1

Llega el día en que uno conoce más personas muertas que vivas.

Este es el pensamiento que recibe a Vince Camden cuando se sienta en la cama hecho un manojo de nervios y pasea la mirada por el dormitorio a oscuras en busca de algo que demuestre su existencia, sin encontrar nada más que atrezzo: mesita, tocador, cenicero, reloj. Vince respira con dificultad. Suda pese al aire helado. Se frota los ojos para sacudirse el polvo de estas ensoñaciones; no sueños propiamente dichos, sino esta especie de pánico de medianoche que, fino como una hoja de papel hecha añicos y arrojada al viento, corta la piel mientras se aleja volando.

Vince Camden hace crujir la mandíbula, se estira y apaga el despertador justo cuando empiezan a alinearse el uno, el cinco y el nueve. Cada madrugada a la 1:59 se sienta de este modo y apaga el radiodespertador una décima de segundo antes de las dos y del estridente pitido de la alarma. Se pregunta: ¿Cómo es posible algo así? Y sin embargo… si uno es capaz de realizar semejante truco —despertarse cada mañana apenas un momento antes de que suene la alarma—, ¿por qué no podía contar todas las personas muertas que conocía?

Empecemos por los abuelos. Dos pares. Uno de los abuelos había contraído segundas nupcias. Eso hace cinco. Vince se pasa un cepillo de dientes por los molares. Madre y padre. Siete. ¿Cuenta una hermana mortinata? No. Las personas tienen que haber vivido antes de morir. Para cuando acaba de ducharse, secarse el pelo y vestirse —pantalones grises, camisa de vestir negra de manga larga, dos botones abiertos— ha repasado ya la familia, los vecinos y antiguos conocidos: treinta y cuatro personas que sabe que han muerto. Se pregunta si eso no será mucho, si es normal conocer a tantos muertos.

Normal. La mayoría de los días esa palabra le sigue los pasos guardando las distancias. Abre un cajón y saca un taco de tarjetas de crédito falsificadas. Mira los nombres escritos en ellas: Thomas A. Spaulding. Lane Bailey. Margaret Gold. Se imagina la encantadora vida «normal» de Margaret Gold, con un afgano vestido con un chaleco de ganchillo tirado encima del respaldo de su sofá. ¿A cuántas personas muertas conocería Margaret Gold?

Vince cuenta diez tarjetas de crédito —incluida la de Margaret Gold— y se las guarda en un bolsillo de la cazadora. El otro bolsillo lo llena de bolsas Ziploc de marihuana. Son las dos y dieciséis de la madrugada cuando Vince se desliza el reloj de pulsera en la muñeca, con cuidado de no darse ningún tirón de la tupida mata de vello del antebrazo. Ah, sí… Davie Lincoln; el muy tarado se metía dinero en la boca mientras hacía de recadero para Coletti en el vecindario. Se atragantó con una moneda de medio dólar. Y van treinta y cinco.

Vince se dirige al diminuto recibidor de su no menos diminuta casa, si es que un perchero y una rendija para el correo pueden considerarse un recibidor. Se sube la cremallera de la cazadora y se tira de los puños como un crupier de Las Vegas que abandona la mesa. Sale al mundo.

Acerca de Vince Camden: tiene treinta y seis años y es blanco. Soltero. Metro ochenta de altura, setenta y dos kilos de peso, ancho de espaldas y delgado, como una copa de martini. Castaño y azules, según los informes policiales, su cabello y sus ojos. La boca se le curva hacia arriba en la comisura derecha; las cejas pobladas van a su aire, lo que confiere a su rostro un gesto sardónico perpetuo, motivo por el cual todas las mujeres que alguna vez han tenido algo que ver con él tarde o temprano llegan a la misma expresión, con las manos en la cadera, ladeada la cabeza: «Por favor, ponte serio».

Vince trabaja en la administración de empresas de nivel medio, en la industria de la alimentación: división de repostería, rosquillas. Por lo general, hacer rosquillas tiene menos misterio de lo que piensa la gente. Pero a Vince le gusta; le gusta entrar a trabajar a las cuatro y media de la mañana y acabar antes de la hora del almuerzo. Se siente como si le ganara al mundo por la mano al salir de su lugar de trabajo para comer y no tener que volver. Se da cuenta de que este es un rasgo fijo de su personalidad, este deseo de ganarle al mundo por la mano. Puede que se deba a algún gen travieso.

En la calle, se sube el cuello de la cazadora hasta las mejillas. Hace frío esta mañana: finales de octubre. Está helando, de hecho; el vaho que escapa de su boca le recuerda un experimento con hielo seco que hizo en la escuela, lo que a su vez le recuerda al señor Harlow, su profesor en quinto. El que se ahorcó después de que saliera a la luz el excesivo afecto que sentía por sus alumnos varones. Treinta y seis.

Cuando abandonas el umbral de tu casa a las dos y veinte de la mañana, te encuentras con un mundo sereno: luces tenues en porches de casas negras de sueño; umbrosos céspedes cubiertos de rocío, seccionados por las aceras. Pero la noche se resiste a aflojar la presa ominosa que ejerce sobre la imaginación de Vince, que se estremece con la inquietante impresión —da igual que se recuerde que es imposible— de que esta noche su nombre está en el menú.

—Bueno, ¿entonces qué…? ¿Quieres que lo haga o no?

Los dos hombres están mirando al frente, sin pestañear, desde el asiento delantero de un Cadillac Seville de color borgoña. El conductor pregunta:

—¿Cuánto costaría algo así?

El más corpulento de los dos, en el asiento del pasajero, está impaciente, nervioso, pero aun así se para a reflexionar. Es una pregunta justa. Al fin y al cabo, estamos en 1980, y el sector servicios ha encallado igual que cualquier otro en las aguas estancas de la economía. ¿Estarán sometidos los sectores criminales a las mismas leyes de mercado: inflación, deflación, estanflación? ¿Recesión? ¿Sufrirán también los matones un índice de desempleo de dos dígitos? ¿Acusan malestar los hampones?

—Gratis —declara el pasajero.

—¿Gratis? —repite el conductor, revolviéndose en el asiento de cuero.

—Sí. —Tras una pausa—: Significa «de balde».

—Ya sé lo que significa. Me ha sorprendido, eso es todo. Solo eso. ¿Me estás diciendo que no vas a cobrarme nada por ayudarme con este tipo?

—Lo que digo es que ya veremos.

—¿Pero no me va a costar nada?

—Ya veremos.

Dice mucho sobre la persona que conduce el Cadillac el hecho de que, aparte de desconocer el significado de la palabra «gratis», no sepa tampoco que todo tiene un precio.

Ochenta y siete bares en la gran Spokane, con una clientela de trescientas mil personas. Una empresa de taxis: ocho vehículos. De modo que las cuentas están claras un martes de madrugada al filo de las dos, la hora del cierre: el número de borrachos es más de lo que puede absorber el mercado. Se desparraman por las aceras, como una hemorragia tambaleante y bostezante, camino de sus coches; eso quienes tienen coche y recuerdan dónde lo dejaron aparcado. El resto parte a pie desde el centro camino de sus respectivos barrios, dispersándose en todas direcciones por encima de puentes, a través de pasos subterráneos, por debajo de andamios, colina arriba hacia oscuras calles residenciales, figuras solitarias con las ideas embotadas por el aliento caliente y el humo de los cigarros. Las mentiras ensayadas.

Vince Camden se concentra en sus propias ideas mientras camina sobrio y descansado entre los borrachos y cansados. El robusto ladrillo y la piedra gris de la ciudad dan paso, primero, a locales de baja altura y alquiler aún más bajo —dojos de kárate, liquidadores de camas de agua, librerías eróticas, casas de empeño y masajes asiáticos— y luego a un vecindario de almacenes vacíos, vías de tren, descampados y una solitaria casa victoriana de dos plantas, una parrilla y centro de apuestas fuera de horas que se llamaba el Foso de Sam. Ahí es donde Vince mata el tiempo casi todas las noches antes de empezar el turno en la tienda de rosquillas.

Vince tan solo llevaba unos meses en la ciudad cuando murió Sam. Treinta y siete. El nuevo dueño responde al nombre de Eddie, pero todo el mundo lo llama Sam; es más fácil cambiarse el nombre que cambiar el desvencijado letrero de Pepsi de la casona. Igual que hacía el viejo Sam, el nuevo Sam abre el Foso cuando el resto de la ciudad cierra tras el toque de queda. El local es como un sumidero para la ciudad; todas las mañanas, cuando cierran los bares, los borrachos, las putas, los abogados, los chulos, los drogadictos, los ladrones, la pasma y los jugadores de cartas —como solía decir el viejo Sam: «Hasta el último desgraciado»— se escurren por las calles y terminan aquí. Por eso la policía hace la vista gorda con las apuestas y el alcohol que se sirve de tapadillo. Resulta agradable saber que a las tres de la madrugada todo el mundo se reunirá en el mismo sitio, como sospechosos en una sórdida sala de estar británica.

El Foso se cierne tras altos arbustos descuidados, solitario en un bloque de explanadas vacías, como el último diente de una encía. En la parte de atrás, un campo de tierra lleno de baches hace las veces de aparcamiento para el Foso de Sam y de expositor para la media decena de damas de la noche que se congregan aquí a diario para echar el resto. Adentro, los proxenetas juegan a los naipes y aguardan su tajada.

