Dos putas discutiendo sobre sujetadores.
De haberlo sabido, Vince habría seguido caminando. Estaba absorto en sus pensamientos acerca de este asunto de las elecciones, había algo en todo ello que le hacía sentir mejor (o lo distraía, al menos), pero ahora está fuera del Foso de Sam, y Beth y su amiga Angela agitan los brazos en el aire helado, subrayando sus frases con pequeños estallidos de vaho condensado.
—Vince puede aclararlo —dice Angela, y se acerca sobre un par de tacones que la inclinan peligrosamente hacia delante y transforman su trasero en una cornisa—. Beth opina que a los tíos os gustan los sujetadores, pero yo digo que todos preferiríais ver directamente un par de tetas desnudas.
Vince pasa la mirada de Angela, toda curvas y piel morena, a Beth, flaca, pálida, crispada, a espaldas de su compañera.
—No creo que yo sea el tipo adecuado para contestar a eso.
Angela se cuelga del brazo de Vince y le pega un topetazo con los pechos. Parpadea y Vince puede sentir la caricia de sus largas pestañas en la mejilla.
—Ah, venga ya, Vince. ¿Qué prefieres ver? ¿El sujetador de Beth… o estas?
—Bueno, estas son bonitas. —Vince espía de reojo el atezado barranco que es el escote de Angela—. Claro que, un sujetador tiene… cierta sensualidad.
Angela lo aparta de un empujón.
—A ti te gustarían las pelotas si Beth tuviera un par.
Beth suelta una risita azorada.
—¡Angela!
Vince se guarece en el Foso, abarrotado ya de humo y partidas de póquer, costillas y, debajo de la barra, alcohol. Eddie sube del sótano con una sartén de alitas de pollo rebozadas.
—Vince Camden. El trabajador más esforzado de la industria de las rosquillas. ¿Cómo te va, Vince?
—Bien. ¿Y tú qué tal, Sam?
—Gordo, cansado y diabético. —Eddie tiene sesenta años, la piel oscura, la barba gris y las gafas con montura negra.
Vince se detiene y se vuelve hacia él.
—Oye, ¿te puedo preguntar una cosa?
Eddie se encoge de hombros.
—¿Qué te ronda por la cabeza, Vince?
—Nada, me pregunto, ¿quién crees que ganó el debate?
—¿Dos putas discutiendo sobre sujetadores? No hay quien gane en semejante tinglado.
—No. No. Me refiero al debate presidencial.
Eddie se lo queda mirando.
—Ya sabes. ¿Carter y Reagan? ¿Anoche en la tele?
Eddie se lo piensa un momento, antes de encogerse de hombros.
—Lo que te decía, Vince: nadie sale ganando cuando empiezan a discutir dos fulanas.
—El color tiene mucho que ver. Apuesto un pavo.
—¿Te refieres a si es negro o rojo?
—Eso es, esos están bien. O blanco, incluso. Lo que sea menos ese color carne.
—El color da igual, siempre y cuando no estén llenos de alambres. Veo.
—No, mira, están esos sujetadores con refuerzos, el modelo de a diario. Eso está bien. Si hay un poco de alambre en el armazón significa que hay mucha tetilla que guardar.
—¿Tetilla? ¿«Tetilla», has dicho?
—Los de alambres son demasiado complicados de quitar. Subo uno.
—Deberías dejar de usarlos.
—Me refiero a quitárselos a ellas.
—Deberías intentarlo cuando no están dormidas. Veo.
—Con los cierres frontales me apaño, pero esas trabillas de atrás… me joden el día.
—Y tanto. Deshacer esos cierres traseros es como volar con los ojos vendados.
—¿Tú qué opinas, Vince?
Levanta la cabeza. Al final siempre se reduce a lo mismo, su deferencia hacia él. Los chicos están mirándolo fijamente, sujetando las cartas como un puñado de críos jugando a las parejas. Detrás de ellos, Angela está sentada en el regazo de su chulo, compartiendo un muslo. Junto a ellos, un poli uniformado fuera de servicio le firma la escayola a Beth. Vince consulta el reloj. Las cuatro menos cuarto.
—Muy bien. —Vince endereza la espalda—. Os diré lo que pienso, pero luego se acabó esta conversación. ¿De acuerdo? Hablaremos de algo inteligente, para variar. De política, por ejemplo. ¿Trato hecho?
Los chicos asienten y escuchan atentamente. Jacks pega un trago de la botella de champán que tiene en el regazo.
—Vale. Lo primero que tenéis que entender es que el sujetador es un símbolo de la ansiedad masculina. Es, cómo decirlo… un sucedáneo del clítoris. ¿Sabéis? Ese temor a ser unos manazas… es oscuro, confuso y no sabemos lo que estamos haciendo ahí abajo. A veces nos sonríe la suerte, pero ni siquiera entonces sabemos qué hemos hecho exactamente. De sol a sol, las chicas nos sorben el seso… y cuando por fin le echamos el guante a una, resulta que no tenemos ni puñetera idea de qué hacer con ella. —Se encoge de hombros—. Así que eso es el sujetador…, otra cosa sobre las mujeres cuyo funcionamiento lamentablemente desconocemos.
Los chicos se lo quedan mirando.
—¿Pero se supera esa ansiedad? Bueno… Por ejemplo, está ese momento en mitad de los preliminares; ¿justo antes de que empiece la diversión? Con los dos medio desnudos… todavía puede salir de dos maneras. Ella podría cambiar de opinión. Y tú estás loco por ella. La besas y le mordisqueas el cuello. Tus manos libran una batalla por averiguar si se trata de un broche o de una de esas trabillas que se giran.
»Y justo entonces, en ese preciso momento… te para. Te aparta la mano. Se levanta. Te sonríe. Y así, todo lo despacio que puede… sin dejar de mirarte a los ojos… se baja los tirantes, se suelta el sostén… y lo deja caer al suelo.
Todo el mundo contiene el aliento. Angela y su chulo lo miran fijamente. Beth también. La sala entera.
—Así que, sí. En mi opinión los sujetadores son sexys. Ahora —Vince se endereza y añade un billete de cinco al bote—, ¿soy el único aquí que vio el condenado debate?
Cuatro y media de la mañana. Las chicas le tiran los tejos a Vince en la puerta, pero hoy está distraído. No tiene ninguna tarjeta de crédito y vende maría sin ceremonias, antes de que lo asalten con abrazos y provocaciones. Esta noche incluso Beth espera en la puerta, mordiéndose el labio, esperando a que se marchen las demás chicas.
—Me gusta lo que has dicho sobre los sujetadores, Vince.
—¿Cómo te va, Beth?
Beth cambia de pie el peso del cuerpo.
—No consigo dormir de lo nerviosa que estoy.
—¿Por qué?
Beth lo mira como si fuese evidente.
—La casa abierta. ¿Te acuerdas? Te lo conté anoche. Voy a ocuparme de vender una casa para Larry.
—Ah, claro, claro. —Vince se había olvidado por completo—. ¿Cuándo era?
—Sábado, domingo y lunes. Vendrás, ¿no?
—Por supuesto que iré.
—Es que… Estoy teniendo sueños en los que se presenta algún antiguo cliente, o me arresta la policía, o digo algo totalmente estúpido.
—Beth…
—Dime la verdad. ¿La gente se ríe de mí?
—¿Reírse de ti?
—¿Por intentar sacarme el permiso de agente inmobiliario? Es una estupidez, ¿verdad?
—No. No es ninguna estupidez.
—Dime la verdad.
