo el mundo en el Foso hace una mueca o menea la cabeza, pero Grebbe no parece darse cuenta. Vince se levanta, se apoya en el hombro de Grebbe, y evita por los pelos recibir un golpe de kárate.

—… más cárceles, más fiscales, más policía.

—Eh —dice Vince—. No sé si esta es tu mejor baza aquí. Deberíamos marcharnos.

—No quiero irme —responde Grebbe, con los ojos y los labios bien lubricados—. Este es el mejor público que he tenido nunca. Vete tú.

—Creo que no debería dejarte aquí solo.

Grebbe se vuelve hacia él.

—No lo entiendes. Esto es exactamente por lo que me metí en política, Vince. Estoy… estoy llegando de verdad a esta gente. Es estimulante. Por primera vez estoy conectando realmente con ellos.

Vince se aparta de Grebbe y pregunta a la concurrencia:

—¡Eh! ¿Cuántos de vosotros estáis registrados para votar?

Grebbe levanta la cabeza y ve lo mismo que Vince. Ninguna mano levantada.

En la calle, el frío golpea como una resaca. La niebla se pega al suelo. Grebbe se levanta el cuello de la chaqueta de espiga y entorna los ojos frente a la luz de las farolas.

—¿Qué hora es?

Vince consulta el reloj.

—Las tres pasadas.

—Jesús.

Vince se imagina que esta no es la primera vez que Aaron Grebbe llega tarde a casa. Y esto le hace pensar en Kelly. Está abriendo la boca para preguntar por ella cuando oye cómo se cierra la puerta de un coche a sus espaldas. Grebbe y él están en mitad del aparcamiento; se pregunta por qué no habrá mirado por encima del hombro. Se está ablandando.

—Para un poco, jefe. —Detrás de ellos.

No reconoce tanto la voz en sí como un dejo de la misma, una reminiscencia de un pasado en común, un conjunto de normas. Las afueras de Nueva York. O Jersey. No… Filadelfia. Y no es solo la Costa Este; eso lo oye a menudo en Spokane. No, es otra cosa, algo siniestro.

Se gira despacio. Tarda un momento en comprender que es Lenny el que se ha vuelto en su contra, y mientras se da palmaditas en la espalda por haber adivinado que tenía que tratarse de él, su mirada repara en el otro tipo y todas las piezas encajan: esto no es idea de Lenny. Este tipo pertenece al mundillo.

A quince metros de distancia y acercándose, Lenny se quita las gafas de aviador.

—Eh, Vincers. Tenemos que hablar contigo un momento. Ray y yo tenemos algunas preguntas.

Grebbe se detiene y mira a los dos hombres; sus ojos se clavan en Ray (los ojos de todo el mundo se clavan en Ray): tiene su propio campo gravitatorio.

—¿Todo bien, Vince?

Vince echa un vistazo rápido al nuevo, ese tal Ray. Es unos pocos centímetros más bajo que Vince, y unos pocos centímetros más grueso, con enormes cejas negras, el pelo negro y lustroso repeinado hacia atrás, los párpados oscuros entrecerrados…, un rostro cincelado en hielo. Lleva puestos unos pantalones negros como los de Vince, una camisa de vestir sin corbata, una gabardina azabache. La mano derecha en el bolsillo derecho del abrigo.

—Ahora mismo estoy ocupado —dice Vince. No le gusta la precariedad que percibe en su voz, como si acabara de aprender el idioma.

Los separan cinco metros, la distancia misma lo dice todo: demasiado lejos como para tener una conversación amistosa.

—Será solo un momento —repone Len.

Aunque es Len el que habla, Vince se dirige al tipo nuevo.

—¿Qué tal si lo dejamos para mañana?

—No, creo que será mejor que lo hagamos esta noche —dice Len. El tipo nuevo sorbe por la nariz y le tiembla el labio superior. Los ojos se cierran y se abren en un gesto más lento y calculado que un parpadeo.

Vince mira de soslayo a Grebbe, que parece presentir que algo anda mal.

—Pero es que mi amigo… —empieza Vince.

—Que venga —dice Ray, sus primeras palabras. Da un paso adelante; la grava cruje bajo sus pies.

—No. —Vince no puede apartar la mirada del tipo nuevo—. Está bien. Iré solo. —Vince se vuelve hacia Grebbe. Puede sentir el sudor que le perla la línea del cabello—. Voy… ah… voy a dar una vuelta con estos muchachos. Sigue sin mí.

Grebbe no dice nada. Vince le da una palmada en el hombro y camina hacia Len. Ray retrocede un paso, pone una distancia de tres metros entre Vince y él, y sigue los pasos de Vince y Len mientras estos cruzan el aparcamiento en dirección al auto de Len, aparcado en un callejón.

—Será solo un momento —repite Len, e intenta sonreír—. No te preocupes.

Vince asiente sin decir nada. Tiene la boca seca. No ve a Ray, situado a su espalda, pero puede oír la grava que cruje bajo sus pies. Sus sombras se alargan ante ellos conforme se alejan de la farola.

—¿Se han dado bien las cartas esta noche? —pregunta Len.

—No he jugado —responde Vince. Hay algo distinto en Len, una confianza que antes no poseía, bravuconería.

—Lástima —dice Len. Cuando llegan al Cadillac, Vince siente la mano de Ray en el hombro, primero, luego en la cintura; un cacheo informal.

—Siéntate delante, jefe —dice Ray, como si hiciera falta que se lo dijeran a Vince. Vince no ha visto nunca esta parte, no en persona, pero se la ha imaginado, y es exactamente tal y como pensaba. Un puñado de esas sesenta personas que contó ayer habría oído lo mismo justo antes, «siéntate delante».

Cuando sube al coche, Vince mira hacia Grebbe, pero el candidato ya está en su camioneta. Ve cómo se aleja el vehículo rojo. La suerte está echada. Vince se sienta al lado de Len en el gran banco de vinilo. Ray está detrás de Vince, en la sombra. Se cierran las puertas. Len arranca el motor y se sopla las manos.

—Joder, qué rasca, ¿no? —Se sientan en la oscuridad.

—Mira, Len. Sea lo que sea…

—Ya te lo he dicho. Solo queremos hablar. No empieces a ponerte paranoico otra vez, Vince.

—Claro. Vale. —Vince mira alrededor del aparcamiento. Están en un callejón oscuro, unos cuarenta metros detrás del Foso, lejos de los demás coches. No hay nada alrededor del vehículo en diez metros a la redonda. Aunque consiguiera abrir la puerta, no podría andar más de tres metros antes de…

Len echa un vistazo al asiento de atrás.

—¿Lo ves, Ray, no te dije que Vince era un tipo legal? Es más legal que las Tablas de la Ley.

Ray no dice nada.

Vince mira directamente al frente.

—Más legal que un burofax.

Vince y Ray guardan silencio.

—Más legal que…

—¿De qué va todo esto? —Vince se gira y cruza la mirada de Ray.

Len vuelve a ponerse las gafas de aviador y mira por encima de la montura, con sus patillas apuntando hacia la barbilla.

—Muy bien, Vince. Yo te lo explico. Estás fuera.

Vince mira desde el asiento de atrás a Len.

—¿Fuera?

—Precisamente. Sé que me la has estado pegando. No me pagas la mitad que me corresponde. Corro con todos los riesgos. Es mi tienda de equipos de música.

—Pues pide más dinero —dice Vince—. Te daré más.

—No, ya es demasiado tarde para eso. Estás fuera. Y puedes salir de dos maneras. Una, la mía: págame lo que me debes por los diez últimos meses. Calculo que quince mil. Luego preséntame al cartero, dame las tarjetas de crédito que tengas en estos momentos y quedarás libre. Podrás irte. Dejar la ciudad o lo que sea.

También eso es típico. Dejar la ciudad. Y tiene gracia, además; uno se descubre queriendo creer: eso, le doy el dinero, le presento al cartero y me largo de la ciudad. Me dejarán salir de la ciudad. Solo que uno no es tan ingenuo. Uno ya no es ningún crío.

—¿Qué cartero? —pregunta Vince, con voz ronca—. ¿Qué dinero?

Len se frota el puente de la nariz.

—Maldita sea, Vince. No insultes mi inteligencia. Sé que tienes dinero guardado. Lo sé, coño. Es imposible que te hayas fundido toda la pasta que hemos estado haciendo con esto. Así que venga. Te he dicho que había dos maneras. La manera de Ray no te hará gracia. Créeme…

Vince cruza la mirada con Ray en el retrovisor y ve que él tampoco está escuchando a Len. Sus ojos dicen que esto no tiene nada que ver con Len, que esto es entre ellos dos. Es entonces cuando Vince repara en un coche que acelera en la calle. Mira al otro lado de Len y ve una camioneta que avanza amenazadora por la calle transversal, por el lado del conductor del coche. A tres metros de distancia la camioneta para, se abre una puerta, las luces largas se encienden a la altura de los ojos y la radio brama: «I believe in miracles! Since ya came along, you sexy thing!». Los tres hombres pegan un bote, se tapan los ojos instintivamente y se vuelven hacia las luces de la camioneta.