La grava cruje bajo los zapatos de Vince cuando tuerce hacia el Foso de Sam. Hay seis coches aparcados de cualquier manera en el campo cubierto de rastrojos y chicas haciendo la ronda en parejas. La puerta de uno de ellos se abre a quince metros de Vince y una voz de mujer se arrastra entre las malas hierbas:

—¡Qué me sueltes!

Vince clava la mirada al frente. A ti no te incumbe.

—¡Vince! ¡Dile a este tío que me suelte!

La voz de Beth. En la puerta, Vince gira sobre los talones y desanda sus pasos por el descampado en dirección a un Plymouth Duster cobrizo. En su interior, Beth Sherman brega con un tipo de polo blanco de cuello vuelto y chaqueta deportiva azul marino. Mientras se acerca al coche, Vince puede ver que el tipo tiene los pantalones desabrochados y está intentando impedir que Beth salga del vehículo. Beth le lanza un golpe con la desportillada escayola sucia que le envuelve el antebrazo derecho. Falla por poco.

Vince se agacha y abre la puerta del coche.

—Hola, Beth. ¿Qué ocurre?

El tipo la suelta y ella se aparta, sale del coche y pasa junto a Vince. A este le asombra lo bonita que puede llegar a ser, con su rostro triangular y sus ojos redondos, guarecidos bajo el toldo de un flequillo recto. No puede pesar más de cuarenta y cinco kilos. Para ser una mujer que se dedica a lo que se dedica resulta extraño aparentar menos edad de la que se tiene realmente, pero Beth podría hacerse pasar por adolescente… de lejos, al menos. De cerca…, en fin, su estilo de vida es difícil de disimular. Beth señala con la escayola al tipo del coche.

—Me ha tocado el culo.

El tipo no da crédito a sus oídos.

—¡Eres una puta!

—¡Trabajo en el negocio inmobiliario!

—¡Me la estabas chupando!

—¿También le tocas el culo al fontanero mientras trabaja? —responde a gritos Beth, parapetada tras Vince.

Vince se interpone entre Beth y el cliente, e intenta desarmar al tipo con una sonrisa.

—Mira, no le gusta que la toquen.

—¿A qué clase de puta no le gusta que la toquen?

Vince no puede rebatir esa observación. Pero desearía que el tipo se limitara a cerrar el pico. Ya sabe cómo va a acabar esto; Beth sale de detrás de él, mete la mano en el bolsillo y le tira un billete de veinte dólares a la cara.

El tipo lo sostiene en alto.

—¡Te di cuarenta!

—Y yo te hice la mitad del servicio. Tienes derecho a la devolución de la mitad del importe.

—¿Qué mitad? ¡Esto no va así! —El tipo mira a Vince—. ¿Se puede cobrar la mitad del servicio?

Vince mira a Beth, primero, luego al tipo, y abre la boca sin tener la menor idea de lo que podría salir de ella. Vuelve a mirar a Beth, y sus miradas se sostienen el tiempo suficiente como para que ambos lo noten.

Acerca de Beth Sherman: tiene treinta y tres años, acaba de dejar atrás la fase de «mona», tiene el cabello castaño y unos ojos que llaman la atención a gritos. A despecho de su alergia al contacto, Beth goza de buena reputación entre las damas de la noche del Foso de Sam, más que nada por su gran logro: haber dejado la heroína sin recurrir a la metadona, soportando el puto mono a pelo, hace exactamente diecinueve meses y dos semanas, el mismo día que descubrió que estaba embarazada. Su hijo, Kenyon, tiene ahora poco más de un año y parece sano, pero todo el mundo sabe cómo ella vela por él sin descanso, comparándolo constantemente con los demás niños del parque y la guardería, en busca de cualquier posible indicio de deficiencia física o mental, temiendo que su mayor miedo se haga realidad: que la droga lo haya echado a perder también a él. Aunque es evidente que va camino de escapar de esta vida —despidió a su chulo, por escrito—, Beth sigue haciendo servicios, tal vez debido a que alguien que abandonó los estudios en el instituto no tiene muchas maneras de mantenerse con un crío a cuestas. En cualquier caso, no es la única fulana del Foso de Sam que se presenta como si fuera otra persona. Este sitio está lleno de actrices y fisioterapeutas, modelos, estudiantes y trabajadoras sociales, pero cuando Beth dice que trabaja en el negocio inmobiliario, lo cierto es que la gente parece creérselo.

La primera vez que llegó, Vince contrató los servicios de Beth (probó a algunas de las chicas) y se descubrió intrigado por su frío distanciamiento, el modo en que se crispaba bajo sus manos. Una noche, hacía seis meses, Vince y ella compartieron dos botellas de vino y pasaron la noche juntos sin intercambio de dinero de por medio. Y fue diferente; alarmante y cercano. Sin crispamientos. Pero desde entonces las aguas se han salido de su cauce; Beth no quiere cobrarle y Vince no quiere comprometerse con una mujer con un crío. Y así llevan tres meses sin acostarse juntos. Lo peor es que se siente como si estuviera engañándola con las otras, de tal suerte que Vince se encuentra inmerso en su etapa de celibato más larga desde la última vez que estuvo en la cárcel. Todo este asunto ha servido para corroborar que el viejo dicho de la clase profesional sigue siendo cierto: «El sexo gratis lo estropea todo».

En el aparcamiento, Beth se aleja del airado cliente insatisfecho; sus vaqueros ajustados asoman por debajo de un abrigo que se interrumpe en la cintura. Vince la ve marchar, saca una de las bolsas de droga de su bolsillo, se agacha y la pone delante de la ventana. La Biblia dice que incluso el pacificador tiene derecho a algún beneficio. O si no es eso lo que dice, dirá otra cosa.

El tipo tarda un segundo en encogerse de hombros y ofrecer el billete de veinte.

—Bueno, vale —dice. Mientras intercambian maría por dinero, el tipo sacude la cabeza—. No sabía que hubiera fulanas a las que no les gusta que las toquen.

Vince asiente, aunque según sus cálculos el mundo se compone exclusivamente de gente así: policías que fuman hierba, ladrones que se quedan el diez por ciento, damas con ligueros, vagabundos que duermen con ositos de peluche, pasteleros convictos que hacen rosquillas, putas que se dedican al negocio inmobiliario. Recuerda a un bombero de su antiguo vecindario, Alvin Dunphy, que padecía claustrofobia. Murió cuando se le derrumbó encima un edificio de apartamentos en llamas. Treinta y ocho.

—No se puede cobrar la mitad. O te la chupan o no te la chupan.

—Apuesto un pavo. Yo estoy con Jacks. ¿De qué te sirve empezar si al final no rematas la faena?

—No sé, para mí que la primera vez también me quedé a medias.

—¿Cuántos años tenías, Petey?

—¿La primera vez? Trece. Subo uno.

—¿Trece? No jodas. Ojalá tuviera yo una hermana así.

—Es que era tu hermana.

—¿Y tú qué opinas, Vince?

Ha estado callado, ensimismado, resacoso tras una noche de sueños perturbadores. Se sienta perfectamente inmóvil, apoyado en las rodillas, con la mirada perdida hacia un lado; las cartas forman un pulcro montoncito delante de él. El Foso de Sam es un lugar oscuro y cubierto de alfombras; la decoración del antiguo comedor y la sala de estar de la casa victoriana consiste en colgaduras de terciopelo en las paredes, estampadas con tipos de grandes bigotes y afros beneficiándose mujeres de opulentas caderas. La luz proviene de un par de bombillas peladas que penden del techo y de una lámpara sita detrás de la barra. Hay seis mesas repartidas en dos estancias principales. En dos de ellas se desarrollan sendas partidas de póquer; en las otras cuatro hay gente comiendo costillas. Cuatro mujeres, incluidas Beth y su mejor amiga, Angela, están sentadas delante del mostrador, removiendo bebidas confeccionadas a partir de las botellas que guarda Eddie debajo de la barra.

Vince endereza la espalda y se aparta el pelo de los ojos.

—Veo. —Planta un billete de cinco en el fondo sin consultar su mano. Todos saben que, tarde o temprano, a Vince siempre se le suelta la lengua—: ¿Que qué opino? Opino que media mamada entra dentro de lo razonable. En serio, la primera mitad es la mejor parte de todos modos, y hay quien dice que el final le da la puntilla al tinglado. O, por lo menos, es entonces cuando las cosas empiezan a ir cuesta abajo. No, para mí que la auténtica calidad podría estar en esos primeros minutos…, cuando la otra persona vuelca toda su atención sobre ti.

Los jugadores pasan la mirada de sus cartas a las de Vince, pulcramente amontonadas encima de la mesa, y se esfuerzan por recordar si ha llegado a consultar su mano. Vince se fija en el mostrador, desde donde lo observa Beth; esta le dedica media sonrisa y luego mira al techo, como quien acaba de dejar escapar un pensamiento agradable y ve cómo se aleja flotando como el globo de un niño.

La partida termina y Vince, forrado, cuenta un fajo de billetes tan grueso como un par de calcetines. Los demás tipos intercambian miradas. Todo el mundo ha oído los rumores sobre Vince, su aparición como caído del cielo, el acento neoyorquino, su talento para las cartas, las mujeres y el crimen. Es una reputación que Vince ha conseguido mantener sin reconocerla nunca, apuntando a su pasado con vaguedades e insinuaciones.

—¿Dónde aprendiste a jugar así? —pregunta Petey.