—No es ninguna estupidez.
—¿Sabes que todas las strippers dicen que están ahorrando para ir a la universidad? Pero solo lo dicen para que los tíos se sientan mejor viendo cómo una chica se quita toda la ropa… como si sus erecciones estuvieran contribuyendo a mejorar el mundo.
»Bueno, creo que al principio puede que fuera así para mí. Me gustaba oírme decir: “Estudio para agente inmobiliario”. —Se inclina hacia él y prácticamente susurra—: Pero ahora…, joder, Vince…, o sea, es posible que me dejen intentarlo realmente. ¿Y si no puedo? ¿Y si no soy lo bastante lista?
—Beth…
—Pensar en ello me da dolor de cabeza. Es estúpido cuánto quiero hacer esto.
Al final Vince estira la mano y le agarra el brazo roto.
—Mira, nunca te sientas estúpida por querer algo mejor.
La fuerza de su respuesta los sorprende un poco a ambos, y Vince sabe que también está hablando de él. Se quedan plantados frente a frente, observándose, hasta que Vince suelta la escayola y aparta la mirada, azorado.
—Háblame de esa casa.
Puede que sea un error ilusionarla de esta forma con el asunto de la inmobiliaria («Es uno de esos chalés de estuco de la zona norte construidos en los cuarenta, sin patio, garaje ni encanto.») puesto que sospecha que el corredor de bienes raíces para el que trabaja, este tal Larry, únicamente está siguiéndole la corriente para conseguir algo de sexo («Piden treinta y dos por él, pero si consiguen veinticinco cagaré galletas de mantequilla») y es probable que Beth jamás se gane la vida vendiendo casas («Como esa cosa pase el reconocimiento de Sanidad, le hago una mamada al inspector… Bueno, no literalmente»), pero al mismo tiempo cree realmente lo que ha dicho acerca de no pedir disculpas por aspirar a algo mejor.
Así y todo, empieza a darse cuenta de que hay algo más, algo en lo que no había pensado hasta anoche.
—¿Cómo está Kenyon? —pregunta.
—Estupendamente, Vince. —Beth agacha la cabeza—. Gracias. —Le da un apretón en el brazo, da un paso hacia el Foso de Sam, se gira para añadir algo más, sonríe y entra en el local.
Jacks se cruza con Beth al salir y le sostiene la puerta. Vince está encendiendo un cigarro. Jacks se echa el aliento en las manos heladas.
—¿Puedo preguntarte una cosa, Jacks?
Jacks se acerca un paso más, ciento ochenta kilos embutidos en un chándal como una salchicha de nailon.
—¿Qué te ronda por la cabeza?
—¿Te van mejor las cosas que hace cuatro años?
—¿Cuatro años? —Jacks clava la mirada en el suelo—. Hace cuatro años estaba casado con Satanás. Así que, sí, en general yo diría que ahora me van mejor las cosas. ¿Qué hay de ti? ¿Te van mejor las cosas?
Vince se encoge de hombros.
—Verás, hasta anoche no me había parado nunca a pensarlo. Pero creo que uno podría cruzar el país, cambiar de nombre, de trabajo, de amigos… cambiarlo todo…
Vince observa cómo pasa un coche, circulando despacio.
—… y en realidad no cambiar nada.
Vince está enamorado.
Vale, puede que esto sea exagerar, ya que nunca ha cruzado más de media decena de palabras con esta mujer, y dichas palabras solo han estado relacionadas con dos temas (rosquillas y libros), puesto que solo conoce su nombre de pila, Kelly, y solo la ve una vez a la semana, cuando Kelly compra una docena para llevar a la residencia de ancianos donde vive su madre.
Pero si Vince fuera a enamorarse de alguien, sería de ella. Kelly trabaja de secretaria en un bufete de abogados y llega a las once menos diez todos los miércoles por la mañana, camino de visitar a su madre. De modo que todos los miércoles a las once menos veinte Vince se cuela en el cuarto de baño para arreglarse el pelo delante del espejo. Se quita el delantal y se sienta en una mesa con una taza de café y una novela de bolsillo, un libro distinto cada semana. Estaba leyendo cuando conoció a Kelly, hace cuatro meses; estaba disfrutando del descanso para el café con un ejemplar raído de La guerra de Milagro Beanfield que alguien se había dejado olvidado en la tienda de rosquillas. A Vince siempre le ha gustado leer. En la cárcel se aficionó a la literatura no novelesca, un libro al día: Lewis y Clark, mitología griega, arquitectura. Se había aburrido de las novelas años atrás y no había vuelto a leer ninguna hasta aquel día, cuando encontró La guerra de Milagro Beanfield encima de una silla.
Iba por la página dieciséis y estaba disfrutando de la descripción de la atribulada vida de un mexicano viejo cuando levantó la cabeza y vio un par de piernas largas y esbeltas que entroncaban con unos pantaloncitos cortos y, al cabo, con dos ojos electrizantes.
—¿No es una novela estupenda?
Vince miró el libro y consiguió balbucir:
—Sí.
—¿No te encantan los personajes?
—Sí.
—¿Lees mucho?
—Sí.
—¿Ficción?
—Sí —consiguió decir a las piernas y los ojos.
—Yo también. No hay nada que adore más que acurrucarme delante del fuego con una buena novela.
«Adorar». Ahí estaba. Esa era la palabra que derritió a Vince: «Adorar». A partir de aquel momento se había propuesto adorar las novelas él también, encontrarse acurrucado delante del fuego con Kelly. De modo que ahora, todos los miércoles después del trabajo, va a la librería de segunda mano de su barrio y cambia la novela que estaba leyendo por otra nueva. A lo largo de la semana, deja el libro en su taquilla en el trabajo y adelanta todo lo que puede en los descansos para el café a fin de, el siguiente miércoles por la mañana, poder decir algo inteligente sobre un libro nuevo cuando entre Kelly. Rara vez llega a la mitad de las obras, solo lo justo para entender de qué va el libro, lo suficiente para hablar con ella de él. Luego cambia la novela por una nueva.
Le gustaría acabar algunos de los libros, pero tiene que conseguir uno nuevo todas las semanas; para tener algo de qué hablar, pero también porque cree supersticiosamente que algún día podría encontrar la novela que haga que ella se enamore de él. Aunque hay otro motivo para no terminar nunca sus lecturas, a decir verdad. Teme que lo decepcionen los finales, razón por la cual había dejado de leer obras de ficción. Leyó Grandes esperanzas en Rikers y estaba encantándole (esta historia de un criminal que secretamente intenta mejorar la vida de un pobre pilluelo) hasta que el bibliotecario de la prisión le contó que Dickens había escrito dos finales. Cuando encontró el final original Vince se sintió traicionado por la narrativa de ficción en general. ¿Esta historia que se le había grabado en la cabeza tenía dos finales? Un libro, igual que la vida, debería tener un solo final. O bien el Pip adulto y Estella se alejan caminando cogidos de la mano, o no. Para él, el final de ese libro lo hacía totalmente redundante, quinientas páginas de redundancia. Todas las novelas eran redundantes.
Así que ahora solo se lee los principios. Y no está mal. Incluso ha empezado a pensar que esta forma de enfocarlo es más eficaz, probar solo el comienzo de las cosas. Al fin y al cabo, un libro solo puede terminar de dos maneras: fielmente o artísticamente. Si termina artísticamente, nunca parece sincero del todo, sino forzado, manipulado. Si acaba fielmente, entonces la historia termina mal, con alguna muerte. Por este mismo motivo la mayoría de las teorías, religiones y sistemas económicos se desmoronan antes de profundizar en ellos, mientras que el budismo y los Beach Boys atraen a los adolescentes, porque son demasiado jóvenes para saber cómo es en realidad la vida: una lucha desesperada que siempre termina igual. Lo único que varía es el principio y el nudo. La vida en sí acaba siempre mal. Si alguna vez has visto morir a alguien, no te hace falta leer ningún libro hasta el final para descubrirlo.