—¿Pero qué…? —empieza Len.

Ray habla desde el asiento de atrás:

—Esto, Len…

Una luz golpea la ventanilla de Ray con un chasquido de metal contra cristal. Mientras estaban distraídos con las luces largas por el lado del conductor, Aaron Grebbe se ha apeado de la camioneta y ha dado la vuelta al coche de Lenny hasta el lado del copiloto. Allí se presenta con el rostro congestionado y empapado de sudor, tras el largo y esbelto cañón de un rifle del calibre 22 con el que apunta al asiento de atrás, entre las grandes cejas de Ray.

—Calma, jefe —dije Ray—. Tranquilo. —Vince oye un golpe cuando algo cae al suelo detrás de él y Ray levanta las manos para mostrar que están vacías—. No pasa nada —le dice a su ventanilla cerrada—. Deja de temblar antes de que lastimes a alguien. —Luego, para Vince—: ¿Tu amiguito sabe usar ese chisme?

—Eso parece. —Vince abre la puerta del coche y sale. Le cuesta creer lo bien que sabe el aire frío en su garganta. Lo devora. Grebbe tiene la mirada fija al final del cañón del rifle, los pies separados a la altura de los hombros, como quien ha aprendido a disparar en el ejército. Las manos firmes. Se enjuga el sudor de la frente en el hombro sin apartar la mirada de Ray en el asiento trasero, iluminado por los potentes faros de la camioneta de Grebbe.

—Abre las ventanillas —le dice Grebbe a Len. Las cuatro ventanillas se bajan—. Ahora apaga el motor. —El motor enmudece—. Ahora tírame las llaves.

Len tira las llaves por la ventanilla abierta y pegan en el suelo a los pies de Grebbe. Vince mira al asiento trasero y ve los ojos negros de Ray vigilando atentamente a Grebbe, esperando a que se agache a recoger las llaves. No lo hace. Su barbilla se queda encima de la culata del rifle.

—Vince —dice, pero Vince ya se ha agachado a coger las llaves de Len. Las arroja al descampado. Tintinean entre la hierba.

Grebbe hace un gesto con el arma.

—Ahora sacad las manos por las ventanillas. Los dos. Todo lo que podáis.

Lo hacen, los brazos asoman por las ventanillas hasta los codos. Grebbe respira a bocanadas profundas.

—Vale. Dejad las manos así. —Mira a Vince de reojo y empieza a retroceder hacia la camioneta, manteniendo el rifle enfrente de él—. Larguémonos de aquí antes de que me mee en los pantalones.

Vince solo tarda un minuto en convencer a Grebbe para que no acuda a la policía. («¿En serio quieres presentarte allí y explicarles qué estabas haciendo codeándote con apostadores y putas a las tres de la mañana? ¿Y por qué has apuntado con un rifle a alguien que va a declarar que no estaba armado? ¿De verdad quieres hacer esto a cinco días de las elecciones?»). Cuando Grebbe da por fin su brazo a torcer, Vince se reclina en el asiento de la camioneta y se masajea las sienes, intentando decidir qué hacer a continuación.

—No quiero saber qué haces para ganarte la vida, ¿verdad, Vince?

—Hago rosquillas.

Grebbe conduce por carreteras secundarias, acariciándose el mentón.

—¿Sabes cuál ha sido la parte más rara?

—¿Cuál?

—Las ganas que tenía de disparar a ese tipo. —Grebbe le lanza una mirada—. ¿Quién era?

—No lo sé —dice Vince—. Lo único que sé es que no es de por aquí.

—Me pareció que te cacheaba…

Vince mira al rifle que está detrás del banco; unas pelotas de tenis encajadas en el marco evitan que se menee.

—¿Eres cazador, entonces?

—La verdad es que no. Habré salido a disparar aves un par de veces.

—¿Podrías haberlo hecho?

Grebbe vuelve a mirar a la carretera.

—Si me lo hubieras preguntado antes, te habría dicho que no. Pero… sí, podría haberlo hecho. Quería hacerlo.

—¿En Vietnam? ¿Alguna vez…?

—Es distinto. Vigilas una línea de árboles, un penacho de humo, una elevación del terreno. Disparas contra movimientos más que contra personas. Solo estuve en un tiroteo una vez… y fue un caos, las balas llovían de todas partes, por detrás, por delante. Estelas y humo. No tienes la impresión de estar disparando contra nadie, es solo como si estuvieras contribuyendo, como si estuvieras… escupiendo en medio de un chaparrón. La gente cae, pero no parece que sea culpa de nadie. Es como si estuvierais todos en el mismo saco, todo el mundo cobijándose de la misma lluvia. —Sacude la cabeza y sale de su ensimismamiento—. ¿Y tú? ¿Alguna vez…?

—No —dice Vince—. Nunca.

Vuelven a conducir en silencio, con Vince mirando por la ventanilla del copiloto. No puede ir a casa, de modo que le ha pedido a Grebbe que lo lleve al apartamento de Beth en el barrio de West Central, a escasos minutos del centro. Conducen callados, con Grebbe frotándose la cabeza cada pocos minutos. Aparcan delante del edificio de Beth y Grebbe se ríe.

—Tengo el espantoso presentimiento de que mañana voy a despertarme y darme cuenta de que ese ha sido el último discurso que daré nunca. —Sonríe—. Para una sala llena de facinerosos.

—Lástima —dice Vince—. Tenías a los chicos en el bote. —Mira a Grebbe a la cara—. ¿Por qué lo haces? Presentarte al cargo.

Grebbe mira por la ventanilla.

—Estoy seguro de que es más que nada por ego. ¿Pero sabes una cosa? Creo realmente en esto. Sonará ñoño, pero a veces me levanto por la mañana y no puedo esperar a empezar a arreglar las cosas que creo que están estropeadas… como hacer un zoológico mejor. Probablemente te parecerá una estupidez, ¿pero sabes qué? Un puñetero zoológico mejor es un puñetero zoológico mejor.

Vince sonríe y saca su cartera. Le entrega a Grebbe su flamante registro de votante nuevo. El candidato lo lee, le da la vuelta y se lo devuelve.

—Bueno —dice Vince—, tienes mi voto.

—¿Sí? —Grebbe intenta sonreír—. Lo he sudado.

Llama suavemente, con el nudillo del dedo corazón. El apartamento de Beth está al pie de una escalera de hierro forjado, en el sótano de un edificio de ladrillo de cinco plantas. La puerta se abre una rendija. Beth sonríe al suelo.

—Eh.

—Te he despertado.

—No. —Abre más la puerta. Lleva puesta una camiseta blanca larga y unos pantalones de pijama a cuadros. Tiene el pelo recogido en una coleta. Las uñas de los pies pintadas de rojo.

Vince la sigue adentro. Beth vive en un apartamento de un solo dormitorio, pero este lo ocupa su madre, así que Beth y el pequeño Kenyon, de un año, duermen en la sala de estar, con Beth en el sofá cama. Kenyon está dormido ahora, con su pijama con pies, echado en un parque con un perro de peluche y una pelota de baloncesto de gomaespuma. Hay una taza de té encima de la mesa, junto a un folleto: «Sácale partido a tu hogar».

Vince mira al niño, tranquilamente dormido, con un ricito negro en la coronilla.

—Está grande.

—Percentil de talla setenta y cinco.

—¿Puedo usar el teléfono, Beth?

Beth coge el té y Vince la sigue hasta la cocina. Beth señala un teléfono de pared al lado del frigorífico y se sienta a la mesa de la cocina. Vince marca el número de la tienda de rosquillas, aunque sabe que Tic no cogería nunca el teléfono.

—Vamos, descuelga, Tic. Solo esta vez. —Cuelga y marca de nuevo. Nada. Tendrá que bajar allí.

Luego prueba la casa de Doug. No hay respuesta. Vuelve a intentarlo. No hay respuesta. Mira el reloj. Las cuatro de la mañana. Es imposible que Doug esté trabajando. Aun así, marca el número de Doug. Pasaportes, Fotografías y Souvenirs. Nada.

Vince cuelga. Beth lo mira fijamente desde la mesa de la cocina, acabándose un cigarro.

—¿Va todo bien, Vince? —Le ofrece el pitillo.

A Vince no le gusta el tono forzado de su risa.

—¿Tienes…? —Se alborota el cabello—. ¿Tienes una guía telefónica, Beth? —Coge el cigarro, le da una calada.