—En la escuela de repostería. —Los chicos se ríen. Vince deja dos de cinco en la mesa para pagar las bebidas. Se levanta. Las cuatro y media de la mañana; se le está empezando a pasar lo que quiera que fuese que lo preocupaba hacía unas horas—. Chavales —dice, y le pega un golpecito al taco de billetes.

Tras dar cuenta de sus costillas y hacer números con sus chulos, las prostitutas forman un corro apiñado en la puerta. Saben que no deben incordiar a Vince hasta que haya ganado o perdido, pero esta noche, puesto que ha ganado, le tiran los tejos con ganas. Le acarician las mangas con los brazos, le alborotan el pelo con uñas esmaltadas. Vince se mueve entre ellas como un ídolo envejecido.

—¿Te apetece un poco de esto, Vince?

—¿Una partidita con nosotras, Vince?

—Vente a dar la vuelta al mundo, muñeco.

—¿Pito? ¿Tienes un pito?

En la puerta, reparte tarjetas de crédito y bolsitas de maría a cambio de dinero en efectivo y amorosos abrazos. Aunque rechaza todas las ofertas de servicios gratis y compensaciones, mentiría si no admitiera que esa era su parte predilecta del día, este trasunto de popularidad enfrente del Foso de Sam, cuando los chicos le envidian, las mujeres emplean sus artes con él, y él los mantiene a todos a raya a base de tarjetas de crédito amañadas y marihuana a precio básico.

Cuando se le acaban las tarjetas y la droga, Vince termina de cruzar la puerta. Afuera, oye su nombre. Se gira y ve a Beth, que está estudiándose los zapatos. Mira de reojo a Vince, toda ojos, con la barbilla apuntando aún hacia abajo; es un gesto tierno y recatado, y el hecho de que lo haya hecho sin darse cuenta lo vuelve todavía más adorable.

—Gracias por lo de antes, Vince. No sé por qué me pongo tan…

—No pasa nada. ¿Has estado estudiando? —Desde que Vince la conoce, Beth estudia para obtener la licencia de agente inmobiliario. Estudia, pero al final nunca se apunta para hacer el examen.

—Sí. —Beth se encoge de hombros—. La semana que viene tengo que encargarme de una casa a la venta. Es algo así como un encargo de prueba. Larry tiene tres entre manos y le hace falta que alguien se ocupe de una por él. Si la vendo, me dará la mitad de una comisión porcentual bajo cuerda.

—¿En serio? Me pasaré por ahí.

—¿De veras?

—Sí. A lo mejor hasta compro la casa.

—Qué gracioso. —Beth le da un apretón en el brazo, vuelve a hacer eso con los ojos (arriba y abajo, un destello de liberación), da media vuelta y regresa adentro.

Los coches se pasean lascivos por la calle detrás de Vince; las luces le recorren la espalda. ¿Quién era aquella chica del instituto? Se emborrachó con unos chicos mayores que ella y se plantó delante de un auto. Angie Wolfe. Treinta y nueve.

Las manos de Vince se guarecen en los bolsillos de su cazadora, y sus hombros se encorvan alrededor de sus orejas. Solo son seis manzanas hasta la tienda de rosquillas y le gusta pasear a la intemperie, cuando el sol sigue sin ser nada más que un rumor en la frontera con Idaho; su sombra lo espera al acercarse a la farola siguiente. ¿Qué hay del viejo Danello, cuyo cadáver no encontraron nunca, técnicamente hablando? Da igual. Eso hace cuarenta.

La tienda de rosquillas ostenta el desafortunado nombre de Rosquilla Te Da Hambre, y es propiedad de Ted y Marcie, una anciana pareja canosa que se deja caer un rato todos los días para fumar y tomar café con sus ancianos amigos canosos. A Vince no le importa; así puede dirigir el local a su aire, y Ted y Marcie le dan toda la libertad que necesita.

Se aproxima al edificio; estuco de color febricitante en una esquina bulliciosa a menos de dos kilómetros del centro. Las luces están encendidas. Bien. Vince se adentra en el callejón para recoger el periódico, le quita la goma y se coloca debajo de una farola parpadeante para distinguir lo que pone en la primera plana: Carter y Reagan empatados, debate esta noche. El Parlamento iraní se reúne para buscar una solución a la crisis de los rehenes. Echa un vistazo a los titulares, pero no lee los artículos, sino que va pasando las páginas hasta llegar a la sección de deportes. Alabama gana por quince en el estado de Misisipi. Parece aplastante. Vince cierra el diario y encamina sus pasos a la puerta principal cuando algo se mueve en la periferia de su visión.

Ladea la cabeza y se adentra un paso más en el callejón, aferrando el periódico contra el pecho. Arranca un coche. Un Cadillac. Enciende las luces y Vince se tapa los ojos en un acto reflejo mientras las antiguas voces le dicen que corra. Pero no hay ningún sitio en el que parapetarse en este callejón, ningún sitio donde esconderse, de modo que espera.

El Cadillac Seville de color borgoña avanza poco a poco hacia él y la ventanilla del conductor se baja con un chirrido mecánico.

Vince dobla la cintura.

—Dios, Len. ¿Qué haces tú aquí?

El rostro de Len Huggins es un ensamblaje de malas ideas: dientes como granos de maíz, nariz rota, mejillas picadas y dos pobladas patillas negras como eles mayúsculas («¡De Len, tío! ¿Lo pillas? ¿Ele? ¿Len?»). Len regenta una tienda de equipos de música donde Vince utiliza sus tarjetas de crédito falsas para comprar artículos y recibir adelantos en efectivo. Len se quita las gafas de sol de aviador que lleva puestas aunque sea de noche y se las guarda en el bolsillo de la camisa.

—¡Vincers! —Extiende la mano a través de la ventanilla.

—¿Qué haces aquí, Lenny? —repite Vince.

—Vengo a buscar mis tarjetas, tío.

—Es martes por la mañana.

—Ya lo sé.

—Esto lo hacemos los viernes.

—También lo sé.

—¿Entonces qué haces aquí un martes?

Al final, Len retira la mano sin estrechar.

—O sea, que no me vas a dar las tarjetas de crédito, ¿es eso lo que intentas decirme?

—Lo que intento decirte es que da igual lo que lleve encima. Esto lo hacemos los viernes. Ni siquiera entiendo para qué has venido.

—Se me ocurrió que podrías tener las tarjetas hoy, eso es todo.

—Bueno, pues no las tengo.

—Está bien. —Len asiente con la cabeza y comprueba el retrovisor—. Mola.

Vince se endereza y estira el cuello para estudiar el fondo del callejón.

—¿Por qué haces eso?

—¿Por qué hago qué?

—Vigilar el callejón.

—¿A qué te refieres?

—¿Hay alguien ahí?

—¿Dónde?

Vince señala callejón abajo.

—Ahí atrás. No paras de mirar el retrovisor.

Len volvió a ponerse las gafas de sol.

—Estás paranoico, Vince.

—Ya. Estoy paranoico. —Vince empieza a alejarse—. El viernes te veo.

—No estaré ahí el viernes. Es lo que quería decirte. Voy a enviar a un tipo nuevo.

Vince se da la vuelta, de golpe.

—¿Qué significa eso, un tipo nuevo?

—Significa que el tipo es nuevo, lo contrario de un tipo viejo.

—Vale, ya he pillado esa parte. ¿Quién?

—Nadie, un tipo que va a echarme una mano con el momio. Se llama Ray. Te caerá bien.

Vince desanda sus pasos hasta la ventanilla abierta del coche.

—¿Desde cuándo tienes tú un «momio», Lenny? Compras chorradas con mis tarjetas de crédito. ¿Desde cuándo es eso un «momio»?

—¿Qué diablos te pasa? Tú ve a ver a este tipo, Vince. Tranquilízate. —Len pulsa el botón para subir la ventanilla—. Se te va la olla, tío.

Es lo último que oye Vince antes de que el Cadillac se aleje. El coche se detiene en la esquina, las luces de freno parpadean, y da la curva; Vince, solo en el callejón, se queda contemplando las nubes de vaho que forma su aliento. Antes de dirigirse a la tienda de rosquillas, echa un último vistazo al fondo del callejón.

Vince detesta los callejones. A Jimmy Plums lo trincaron en un callejón detrás de un club de striptease cuando salió a mear. Hicieron que pareciera un robo, pero todo el mundo sabía que a Jimmy le dieron el pasaporte por su relación con un timo bastante gordo relacionado con unas tragaperras de Howard Beach. ¿Cuántos van ya? ¿Cuarenta y uno? ¿O cuarenta y dos? Hala, estupendo. Ahora vas y pierdes la cuenta.

¿Y las rosquillas? Así funciona la cosa: Vince llega ala Rosquilla Te Da Hambre a las cinco menos cuarto. Lo primero que hace es bajar al sótano y guardar cualquier posible ganancia que haya conseguido en una caja con cerradura que oculta allí abajo. Una vez arriba de nuevo, su ayudante, Tic, ya lleva trabajando una hora, encendiendo las luces, mezclando distintas masas según las recetas de Vince, poniendo el horno y las freidoras en marcha, sacando los glaseados de la cámara para que se descongelen. Tic tendrá dieciocho o diecinueve años (Vince no está seguro), tiene la manía de echarse constantemente hacia atrás el pelo largo y lacio (Vince nunca le ha visto usar el peine de asa grande que lleva en el bolsillo de la culera), tiene los párpados colgones y una suerte de acalambrada energía que no parece flaquear jamás. Todas las noches, Tic bebe y fuma marihuana hasta las tres de la madrugada, desayuna, va a la tienda de rosquillas, se acuesta por fin cuando sale de trabajar a las diez de la mañana, se despierta a las seis de la tarde, y reinicia todo el proceso.