La cata de comienzos de novelas de Vince iba bien hasta hace unas semanas, cuando Kelly no le preguntó por el libro que estaba leyendo (Pabellón Cáncer, de Solzhenitsyn) y a Vince le entró pánico, fue corriendo a buscar a la anciana encargada arrugada de su librería de segunda mano y le pidió ayuda. La librera, Margaret, teorizó que posiblemente la lista de lecturas de Vince estuviera volviéndose demasiado prosaica y lineal («Demasiado argumental») como para impresionar a una mujer de veintiséis años en 1980. Desde entonces Margaret orienta a Vince en direcciones extrañas, hacia el modernismo, la metaficción y el avant-garde. Y Vince se ha visto agradablemente sorprendido. La semana pasada leyó El hurgón mágico, un libro de «cuentos» de Robert Coover, y se descubrió explicándole a la en apariencia refascinada Kelly el modo en que Coover dividía el mundo no solo en distintos puntos de vista, sino en realidades diferentes. («Es como si hubiera un montón de piezas de puzzle desparramadas por el suelo y pudiéramos cogerlas y crear el mundo que queramos»). Fue emocionante cuando Kelly mostró interés y lo acribilló a preguntas.
Ahora ha llegado más lejos aún con la ficción experimental gracias a La lógica del Infierno de Dante, una rabiosa y concéntrica guía del averno cargada de metáforas y poesía, obra del escritor y activista negro LeRoi Jones. Vince no está seguro de entenderlo todo, pero disfruta del lenguaje y de algunas de las imágenes mientras aborda el cuarto círculo del Infierno: «Un verano de nombres muertos. Ocaso temprano de aves tras los edificios…». Eso es lo que está leyendo cuando Kelly entra en la tienda y se acerca directamente a su mesa.
Acerca de Kelly: mide uno setenta y siete, antigua jugadora de voleibol en la universidad, veintiséis años, blanca. Piel tersa y pálida. Se plancha las arrugas en los ceñidos tejanos azules y lleva el pelo largo y rubio, peinado con una caída perfecta, con raya en medio, que se aparta de su cara como alas de ángel. Tic la llama Farrah.
—Hombre, ahí está Farrah —dice.
Hasta los clientes de mayor edad levantan la cabeza de sus rosquillas.
—Hola, Vince. —Sonríe—. No me digas que tienes un libro nuevo.
Vince asiente con la cabeza.
—Eres increíble.
Sonríe.
—¿Qué toca hoy?
Vince lo sostiene en alto y procura no sonar demasiado ensayado.
—Va de cómo creamos nuestra propia versión del Infierno aquí, en la Tierra.
—Ah —responde vagamente Kelly; Vince continúa.
—Para este tipo, el Infierno está en Newark, Nueva Jersey. ¿Has estado alguna vez en Newark, Kelly?
—No. —¿No parece algo distraída?—. Supongo que no.
Vince se levanta.
—Bueno, Newark es malo, pero lo que es yo, situaría el Infierno más cerca de Paterson. Comparado con Paterson, Newark es el parque acuático.
Sí, definitivamente está distraída: sonríe y asiente, pero no se ríe con el chiste.
—Ah —repite, y se vuelve hacia el expositor de rosquillas. ¿Ya está? ¿Eso es todo lo que va a conseguir hoy? La sigue, desolado, se pone el delantal y da la vuelta al expositor. LeRoi Jones. Menudo imbécil. Vince se maldice a sí mismo y a la dependienta de la librería. Me he pasado de la raya, piensa, y se pregunta si no debería coger otro libro de John Nichols. Piensa que Milagro podría formar parte de una trilogía informal. Eso parece buena idea: ante la duda, trilogías.
—Hoy me llevo… —y Kelly describe una docena de rosquillas, incluidas cinco de mermelada.
—Son más de mermelada que de costumbre —murmura Vince mientras llena la caja. Se agacha y la observa a través del cristal del expositor, la simetría de vaqueros ajustados sobre piernas bien torneadas. Dios. Vince repara en una chapa blanca sujeta al abrigo de Kelly. Tiene barras rojas y blancas, y en letras azules: Grebbe y GOP.
Endereza la espalda y la mira.
—¿Gre-e-e-eb?
—Greb-eee. Aaron Grebbe. Es abogado en la firma donde trabajo… y amigo mío. Se presenta a legislador del estado.
—¿Vas a votar por él?
Kelly sonríe.
—Sí. Voy a votar por él. Es un buen hombre. —Contempla las rosquillas.
Vince asiente con la cabeza, cierra la caja y la deja encima del mostrador.
—Entonces, ¿eres republicana?
Kelly da un respingo.
—No. Bueno, a lo mejor. De joven era demócrata a ultranza. Todo el mundo lo era. Pero ahora… Tengo la impresión de que el país está tan jodido que necesitamos un cambio. Ese es el lema de la campaña de Aaron: «Devolver la gloria a América». —Se encoge de hombros, algo azorada—. Por lo menos eso es lo que dice siempre Aaron.
—¿Qué opina de los rehenes?
—Dice que en realidad no es un tema que esté relacionado con la legislatura del Estado.
Vince asiente.
—Pero quiere que vuelvan a casa, estoy segura.
—Es de los que nadan a contracorriente, ¿eh?
Kelly se ríe.
—Deberías votar a Aaron. Te caería bien. Lee un montón. Como tú.
—¿Sí?
—Pero le gusta sobre todo la literatura no novelesca. Oye, ¿vas a escuchar al hijo de Reagan esta noche? —pregunta Kelly—. Aaron estará allí. Podrías conocerlo.
—Sí —dice Vince—. Pensaba ir a ver al hijo de Reagan.
Kelly sonríe de nuevo, y en esa sonrisa Vince tiene visiones de niños y clubes de campo, de arrugas planchadas en sus pantalones vaqueros.
—Te veré allí, entonces.
—Está bien. —Vince la observa mientras se aleja. Corre a la trastienda, tira el libro dentro de la taquilla, agarra el periódico y empieza a pasar las páginas, buscando alguna mención a la visita del hijo de Ronald Reagan a la ciudad.
—Yo leí un libro una vez —dice Tic mientras saca una bandeja de barritas de jarabe de arce—. Se titulaba 1984 y tuvimos que leerlo en clase; era del francés este, Harwell. Debió de escribirlo sobre, no sé, el siglo XVI, y predijo que para 1984 ya no habría ni fútbol, ni béisbol, ni nada. El único deporte serían las carreras de bici cross. Por eso yo iba en bici a todas partes. Porque cuando lleguen las Olimpiadas del 84, esa mierda va a ser deporte olímpico y pienso llevarme una puta medalla de oro, garantizado. Y luego, cuando recuperemos el patrón oro, esa medalla valdrá su peso en oro, tío.
»En el libro este ponía que las carreras de bicis serán una disciplina como el kárate, te enseñarán a montar en dojos. Pienso convertirme en sensei de mi propio dojo de BMX, tío. Dormiremos, meditaremos, fumaremos hierba, follaremos… todo sin levantar el culo del sillín de nuestras bicis. La gente acudirá de kilómetros a la redonda para aprender de los distintos maestros. Cada pocos meses desapareceré sin dar explicaciones, vagaré por el campo, enseñando y…
Vince lo interrumpe.