Beth trae el listín y Vince busca la empresa de taxis. El transportista dice que los dos coches han salido, pero habrá uno disponible aproximadamente dentro de media hora.

Vince cuelga. Los dos coches. Puta ciudad. Menea la cabeza y se sienta a la mesa. Beth le trae un vaso de agua.

—¿Te pasa algo, Vince?

Vince apura el vaso y mira a Beth, sus grandes ojos redondos y sus rasgos delicados.

—Mira, siento lo de antes. Quería acompañarte a casa…

Beth contempla su vaso de agua.

—No es nada. Estaba cansada, y parecías estar divirtiéndote.

—Aun así, te podría haber acompañado.

—No quería que lo hicieras. Tenía miedo de que intentaras pagarme.

Vince no dice nada.

—Y es que… le dije a todo el mundo que era una cita normal.

—Era una cita normal.

—No. —Beth se aparta un mechón de pelo de los ojos—. No, no lo era. Puede que no fuera lo otro, pero tampoco era una cita. ¿Sabes cuándo me di cuenta?

—Beth…

—Cuando vi a esa chica. ¿La rubia?

—Beth…

—No te culpo. Es guapa.

—Beth, no hay nada entre nosotros.

Beth asiente con la cabeza.

—Se está tirando a ese tipo casado. El político. No, fue más bien el modo en que la mirabas…

—Beth…

—Comprendí… que a mí no podrías mirarme nunca de esa manera.

—Escucha, Beth…

—No, lo entiendo. Yo nunca podría ser alguien a quien quisieras así. ¿Recuerdas lo que dijiste anoche? ¿Qué está bien aspirar a algo mejor? Bueno, pues yo nunca podría ser algo mejor para ti.

—Escúchame, Beth —dice Vince—. Voy a abandonar la ciudad una temporada.

Los ojos de Beth son lo único que se mueve.

—¿Cuándo? —pregunta. Vince se siente desarmado por su pragmatismo. No es que no le importe, es solo que los dos son de esa clase de personas (sentados en el apartamento de su madre a las cuatro de la mañana) que ni siquiera parpadean ante la desilusión, la esperan.

—Ahora. Hoy.

El mechón de pelo vuelve a caer sobre los ojos de Beth.

—¿Volverás?

Vince estira el brazo para retirarle el cabello y Beth le deja, mirando atentamente mientras sus dedos le acarician la sien.

—No lo sé.

Beth rehúye sus dedos.

—Te perderás la venta de la casa. —Luego, antes de que Vince pueda decir nada—: Está bien. —Recoge los platos, sonríe y, con una voz preñada de desilusiones, la voz de las putas agentes inmobiliarias y los reposteros delincuentes, añade—: En fin, tendrás que venir a la próxima.

Vince le pide al taxista que lo lleve frente al Foso de Sam. El Cadillac de Len se ha ido. A continuación el taxi se pasea por la manzana que hay detrás de su casa y, cómo no, Vince divisa el Cadillac entre los árboles y los edificios, aparcado en su camino de entrada. El taxista espera calle abajo mientras Vince camina furtivamente pegado a los setos de su vecindario. Puede ver sombras tras las persianas de su ventana, alguien que revuelve la ropa en su armario, otra figura que levanta el colchón. Vince regresa al coche y le encarga al taxista que lo deje a dos manzanas de la tienda de rosquillas. Ya son más de las cinco, la mañana se arrastra hacia la luz. Cruza el callejón y no ve nada. En Rosquilla Te Da Hambre, Vince se asoma al ventanuco de la puerta de atrás. Tic ha terminado ya los preparativos y está sentado en una mesa, hablando solo, con los brazos a los lados, como si no supiera qué hacer a continuación. Vince abre la puerta y entra en la cocina. Tic está de espaldas a él. Vince se da cuenta de que es la primera vez que ve a Tic inactivo.

El joven levanta la cabeza, aliviado.

—¡Míster Vince! No estaba usted aquí y… no podía hacer las barritas de jarabe de arce y… no… no sé…

A Vince se le ocurre que en los dos años transcurridos desde que completara su formación como repostero, no ha faltado ni un solo día a Rosquilla Te Da Hambre, de lunes a sábado, durante dos años. Supuestamente debía enseñar a Tic a trabajar por su cuenta un día a la semana, pero Vince nunca pensó que el chaval estuviera preparado. De modo que seis días a la semana, seis horas al día, durante cerca de dos años, había trabajado hasta el último minuto de sus turnos. Cuando los propietarios lo contrataron, mencionaron algo acerca de unas vacaciones, pero Vince nunca se las ha cogido. ¿Adónde iría?

Tic se pone de pie.

—Podemos hacer las barritas de arce ahora, ¿eh?

—No —dice Vince—. Hoy no puedo trabajar. Lo siento, Tic. Tengo que salir de la ciudad. Tengo un… entierro.

—Lástima. ¿Se ha muerto alguien?

Vince se acerca al trastero, lo abre y pone el cubo de la fregona del revés.

—Generalmente para eso son los entierros, Tic. —Se sube al cubo y desliza una baldosa del techo del trastero. De ahí, saca una llave y un sobre de papel manila vacío—. Espera aquí. Tengo que ir abajo.

Hay una trampilla en la parte de atrás. Vince desciende por una escalera hasta un lugar cerrado y oscuro, a caballo entre un sótano y un zulo. Tira de una cuerda y una bombilla solitaria ilumina el suelo de tierra y las paredes de los cimientos. El suelo está atestado de trampas para ratones, sacos de cemento y botes de café viejos, y en la esquina más alejada hay un montón de latas de aceite vacías, cajas de harina y bolsas de azúcar. Vince aparta la basura hasta encontrar un antiguo depósito de carbón, lo abre, mete el brazo hacia arriba y extrae una caja metálica del tamaño de una caja de zapatos pequeña, cerrada con un candado. Mira por encima del hombro y abre la cerradura con la llave. A lo largo de la caja se apilan billetes de cincuenta atravesados. Hace tiempo que no los cuenta… ¿A quién quiere engañar?: 30 550 dólares; lleva la cuenta de memoria. Saca un puñado de billetes y empieza a contar, los ordena en pilas de veinte, las sujeta con gomas, cuenta diez de las pilas y guarda el dinero (10 000 dólares) en el sobre de papel manila, que se guarda en la cintura. A continuación coge otros diez billetes de cincuenta y se los mete en el bolsillo. Cierra la caja, la guarda otra vez en la carbonera y cubre de nuevo el agujero con bolsas vacías. Arriba, Tic está en la cocina, justo donde Vince lo dejó, mirando fijamente las bolas de masa y los cuencos para mezclar el azúcar glasé.

—Escucha —dice Vince, y se acerca a la cara de Tic—. Esto es importante. Hoy tendréis que hacer las rosquillas vosotros solos. Nancy y tú. Llegará dentro de unos minutos. Podéis hacerlo, ¿verdad?

Tic asiente con la cabeza.

—Más tarde vendrán unos tipos —continúa Vince— buscándome. No mientas. Diles que he estado aquí, pero que me fui. No te hagas el listo con esta gente. No les cuentes historias. Sé claro. «Vince estuvo aquí. Se marchó. No sé adónde ha ido».

—No te preocupes. —Tic empieza a agitar la cabeza—. Como esos cabrones intenten pararme, tío… Retraeré las pelotas en el torso y les daré una clase de taekwondo en sus culos de macarras…

—No. Tic. Escúchame. Necesito que te concentres. Nada de taekwondo, nada de conspiraciones, nada de pelotas. Te tienes que concentrar.

Tic se tranquiliza y asiente con entusiasmo.

—Claro. Me portaré bien.

—Sé que lo harás —dice Vince, y le da una palmadita en el hombro al muchacho—. Mira, necesito que hagas otra cosa por mí. —Vince se saca el último fajo de billetes de cincuenta de la cintura y quita dos—. Esto es para ti.

—¡No jodas!

—Y esto —le da a Tic los otros ocho billetes de cincuenta, cuatrocientos pavos— es para una amiga mía. —Vince anota la dirección—. Se llama Beth Sherman. Llévale este dinero. ¿Vale? Pero no puedes decírselo a nadie.

Se acerca a la puerta de atrás, asoma la cabeza y mira a ambos lados.

—¿Piensa volver, míster Vince?

—Claro —dice Vince. Luego mira por encima del hombro y sale al callejón.