Nada más entrar Vince por la puerta, Tic empieza a hablar.

—Me chiflan las barritas de jarabe de arce, míster Vince. Me chiflan como una novia guarrindonga.

Vince tiene una taquilla en la trastienda. Dentro guarda la ropa de trabajo y el libro de bolsillo que lee durante la hora de descanso; en estos momentos se pelea con una novela titulada La lógica del infierno de Dante. Abre el libro, lee un par de frases crípticas y vuelve a cerrarlo. Se quita los pantalones y la camisa de vestir negra, y se pone el mono blanco.

—Quiero liarme en serio con una barrita de arce —dice Tic—. Quiero invitar a una barrita de arce al baile de graduación. Quiero llevar una barrita de arce a casa para que conozca a mis padres.

Vince se lava las manos.

—Quiero casarme con una barrita de arce y tener críos de barrita de arce, iré a ver sus partidos de béisbol con rosquillas, me iré de juerga con todos sus amiguitos de pasta de almendras y canela en polvo…

Vince solía prestar atención a las peroratas de Tic, y contribuir incluso, pero si alguien más habla, Tic se desconcierta e irrita, de modo que Vince ha aprendido a tratar a su joven ayudante como si fuera un disonante hilo musical de fondo.

—Odio los buñuelos de manzana. Odio a toda la puta familia de los buñuelos. No quiero pesticidas en mi maría, igual que tampoco quiero fruta en mis rosquillas.

Hace cuatro años, si alguien le hubiera dicho a Vince que terminaría por cogerle cariño a la rutina de un trabajo como este, se habría partido el culo de risa. Uno se pasa los primeros treinta y seis años intentando evitar esta clase de vida. Luego se encuentra encajonado en medio de ella y resulta más que soportable, es emocionante de un modo que jamás podrías explicarle a tu antiguo yo. Y sin embargo Vince se pregunta si una persona como él es capaz de cambiar, cambiar de verdad, en lo fundamental, en sus apetitos y prejuicios.

La tienda de rosquillas deja pasar la mañana; a las seis menos diez entra la camarera, Nancy; sin decir palabra, se pasa diez minutos en el cuarto de baño, sale con sus pantalones y su camisa de camarera, se enciende un Virginia Slim y empieza a tararear canciones desafinadas. Son una filarmónica de irritación, estos dos. Tic le enseña a Vince una bandeja de cañas de canela que Vince examina sin interrumpir la nueva retahíla de Tic, algo acerca de un programa gubernamental para…

… hacer experimentos con monos, y personas, y no sé qué hostias más, en secreto, seguramente en los polos, o en Canadá, o en Groenlandia, que es más pequeña de lo que parece en los mapas, acláreme eso, míster Vince, ¿por qué hacen siempre que Groenlandia parezca más grande de lo que es en los mapas, a no ser que estén haciendo algo que no quieren que sepamos, entonces, qué quiere, le escarcho los agujeros o los espolvoreo sin más?

—Espolvoréalos sin más.

—¿Ve?, con los cadáveres humanos tienen que tener cuidado, está claro, así que incineran los cuerpos para eliminar cualquier posible traza de enfermedad, y los implantes, y no sé qué hostias más, pero ¿sabe usted lo que hacen con los monos, míster Vince? ¿Lo sabe? ¿Lo sabe? ¿Lo sabe?

Vince mantiene la boca cerrada.

—Los monos los machacan y los añaden a las reservas de carne, sin que nadie se entere. En la mitad de los restaurantes del país pides un taco, ¿y sabes qué estás comiendo?

Vince considera prudente no responder.

—Mono, tío. Puto. Mono.

De modo que uno construye su vida con los materiales que tiene a mano. Se forman pautas (freír, glasear, rellenar de mermelada) y el orden genera confort, sobre todo esos días en que uno no puede dejar de contar difuntos. (Ardo Ginelli. Cuarenta y ocho). Freír, glasear y rellenar. No hay motivo por el que esta secuencia tenga que ser menos satisfactoria que cualquier otra; pongamos por caso, cortar, succionar, suturar. Cargar las bandejas, sellar las cajas y saludar al tipo de la furgoneta de reparto, que siempre, siempre dice lo bien que huele aquí dentro, como si desde ayer le hubiera dado tiempo a olvidarse.

El cartelito de «Abierto» se enciende con un chispazo y las luces del comedor refulgen incandescentes. La primera oleada está formada por hombres: basureros, polis, viudos y borrachos, echándose el aliento en las manos, quitándose guantes de punto y gorros de lana. Vince la contiene a fuerza de bollos calientes, barritas de jarabe de arce y humeante café negro, y aguarda la siguiente oleada de clientes habituales, gente que duerme más profundamente: hombres casados, tipos jubila dos, oficinistas de rosquillas normales, cafés normales con cantidades normales de crema y azúcar que se sientan en el mismo sitio de siempre a las mesas de formica fumando sus cigarros normales. Vince disfruta de la hegemonía de su conversación al mismo tiempo que hace oídos sordos al contenido, truco aprendido de Tina, su antigua novia, que era actriz cuando no estaba haciendo de ayudante de abogado para su hermano, Benny. Tina conseguía la mayoría de sus trabajos de actriz en las viejas casas infectas del Village y SoHo, pero una vez le dieron un pequeño papel en una gran producción de Broadway, como figurante en un par de escenas. Vince estaba tan orgulloso de ella que acudió todas las noches; cuanto más veía la obra, más le gustaba, adoraba la previsibilidad y las diferencias sutiles dentro de la igualdad; a lo mejor un actor hacía una pausa antes de soltar su frase, o cambiaba la inflexión, entraba un segundo antes o después. Una noche, uno de los habituales se presentó con una taza de café de mentira. ¡Así mismo! ¡Café! Y mientras se desarrollaba la acción (la obra iba de una familia que tenía un restaurante; había un hermano gay, otro que estudiaba para sacerdote, y una hermana soltera y embarazada), los extras seguían venga a hablar, ajenos a todo. Vince le preguntó a Tina de qué hablaban los demás figurantes y ella cuando estaban en el segundo plano de alguna escena particularmente populosa en un restaurante. Tina respondió que supuestamente debían limitarse a farfullar incoherencias para hacer ruido de fondo y mover los labios. La novia de Vince repetía, una y otra vez: «plátano, manzana, fresa». O cambiaba el orden: «fresa, manzana, plátano».

De modo que Vince empezó a imaginarse que eso era lo que había estado diciendo la gente en la calle durante tantos años: plátano, manzana, fresa. Parecía confirmar lo que había sospechado siempre: que la gente corriente, los ciudadanos de a pie (maestros, bomberos, contables) eran meros extras en la vida de tipos como él. Eso era lo que parecía siempre la vida normal, una colección de palabras y conceptos sin sentido: trabajo, matrimonio, hipoteca, ortodoncista, APA, caravana. ¿Qué tal? Bien. ¿Cómo estás? Bien. Qué tiempo más bueno que tenemos. Plátano, manzana, fresa. Freír, escarchar, rellenar. Plátano, manzana, fresa.

Pero hoy escucha las conversaciones de los clientes habituales (dos tipos camino del vertedero en busca de una lavadora; uno que le aconseja a otro que invierta en oro; una mujer que enseña fotos de sus nietos) y piensa que es posible que haya alguna lavadora aún útil en el vertedero, que los nietos de la señora deben de ser adorables, que el oro es una gran inversión. Hace falta no poco valor para llevar una vida normal.

En Rikers, en la puerta de la biblioteca, había un póster inspirador. Mostraba el cielo de noche, y al pie las palabras: «La comunidad humana se compone de millones de luces diminutas».

La comunidad humana… de noche, en el pabellón (en las instituciones penitenciarias se duerme como bajo los efectos de la morfina, sin sueños y frío), Vince se imaginaba un sitio real, una ciudad en alguna parte que pudiera ver realmente, como las de los viejos programas de la tele Déjaselo a Beaver y Ozzie y Harriet, una ciudad de los años cincuenta donde siempre había dos padres y las casas tenían una cerca de estacas alrededor, donde los policías sonreían y se tocaban la visera para saludar.

Y ahora… aquí está. En Spokane, Washington.

Tic ha terminado de fregar y está guardando los platos. Vince va a su taquilla y coge el libro de bolsillo (siempre lee durante el descanso para el café), pero en vez de eso se acerca al fregadero, suelta el libro, apoya un pie en un taburete y enciende un cigarro. Mira fijamente a su joven ayudante.

—¿Puedo preguntarte una cosa, Tic?

La atención pone nervioso a Tic.

—¿Cuántas personas muertas dirías tú que conoces?

El joven retrocede un paso.

Vince cambia el peso a la otra pierna. Esto no es lo que quería preguntar, necesariamente. Baja el pie del taburete.

—No me refiero, específicamente, a cuántos difuntos. Lo que quiero decir es si alguna vez se te mete alguna idea loca en la cabeza… como hoy, que no paro de pensar en cuántos fiambres conozco. ¿Alguna vez te pasa algo así?

Tic se inclina hacia delante con gesto serio.

—Todos los putos días, tío.