—Esto, Tic. ¿Cuántos años tienes?
Tic se encoge de hombros.
—Yo no mido el tiempo como el resto de la gente, míster Vince.
—¿Pero ya puedes votar?
—Sí…
Vince le muestra el periódico doblado.
—Necesito a alguien que vaya a ver al hijo de Reagan conmigo y…
—¡Epa, epa! —Tic se aparta del diario como si fuera una bomba—. Yo no voto, míster Vince. Eso es lo que quieren… registrar tu culo. Así, cuando caiga la mierda, no tienen más que acudir a su lista maestra y ahí está Maxwell Ticman, 2719 West Sherwood Avenue, Spokane, Washington, y ¡zaca! Cuando te despiertas a la mañana siguiente tienes un puto detector de posición en las muelas.
Se marcha y deja a Vince contemplando el artículo del periódico.
El alguacil David Best entra en el vestíbulo, rojo como un tomate.
—Lo primero, no vengas aquí sin llamar antes. —David parece aún más viejo cuando se enfada de esta manera, y Vince se imagina el esfuerzo que debe de realizar su corazón para irrigar de sangre esas extremidades tan gruesas.
Vince levanta las manos, aceptando su parte de culpa ante David y su recepcionista.
—Lo siento.
—¿Qué? ¿Carlisle? ¿Carson? ¿Qué toca hoy?
—No, no. No quiero cambiarme el nombre. Nada de eso.
—¿Entonces qué?
Vince mira primero a David, luego a la recepcionista, y otra vez al alguacil.
—¿No crees que deberíamos mantener esta conversación en privado, David?
David se da la vuelta y entra en su despacho con paso airado. Tiene que levantar cada hombro para izar sus nalgas y piernas. Da la vuelta a la mesa y se sienta.
—No te presentes en la oficina sin más. Ya te lo he dicho. Llamas, nos das un número, y me reúno contigo en alguna parte. Donde quieras. Y si tienes que venir, si se trata de una emergencia de algún tipo, llamas primero. No te imaginas quién podría haber en mi despacho.
—Pensaba que habías dicho que daba igual —responde Vince—. Que no vale la pena matarme.
El alguacil suelta un suspiro.
—Siento haber dicho eso.
—Lo sé. Ayer fue un día un poco loco. —Vince se ríe de sí mismo—. Me encaré con un chaval que había aparcado delante de mi casa.
—Por el amor de Dios, Vince…
—No, no pasó nada. No le hice daño. Era un chaval majo, de hecho. Estaba esperando a su novia. La chica solo estaba intentando salir de su casa a hurtadillas. Pero me hizo darme cuenta de que tienes razón. He estado comportándome como un paranoico, como si siguiera viviendo mi antigua vida. Pero no estoy allí. Estoy aquí. Tengo un nombre nuevo, una vida nueva. Debería… Las cosas deberían irme mejor que hace cuatro años.
David escucha sin emitir ningún juicio.
—O sea, no hay motivo por el que no pueda… ya sabes, formar parte de las cosas. Retomar los estudios, igual. O casarme. Tener hijos. Apuntarme a un club de campo. Cosas así. Soy listo. Podría hacer todo lo que me propusiera, ¿verdad?
David sonríe.
—¿Estás pensando en algún club de campo en particular?
Vince contempla el cuadro que cuelga enmarcado sobre la silla de David. En el retrato, Jimmy Carter parece más abatido incluso que ayer. Vince indica el cuadro con la cabeza.
—Supongo que hay que seguirles la corriente a los que mandan, ¿eh?
—¿De qué me hablas?
—Del presidente. Seguramente te meterías en un buen lío si me acompañaras a escuchar al hijo de Reagan esta noche.
David mira por encima del hombro, como si viera el retrato de Carter por primera vez en su vida.
—Puedo votar a quien me dé la gana, Vince.
Vince deja un recorte de periódico encima de la mesa de roble de David. Un pequeño titular reza: «El hijo de Reagan visita Spokane».
—Es esta noche, a las nueve, en el restaurante Casey’s de Monroe.
David empuja el recorte con la mano.
—No puedo ir contigo, Vince.
—Ya, claro. —Vince asiente, dobla el recorte y se lo vuelve a guardar en el bolsillo.
—Lo siento, pero sería…
—No, si no pasa nada.
—Pero me alegra que tengas ideas políticas.
Vince se inclina hacia delante.
—No te dicen nada de eso en el programa. Restauran tu derecho a voto, pero qué pasa si nunca… —Vince cambia de postura—. En mi barrio, este tipo de cosas solo les interesaban a los capullos. Los políticos pagaban a los sindicatos y las iglesias para que influyeran en los vecindarios, y los concejales y portavoces del ayuntamiento solo eran otros que te metían la mano en el bolsillo. Nadie votaba. ¿Para qué? Pero ahora… —Vince se da cuenta de que está yéndose por las ramas—. Verás, lo que intento entender… —Se echa adelante—. David, ¿cómo sabe uno a quién tiene que votar?
David parece cansado.
—Vete a casa, Vince.
Vince deja La lógica del Infierno de Dante encima del mostrador.
Margaret, la ojiplática dependienta del Bookend, tiene sesenta años, el pelo blanco y ralo, un vestido de campesina y las gafas colgadas del cuello con una cadenita. Está detrás del mostrador, cubierto de estuches y puntos de lectura hechos a mano; tras ella hay un cuarto alargado de una sola planta donde los libros ordenados en dos filas se amontonan hasta el techo en hileras oscuras; más pilas de libros ocupan las esquinas. Margaret mira a Vince a los ojos y parece darse cuenta de que se han torcido las cosas. Se cubre el corazón con una mano.
—Ay, no. ¿Qué ha pasado, señor Camden? ¿Hemos ido demasiado lejos con la literatura afroamericana?
—No sé qué hemos hecho, Margaret. Solo sé que este no le ha gustado.
Margaret se quita las grandes gafas redondas y menea la cabeza.
—Bueno, no se desanime, señor Camden. Todavía no nos han derrotado. Recuerde: Conquiste la mente y conquistará el corazón. —Sale de detrás del mostrador—. ¿O era al revés?
Vince la sigue hasta las montañas de libros de bolsillo ordenados alfabéticamente.
—La buena noticia es que hay más libros, siempre hay más libros. Empecemos por arriba, si le parece. —Emite unos chasquidos mientras mira a través del fondo de sus bifocales—. Puede que la ficción experimental fuera algo exagerado, señor Camden. Ya sé lo que necesitamos… algo romántico y trepidante. ¡Algo épico!
—De hecho —Vince se coloca detrás de ella—, quiero algo sobre política. ¿No tiene nada?
Margaret se gira para mirarlo.
—Ah, una novela política. Excelente. ¿Robert Penn Warren, quizá?
—Tenía algo no novelesco en mente.
Esto frena a Margaret en seco. Se da la vuelta.
—Pero su chica dijo que le gustaban las novelas.
—Resulta que está metida en la campaña de un tipo y había pensado…
—¿Una campaña? —A Margaret se le ilumina el semblante—. ¿Su chica es activista? Bien. Una joven con conciencia social. Excelente, señor Camden. Parece que esta chica apunta alto.
—Es bastante alta, sí.
Margaret no advierte el chiste mientras se dirige a las pilas de literatura no novelesca.