La falta de sueño no debería ser tan potente. No posee ninguna cualidad propia; es un mero agujero, una ausencia, como la falta de sexo, o agua, o cualquier otra carencia. Por callejuelas y callejones, Vince avanza parapetándose tras los coches, parándose a mirar a uno y otro lado en todas las intersecciones. Desearía poder detenerse y cerrar los ojos. Dormir. Tan solo un minuto. Contempla los pantalones negros y la camisa con botones rojos con que salió anoche. Las matemáticas se le resisten más de lo normal. Veamos: la última vez que te fuiste a la cama fue el martes por la noche, después del debate presidencial. Te despertaste el miércoles a las dos. Ahora son… las 6:40 del jueves por la mañana. Llevas sin dormir veintisiete horas seguidas.

Lo ha hecho miles de veces, pasar uno o dos días sin pegar ojo. ¿Entonces por qué está tan cansado? El subidón y el bajón de adrenalina. ¿O se trata de algo más? Vince piensa en las palabras de Beth, el engaño forzado en su voz («Tendrás que venir a la próxima») y abre y cierra los párpados de golpe mientras cruza el callejón que hay detrás de Sprague Avenue. Por fin sale a Sprague y se detiene en seco ante lo que ve en el aparcamiento de Doug. Pasaportes, Fotografías y Souvenirs: dos coches patrulla de la policía y dos vehículos de detectives, cinta de plástico policial estirada frente a la fachada del establecimiento. Se acerca sigilosamente y cruza la cinta para echar un vistazo a la actividad tras el escaparate de cristal cilindrado. Dos detectives gesticulan con manos enguantadas. Vince se inclina apoyándose en el frío maletero de un coche patrulla.

La puerta del vehículo se abre.

—¿Regresamos a la escena del crimen?

Vince endereza la espalda. Del coche patrulla sale un joven escuálido (de unos veintitantos, apostaría) vestido con chaqueta y corbata, sosteniendo un vaso de plástico lleno de café. Las cuentas salen solas: policía. Ropa de paisano. Detective. El pelo le ralea un poco en la coronilla, pero lo tiene poblado en la nuca. Se le riza en el cuello. Luce una sonrisa amigable, bordeando la socarronería.

—¿Cómo dice?

El detective masca su chicle.

—Ya sabe, el viejo proverbio: «El criminal siempre regresa a la escena del crimen». ¿No le parece una estupidez? Me cuesta imaginar que pase algo así. ¿Por qué querría volver? ¿Nostalgia?

—No lo sé, supongo.

—Bueno, ¿y usted?

—¿Y yo…?

—Si hubiera asesinado usted anoche al dueño de este local, ¿regresaría aquí por la mañana? Sé que yo no lo haría.

Vince puede sentir la mirada del joven policía sobre él y procura no mostrar ninguna reacción, ni dolor ni sorpresa, ni falta de dolor ni falta de sorpresa, al oír que han matado a Doug. Empero, Vince se acuerda de Ray en el asiento de atrás y ahora sabe qué iba a ocurrirle anoche. También lo asalta otra idea: Doug está muerto. Por culpa de Vince. Se siente mal por el hombre, al tiempo que su mente calcula al instante: sesenta y uno. Vince se siente atrapado por la expresión de su propio rostro; ponte triste y este policía te preguntará si conocías a Doug, no muestres sorpresa y será porque lo asesinaste tú. Intenta parecer preocupado pero tranquilo, como quien se preocupa por un crimen cometido en su vecindario.

—A lo mejor volvería si se me hubiera olvidado algo.

El joven policía se lo queda mirando fijamente un momento, antes de asentir con admiración.

—Ya veo, eso no se me había ocurrido. Digamos que se fue usted a casa y se dio cuenta de que le faltaba un guante. Le preocupó habérselo dejado al lado del cadáver. Podría venir temprano, pensando que la policía no habría encontrado aún el cuerpo, para así poder recuperar el guante.

—Sí, algo así.

—Joder. Se me tendría que haber ocurrido. —El policía se ríe, admirado—. Supongo que por eso estoy aquí fuera en vez de dentro con los chicos listos, ¿eh?

—No sabría decirle.

El policía se encoge de hombros y sus risueños ojos verdes centellean.

—Me han relevado temporalmente de la patrulla. Un par de detectives se ganaron el traslado por aceptar menús gratis en un restaurante donde se juega con apuestas. Los jefazos no pueden cubrir sus plazas en tres meses, así que aquí estoy… comprando cafés. —Extiende la mano—. Alan Dupree.

Vince se la estrecha.

—Entonces, ¿conocía usted a la víctima? Este tipo… —Mira el letrero—. ¿Doug?

—No. —Vince ya se siente más cómodo mintiendo a este detective novato—. Pasaba por aquí y vi los coches de la policía.

Dupree asiente.

—Las siete menos cuarto. Debe de ser usted el mirón más madrugador que me echado nunca a la cara, señor…

—Iba camino de desayunar.

—¿Sí? ¿Adónde iba?

—A Chet.

—Ah, al centro. Ya, he visto ese sitio, pero no he entrado nunca. ¿Tienen ahí croquetas o patatas fritas?

—Sabe, no estoy seguro.

Dupree se ríe.

—Es un buen paseo para no saber ni siquiera qué clase de patatas van a ponerle, señor…

—Me gustan todas por igual. —Vince vuelve a mirar adentro, a los detectives veteranos, que gesticulan detrás del mostrador, seguramente hacia el cadáver de Doug—. ¿Qué es lo que ha pasado, entonces?

—¿Ahí dentro? Ni idea. Los chicos creen que se trata de un robo. —Dupree toma un sorbo de café.

—¿Y usted no?

—Han robado cosas, ya lo creo. Pero no lo mataron por eso.

—¿A qué se refiere?

—Bueno, el tipo cierra la tienda todos los días a las seis en punto, ¿no? Pero calculamos que el tiroteo se produjo entre la medianoche y las cuatro de la mañana. ¿A quién se le ocurre atracar a un tipo seis horas después de cuando cierra normalmente la tienda?

—A lo mejor fue algo espontáneo —sugiere Vince—. Quizá sorprendió al ladrón.

—Es posible. —Alan Dupree bebe su café—. Pero si usted fuera un ladrón, ¿cree que conseguiría algo en una tienda de fotos para el carné? ¿Después de la hora del cierre? No hay efectivo. No hay equipos de música. ¿Entonces qué? ¿Pasaba por aquí con el coche y se le ocurrió: «Guay, vamos a robar un carné falso»? No tiene sentido. A menos que Doug estuviera metido en algo más… algo que no anuncia el letrero. ¿Entiende lo que le digo?

Vince no dice nada.

—No, le diré lo que yo creo —dice Dupree—. Entre usted y yo. —Se apoya en el capó de uno de los coches patrulla y empieza a echarse el aliento en las manos heladas—. Creo que Doug se reunió con alguien aquí a medianoche. Y quienquiera que fuese, Doug lo conocía. Confiaba en él. Un amigo. O un socio. Alguien con quien trabajaba… y seguramente no haciendo pasaportes.

—¿Por qué a medianoche?

—Es la última vez que lo vieron con vida. Su mujer dice que salió de casa a las doce menos diez.

Vince se queda mirando fijamente el rostro del joven policía, que quizá no sea tan joven. Jesús. El tipo está jugando con él. Todo este tiempo, el muy cabrón ha estado interrogándolo. Sin un abogado. «Volvería usted… conocía a este tipo… el mirón más madrugador que me he echado a la cara… un buen paseo para no saber ni siquiera qué clase de patatas van a ponerle… su mujer dice que salió de casa a las doce menos diez».

Porque la cuestión es que Doug no estaba casado. Ah, joder. Vince recuerda aquella vez en que se vio encerrado en un patio con un dóberman. Muévete despacio. Que no cunda el pánico. Pone el gesto serio y menea la cabeza, apesadumbrado.

—Qué pena. ¿Tenía hijos?

—Cuatro. —Dupree también menea tristemente la cabeza.

—No. —Vince se tapa la boca y sacude la cabeza—. ¡Cuatro! Dios, qué tragedia.

Dupree se endereza del coche en que estaba apoyado. Vince traga saliva. La ha cagado del todo. Había dicho que no conocía a Doug. Y ahora está aquí plantado con diez de los grandes en el bolsillo, enfrente del negocio que utilizaba para falsificar tarjetas de crédito, el día en que han asesinado al propietario de dicho negocio.

Dupree parece dispuesto a preguntar algo más cuando la puerta de la tienda de fotografías se abre y se asoma un policía alto y pálido, mayor, con bigote de morsa y guantes de goma.

—¡Dupree! ¿Qué cojones haces ahí fuera?

Dupree se da la vuelta.

El policía alto sale con una ceñida chaqueta de pana con coderas; parece un profesor de filosofía hinchado.

—¿Dónde está mi café?

—Estaba… interrogando a este testigo —dice Dupree.

Ante la mención de la palabra «testigo», la morsa masculla para sus adentros y sale a la calle.