No dejes nunca que tu trabajo interfiera con los negocios. Ese podría ser el lema de Vince, si creyera en ellos. A mediodía ha terminado la jornada en la Rosquilla Te Da Hambre y cierra el local. Afuera, a la fría luz azul del día, se siente mejor; aunque sigue sin dejar de contar. Todo este asunto es como una canción popular que no se puede sacar de la cabeza. Cincuenta y siete según el último recuento (el padre de Ann Mahoney). Se encamina hacia el sur, cruza el río y mira una vez más de reojo por encima del hombro. Al final entra en una pequeña tienda con la fachada de ladrillos, cuyo cartel de letras estarcidas reza: «Doug. Pasaportes, fotografías y souvenirs».

Hay un universitario sacándose fotos. Vince se sienta en el mostrador, agarra una revista y espera a que Doug (obeso, con la barba cana y la cara colorada, como un hijo descarriado de Papá Noel) termine de preparar el carné falso.

—¿Cómo lo llevas, Vince?

Vince pasa de él y sigue leyendo un artículo acerca del nuevo Ford Escort, el cual supuestamente consume cinco litros a los cien, pero es más espacioso que el Chevette. Todos los coches se están volviendo enanos y mazacotes. ¿Desde cuándo? Parecen tarteras para la comida. Los ladrones de coches deben de estar pasándolo mal. ¿Dónde se coloca una tartera de cuatro cilindros?

Doug sella el nuevo carné de conducir del chico, lo agita para que se seque y se lo entrega. Veinte pavos por las molestias.

—Si algún camarero te pilla, le dices que lo conseguiste en Seattle, ¿me oyes?

El chaval no levanta la mirada de su carné nuevo. Al final, sonríe, todo aparato corrector y hoyuelos. Cuando por fin se marcha, Vince deja la revista encima del mostrador.

—¿Tienes algún número para mí? —pregunta Doug. Coloca sus grandes posaderas en un taburete detrás del mostrador. Vince le pasa una hoja de papel llena de nombres y números procedentes de la última remesa de tarjetas de crédito robadas.

Doug recorre la lista con el dedo.

—¿Te va bien el lunes para estas?

—Vale.

Doug cambia de pie su considerable peso, abre un cajón y saca un puñado de tarjetas de crédito falsas, confeccionadas a partir de la última partida de números de Vince.

—¿De dónde sacas tantas? Es imposible que robes todos estos números en la tienda de rosquillas.

Vince no contesta.

—¿Es así como lo hacen en Back East?

Vince no contesta.

Doug frunce el ceño mientras repasa los números.

—Joder, tío, ¿a qué viene este mal genio?

—No tengo mal genio.

—¿Entonces por qué no me dices de dónde sacas los números?

Hay una nota de indiferencia forzada en la pregunta. Vince recoge las tarjetas falsas y le entrega a Doug un canutillo de billetes.

—Venga —insiste Doug mientras cuenta el dinero—. Tengo derecho a saberlo.

Vince se guarda las tarjetas en el bolsillo.

—O sea, me hago una idea aproximada de cómo funciona —dice Doug—. No me he pasado los últimos seis meses en Babia, ¿sabes?

—Está bien. ¿Por qué no me explicas cómo funciona?

—Bueno, consigues estas tarjetas en alguna parte. Anotas los números y devuelves las tarjetas para que sus propietarios no denuncien el robo. Yo hago copias de ellas. Tú te las llevas, compras mierda con ellas, vendes la mierda y luego vendes las tarjetas. Así cobras dos veces. ¿Tengo razón?

Vince no contesta. Se dispone a marcharse.

—Venga ya —se ríe Doug—, que somos socios. ¿Qué te crees, que voy a por ti?

Vince se detiene y se da la vuelta, despacio.

—¿Alguien quiere que vayas a por mí?

Doug endereza la espalda.

—¿De qué me hablas?

—¿De qué estás hablando tú?

—No estoy hablando de nada. ¡Dios! Levanta ese ánimo, Vince. No seas tan paranoico.

Otra vez esa palabra. Vince se lo queda mirando fijamente un momento, antes de salir a la calle. Vuelve a mirar por el escaparate. Doug silabea de nuevo la palabra «paranoico».

Hay un viejo, Meyers, que regentaba un taller de desguace allá en casa. Este tal Meyers solo trabajaba con inmigrantes vietnamitas recién llegados al país porque podía pagarles menos y, según él, América los ponía demasiado nerviosos como para jugarle una mala pasada. Se sentaba en una mecedora enorme mientras los chavales vietnamitas robaban coches para él, los desmontaban y distribuían los componentes por toda Nueva Jersey. Y les pagaba una miseria. Hasta que un buen día Meyers sencillamente desapareció. Al día siguiente había un viejo vietnamita regentando el taller de desguace, sentado en la mecedora. Se puede extraer una lección de todo ello, algo acerca de la condescendencia. O sobre las mecedoras, tal vez. ¿Y cuántos van ya? ¿Cincuenta y ocho?

Vince Camden va a todas partes a pie. Después de dos años sigue sin cogerle el tranquillo a esto de los coches; todo el mundo conduce a todos lados, hasta las damas. En esta ciudad, cinco tipos llegan conduciendo a una taberna en cinco coches, se toman una cerveza, montan en sus cinco coches y conducen tres manzanas hasta la taberna siguiente. No solo es un despilfarro. Además es grosero. La gente dice que es por los inviernos tan rigurosos de Spokane, que son un cruce entre la Nueva York septentrional y Plutón. Pero aparte de un puñado de sitios en Florida y California, el tiempo es un asco en todas partes. En todas partes hace demasiado calor, o demasiado frío, o demasiada humedad, o demasiado lo que sea. No, aunque haga frío Vince prefiere andar, como ahora, alejándose de la fachada de la tienda de Doug en dirección al centro, que se cierne frente a él, un par de modernos pedazos de cristal y acero de veinte plantas rodeados de retacos de piedra y ladrillo. Le gusta ver los edificios así, apiñados a lo lejos, el atisbo de cornisas y columnas; la imaginación se encarga de rellenar los huecos.

Vince hace un alto en un pequeño restaurante, pide café y se sienta solo en una mesa, mirando por la ventana, mordisqueándose una uña. Dos veces en el mismo día: esa palabra. «Paranoico». Sin embargo, ¿cómo puede saber uno si está siendo paranoico cuando preocuparse por si se está paranoico es un síntoma de paranoia? No es el hecho de que Doug le haya preguntado de dónde saca las tarjetas de crédito, ni que Lenny apareciera en el callejón con dos días de adelanto, aunque cualquiera de estas cosas le haría sospechar de todos modos. Es esta sensación que no consigue sacudirse de encima desde que se levantó, la impresión de que están jugando con él, de que le ha llegado la hora. ¿Y si la muerta está justo ahí fuera, en algún punto prefijado, esperando a que pases por debajo de ella como un piano colgado sobre la acera? Se siente como una ficha de ajedrez, como un caballo que ha salido sin apoyo y está siendo perseguido alrededor del tablero por los peones del otro bando. Puede eludir a los peones, pero presiente otras fichas, fichas más grandes, fichas más importantes; un movimiento, dos, tres. Transcurrido un minuto, Vince se acerca a la parte delantera del restaurante y mete una moneda de veinticinco centavos en el teléfono público. Marca.

—Hola. ¿Está en casa?

Espera.

—Soy Vince. ¿Te apetece una partida de ajedrez?

Escucha.

—Bah, venga ya. ¿Por qué tengo que hacerlo así?

Escucha.

—Dios. Vale, vale… Veinticuatro catorce al habla. Tengo que entrar. Ea. ¿Así está bien?

Escucha.

—Tengo que verte ahora. Hoy.

Escucha.

—Por supuesto que se trata de una emergencia. ¿Qué te crees?

Cuelga, vuelve a la mesa y se acaba el café. Se sube la cremallera de la cazadora y sale del local. Camina con la cabeza echada hacia delante, en dirección al centro. Hace frío y sol, y la combinación lo anima en cierto modo; inspira hondamente por la nariz y contempla los esqueléticos árboles sin hojas, la franja de avenida negra que conduce al centro de la ciudad. Es una ciudad realmente bonita a su manera. No tanto a nivel arquitectónico como por sus contrastes: destellos de estilo contra esas escarpadas montañas y los árboles urbanos, y a través de todo, el río; una espesura casi civilizada con unas cuantas toneladas de cemento, asfalto y ladrillo. Un lugar de verdad. Camina sin mirar atrás, nada típico en él.

Si mirara atrás, no le gustaría lo que iba a ver. Dos manzanas a su espalda, el Cadillac borgoña de Len Huggins aparca delante de Doug. Pasaportes, Fotografías y Souvenirs.

Doug se acaricia el mentón.

—¿Cuánto?

—Dice que gratis. —Lenny se quita las gafas de sol—. O sea, «de balde».

—Ya sé lo que significa. ¿Quién es este tipo?

—Nadie. Ray, se llama.

—¿De dónde es Ray?

—De Back East, igual que Vince. Acaba de llegar a la ciudad.

—¿Qué hace aquí?

—No sé, tío. No me lo ha dicho.

—¿Pero se gana la vida con esto?

—Eh, claro. Mueve los hilos.

—¿Los hilos?

—Así lo llaman.

—¿Los hilos?

—Que sí, eso es lo que dice. Trabaja para una gente muy seria de allá.

—¿Seguro que no es un poli?

—No es ningún poli, Doug. Este tipo no.

—No sé.

—Mira. El tío quiere hacerlo de gratis. ¿Cómo vamos a decirle que no?

—No se dice «de gratis», Len. Solo «gratis».