—¿Algo sobre teoría gubernamental, quizá? ¿Política electoral? ¿Investigación pura y dura? ¿Ensayos?
—¿Qué tienes sobre elecciones presidenciales?
—Ah, sí. Oportuno. Fácil de mencionar en cualquier conversación. El aperitivo perfecto para cualquier discusión con sustancia. Muy bien, señor Camden. Muy astuto. —Margaret no llega al metro y medio, y empuja un taburete mientras camina entre altos y estrechos montones de ensayos y biografías. Vince la sigue y ella le pasa los libros: Miedo y asco en el recorrido electoral, 1972; La forja de un presidente, 1960; y La rendición del presidente, 1968.
Vince examina los libros.
—¿Cuál de estos me dirá a quién votar?
La broma vuelve a pasar inadvertida para Margaret, que está concentrada y no responde, sino que continúa pasándole libros. Vince la observa haciendo equilibrios en la escalerilla.
—Margaret, ¿tienes algo que hacer esta noche? —Al ver que no le contesta, añade—: Voy a escuchar al hijo de Reagan. ¿Te interesa ir a verlo?
Margaret se detiene y se da la vuelta, desciende los peldaños y le entrega el grueso Mil días de Arthur Schlesinger. Luego sonríe dulcemente.
—¿Reagan? Cielos, no, señor Camden. Esas sabandijas republicanas me ponen los pelos de punta.
A propósito del cartero: se llama Clay Gainer. Cuarenta y ocho años, negro, alto y nervudo, de Lamar, Texas, con el rostro enmarcado por unas patillas canosas. Clay, hijo de aparceros y primer miembro de su familia en salir de Lamar, se casó a los dieciséis, se enroló en el ejército y acabó en la Base de las Fuerzas Aéreas de Fairchild en Spokane, donde se asentó, se jubiló y empezó una segunda carrera dentro del servicio de correos. Vince lo conoció en la tienda de rosquillas Y. tras unas semanas de toma de contacto, le explicó cómo podría funcionar su plan: Clay tendría que estar atento a cualquier tarjeta de crédito nueva que le enviaran a la gente, las sacaría de sus bolsas y se las daría a Vince, que le pagaría veinte pavos por tarjeta, abriría los sobres, anotaría el número y el nombre de la tarjeta, volvería a cerrar las cartas y se las devolvería a Clay para que se las entregara a sus destinatarios. Ya había dirigido una operación parecida en el pasado, de modo que sabía qué tarjetas robar. Al principio Clay no quería saber nada, pero Vince se fijó en que no dejaba de hacerle preguntas y le explicó, despacito y claramente, que no estaban robándole nada a la gente, sino a los bancos. Que, si lo hacían bien, los bancos asumirían que los números estaban siendo robados por alguien después de llegar a sus destinatarios, al usar las tarjetas en restaurantes o tiendas. Clay empezó poco a poco, con la tarjeta de crédito de un cretino que tenía en su ruta, luego la de un tipo que se negaba a quitar la nieve de su camino de entrada. Tiempo después ascendieron a Clay a un despacho de procesamiento central y tuvo acceso a todo el correo, a todas aquellas tarjetas de crédito nuevas remitidas a toda aquella gente. Y pías, el negocio ya estaba en marcha.
—¿Estás teniendo cuidado? —le pregunta Vince al cartero.
—Hago lo que me dijiste.
—Recítalo.
—Venga, Vince.
—Que lo recites.
Clay suspira y recita:
—Robar solo a los bancos nacionales. No coger nunca más de dos piezas por código postal. No sacar nunca más de cinco piezas a la semana. No sacar nunca del mismo código postal la misma semana. Prestar atención a cualquier tarjeta que vuelva al correo. Si me parece que hay alguien vigilándome, dejarlo durante un mes.
—¿Has hablado con alguien de la oficina de correos?
—No. Por supuesto que no.
—¿Has hablado con alguien?
—¿Qué te piensas, que quiero ir a la cárcel?
Vince, igual de seguro que ayer de que todo el mundo estaba conspirando en su contra, puede ver hoy que Clay está diciéndole la verdad. Y de todos los implicados en la pequeña empresa de Vince (Clay, Len y Doug), Clay es el único fundamental. Puede que todo esté en orden.
Se sientan apretujados en una mesa de picnic al aire libre en una hamburguesería para automovilistas llamada Dicks, cada uno de ellos con un Whammy entre manos: dos empanadas grises de carne picada, una loncha de queso, un pepinillo y un aro de cebolla. Una bandada de diminutas aves adictas a las patatas fritas rastrea el aparcamiento y las mesas, pero a las tres de la tarde Vince y Clay son los únicos que están comiendo. Los pájaros se impacientan.
Vince desliza la nota sobre la mesa.
—De acuerdo, ¿a qué viene esto, entonces? ¿Para qué querías verme?
Clay desliza un panfleto sobre la mesa. Vince se lo queda mirando fijamente un momento y por fin baja la vista. El panfleto muestra un Nissan 300ZX de 1981. A Vince, personalmente, los deportivos japoneses no le dicen nada.
—Siempre he querido uno —dice Clay—. Hay un tipo que estaría dispuesto a cambiarlo por el Caprice. Solo tengo que conseguir…
—Venga ya, Clay. Te lo he dicho mil veces. No podemos ir por ahí enseñando el dinero.
—Pero, Vince. En serio que quiero este coche.
—¿Te lo puedes permitir?
—Todavía no. Pero esperaba que pudieras pagarme un poco más. Sé que lo tienes, Vince. A lo mejor podrías darme un adelanto sobre las tarjetas que vaya a robar, o subirme el porcentaje.
Vince se acaricia la sien.
—Sabes que algo así llamaría la atención. ¿Los demás tipos de la oficina de correos conducen deportivos nuevos?
—Podría decir que he heredado el dinero. O que he cobrado una póliza de seguros.
—Clay, ya habrá tiempo de sobra para…
—Por favor, Vince.
—Cambiemos de tema. ¿A quién vas a votar?
—Ni siquiera iría en él al trabajo. La mayoría de los días puedo ir a pie.
—¿A Carter o a Reagan?
—Solo lo conduciría los fines de semana.
—Porque si no haces nada esta noche, yo voy a ver al hijo de Reagan.
—Vince. Escúchame. No es como si fuera un Ferrari o un Porsche.
—Clay. No es buena idea.
—Por favor, Vince. Solo esta vez. O sea, ¿qué sentido tiene? ¿De qué sirve todo este dinero si no vamos a poder gastarlo nunca?
Otra cosa acerca de Clay: su mujer falleció hace dos años. Derrame cerebral. Algo inesperado. Se levantó para prepararle el desayuno a Clay y este la encontró tirada como un montón de ropa en una esquina de la cocina, sosteniendo todavía un huevo en la mano. Esa es la razón de que Clay empezara a frecuentar la tienda de rosquillas cada mañana, y de que Vince empezara a entablar conversación con él. Tenía un aire con el que Vince se identificaba, como si supiera que la mejor parte de su vida había acabado.
Vince desvía la mirada hacia el centro de la ciudad. Transcurrido un momento, vuelve a empujar el folleto por encima de la mesa.
—Mira, Clay, no es el momento adecuado. Espera un par de meses, y hablaremos de nuevo. ¿De acuerdo?
Clay no dice nada; se limita a recoger su folleto y, en el proceso, tira unas pocas patatas fritas al suelo. Apenas si han dejado de rodar cuando las aves se apiñan a sus pies, disputándoselas.