—Hace un frío que pela aquí fuera. —El policía veterano camina directamente hacia Vince y se detiene a escasos centímetros de su cara. El hombre es grande, debe de medir más de un metro noventa de alto. Tiene los brazos embutidos en las mangas de su abrigo. Tiene restos de comida (¿huevo?) en el bigote—. ¿Por qué no me dice lo que ha visto, señor…?

—Nada —responde Vince, casi con demasiada vehemencia. Alterna la mirada entre un policía y otro—. No he visto nada. Como ya le he dicho al agente Dupree, iba a desayunar y he visto los coches patrulla. No sé nada de todo esto.

—Ajá. —El bigotes continúa mirando fijamente a Vince un momento, antes de sonrojarse y encararse con Dupree—. Nos gusta que nuestros testigos hayan visto algo, Dupree.

El joven policía sonríe como quien está acostumbrado a salir de cualquier apuro a base de encanto.

—Ya, no habíamos llegado a esa parte.

Phelps gira su cuello de toro y sonríe a Vince.

—El agente Dupree es un tanto excitable. Disculpe si le ha hecho perder el tiempo.

—No pasa nada. —Vince empieza a retirarse.

Dupree abre la boca para rechistar, pero el bigotes se le echa encima.

—¿Dónde cojones está ese café, novato?

Dupree mira otra vez a Vince, mete un brazo en el coche, coge otro vaso de café y se lo pasa a Phelps. Vince se da media vuelta y empieza a caminar.

Ha dado diez pasos cuando oye a Dupree, que le dice:

—Que le aprovechen las croquetas, señor…

Vince responde por encima del hombro:

—Gracias.

La oficina de Pan Am del centro de la ciudad abre a las nueve en punto, y el primer cliente en cruzar la puerta es un tipo alto y delgado vestido con unos pantalones negros y una camisa roja, con el cabello castaño cortado a cepillo en la barbería de la acera de enfrente. Se pasa los dedos por los pelillos de la nuca; no logra recordar cuándo fue la última vez que tuvo el pelo tan corto.

La empleada tiene problemas para satisfacer las necesidades de viaje de Vince. Necesita irse hoy, pero tiene algunos asuntos pendientes, de modo que quiere salir por la tarde.

—Lo mejor sería que esperara a mañana por la mañana —dice la empleada, encogiéndose de hombros en su camisa de poliéster color huevo de petirrojo de Pan Am—. Así no hará falta que pase la noche en ninguna parte.

—No —dice Vince—. Tengo que partir hoy.

Mientras la empleada usa el teléfono, Vince se sacude unos pelillos castaños de la camisa. Tras algunos intentos, lo consiguen: un vuelo a las cuatro y media de la tarde hasta Seattle, seguido otro vuelo a las seis y veinte hasta O’Hare. Pernoctará allí y cogerá un avión temprano a la mañana siguiente. Vince paga en efectivo, llama a un taxi y espera dentro hasta que llega.

—Gracias por viajar con Pan Am —dice la empleada mientras Vince sale por la puerta—. Que disfrute de una estancia agradable en Nueva York.

Vince se sienta en el restaurante de Chet, con dos pilas de monedas de veinticinco, un bolígrafo y una libreta. Se acaba el café, mira alrededor con cuidado, coge uno de los montones y se dirige a la cabina. Introduce las monedas de una en una y empieza a marcar de memoria.

—Banks, Murrow, DeVries. —Una secretaria.

Vince sonríe. Escribe en la hoja de papel: «socio». Benny convertido en socio. Hay que joderse.

—Con Benny DeVries, por favor.

—Veré si está dentro.

Se transfiere la llamada.

—Benny DeVries al habla.

Vince se siente reconfortado por la ráfaga de palabras. Benny le dijo una vez que hablaba rápido a propósito, para ofrecerles a sus clientes un trato justo: «recargo por sílabas».

—Busco un abogado que represente a gánsteres reformados.

Benny DeVries se queda inusitadamente callado.

—¿Con quién hablo?

—¿No sabes quién soy?

Nada.

—¿Representas a tantos mejores amigos que no sabes llevar la cuenta?

—¿Marty? ¿Eres…?

Su antiguo nombre suena tan raro que hace que Vince dude.

—Sí.

—¡Marty! ¡No jodas! ¿Cómo coño… dónde estás?

Vince mira alrededor de la tranquila cafetería.

—Ni te lo imaginas.

—¿Estás de coña? ¿Qué tal te tratan los federales?

—A cuerpo de rey.

—¿Evitas meterte en líos?

—Lo de siempre. Tengo mis cosillas.

—¿Has vuelto a lo de las tarjetas de crédito?

—Sí.

—El viejo Hombre de Plástico.

—Ya veo que has conseguido estampar tu nombre en la puerta.

Benny se ríe.

—Sí. Hace un par de meses. ¿Te lo puedes creer? Encargarse de casos criminales sonados tiene su lado bueno, consigues que tu nombre aparezca en los periódicos.

—Escucha, Benny. Tengo que preguntarte algo importante. ¿Has oído algo? ¿Sobre mí? A lo mejor alguien sabe dónde estoy y quiere cobrar el dinero que le debo.

—¿Cómo quién?

—No lo sé. Por eso llamaba. Se me ocurrió que tal vez tú pudieras mover algunos hilos, a ver si alguien ha estado preguntando por mí.

—Dios, no sabría por dónde empezar. La gente contra la que testificaste… no queda nadie. Ya te enteraste de lo de Bailey y Crappo, pobres cabrones. Y Coletti… anda por alguna parte meando en una bolsa. Ahora vive en Bay Ridge, en el antiguo apartamento de su hijo.

Vince anota «Bay Ridge» en la página de la libreta.

—La vieja guardia está muerta o finiquitada, Marty. Los que mandan ahora son estos tipos nuevos que van de punta en blanco y han aprendido lo que saben viendo películas. ¿Quieres que te diga la verdad? Probablemente podrías darle a Mulberry por detrás con los pantalones por los tobillos y nadie pestañearía siquiera.

Vince se mordisquea la uña del pulgar. No tiene sentido. Alguien ha enviado a este tipo a Spokane.

—¿Qué tal está Tina? —pregunta.

—¿A qué te refieres?

—Me refiero a qué tal está Tina. ¿Pregunta por mí?

Benny se queda callado un momento.

—Ya sabes que se casó, ¿no, Marty?

Vince mira fijamente por la ventana. Escribe en la hoja: «casada».

—¿Estás ahí?

—Aquí estoy.

—Han pasado tres años, Marty. La gente sigue su camino.

—¿Cómo es? —pregunta Vince.

—¿Su marido? Es buen tipo. Limpio. Jugaba en nuestro equipo de béisbol. Así lo conoció. Llegamos a los distritos. Casi ganamos todo el asunto.

—¿Qué hace?

—Juega en la banda.

—No, capullo. ¿Cómo se gana la vida?

—Ah. Es controlador aéreo en Kennedy.

Vince se aparta el auricular de la oreja por unos segundos.

—Mira, Benny. Hay un tipo de Filadelfia… Ray algo. Fuerte, pelo negro. De alquiler, realmente duro de roer. Lo contrataron para cargarse a Jimmy Plums a cuenta de unas tragaperras de Queens. ¿Te acuerdas de él?

—Marty. Ahora me ocupo de cinco o seis casos criminales al mes. No puedo llevar la cuenta de toda esta gente. Ni siquiera soy capaz de recordar quiénes me deben dinero.

—No, te acordarías de este. Es un auténtico callo. Tiene las cejas grandes y negras como dos orugas chifladas. Llama «jefe» a todo el mundo.

—¿Por qué es tan importante este tipo?

—Porque… —Vince mira alrededor del restaurante—. Está aquí.

—¿Qué quieres decir?

—Se ha presentado en mi ciudad. Anoche intentó llevarme a dar un paseíto.

—¿Hay un asesino de alquiler ahí? ¿Estás seguro?

—Sí. Estoy seguro.

—¿Qué quiere de ti?

—¿Tú qué crees? ¿Mi amistad?

—Dios. ¿Estás seguro?

—¡Benny! ¡Ese tipo me llevó a dar una vuelta en coche!

—Vale. Está bien, preguntaré por ahí, a ver quién ha contratado a este tipo.

—¿Cómo se llama?

—¿Cómo se llama quién?

—El marido de Tina. Tu cuñado.

—Ah. Jerry. Se llama Jerry.

Vince anota en la página: «Jerry».

—¿Su apellido?

—Venga ya. No lo hagas, Marty.

—Tú dime nada más cómo se apellida.

Suspiro.

—McGrath. Jerry y Tina McGrath.

Vince escribe «Tina McGrath» en la página.

—¿Viven todavía en el barrio?

—No. Se han mudado a Long Island.