—Qué más da. Mira, este tal Ray dice que en Back East llevan todo esto de las tarjetas de crédito de otra forma. Vince se está sacando más dinero del que nos da. Eso no está bien. ¿Y encima no nos dice dónde consigue las tarjetas? Eso tampoco está bien. Se supone que somos socios y nos oculta información, tío.

—Es que… Vince me cae bien.

—A mí también. Vince le cae bien a todo el mundo. Esto no tiene nada que ver con Vince.

—¿Qué vamos a hacer, entonces?

—Nada.

—¿Nada?

—Le decimos adónde tiene que apuntar la pistola y listo.

Basta con pasear por cualquier manzana de Spokane para ver en el diseño de la ciudad cómo se asentó esta; una lenta riada de hogares, a lo largo de ciento cincuenta años, llenando primero el barranco del río, de oeste a este, encaramándose luego a las cornisas, crestas y colinas: hacia fuera y adelante, norte, sur, este, y generalmente hacia arriba. El centro, siete manzanas por quince de ladrillos, adoquines y terracota, cubre la primera cornisa, y detrás, más arriba, están los vecindarios de casas de estilo victoriano, Tudor y artesanal, detrás de ellas está el decó, las casas de campo y los chalés, y detrás de estos las cabañas, ranchos y dúplex, vecindarios que han empezado a desbordar las laderas más lejanas de las montañas de enfrente.

En el centro de esta expansión se encuentran las cataratas nacaradas alrededor de las cuales se condensó la ciudad, y dos manzanas por encima de los saltos de agua se yergue el Palacio de justicia Federal, una sosa caja de nueva factura, de diez plantas de altura. En un despacho del sexto piso, a ambos lados de un tablero de ajedrez, se sientan Vince Camden y un fornido alguacil que responde al nombre de David Best. Vince ha sacado un peón, y el alguacil Best tiene la mano encima del caballo de la reina y está considerando la posibilidad de amenazar el peón de Vince. Pasea la mirada por todo el tablero, por encima y por debajo de su brazo, saltando de una ficha a otra con los ojos.

—¿Piensas mover ese caballo o le estás haciendo caricias?

—Un momento —dice David. Tiene cincuenta años y los aparenta; sobrepeso, canas, rubicundos los carrillos y la nariz, calva la coronilla. Lleva puestos unos pantalones arrugados, una chaqueta de espiguilla, y una gruesa corbata de punto afianzada con un nudo capaz de estrangular al mismo caballo que está dudando si mover o no. Al final, David saca el caballo y amenaza el peón de Vince.

Vince saca su caballo inmediatamente para proteger su movimiento anterior. Pulsa un contador imaginario.

—¿Qué tal Christensen?

—¿Vince Christensen?

—¿Carver?

—¿Vince Carver?

—¿Claypool?

David apoya la mano en un peón y vuelve a examinar el tablero entero de nuevo, mirando por debajo de su brazo en ambas direcciones mientras sopesa su movimiento.

—Mira, no puedes cambiarte el nombre cada seis meses. Las cosas no funcionan así.

—¿Funcionarán mejor si alguien me mata?

—Venga ya. ¿Quién va a matarte, Vince?

—Ya te lo he dicho. Camden es una ciudad de Nueva Jersey. ¿No? ¿Vince «Camden»? Lo mismo podría llamarme Vince Capone. ¿No crees que lo averiguarán?

David levanta la cabeza del tablero.

—¿Quién?

—¿Qué?

—¿Quién va a averiguarlo? Cada seis meses te presentas aquí pensando que alguien va detrás de ti. La última vez…

—Ya, pero esta vez…

—La última vez casi matas a aquel pobre tipo de la empresa telefónica.

—¡Se pasó cuarenta minutos en el poste que hay delante de mi casa! Ya me dirás tú qué hace un tipo en un poste del teléfono durante cuarenta minutos.

—¿Arreglar la línea?

—Lo único que digo es que esta vez…

—¡Esta vez! —David abre los brazos—. ¿Quiénes son estas personas que te persiguen, Vince? He revisado tu caso. Nadie va detrás de ti.

Vince se lo queda mirando.

—La gente contra la que testificaste ni siquiera existe ya. Bailey está muerto. Crappo está muerto. Y el único tipo que tenía alguna relación… ¿cómo se llama? El viejo, ¿Coletti? No era nadie… un mandado. Un viejo. No cumplió ni un solo año después de que lo condenaran. Y ahora está jubilado. En serio, me sorprende que te pusieran en el programa. No veo dónde entra en juego la protección en este sistema de protección de testigos. —David mira fijamente a Vince; sus dedos gruesos como lombrices descansan encima del peón.

—Como sigas sobando esa cosa, a lo mejor se excita y se transforma en alfil.

David mueve el peón finalmente. Se retrepa en la silla y se sube las gafas sobre el puente de la nariz.

Vince coloca un caballo en su sitio.

—Tú pon en tu librito que vine —dice—. Así, cuando me finen, podrás explicarles a tus jefes por qué no hiciste nada.

Esto termina de cabrear a David. Se pone rojo como un tomate. Se repantiga y mira por encima del tablero con cara de pocos amigos. Al cabo, se echa el pelo hacia atrás y se levanta con esfuerzo, se dirige a un archivador, abre un cajón y regresa con una carpeta de papel manila, en la que se puede leer «Protes».

—Hay tres mil doscientas personas en este programa, Vince. ¿Sabes cuántas hemos perdido? ¿Cuántos testigos han sido asesinados después de que los recolocáramos?

Vince levanta la cabeza.

—Cero. Ni uno. —David abre la carpeta—. Todos los meses recibimos informes de nuestros servicios de espionaje, de teléfonos pinchados, informadores y corresponsales. Cada vez que detectamos una amenaza o se pone precio a la cabeza de alguien, lo anotamos. Cada vez que se menciona el nombre de alguno de nuestros testigos, lo apuntamos, catalogamos y mandamos un informe a los de arriba. A cada uno de los testigos se le asigna un número que se corresponde con esta evaluación del peligro que corre, del uno al cinco. ¿Sabes lo que dice tu evaluación, Vince?

Se encoge de hombros.

—Cero. Ningún riesgo pertinente. ¿Sabes cuántas veces ha surgido tu nombre en los informes de nuestros espías desde que entraste en el programa?

Mira a su alrededor.

—Cero. Ni una sola. En cuatro años: nada. No te han mencionado en ninguna conversación. Nadie ha dicho siquiera «ese tipo sí que sabía aguantar la cerveza». Vince, nadie quiere matarte porque ya nadie se acuerda de ti. A nadie le importa. En serio, para ellos, matarte no vale la pena. Tienen peces más gordos que pescar. —David vuelve a sentarse. Su silla cruje; él resuella.

Se hace el silencio en la estancia.

—Mira, lo siento.

Vince se encoge de hombros.

—A lo mejor tienes razón. Es solo que… —Levanta un peón para moverlo, lo coge y se lo queda mirando—. Llevo todo el día sintiéndome como si hubiera alguien espiándome, manipulándome. ¿Alguna vez te sientes tú así, David? —Ladea la cabeza—. ¿Como si alguien supiera qué vas a hacer antes de que lo hagas?

—No. Yo nunca me siento así. La gente cuerda no se siente así, Vince. La gente cuerda no se cambia de nombre porque haya tenido un mal día. —David estudia el rostro de Vince, se empuja las gafas y se inclina hacia delante—. Tal vez debas ver otra vez al doctor Welstrom. Nada más que para hablar de…

—No.

—Esto suena igual que los problemas que ya has tenido antes, Vince, miedo irracional, ansiedad…

—David…

—No es fácil acostumbrarse a una vida nueva…

—No.

—Sobre todo si se deja atrás todo. Estilo de vida. Amigos. Tu novia. ¿Cómo se llamaba? Era actriz, ¿no? ¿Tina?

—¿Es esto necesario? —Vince levanta los brazos—. ¿No podemos jugar al ajedrez, sin más?

—Vale. —David asiente—. Perdona. —Contempla el tablero—. ¿Qué tal el trabajo?

—Está bien.

—Porque, a veces, puede ser duro renunciar a otra vida más interesante a cambio de, en fin…, rosquillas. ¿Sabes lo que te quiero decir?

—¿Qué juegas igual que mi abuela?

David sonríe a su pesar, pone una mano encima de su alfil y empieza a estudiar el tablero de arriba abajo una vez más.

—A lo mejor lo que necesitas son entretenimientos nuevos, Vince. Deberías aprender a jugar al golf. Además, ¿qué haces en tu tiempo libre?

—Juego a las cartas. Leo un poco.

—¿Qué lees?

—Comienzos de novelas.

David levanta la cabeza.

—¿Por qué no las terminas?

—No sé.

Vince se retrepa en la silla y mira fijamente por encima de la cabeza de David a un retrato que cuelga de la pared tras el corpulento alguacil. En el cuadro, el presidente Jimmy Carter, sombrío con un traje gris, escudriña a Vince; el cabello rubio del presidente se ha teñido de canas, tiene los labios apretados, reprimiendo la sonrisa dentuda que ha sido objeto de tantos chistes; su rostro revela una blandura, una gravidez, que hace cuatro años no estaba ahí. ¿El hombre más poderoso del inundo?

Vince es incapaz de apartar la mirada. La cara de Jimmy Carter tiene algo, la cualidad de una persona ajena al asunto perdida en el meollo de la cuestión, algo familiar que Vince no ha considerado nunca antes (y algo acerca de este hombre, este presidente, acerca de los límites del poder y el peso de la responsabilidad), pero justo cuando el pensamiento se forma en su cabeza, a Vince se le escapa y oye la voz de David: «A nadie le importa».