El hijo de Reagan parece un librero de mediana edad, al filo de la respetabilidad, aun con abrigo y corbata. Está en el podio en la parte delantera del salón del restaurante; aproximadamente ochenta personas ocupan las mesas repartidas por la estancia, como si estuvieran esperando a que empiece la función en un club nocturno; un comediante o algún imitador de Sinatra. Y eso es lo que les ofrece el hijo de Reagan, una función. Vince se imagina que este tipo lleva semanas haciendo lo mismo, volando de un lado para otro, realizando escalas electorales de segunda como la de Spokane, Washington, predicando el credo conservador, mientras su padre intenta parecer moderado en televisión. Salta a la vista que lo han enviado a amasar tropas para su viejo.
«… tiempo que tardarnos en recuperar nuestro país de manos de los liberales, las permisivas fuerzas antiamericanas se han hecho con el poder. Ha llegado el momento de que recuperemos la posición de líderes mundiales. Ha llegado el momento de que tengamos un hombre en la Casa Blanca capaz de hacer frente a los comunistas, a los socialistas, a los abortistas, a los violadores y al ayatolá Jomeini. ¡Ha llegado el momento!».
La sala rompe en aplausos, silbidos y vítores. Vince mira en rededor a los ávidos rostros blancos. En la esquina de enfrente, la rubia y bella Kelly está sentada junto aun tipo de aspecto joven, pelo corto, mentón cuadrado y patillas pobladas (un tipo plenamente comprometido consigo mismo) que Vince deduce que debe de ser Aaron Grebbe, el candidato a legislador del que le habló ella. No están cogidos de la mano ni nada, y Vince no sabría decir si hay algo entre ellos. Cuando Grebbe aplaude, Vince ve una enorme alianza en su dedo anular. Kelly cruza la mirada con Vince y frunce el ceño, como si Michael Reagan no estuviera satisfaciendo sus expectativas. Luego se fija en la mujer que hay a la izquierda de Vince y enarca las cejas, como si quisiera decir: «Así se hace, Vince. Es mona».
Vince mira de reojo a Beth, que está sonriendo; no ha dejado de sonreír desde que Vince la encontrara en su apartamento y se ofreciera a pagar para que fuera a ver al hijo de Reagan con él. Lo cierto es que está guapa, con un ceñido vestido azul celeste —su uniforme de agente inmobiliaria— abierto en la parte de arriba, con grandes mangas de encaje, una de las cuales cubre la mayor parte de su escayola. Su chal reposa en el respaldo de la silla.
«… enorgullecernos de América. Enorgullecernos de nuestros productos, nuestras fuerzas armadas, nuestros agricultores y nuestros empleados de fábrica. Enorgullecernos de nuestro Dios. Igualmente nos une nuestra repulsa por los contemporizadores y los apologistas, los ecologistas radicales y los ateos…».
Entre entusiastas estallidos de aplausos, Grebbe se agacha y le susurra algo a Kelly, que asiente con la cabeza, sucinta. Kelly lleva puesto un jersey rojo y una falda negra lisa, y cuando cruza las piernas, Vince puede ver los músculos de sus muslos a través de la tela y se pregunta si habrá oído alguien el ligero gemido que se le ha escapado.
«… consentir y mimar a toda clase de criminales, el triunfo del terror en nuestras ciudades. Pues bien, dejad que os diga una cosa: a los violadores y falsificadores, a los hippies, socialistas y pornógrafos, a quienes odiáis este país, tenéis los días contados. Vosotros, que os aprovecháis de la buena voluntad del resto de nosotros, que abusáis de la generosidad de este país, que subvertís el concepto mismo de América, que…».
Grebbe pone la mano a un lado y Vince ve que Kelly baja el brazo al costado, y aunque no puede verlo, se imagina que sus manos se encuentran por fin, se aprietan. Un segundo después, Grebbe se agacha y vuelve a susurrar algo. Kelly sacude la cabeza, aparta la mano y vuelve a fruncir el ceño.
… rojillos profesores de universidad y estudiantes agitadores, la clase liberal dirigente y sus medios de comunicación como perritos falderos, líderes sindicales corruptos y manifestantes profesionales, drogadictos, comunistas, hippies, exhibicionistas, madres que reciben asistencia social, putas, ladrones, asesinos de fetos…».
Todo el santo mundo. Vince siente una mano en la suya, y cuando baja la mirada ve que la mano está conectada al brazo sano de Beth. Sabe que detesta hacer manitas. Contempla su delicado rostro triangular: la viva imagen de la serenidad, el cuello largo y esbelto, la barbilla alta, encajando todos los golpes, una sonrisa suave en las comisuras de los labios, la escayola en el regazo, la otra mano en el regazo de Vince, apretándole los dedos.
—¿Sabes lo que me acojonó? —pregunta Beth mientras esperan su turno—. Cuando Jimmy Carter dijo que en su corazón anidaba la lujuria. Ya sabes. En Playboy. No había pensado nunca que un presidente pudiera…, ya sabes. Ponerse cachondo.
—Seguro que todos pueden —responde Vince.
—Supongo que sí. —Beth parece decepcionada.
La fila para ver a Michael Reagan avanza un pasito. De cerca parece más joven que en el estrado.
—Gracias por asistir —dice Michael Reagan con voz levemente condescendiente—. Espero que mi padre pueda contar con su apoyo.
Vince le tiende la mano.
—¿Cree que bombardeará Irán?
El hijo de Reagan estrecha la mano de Vince.
—Le diré una cosa. A los extremistas iraníes no les llega la camisa al cuello de pensar que Reagan pudiera ser presidente, lo mismo que a los liberales de este país. Eso se lo aseguro, señor. Gracias por venir. —Empuja a Vince con la mano libre y extiende la otra hacia Beth, pero Vince no ha terminado.
—¿Y eso qué significa? ¿Su viejo piensa mandara los marines?
—Puedo garantizarle que la América de Ronald Reagan será una nación que actúe con previsión y decisión, y a veces con fuerza. Gracias por su apoyo.
Vince se lo queda mirando.
—¿Pero qué quiere decir con eso? —Antes de que pueda recibir otra respuesta, alguien ha cogido a Vince por el codo y lo ha empujado al final de la fila.
Mientras tanto, Michael Reagan busca más ayuda mientras contempla a una mujer delgada vestida de azul que le ofrece la escayola y un boli.
—¿Me puede firmar aquí?
En la acera, un puñado de candidatos republicanos de la localidad —cinco hombres blancos que rondan los cuarenta años— se soplan las manos heladas, dando saltitos con los talones, repartiendo chapas y panfletos a las personas que salen del discurso de Michael Reagan. Vince coge un pin de Grebbe. Aaron Grebbe encarna el ideal de la apostura de los ochenta, una sucesión de cuadrados: hombros cuadrados y barbilla cuadrada, el pelo corto y cuadrado alrededor de un rostro franco y cuadrado; la cara de un presentador de telediarios, la clase de tipo con el que esperaría que Kelly estuviera implicada, de no ser por el anillo de casado que luce en la mano izquierda, la única forma redondeada en todo su físico. Lleva puestas unas resplandecientes botas camperas nuevas; esta es la única ciudad que conoce Vince donde los abogados y los políticos conjuntan sus trajes con botas de vaquero.
Kelly se encuentra a escasos pasos de él, con las manos enlazadas.
—Aaron, este es Vince Camden, de la tienda de rosquillas, el chico que te dije que se lo lee todo.
El chico que se lo lee todo. Vince disimula una sonrisa.
—Encantado.
El apretón de manos de Grebbe es rápido y firme, directo al grano.