Vince apunta «Long Island» en la hoja.

—Gracias, Benny.

—Mira, Marty…

—Hablaré pronto contigo, compañero. —Vince cuelga. Mira fijamente la página del cuaderno: «Socio. Bay Ridge. Casada. Jerry. Tina McGrath. Long Island». No es exactamente la información que estaba buscando… o quizá sí. Vince arruga la hoja, vuelve a su mesa y mete la pelota de papel en la taza de café vacía. Echa un vistazo al otro montoncito de monedas de veinticinco que hay encima de la mesa, y sabe que no le harán falta.

Vince se cuela en el patio trasero de un vecino, escala la verja y se deja caer por el hueco de la ventana detrás de su casa. Una vez seguro de que está vacía, Vince usa el codo para romper la ventana, barre los cristales con el pie y entra en su sótano. Pisa la lavadora y baja de un salto, sube las escaleras y sale a la cocina…, al menos, a lo que queda de ella.

Se han ensañado con el lugar, abriendo de par en par los armarios y tirando la comida por todas partes. Su caja de hierba ha desaparecido de debajo del fregadero. Se lo esperaba. Hay ceniza volcánica por todos lados. Entra en la sala de estar: revistas y periódicos desperdigados por doquier. Incluso han abierto la tapa del televisor. Por eso guarda el dinero en la tienda de rosquillas, y por eso guarda el nombre del cartero, su dirección y su número de teléfono en la cabeza. En el dormitorio la ropa de Vince lo cubre todo, han volcado la cama, limpiado la mesita de noche. Vince le da la vuelta a la mesa. Hay una carta raída pegada al fondo. Hasta el último rastro de información del sobre ha sido eliminado por un censor del FBI, a excepción del nombre del remitente: «Tina DeVries». Vince siempre ha querido responder a esa carta, pero no sabía qué decir. La deja encima de la mesita y se sienta en la cama, mirando a las pilas de ropa de alrededor.

Al final se pone de pie y empieza a hacer el petate. Está cerrando la cremallera de la bolsa cuando suena el timbre de la puerta. Jesús. Menudo día. Mira a su alrededor. Coge el sobre de papel manila con los diez de los grandes y lo guarda en el petate. A continuación busca la estrecha sección de tubería de veinticinco centímetros que usó para asustar al pobre chaval del Impala. Se asoma a la ventana de delante y ve una mujer alta en la puerta, con un puñado de panfletos y una chapa en la que pone: «Anderson para presidente».

Vince abre la puerta una rendija. La mujer luce un aspecto profesional, alta y rubia, con grandes gafas redondas y dientes de caballo.

—Hola, señor. Shirley Stafford. Estoy haciendo campaña por John Anderson para presidente. Me preguntaba si podría hablar con usted.

—Tengo un poco de prisa.

—Lo entiendo. ¿Está usted afiliado a alguno de los dos partidos políticos principales, señor…?

—Camden. No, no estoy afiliado a ningún partido.

—¿Está usted registrado como votante, señor Camden?

—Sí.

—¿Se definiría usted como indeciso en estos momentos?

Vince abre más la puerta.

—A decir verdad, sí que estoy indeciso.

—Señor Camden, ¿diría usted que los republicanos y los demócratas dominan por completo el proceso político de este país?

—Bueno…

La mujer sigue hablando.

—Al dejar a John Anderson fuera del debate esta semana, a pesar de que su porcentaje de apoyo se cuenta en cifras de dos dígitos, Carter y Reagan han demostrado sin proponérselo cuánto necesitamos a alguien como John Anderson. Señor Camden, nuestro sistema está cerrado a la verdadera disensión política. Y John Anderson cree…

—Pero no puede ganar.

—¿Disculpe?

—Bueno, ¿qué tiene, un diez por ciento, a cuatro días de las elecciones? No entiendo por qué sigue usted ahí, haciendo esto.

—Bueno… John Anderson tiene la posibilidad de alcanzar el porcentaje más elevado del candidato de un tercer partido desde…

—Pero no puede ganar.

La mujer cambia el peso del cuerpo de un pie a otro, nerviosa, y desliza los labios sobre sus grandes dientes.

—Bueno, no. Pero John Anderson cree…

—Mire, no estoy hablando de ese tipo. Estoy hablando de usted. ¿Por qué ir de puerta en puerta intentando reunir apoyo para un tipo que no tiene la menor oportunidad?

La mujer mira los folletos que tiene en la mano. Desinflada.

—Porque… En fin, me apunté para esto esta semana y…

A dos manzanas de distancia, el Cadillac de Len entra en la calle de Vince, que mete a la mujer en casa.

—Entre, haga el favor.

Vince cierra la puerta tras ella y mira alrededor buscando algo… no sabe bien qué.

Shirley también mira a su alrededor, a las pilas de ropa y comida, los armarios abiertos, el televisor desmontado, todo roto y tirado por los suelos, cubierto de ceniza volcánica. La tubería que tiene Vince en la mano.

—No debería estar aquí, en serio.

Vince abarca el estropicio con un barrido de la tubería con la que estaba dispuesto a golpear a alguien.

—Dejé al perro encerrado y se puso a perseguir un ratón.

—Ah. ¿Tiene usted perro? —Shirley sonríe—. Me encantan los perros. ¿Puedo verlo?

Vince aparta la persiana y se asoma afuera.

—Lo atropelló un coche. —El Cadillac frena en el arcén al otro lado de la calle. Joder, joder, joder. Vince se aparta de la ventana y sus ojos saltan de un lado a otro desesperados, hasta posarse en la tubería que empuña.

Shirley no se siente cómoda.

—Debería irme, en serio.

Es una idea estúpida. Vince sabe que lo es y aun así debe de estar ocupando todas sus sinapsis productoras de ideas, porque no se le ocurre otra cosa. Le da la tubería a Shirley y señala la rendija metálica para el correo que hay en la puerta a la altura de las rodillas.

—Escúchame, Shirley. Necesito que me hagas un favor. Si lo haces, votaré por Anderson. Hasta me pondré una chapita. —Mientras se lo explica, Vince oye sus propias palabras: «¿Por qué ayudar a un tipo que no tiene la menor oportunidad?».

Escasos segundos después, Vince sale confiadamente por la puerta principal. Len y Ray están apeándose del coche. Levantan la cabeza y ven venir a Vince. Len se quita las gafas de aviador.

—Hablando con el rey de Roma.

—Hablando «del» rey de Roma, membrillo. —Vince cruza el césped. Se encuentra con Len y Rey en mitad de la calle. Se detienen a tres metros de distancia, formando un triángulo apretado.

—¿Cómo andas, jefe?

Vince mira a Ray.

—Un poco cansado.

—Lo que hizo tu amigo anoche fue una tontería —dice Len—. Se acabaron las chorradas. Dame el dinero y vayamos a ver al cartero.

—No —le dice Vince a Ray.

Len pone los ojos en blanco con gesto teatral.

—Maldita sea, Vince. Cualquiera diría que intentas hacerme quedar como un gilipollas.

Pero Ray y Vince están sosteniéndose la mirada, haciendo caso omiso de Len. Ray avanza hacia él.

—Yo que tú no lo haría. —Vince se da la vuelta y señala.

Ray y Len siguen la mirada de Vince hasta la puerta de su casa, donde lo que parece el cañón de un rifle sobresale de la rendija para el correo, apuntando directamente al pecho de Ray. Este se adentra en la calle para mirar mejor. El cañón del arma lo sigue.

Buen trabajo, Shirley. Había mirado a Vince como si estuviera loco, pero resultó que le gustaban las inocentadas tanto o más que los perros; Vince le explicó que lo único que tenía que hacer era agazaparse en el suelo y vigilar a ese tipo a través de la tubería. Ahora Vince se permite un momento de autocomplacencia. Veréis, no se trata tanto de que las cartas sean buenas como del modo en que uno juega la mano.

—¿Eso es una tubería? —pregunta Ray, guiñando los ojos.

Len también ha entornado los párpados.

—¿Se supone que eso debía parecer un arma, Vince?

Ray sonríe.

—¿Estamos rodeados de fontaneros, jefe?

Como si le hubieran dado una señal, el cañón del rifle desaparece de la rendija del buzón. La puerta se abre y Shirley Stafford sale con una enorme sonrisa en el rostro, agitando el trozo de tubería en el aire.

—¿Hemos engañado a su amigo, señor Camden?