Bailey y Crappo están muertos. Por supuesto. Todavía puede verlos en el juicio, algo aburridos, en absoluto sorprendidos porque Vince vaya a testificar. Ni siquiera enfadados. Simplemente cansados. El fiscal: «¿Se encuentran hoy en la sala los hombres que conspiraron con usted para comprar esta mercancía con tarjetas de crédito robadas?». Vince señala a Bailey y a Crappo. Dios, y ahora los dos están muertos. Bailey sufrió un ataque al corazón. Y a Crappo lo pincharon cuando intentaba parar una pelea. ¿Cómo se le podían haber olvidado esos dos? Eso hace sesenta. Y sesenta y uno.

Vince mira el tablero, donde la mano de David descansa aún en su ficha.

—¿Piensas casarte con ese alfil o solo vivís juntos los dos?

Son más de las cinco y comienza a oscurecer cuando Vince llega a casa tras visitar el Palacio de justicia Federal y una taberna para tomar un plato de sopa. Abre la puerta y ve el correo del día bajo la rendija, en el suelo del vestíbulo, enfrente de él. Hay un sobre de papel manila sin remitente. Del cartero. Justo a tiempo. Gracias a Dios por eso, al menos.

La casa que alquila es pequeña y cálida, un modelo de los años treinta, de tejado a dos aguas y una sola planta, que se apoya en un porche del tamaño de un ataúd, apuntalada por un par de columnas de pino de diez por diez; el conjunto en su totalidad es un monumento a la falta de expectativas. El salón está enmoquetado; Vince se quita los zapatos y enciende el televisor. La imagen se centra en el rostro del presidente Carter, de pie tras un podio, cansado, con los ojos hundidos en las cuencas: «Las mejores armas son aquellas que nunca se disparan en combate, y el mejor soldado es aquel que nunca tiene que dejarse la vida en el campo de batalla. La paz requiere fuerza, pero ambas deben ir de la mano».

Ah, claro. El debate. Guay. Vince sube el volumen y se dirige a la cocina. Deja el correo encima de la mesa y saca una Oly del frigorífico. La abre, lee el pasatiempo del tapón de la botella («Pienso, luego resisto») y le pega un buen trago. Luego deja la cerveza en la pequeña mesa de la cocina, junto al correo, y abre el cajón que hay debajo del fregadero. Saca una caja de verdura y la deposita al lado de la botella.

Dentro de la caja guarda su último proyecto, la mejor idea que se le ha ocurrido nunca; tiene el potencial de retirarlo del negocio de las tarjetas de crédito de una vez por todas. Vince saca seis tarros de mermelada Kerr, una balanza, un cubo grande de cenizas y una caja de puros llena de hojas y tallos de marihuana. Pesa sesenta gramos de maría y los introduce en uno de los botes de Kerr. A continuación coge una cuchara sopera y rellena el resto del tarro con la ceniza gris, prensándola alrededor de la droga. Una vez lleno el bote, le coloca un tapón y lo sella con una etiqueta blanca y morada cuyos caracteres impresos anuncian:

MONTE SANTA COMPOTA

Auténticas cenizas volcánicas del Monte St. Helens en un frasco de mermelada decorativo Envasado y etiquetado en Spokane, WA

Debajo, en letra aún más pequeña:

No apto para el consumo. Uso meramente decorativo.

Su plan consiste en enviar la ceniza volcánica a Boise y Portland, donde dos tipos que conoce cribarán, refinarán y venderán la droga. Y lo mejor de todo es que venderán la ceniza de verdad a los turistas. Esa parte siempre le hace sonreír. Por lo general hay que contratar mulos para transportar la mierda, y soportar sus trapicheos: una poca que venden por aquí, otra poca que se fuman por allá. Y vivir con la preocupación constante de que los trinquen y suelten tu nombre. No: si se puede conseguir que el Gobierno de los Estados Unidos la transporte por ti, los gastos de envío se reducen en un veintiséis por ciento cada cien gramos, cantidad que la ceniza cubre más que de sobra. Vince había pensado en distribuir la droga en salmón ahumado, pero esto es mucho más fácil y barato, y los clientes no pueden quejarse del olor a pescado de su hierba. Lo mejor de todo es que hay un suministro casi interminable de ceniza en las cuentas; incluso ahora, cinco meses después de la erupción del Monte St. Helens, un millar de andrajosas tiendas de souvenirs venden esa mierda en bolígrafos, botellas de Coca-Cola y ceniceros. Así que, ¿por qué no tarros de mermelada?

Con dos frascos de Monte Santa Compota llenos y la cerveza vacía, Vince se acerca a la nevera y coge otra botella.

Se sienta en la mesa a ver la televisión. Ahora está hablando Reagan, vestido de oscuro, entrecortado y teatral, leyendo casi, pero no del todo: «He estado en el South Bronx, en el sitio exacto donde estuvo el presidente Carter en 1977… una ciudad arrasada… edificios grandes y enjutos como esqueletos. Ventanas rotas; en una de ellas habían pintado “Promesas rotas”; en otra, “Desesperación”. Ahora cobran dinero a los turistas que quieren contemplar esta tremenda desolación. Hablé brevemente con un hombre que me hizo una simple pregunta: “¿Tengo motivos para esperar que algún día pueda volver a cuidar de mi familia?”».

¿Tengo motivos para esperar? Esa sí que es buena. Intenta imaginarse a cualquier desgraciado del Bronx formulando la frase: «¿Tengo motivos para esperar?»… No me jodas. Vince mira el correo, el sobre de papel manila del cartero, dos facturas, dos panfletos electorales y un sobre pequeño de la auditoría del condado. Este es el primero que abre. En la parte superior pone: «Certificado de registro». Vince le da la vuelta:

Por la presente se da fe de que Vincent J. Camden… está registrado como votante del distrito 1 00342.00 del Condado de Spokane, Washington.

La tarjeta muestra además la dirección adonde se supone que tiene que ir a votar, un pequeño colegio católico próximo a su casa.

De modo que puede votar, así de fácil. O, mejor dicho, Vince Camden puede votar. Suelta la tarjeta, la vuelve a coger. Los alguaciles mencionaron algo acerca de limpiar el historial de Vince y restaurar su derecho a voto si colaboraba con el Gobierno. Pero estaba metido en tanta mierda, tan preocupado por que pudieran eliminarlo, que sinceramente no le prestó mayor atención. ¿Qué significa votar para un tipo que ha vivido la vida que ha vivido él, un tipo que intenta salvar el pellejo? Pero ahora ahí está, casi tres años después, con un registro de votante en el buzón.

No puede evitar preguntarse qué significa, si no habrá también implicaciones ocultas.

Vince abre la cartera y guarda el documento de registro junto a su inmaculada tarjeta de la seguridad social.

A continuación abre el sobre de papel manila del cartero. La cosa va así: el cartero está atento a cualquier tarjeta de crédito nueva que llegue al correo y las mete en un sobre de papel manila para Vince, que abre los sobres al vapor, anota los números, vuelve a guardar las tarjetas y sella otra vez los sobres con pegamento en tubo. Las tarjetas llegan a sus propietarios, y suele pasar entre uno y dos meses antes de que se den cuenta de que hay alguien más cargando mierda a su cuenta. Para entonces, Vince ya se ha deshecho de las tarjetas.

Este cargamento pesa poco: salen seis sobres sin abrir de MasterCard y American Express. Puede palpar las tarjetas de crédito rígidas en su interior. Un papelito blanco doblado se cae del sobre y revolotea hasta la mesa, casi del mismo tamaño que su tarjeta de registro de votante. Se queda mirando fijamente la nota del cartero. No, algo va mal.

El miedo no ocupa lugar.

Vince contempla la nota y siente la tentación de ignorarla. Esto no le hace ninguna falta. No después del día que ha tenido. Al final, la coge y la lee:

Tengo que, verte. Mañana. A las tres. Donde siempre. Es importante.

No. Mal. Vince se reúne con el cartero los lunes. Se vieron ayer. Le pagó y le dio algunas tarjetas para que las devolviera al correo. Los lunes. Nunca se ven ningún otro día. Mañana es miércoles. Algo va mal. De golpe y porrazo, el recelo, el temor, la paranoia (lo que sea) regresan.

Quizá tenga que ver con haber vuelto a casa, donde empezó el día con pensamientos tan preocupantes, o quizá se deba a la combinación de haber recibido el registro de voto y la nota del cartero, pero Vince presiente que lo aguarda algo siniestro, puede saborear el temor con el que se despertó esta mañana y tiene la certeza de que lo han encontrado. Van a matarlo.

Cuando uno está muerto, el mundo sigue adelante sin él, es devorado como una piedra en aguas negras. Bueno, ahí queda eso.

Levanta la cabeza para ver a una estricta Barbara Walters en la mesa de moderación del debate; los demás están atentos a su enorme cabeza, que está ladeada y seria: «Señor presidente, esta noche la mirada del país está puesta en los rehenes de Irán. Me doy cuenta de que es un punto delicado, pero la cuestión de cómo responder a las acciones terroristas va más allá de esta crisis actual».