—Igualmente. El martes espero poder contar con tu apoyo. —Cuando terminan de saludarse, la mano derecha de Grebbe va directa a su anillo de boda. Le da vueltas en el dedo como si intentara desatornillarlo por todos los medios.
—Vince estaba leyendo El mundo según Garp hace unos meses. —Kelly toca el brazo de Grebbe—. Es el libro favorito de Aaron.
—¿Qué te pareció? —pregunta Grebbe. Cambia el peso del cuerpo de una bota campera a otra.
—Me gustó el principio —responde Vince.
Kelly mira de Vince a Beth, de pie tras su hombro izquierdo.
—Ay, perdona —dice Vince, apartándose de en medio—. Esta es mi amiga Beth.
—Agente inmobiliaria —suelta Beth de golpe, como si hubiera estado repitiéndolo una y otra vez para sus adentros, aguardando el momento.
Kelly y Grebbe se la quedan mirando.
—Beth está metida en el negocio de los bienes inmuebles —explica Vince.
Beth se sonroja.
—Estudio para sacarme el permiso.
Todos cambian de pie el peso del cuerpo y convienen que es estupendo. Beth parece enferma al lado de Kelly, tan alta y rubia.
—Me encanta tu pelo —le dice Beth a Kelly, casi en susurros, como disculpándose.
—Oh, qué encanto. —Kelly agacha la cabeza y sonríe como sonreiría alguien a un cachorro enfermo o a un niño en silla de ruedas—. Gracias. La verdad es que hoy está hecho un desastre. Con el viento que hace. Pero gracias. —Se fija en el cabello lacio de Beth y su mirada se desliza hacia abajo—. ¿Qué te ha pasado en el brazo?
Beth levanta la escayola y la mira fijamente, sin saber qué decir.
—Está… roto.
—Vaya —comenta Kelly, y cuando nadie añade nada más, anuncia que salió a dar un largo paseo en bici y se quedó levantada hasta tarde anoche y tiene que entrar a trabajar a las siete y es tarde y está rendida y, en general, ofrece mucha más información de la que necesitaría nadie para convencerse de que se tiene que marchar a casa.
—Te veré por la mañana —dice Aaron Grebbe—. En el trabajo.
Cruzan la mirada por un momento, y luego Kelly se vuelve hacia Vince.
—Te agradezco mucho que hayas venido, Vince. Ha sido un verdadero placer conocerte —le dice Kelly a Beth.
—Me caí —explica Beth, y vuelve a levantar la escayola—. Por unas escaleras.
—Oh —dice Kelly.
—Eso es lo que me pasó en el brazo.
—Ah. —Kelly sonríe educadamente, saca las llaves del coche de su bolso, se disculpa y encamina sus pasos hacia el aparcamiento.
Vince y Grebbe miran cómo se aleja. Beth se mira los zapatos.
—¿No ha estado genial Michael Reagan? —pregunta Grebbe.
—¿Eso crees? —dice Vince.
—Es emocionante tenerlo aquí, así, al final. Se presiente un cambio en el aire. Algo asombroso va a pasarle a este país. Es palpable, ¿no opinas lo mismo?
Vince reconoce el tono de discursito aprendido de memoria, pero no consigue identificarlo exactamente.
—Te diré lo que opino —dice Vince—. Estaba sentado en ese restaurante, pensando que si fuera yo el que dirige la campaña de Ronald Reagan y tuviera a ese mentecato por hijo, adónde podría enviarlo seis días antes de las elecciones, lo bastante lejos como para que le resultara imposible joderlo todo.
Al principio Aaron Grebbe se echa para atrás, pero luego mira a Vince con dureza.
—Disculpa. ¿Cómo has dicho que te llamabas?
—Lo único que digo… —La voz de Vince se impone al estruendo del bar—. Lo único que digo es que llevo un par de días observando ambas partes y percibo diferencias, claro, pero no le oigo decir a nadie qué es lo que va a cambiar realmente.
—¿Que qué va a cambiar? —Aaron Grebbe se pega una palmada en la frente—. ¿Que qué va a cambiar? Todo. Eso es lo que va a cambiar. Los ochenta marcarán el comienzo de una nueva era… la vuelta a los ideales y la supremacía americana. Es una revolución. El Gobierno volverá a servir al pueblo, no al revés. Vamos a frenar el declive de este país, cincuenta años de erosión liberal incontrolada.
—Precisamente a eso me refiero. Parece algo que se pudiera leer en una galletita de la fortuna. ¿Qué significa todo eso?
—Significa lo que significa…
—Ya, pero sigues sin decirme qué va a cambiar…
—Te lo estoy diciendo: se reformará del estado del bienestar, se restaurarán los derechos de los poseedores de armas de fuego, se solucionarán décadas de política tributaria fallida. Si me escucharas…
—¡Pero si te estoy escuchando! Es que no estás diciendo nada…
El camarero se acerca.
—¿Algún problema?
Los dos hombres sacuden la cabeza.
—Perdón —dice Aaron. Beth, con la espalda pegada al asiento del reservado, ni siquiera abre los ojos.
—Mira —interviene Vince—. Lo único que digo es que no se puede culpar a la gente si es un poco cínica. Todo esto no es más que un montón de ruido. Es igual que vender coches. O papel higiénico.
A Aaron Grebbe se le encienden las mejillas.
—Llevo ocho meses pateándome este distrito, intentando lograr que la gente se aparte del televisor para poder explicarles lo que haría si resultara elegido. Dentro de… —consulta su reloj— ciento veinticuatro horas, menos de la mitad de la población de esta ciudad acudirá a las urnas. La mitad de esas personas votarán porque se trata de unas elecciones presidenciales. No tienen la menor idea de quién soy y votarán al otro tipo porque Grebbe suena a tos de perro. No sabrán cuáles son mis ideas acerca del desarrollo económico, las obras públicas, las escuelas, las carreteras. No sabrán qué pienso hacer primero si salgo elegido, a pesar de que llevo meses repitiéndoselo sin cesar. A nadie le importa.
Vince se acuerda de David diciendo lo mismo: «A nadie le importa».
—¿Y ahora un vendedor de rosquillas pretende decirme que toda esta pobre gente espera algún tipo de revelación política? Vale. ¡Llévame con estos votantes ansiosos! Estoy preparado. Vamos. Encuéntrame cinco votantes genuinamente interesados y me pasaré la noche respondiendo preguntas. Pero ahórrame la vaga indignación de unas personas que son demasiado vagas como para saber siquiera quién se presenta a menos que aparezca un anuncio de campaña entre Vip Noche y El precio justo.
Los dos hombres se sostienen la mirada por encima de la mesa.
—Tú has estado en Vietnam —dice Vince.
Grebbe se echa hacia atrás y mira a Vince con recelo.
—¿Cómo?
—Acabas de decir que te has estado pateando el distrito.
Grebbe se lo queda mirando.
—Un amigo mío estuvo allí —comenta Vince—. Él también solía decir lo de «patearse».
Grebbe pega un trago y dice fríamente:
—Tu amigo, ¿volvió bien?
—Sí. Más o menos. —Vince coge un panfleto donde pone «Vota a Grebbe»—. No mencionas Vietnam aquí.
Grebbe lo mira, pensativo.
—¿Qué es lo que vas a hacer? —pregunta Vince.
—¿Cómo?
—Has dicho «lo que haría si resultara elegido». ¿De qué se trata?
—El zoo. Quiero un zoológico mejor para Spokane.
—Lo entiendo. Sí. Fui al zoológico un día. Está realmente mal.