Vale, a veces sí que se trata de que las cartas sean buenas. Aun así, a Vince le sorprende lo tranquilo que está. Quince minutos o quince mil millones de años… ¿qué más da? O una hora. ¿Qué hace uno con la última hora de su vida? Intenta pensar en la mejor hora que haya tenido nunca. ¿Una sesión de sexo fenomenal, un golpe de suerte en el póquer, aquella vez en que tu viejo te llevó al Museo de Historia Natural? Pero no se puede aislar realmente una hora así como así. Igual que no se puede separar una pincelada de un cuadro. Lo recuerdas todo a la vez; tus recuerdos son impresiones estampadas sobre capas de tejido. ¿Qué sabe el conjunto de una sola hora o un solo minuto? ¿Quince minutos o toda una vida? ¿Qué importancia tiene?

Vince se descubre riéndose. Al principio piensa que sus carcajadas son lo que hace que Len y Ray den un paso atrás en la calle. Pero luego ve que están mirando detrás de él, al final de la manzana, y se gira para ver lo mismo que ellos: un coche de la policía sin distintivos que avanza por el asfalto en dirección a ellos. Vince se sube a la acera y el coche se detiene entre los hombres, con Vince a un lado, y Ray y Len al otro.

El joven policía delgado de Doug. Pasaportes, Fotografías y Souvenirs, Alan Dupree, se apea y le sonríe a Vince.

Len y Ray se balancean nerviosos y miran fijamente al agente. Vince puede ver que Ray está tomándole la medida a Dupree (alrededor de un metro setenta, sesenta y pocos kilos de peso) y Vince sabe que, llegado el caso, Ray podría encargarse de este mequetrefe sin ninguna dificultad.

—Eh, Croquetas —dice Dupree—. Menuda casualidad.

Vince se limita a asentir con la cabeza.

—Te has rapado la cabeza —dice el policía.

—Peinado de verano. —Vince se pasa una mano por el pelo cortado a máquina.

—Estamos a finales de octubre.

—Verano indio.

—Estamos a cuatro grados.

—Bueno, siempre nos quedará el año que viene.

Ray y Lenny miran de un lado a otro, desconcertados.

Vince se mece sobre los talones.

—¿Y qué puedo hacer por usted, detective?

Lenny da un pasito atrás. Dupree ladea la cabeza, también, ante el énfasis que imprime Vince a la palabra «detective».

—Sigo trabajando en el asunto de los pasaportes. El archivador de tarjetas de la víctima estaba abierto por este nombre de aquí… —Mira su libreta y pasa una página, buscando una referencia con gesto teatral—. Vince Camden. ¿Conocen ustedes a este tal Camden, amigos? Según el archivador de la víctima, su dirección es esta. —Dupree le muestra el cuaderno a Vince, como si necesitara demostrar que está diciendo la verdad.

Vince levanta las manos como un mago al final de un truco.

—Ese soy yo. Yo soy Vince.

—¿En serio? —Dupree sonríe—. ¿Tú eres Vince Camden? Caray, ya es coincidencia.

Ray y Len están plantados en la acera como dos pasmarotes.

—¿Quiénes son tus amigos? —pregunta Dupree.

—Delincuentes —responde Vince.

Hay una fracción de segundo de tensión que Vince rompe con una risa. Las carcajadas son como fichas de dominó: Vince, Dupree, Ray, y por último Lenny, que hipa descontroladamente, como un coche que se resiste a arrancar.

—¡Ja! Ja, ja. ¡Ja! Esa ha sido buena, Vince —dice Len—. Luego nos vemos. —Ray y él se dirigen al Cadillac de Len.

Vince ve cómo el joven policía toma nota de su matrícula. El Cadillac sale del vecindario y se detiene por completo antes de dar la curva. Las manos de Len marcan las dos menos diez sobre el volante.

—¿Señor Camden?

Vince y Dupree se vuelven hacia Shirley Stafford, que lleva esperando pacientemente todo este rato.

—Ya sé la respuesta.

Dupree mira de Vince a Shirley.

Vince se acaricia las sienes.

—Antes me pilló con la guardia baja cuando me preguntó qué hago intentando reunir votos todavía cuando John Anderson no tiene la menor oportunidad de ganar.

—Mira, Shirley…

—No, señor Camden. Me alegra que me lo preguntara. Debería ser capaz de explicar por qué esto es tan importante para mí. Sé que tiene usted razón; esta vez no ganaremos. Pero si conseguimos el diez por ciento, puede que el siguiente desconocido obtenga el veinte. Y a lo mejor, algún día, dentro de veinte años, tendremos algo más que estas dos opciones corporativas y puede que llegue a presidente alguien ajeno a este sistema corrupto. Para mí… para mis hijos, eso vale la pena. La posibilidad de que las cosas mejoren algún día. —Le da a Vince un puñado de panfletos y una chapa que reza «Anderson para presidente». Ante la divertida mirada del agente Dupree, Vince se pone el pin en la camisa, y la sonrisa en el rostro de Shirley hace que todo merezca extrañamente la pena.

—Lo siento. —Dupree se encoge de hombres mientras conduce hacia el centro—. Intento entenderlo. De veras que sí. Pero tienes que admitir… que no tiene demasiado sentido. —Mira a Vince—. Es que no entiendo cómo, a cuatro días de las elecciones, todavía puedes estar pensando en votar a Anderson.

Vince está en el asiento delantero con él.

—¿Crees que estaría malgastando mi voto?

—El único puntal de su campaña es el hecho de que no es ninguno de los otros dos tipos. Es como el chaval del instituto que quería ser presidente de la asociación de alumnos para abolir la asociación de alumnos.

Dupree enfila el coche hacia el río.

—Pero más que eso, lo que no me puedo creer es que todavía no sepas por quién votar. Oigo hablar de gente como tú, indecisa, y no lo pillo. ¿A qué estáis esperando, a que alguno de los candidatos camine sobre las aguas?

Vince mira por la ventanilla a los edificios que se suceden. Cruzan el inmenso puente de Monroe Street, con sus arcos jalonados de descoloridas osamentas de búfalo.

—¿Tú has sabido siempre a quién vas a votar?

—Hace al menos un año.

—¿Estás convencido de que alguno de estos tipos puede dirigir el país?

—¿Dirigir el país? —Dupree se ríe—. ¿Quién te ha dicho a ti que estos tipos vayan a dirigir el país? No se trata de eso. Es más bien un cargo honorífico. Como un jockey. Es importante, pero tú apuestas por el caballo, no por el jinete. Este solo es un tipo pequeño que se apunta a la galopada.

Vince intenta descifrar la metáfora.

—Entonces… ¿cuál es el caballo? ¿El Congreso?

—No. No. El caballo somos nosotros. —Dupree mete el coche detrás de las torres góticas clásicas del Palacio de Justicia del Condado de Spokane (uno de los edificios preferidos de Vince) y en el aparcamiento del Edificio de Seguridad Ciudadana. El grupo de edificios se levanta sobre una cornisa por encima del río, enfrente del centro, rodeado de chabolas y descampados. Tras la comisaría se encuentra la cárcel del condado, rectangular y punteada de ventanitas negras, tan anodina como exuberante es el Palacio de justicia. Es una vieja costumbre; Vince siempre se informa sobre la penitenciaría de su ciudad—. Mi teoría es la siguiente —continúa Dupree—. Las elecciones presidenciales son un baremo cíclico de nuestro estado de ánimo. Hace cuatro años estábamos complacidos con nosotros mismos. Satisfechos. De modo que elegimos al tipo más dulce que pudimos encontrar, un auténtico segundón, porque estábamos hartos de enterados caprichosos como Nixon y Ford. El único presidente reformador del siglo XX. Pero luego esos lunáticos tomaron a nuestros chicos como rehenes en Irán y la economía se fue al garete, ¿y sabes una cosa? Ahora estamos de un humor de perros. No podemos echarle la culpa a nadie. Nos lo buscamos nosotros solos. Y ya no queremos al tipo majo. Querernos a Harry el Sucio. A John Wayne. Queremos a Ronald Reagan, un tipo que no habría conseguido ni el treinta por ciento hace cuatro años. Ahora, diablos, tiene todas las papeletas para ser presidente.

»Verás. —Dupree estaciona el auto, se gira y se encara con Vince—. En realidad esto no va con ellos. Va con nosotros. El Gobierno no cambia. Son los mismos edificios, las mismas ideas, los mismos papeles. Lo que pasa es que, cada ocho años o así, nosotros cambiamos.

Vince se queda mirando fijamente al joven policía y se le ocurre que podrían ser amigos si las cosas fueran distintas.

—¿Y… a quién vas a votar? —pregunta suavemente.

Una sonrisa. Dupree indica con la cabeza el terrible Edificio de Seguridad Ciudadana.

—Lo siento, Vince. Pero ahora me toca a mí hacer las preguntas.

Cuatro cigarros, dos Frescas, una rosquilla y unas cuantas barritas de cereales más tarde, Vince se encoge de hombros.

—¿Sabe? La verdad es que no puedo decirle nada más.