Vince piensa en Lenny (estás paranoico, tío) en Doug (¿crees que voy a por ti?) y en David (a nadie le importa). Tienen razón. Todos. Está paranoico. Y van a por él. Y a nadie le importa. El frío le clava las espuelas en los flancos. Jimmy Carter se muerde el labio y ladea la cabeza con gesto comprensivo: «Barbara, una de las plagas de este mundo es la amenaza y las actividades de los terroristas… Nos comprometimos a tomar severas medidas contra el terrorismo. El secuestro aéreo fue uno de los elementos de ese compromiso. Pero, en última instancia, la amenaza terrorista más seria es si alguna de esas naciones radicales como Libia o Irak, que creen en el terrorismo como política, llegara a desarrollar arsenales nucleares».

Mientras nos fijamos en las pautas pequeñas, los grandes movimientos se nos escapan. Estamos tan absortos en las pequeñas olas de lo nuevo y el recuerdo que pasamos por alto las grandes mareas de la historia.

Vince se pone de pie y siente el pulso en los oídos. Vale. Piensa. Piensa. ¿Quién está detrás de todo esto? ¿Quién tiene más que ganar? El problema de las conspiraciones es que solo los locos pueden verlas. Por eso funcionan, porque hacen añicos la verdad y solo los chiflados pueden mirar esos pedazos y ver el conjunto. ¿Pero quién va a hacer caso a un chiflado? ¿Has perdido un tornillo? Vince se frota la sien. Has perdido un tornillo, ¿no es eso?

Ronald Reagan no puede esperar a responder: «Has hecho esa pregunta dos veces. Creo que deberías obtener al menos una respuesta. De un tiempo a esta parte se me ha acusado de tener un plan secreto relacionado con los rehenes… Tu pregunta es difícil de contestar porque, en la situación actual, nadie quiere decir nada que de algún modo pudiera retrasar el regreso de esos rehenes».

Vale, asumamos que David está en lo cierto y no es alguien de la antigua pandilla quien quiere eliminar a Vince. Alguno de los chicos de Vince podría estar intentando sacar más tajada, o aumentar la cantidad de tarjetas de crédito en juego. ¿El cartero? Ni hablar. No tiene ni idea. Eso deja a Doug y Lenny. Le cuesta imaginarse que Len pueda tener la cabeza necesaria, o Doug las pelotas. Los dos parecen inofensivos. Empero, hay un antiguo proverbio siciliano que Coletti solía citar: «El enemigo que sonríe es el enemigo a temer».

Esto no hace falta que se lo digan al presidente Carter: «Esta actitud es sumamente peligrosa y beligerante en su tono, aunque se exprese en voz baja». Y quizá sea esa última frase («en voz baja») lo que por fin obliga a Vince a salir de su ensimismamiento y escuchar el suave ronroneo que hace medio minuto que oye. Un coche esperando con el motor en marcha.

En ciertos grupos (operativos políticos, bandas criminales, chicas de instituto) cualquier susurro es una conspiración. Por eso no debería sorprenderle a nadie que los muchachos de Reagan le hayan echado el guante a los apuntes para el debate de Carter y los hayan aprovechado para entrenar a su candidato. Ni que Reagan esté moviendo los hilos en la sombra para asegurarse de que no liberen a los rehenes hasta después de las elecciones.

¿Y qué hay de Vince, agazapado delante de las cortinas apartadas, mirando a su alrededor en busca de un arma de cualquier tipo? ¿Qué complots revolotean a su alrededor, qué corrientes de malevolencia, codicia y siniestro azar? Y lo más importante: ¿Quién está en el coche que espera con el motor en marcha enfrente de su casa?

Vince cruza a gatas el césped helado. No reconoce el vehículo, un Impala de comienzos de los setenta. Empuña una delgada tubería de plomo, fría en sus manos, que encontró debajo del fregadero. La hierba cruje bajo su peso. Vince se aleja del coche, avanza en dirección a la casa de su vecino, camina paralelo a una línea de setos, emerge directamente detrás del coche y se traga una bocanada de monóxido de carbono. Hay una pegatina en el coche: «¡Freno por Sasquatch!». Vince se agazapa y camina de lado, sopesa la tubería una vez más y exhala a pequeños intervalos. Vale. Bien.

Llega al parachoques trasero sin que el conductor lo vea. Bien. Se agacha más todavía. El único ocupante del vehículo está fumando, mirando al frente. Vince cierra los ojos, cuenta hasta tres y corre hasta la puerta del conductor, la abre y saca al tipo agarrándolo del pelo; lo tira en la hierba, su cigarro suelta chispas y sale volando por encima del césped mientras él retrocede gateando de espaldas.

Solo es un crío, no tendrá más de dieciocho años, el pelo rojo, largo y lacio, y una chaqueta azul de deporte que ostentaba una gran eme amarilla.

—¡Lo siento! —dice, y se cubre la cabeza.

Vince levanta la tubería, pero no golpea con ella.

—¿Estás solo?

—Sí. Dios. No me pegue.

—¿Te ha dicho alguien que aparques delante de mi casa?

—Sí. Me dijo que esperara aquí.

—¿Cómo te llamas?

—Everett.

—Everett, como no me digas quién te envía, te abro la cabeza.

—Nicky. Nicky me pidió que esperara al final de la manzana.

—¿Quién es Nicky?

—¿Qué?

—Nicky. ¿Quién demonios es Nicky?

—Por favor, señor. No lo haga. Ya me voy.

—¿Quién… es Nicky?

—Bueno, supongo que es su hija, señor.

Vince la ve entonces, una niña del barrio. Quince, dieciséis a lo sumo. Subiendo por el pozo de entrada del sótano de una casa tres puertas más abajo. Se limpia la hierba de los vaqueros y dirige sus pasos hacia Vince y el muchacho. Pero cuando ve a Vince enarbolando la tubería y a su cita tendida en el suelo, se para y, sin que su expresión se altere, da media vuelta y vuelve a desaparecer por la entrada del pozo.

Transcurrido un momento, Vince ayuda a levantarse al muchacho y juntos ven a la atractiva jovencita adentrarse en el sótano.

«Hace ya casi cuatro años que soy presidente. He tenido que tomar miles de decisiones. He visto la fuerza de mi país, igual que he visto las crisis que ha afrontado con reservas. Y he tenido que hacer todo lo posible por enfrentarme a esas crisis».

Vince está de pie en su casa a oscuras con otra cerveza, a medio metro del televisor, mirando fijamente a los ojos entrecerrados de Carter mientras este pronuncia sus últimas palabras: «Yo solo he tenido que determinar los intereses y el nivel de implicación de mi país. Lo he hecho con moderación, con cuidado, meditadamente».

A veces uno sencillamente se siente cansado. Puede que haya fuerzas aliadas en tu contra, puede que te hayan robado los apuntes del debate, puede que estén haciendo incluso tratos con los terroristas y que, en cuanto abandones el puesto, los rehenes regresen a casa. Claro que, también puede que no. Puede que estés sencillamente demasiado cansado para continuar. Quizá consista en eso la derrota, al final… simplemente en rendirse. Quizá no sea peor que echarse a dormir.

Sí, eso es, lo dice el presidente. «Es un trabajo solitario. El pueblo americano tendrá que enfrentarse, el martes que viene, a una decisión solitaria. Quienes ahora escuchan mis palabras deberán dictaminar el futuro de este país. Y creo que deberían recordar que un voto puede marcar la diferencia. Si en 1960 se hubiera cambiado un voto por distrito, John Kennedy nunca habría sido presidente de esta nación».

Un voto… Lo ves, no es Lenny quien te amedrenta. Ni Doug. Ni el cartero. Ni siquiera los tres combinados. No es la conspiración en sí lo que te preocupa; es la idea de que estén conspirando. Lo desconocido. No es un copo de nieve, un voto; es la idea de una avalancha. Eso es lo que da tanto miedo. ¿Cuántas veces te has imaginado que la vida sería más fácil si conocieras el futuro? Pues bien, el futuro está claro. Todos somos cadáveres ambulantes.

El sol estallará algún día… ¿Entonces qué, no te levantes de la cama? Quince mil millones de años o quince minutos… ¿Qué importancia tiene? ¿Acaso importa algo?

Y luego, mira por dónde, Ronald Reagan ofrece una respuesta: «El próximo martes es día de elecciones. El próximo martes acudiréis a los colegios electorales, estaréis delante de las urnas y tomaréis una decisión. Creo que cuando toméis esa decisión, estaría bien que os preguntarais: “¿Me van mejor las cosas que hace cuatro años?”».

A Vince se le cae la cerveza, que golpea la alfombra y sufre una hemorragia de espuma.

Una sola idea no es nada; combinadas, las miles de distintas chispas electroquímicas de las sinapsis empleadas para formar esta frase no encenderían ni una bombilla de diez vatios. Y sin embargo ahí está Vince Camden, en la cúspide de la tecnología y el desarrollo, en la cresta de una asombrosa ola de logros de la humanidad, en un mundo creado a fuerza de amasar estos pensamientos aislados, concatenados a lo largo de miles de años; aquí está Vince Camden, un producto tecnológico y legítimo, de pie, solo, en un refugio con calefacción, electricidad, aislamiento térmico, contemplando una caja de trece pulgadas que proyecta un baturrillo de electrones que, al desenmarañarse, retrata a dos hombres que se disputan el cargo más poderoso de la historia del mundo en una época en que basta pulsar un botón para terminar de una vez por todas con una civilización entera. Aquí está Vince Camden, intimidado por su importancia y su deseo de cambiar, por la corriente de la historia y el peso de tantas opciones, abrumado por el milagro de la existencia y todas estas hebras conectadas en el hilo de un solo pensamiento: ¿A cuál de estos estúpidos cabrones se supone que hay que votar?