—¿No te gustó la exposición de gatos domésticos?
Vince sonríe.
—Morrongos del noroeste.
—Alfombras para el asfalto.
—¿Te estás acostando con Kelly?
Grebbe no se inmuta, tan solo reflexiona unos segundos.
—Supongo que no… no creo que eso sea de tu incumbencia.
—No. —Vince exhala un suspiro—. No lo es. —Se reclina en el asiento y recoge el chal de Beth para echárselo sobre los hombros.
Beth abre los ojos de golpe y coge aliento con fuerza, mira en rededor al bar, los bosques de botellas de cerveza, los jardines de colillas.
—Mmm. ¿Ya nos vamos?
Grebbe está poniéndose el abrigo a su vez cuando Vince vuelve a dirigirle la mirada.
—¿Hablabas en serio?
—¿Sobre qué?
—Sobre lo de hablar con los votantes.
Grebbe mira la hora.
—¿Quieres decir ahora? Son casi las doce de la noche.
—Sí —dice Vince—. Es pronto. Pero podemos acercarnos en coche hasta allí y esperar.
Hay noches en que no puedes evitar preguntarte qué estará pasando ahí fuera, bajo todas esas luces. Hay noches en que te puedes imaginar que la vida ocurre toda a la vez, amonto nada, en que te puedes imaginar una ciudad subdividida por los remordimientos, barrios de deseo. Incluso una ciudad de este tamaño, un par de cientos de miles de personas, puede resultar abrumadora, las peticiones de mano y las peleas, los niños que les roban cigarrillos a sus padres, las mujeres que rezan para que sus maridos borrachos se vayan a la cama. Puedes verla ahora, silueteada a medianoche, cruzando la ciudad en la flamante camioneta Dodge nueva de Aaron Grebbe, con Beth dormida en tu hombro mientras discutes sobre política al otro lado del asiento con este tipo que se está tirando a la chica de la que te habías convencido de estar enamorado.
Puede que sea así como se comporte la gente normal, mirando al frente, sin preocuparse demasiado de lo que sucede en la periferia, detrás de todas esas puertas. Al menos eso es lo que intentas decirte. Por eso, cuando la rutilante camioneta nueva de Aaron Grebbe pasa como una flecha por delante de Doug. Pasaportes, fotografías y souvenirs, tomas la decisión consciente de no mirar, de ignorar todas esas cosas que generalmente te afectan, con las luces dejando estelas en la ventanilla del vehículo, caras en los parabrisas y las esquinas. Por una vez, no te pierdes imaginándote las aventuras sentimentales y las rupturas; todo lo que hay tras esas persianas, feroces actos de aburrimiento y traición.
Pero si hubieras mirado…
Las luces están encendidas en el establecimiento de Doug. Doug está sentado en un taburete detrás del mostrador, y Len Huggins y otro hombre se encuentran en el lado de los clientes de ese mostrador, un triángulo perfecto. Lenny acaba de presentar al nuevo, ha soltado su discursito y ha vuelto a ocultar el rostro crispado, picado, tras sus gafas de sol.
—¿Entonces qué piensas, Doug? ¿Hay trato?
—No sé. —Doug se muerde el interior de los carrillos y se apoya en el taburete, con los brazos cruzados sobre el estómago como bandoleras de grasa—. ¿Cuándo querríais hacerlo?
Len mira el reloj.
—Nos reuniremos con él en el local de Sam dentro de una hora.
Doug asiente con la cabeza.
—¿Qué vais a hacer?
Lenny asiente a su vez.
—Para empezar —mira de reojo al tercer hombre—, persuadiremos a Vince para que nos dé el dinero que se haya estado guardando. Luego le preguntaremos cómo se llama el cartero. Y después… ya veremos.
—No sé. —Doug sigue mordisqueándose el carrillo—. ¿Y si no os dice el nombre del cartero?
Len mira al tercer hombre.
—Nos lo dirá.
—No sé —dice Doug.
—Mira, ese no es tu problema. Solo tienes que decidirte. ¿Te apuntas o no?
Doug suspira.
—No sé.
Lenny se quita las gafas de sol e intenta expandir los ojillos negros, pero estos son incapaces de abrirse más.
—¿Qué es lo que no sabes? ¿Acaso no lo hemos repasado todo?
El tercer hombre mantiene la calma, atento, sin prestar atención a Len.
—Es que me parece un poco drástico. No…
De los tres, Len es el único que pega un respingo cuando suena el disparo. Doug sencillamente se desliza desde el taburete hasta el suelo; el redondel negro en su sien humea un momento, se tiñe de rojo y empieza a sangrar a borbotones, sin la menor expresión en el rostro, como si se la hubieran borrado. Tiene los ojos abiertos, pero uno de ellos apunta sin fuerza hacia un lado en la máscara de goma que es ahora su cara.
—¡Dios santo! —Len mira fijamente el cadáver de Doug al otro lado del mostrador—. ¿Qué has hecho?
El tercer hombre, Ray, se limita a guardar la pistola de nuevo en su cinturón, se coloca unos guantes y empieza a revolver la caja registradora. Saca dos billetes de veinte, le da uno a Len y se mete el otro en el bolsillo. No se molesta en repartir los de cinco y los de uno, sino que se los guarda todos en los bolsillos de los pantalones. A continuación saca la cartera de Doug de su bolsillo de atrás y la esconde en su abrigo. Abre los cajones y los tira al suelo, esparce una pila de folletos impresos.
—¿Qué cojones? —farfulla Len.
—¿Qué?
—¿Qué estás haciendo?
Ray levanta la cabeza.
—Estoy haciendo que parezca un robo.
—No, quiero decir, ¿por qué has hecho eso?
—¿Eso? —Ray indica a Doug con la cabeza. Su voz suena fría y calmada, con un ligero acento del sur de Filadelfia—. ¿No era eso lo que querías que hiciera?
Len no puede apartar la mirada del cadáver. Algo ha empezado ya a cambiar dentro de él, su cerebro registra exagerados niveles de adrenalina y testosterona, y en alguna parte palpita una nueva forma de entender el poder.
—No… no sé.
Ray contempla el cuerpo como si fuera un coche que estuviese pensando en comprar.
—Mira, este gordo cabrón no nos hace ninguna falta. Regla número uno: necesitamos justo a la gente que necesitamos.
Len se acerca, mira la perla de sangre de la herida en la cabeza, se imagina el corazón de Doug bombeando aún, y se pregunta hasta cuándo seguirá haciéndolo. Luego se le ocurre:
—Pero ahora no tenemos quien falsifique las tarjetas de crédito.
Ray mira de Len al cadáver.
—Ah, ya. Cierto. —Se rasca una oreja—. ¿La verdad? Estaba volviéndome loco con sus «no sé».
Len se quita las gafas de sol, se agacha y mira a Doug a los ojos extraviados. Qué fácil. Así, como quien pulsa un interruptor, y zaca. Basta con mover el índice medio milímetro para destruirlo… todo. Maldición. Maldición.
Sobre su cabeza, Ray inspira hondo y se coloca detrás del acuclillado Len.
—Sí, a veces me paso. —Sus ojos taladran la nuca de Len—. Vive y aprende.
Len se gira y levanta la cabeza, con un brillo de duda en los ojos.
—¿Es siempre así?
—Más o menos —responde Ray—. Sí.
—Maldición —dice respetuosamente Len.
Ray ase a Len por el brazo y lo aparta de la montaña de carne tirada en el suelo.
—Venga, jefe. Vayamos a ver a tu colega.