El detective con bigotes de morsa, Paul Phelps, está sentado al otro lado de la mesita enfrente de él, acariciándose la barbilla, incapaz de apear a Vince de lo que en realidad es una historia muy sencilla: sí, conocía a Doug. Se veían en la tienda de rosquillas. Vince esperaba vender ceniza volcánica del Monte St. Helens en la tienda de Doug, pero lo cierto es que no habían llegado a ningún acuerdo.

Dupree, sentado contra la pared, escucha con una sonrisita en el rostro, admirando el temple que demuestra Vince ante el interrogatorio.

¿Por qué mintió y dijo que no conocía a Doug? Porque la muerte de Doug le afectó y el joven policía lo tomó por sorpresa. Se sintió sospechoso. Se puso nervioso. En realidad no conocía bien a Doug y no le apetecía responder una salva de preguntas porque quería ir a desayunar. Tenía hambre. A modo de prueba, saca el recibo de Chet.

Justo entonces otro detective, canoso y con gafas, entra en el cuarto, se agacha y susurra algo al oído de Phelps. Luego le da una hoja de papel. El corpulento detective lee la página, asiente, y el viejo policía sale arrastrando los pies. Phelps se vuelve hacia Dupree y se encoge de hombros.

—Lo siento, Alan. La coartada del señor Camden se sostiene. —Mira la hoja—. Una tal… Beth Sherman dice que es verdad que fue a escuchar al hijo de Reagan, como él asegura, y que estuvo con ella hasta las tres de la mañana. —Phelps sonríe como quien se enfrenta a un rompecabezas complicado. Agita la hoja de papel en el aire y mira a Vince—. Y, puesto que su historia se confirma y no tiene antecedentes criminales, creo que no necesitamos nada más de usted. Le agradecemos que haya venido para aclarar esto. La próxima vez, no le mienta a un policía.

—No lo haré —dice Vince.

Dupree sigue sonriéndole, como si admirara la pericia con que ha llevado el interrogatorio y conseguido incluso sacar algo de provecho.

Phelps se pone de pie y le entrega la hoja de papel a Dupree; le da una palmadita en el hombro al joven policía cuando sale.

—Buen trabajo, novato. No te desanimes por esto. —Dupree no deja de mirar fijamente a Vince mientras el detective fornido abandona la sala.

Vince mira el reloj que hay encima de la cabeza de Dupree. Las tres y cuarto. Su vuelo sale a las cuatro y media. Puede que al final lo consiga, a pesar de todo.

Dupree mira por fin la hoja que le ha pasado Phelps. La estudia durante largo rato, ladea la cabeza y sonríe.

Vince ya está poniéndose de pie para irse.

—¿Qué?

Dupree coge una hoja que está casi en blanco.

—Cuando Paul dijo que no tenías antecedentes criminales, no bromeaba. Diablos, no tienes ninguna sanción. Ni por exceso de velocidad, nada. Ni por mal aparcamiento. Ni siquiera tienes carné de conducir. Nada más que un número de la seguridad social. ¿Cómo es posible, Vince? ¿Cómo pasa uno por la vida sin un divorcio? ¿Sin un pleito? Sin una herencia. Ímprobo. Es como si hubieras nacido ayer. Como si fueras una sombra. —Pero al joven policía no le gusta el símil. Tiene la mirada fija, menos risueña. No la desvía—. O un fantasma.

De pie al otro lado de la mesa, Vince apura la última Fresca. Puede que los otros sesenta y dos también piensen que están vivos.

—¿Sabes qué? A veces me siento exactamente igual que uno. Vince sugiere volver a casa en taxi, pero Dupree insiste en llevarlo en coche y Vince opta por no protestar. Su vuelo sale en poco más de una hora. Vince se dirige al cuarto de baño y se mete en una cabina para llamar a la empresa de taxis. Le proporciona al transportista una dirección exactamente una manzana al sur de su casa y dice que quiere que el conductor ponga el taxímetro en marcha y espere allí sin llamar a la puerta.

El viaje a casa transcurre en silencio. Quizá sea verdad que eres un fantasma. Quizá esos sesenta y dos estén campando por ahí, arrastrándose y caminando furtivos, sin que nadie se dé cuenta. Sin que a nadie le importe. Dos días sin dormir.

—¿Algún sospechoso aparte de mí? —le pregunta por fin Vince a Dupree, para romper el silencio.

Un semáforo se pone ámbar mientras Dupree atraviesa el cruce.

—No. Solo tú.

—Pero yo no lo maté.

Dupree mira a Vince.

—Está claro que eso complica mi teoría.

Dupree cruza la periferia del barrio de Vince (los llanos a los pies de South Hill) y aminora cuando ve a tres hombres apostados en una esquina. Dos de ellos miran fijamente al suelo, de espaldas al coche, mientras el tercero sigue al policía sin mover la cabeza. Cuando pasan de largo, Dupree los observa por el espejo retrovisor. Vince se gira para ver que, una vez el coche ha pasado, los tres levantan la cabeza.

—¿Drogas? —Vince ve cómo los hombres se desvanecen en el parabrisas trasero.

—Supongo. Hace ocho meses cacé al bajito vendiendo speed. Ese tío tiene el peor aliento que me haya echado a la cara. Como cebollas y mierda de gato. Hace que uno se lo piense dos veces antes de detenerlo, eso seguro.

Vince vuelve a mirar hacia delante.

—¿Crees que un tipo como ese puede cambiar?

—¿Un tipo como ese? No.

—¿Por qué no?

Dupree piensa un momento.

—Estudié dos años en un centro de educación complementaria. Derecho criminal. Supuestamente debíamos matricularnos en una asignatura de psicología, pero estaba tan llena que me metieron en filosofía. Resultó ser uno de esos errores monumentales.

»Recuerdo una parábola —Dupree se adentra en la calle de Vince— acerca de una bandada de cuervos, aves realmente duras que se pasan el día revoloteando por ahí, robando maíz y cosechas, siempre atentos a cualquier cosa que brille, ya sabes… viviendo su vida de cuervos. Un buen día, los cuervos están revoloteando por ahí, tan felices, cuando resulta que sobrevuelan un lago y ven su reflejo en las aguas inmóviles. Se pasan el día entero haciendo picados y remontando el vuelo, contemplándose en el agua, admirando su poder y su gracia. Pero después de un rato se aburren y les da por burlarse del lago por no tener ninguna cualidad propia, por reflejar únicamente el mundo. El lago responde que es capaz de hacer mucho más que los cuervos: puede solidificarse; puede erigirse en grandes olas y barrer la orilla; puede evaporarse y caer sobre las montañas en forma de lluvia. “Pues hazlo”, dicen los cuervos. Pero es un día cálido y despejado, y el lago se queda allí quieto, hasta que por fin los cuervos siguen su camino.

Vince se queda mirando al joven policía.

—¿Qué significa eso?

—Te dirá una cosa. —Dupree saca una tarjeta de visita y escribe algo en ella—. Cuando estés dispuesto a decirme qué le ocurrió a Doug, te explicaré la parábola.

Vince coge la tarjeta.

—Delante está mi número de la oficina. Detrás, mi número de casa.

Vince abre la puerta del coche.

—En los programas de la tele, esta es la parte en que el poli le pide al tipo malo que no salga de la ciudad sin notificárselo.

—Sí —dice Vince—. Siempre me ha gustado esa parte. —Se apea, absorto en sus pensamientos. Se encamina hacia su casa y busca las llaves en su bolsillo, consciente de los ojos del policía clavados en su espalda.

Vince abre la puerta, entra, cierra la puerta y echa el cerrojo. Cruza la casa arrasada, enciende algunas luces, abre su petate lleno, pasa un dedo por los diez de los grandes que hay guardados en el sobre de papel manila, cierra el sobre y cierra la bolsa. Continúa a través de la casa, hasta la cocina, y sale directamente por la puerta de atrás.

Desde su patio, Vince puede oír un coche estacionado delante de su casa; se imagina a Dupree vigilando la ventana de delante. Nunca ha conocido un policía así, con sus fantasmas, sus sombras y sus cuervos. Le pone nervioso. Cruza el patio, salta la verja de tela metálica, corre en paralelo a la casa del vecino y sale a la manzana que hay detrás de la suya. Se desliza en el asiento trasero del taxi que lo está esperando. Al sentarse, ve pasar el Cadillac de Len por la calle transversal.

El taxista empieza a conducir.

—¿Al aeropuerto?

—Por favor.

—¿Adónde se dirige?

¿Qué hacen los cuervos cuando se alejan del lago? ¿Adónde van?

El conductor no se da por vencido.

—Eh, ¿adónde vuelas hoy, amigo?

Vince se retrepa en su asiento.

—A casa.