Loreto y Muki habían dedicado la mañana a visitar la capital noruega. Treinta minutos antes de la hora prevista para el encuentro con sus amigos paseaban por la plaza del Ayuntamiento de Oslo. Aun conscientes de que los comentarios de Samuel sobre las maravillas que encerraba el túnel de Laerdal fueron realizados con un manifiesto deje jocoso —como así lo señaló Noelia— y, por tanto, no ajustados a la realidad, emprendieron el viaje con la convicción de que iban a encontrar algo que sobresaliera por encima de su extraordinaria longitud y la colorida iluminación de las zonas intermedias. Pero no había nada más: el túnel no sólo no les había impresionado sino que incluso había llegado a aburrirles. El paisaje sí que merecía el trayecto, aunque no como para que concretamente a ellos les hubiera valido la pena la paliza de pasar ocho horas al volante, pues ya habían disfrutado con mayor comodidad de la hermosura de otros parajes similares. Pero a Loreto en el fondo no le importaba que el túnel no hubiera respondido a las expectativas que Noelia le había hecho albergar; el verdadero motivo por el que había decidido aventurarse por sinuosas carreteras a través de la montaña era exclusivamente para no ser menos que ella. De camino había conseguido enriquecer su currículum con el logro de haber recorrido el túnel por carretera más largo del mundo, un triunfo más para cuando terciara presumir con sus amigas.
Ahora esperaba con ansia el reencuentro con Noelia. ¡Se iba a enterar esa empalagosa sabelotodo de los lugares del mundo que son realmente hermosos! No pensaba reprocharle su patético sentido de la estética; lo utilizaría como arma arrojadiza para, con la mayor sutileza posible, hacerle entender que ni el túnel, ni cualquier otro emplazamiento en toda Noruega se podía equiparar en belleza a Praga, Amsterdam, Berlín o Brujas, por citar sólo algunos ejemplos de ciudades europeas que ya conocía. Era impensable suponer que aquella muerta de hambre hubiera viajado tanto como ella; por tanto, resultaría sencillo encontrar un país que no hubiera visitado y ése sería el más esplendoroso de todos. Con eso bastaría para ponerle los dientes largos… aunque no vendría mal rematar la faena dejando caer, como el que no quiere la cosa, que para Navidad tenía previsto ir de compras a Nueva York, como solía hacer cada año…; todo con mucha sencillez, por supuesto, para no alardear descaradamente de su capacidad económica.
Pero se quedó con las ganas de volver a verla; tuvo que conformarse con oír su voz por teléfono.
—¿Loreto? Soy Raquel.
—¡Hola, tía! ¿Dónde estáis?
—Te cuento: estábamos confundidos con la hora del vuelo. Te hablo desde el aeropuerto…
—¿Cómo? ¿Y nuestras cruise cards?
—No te preocupes. Las hemos dejado en vuestro camarote, en el cajón de una de las mesitas de noche. Por cierto, te dejo también dinero por algunas cositas que hemos cargado a tu cuenta.
—Pero… ¿cómo vamos a subir al barco? Y… ¿vosotros cómo conseguisteis salir sin las tarjetas?
—Para no destapar el asunto y complicaros la vida dijimos en el puesto de control que se nos había olvidado tomarlas. Les pedimos que nos dejaran salir, que sólo daríamos un ligero paseo por el puerto, y accedieron. ¡No se nos ocurrió otra cosa que contarles! Decid que cambiasteis de idea y que decidisteis ver la ciudad.
—¿Por qué no me llamaste antes? —interpeló Loreto con furiosa indignación.
—Loreto, cariño, tengo que colgar, que te estoy llamando desde un teléfono que me han dejado, porque nosotros estábamos ya sin saldo. Además, nuestro avión sale en breve. Ya te llamo para vernos en España… ¡Un beso!
Noelia no quiso prolongar la conversación. Colgó y devolvió el teléfono al sexagenario alemán que gentilmente se lo había prestado. El teutón pretendió cobrarse el favor invitándola a un refresco, pero ella declinó el ofrecimiento encogiéndose de hombros y señalando a Samuel, que la esperaba a unos metros.
—Van a tener problemas para subir. ¿Cómo es que se ha tragado la trola? Nadie puede salir del barco sin las tarjetas.
—No ha tenido tiempo de pensar; ya se las arreglarán ¡Menuda es Loreto!
—Sí, montará una buena… Comprobarán que las tarjetas están en el camarote, que son realmente quienes dicen ser, que pagaron sus pasajes y que son acreedores de ellos. El oficial de guardia no tendrá más remedio que aceptar que sus subordinados cometieron una negligencia, por más que estos juren que no lo hicieron.
—Pobres… —suspiró Noelia—. Espero que no los sancionen.
El Espíritu de la Libertad zarpó del puerto de Oslo, sin ningún contratiempo y con Loreto y Muki a bordo, a las veinte horas y cinco minutos. El próximo destino era Copenhague, donde tenía previsto arribar a las diez de la mañana.
Era evidente que hasta ese momento nadie en RH había sospechado que habían consumado la huida en aquel crucero, pero allí no se encontraban seguros. Cierto era que jamás podrían aspirar a vivir completamente a salvo de las innumerables conexiones de RH, pero en alta mar se sentían mucho más vulnerables que en tierra. Afortunadamente, Loreto y Muki no habían visto sus fotografías, —daban por hecho que Flenden las había hecho publicar—, pero… ¿y si algún avispado pasajero relacionara sus rostros con los que había visto casualmente en el periódico mientras tomaba un café? Otro problema surgiría si se encontraban cara a cara con sus amigos gaditanos. Aunque evitasen deambular por lugares concurridos, la posibilidad de cruzarse con ellos siempre estaba ahí. ¿Qué excusa iban a ofrecer: que se habían enamorado del barco y en un irracional arrebato decidieron aprovechar las circunstancias para disfrutar de un crucero gratuito a costa de engañarlos? ¿Estaría dispuesta Loreto a soportar la burla, a obviar tamaño vilipendio, a perdonar la irritación que habían tenido que sufrir hasta que se les permitió subir a bordo? No, Loreto los obligaría primero a postrarse a sus pies y seguramente luego ordenaría tácitamente a Muki delatar su presencia. El personal de seguridad no tardaría en prenderlos. Y luego estaba Flenden; ¿qué haría cuando se convenciera de que ya no se encontraban en Bergen? Su perspicacia no tenía límites. Una sola sospecha y era capaz de mandar detener el buque en plena singladura. Definitivamente debían abandonar el barco a la primera oportunidad, ¡y para ello necesitaban agenciarse dos nuevas cruise cards!
A medianoche la brisa ya no resultaba tan agradable. No eran, ni mucho menos, los únicos que paseaban por cubierta. Algunos saboreaban su copa recostados en una tumbona y abrigados con una manta; otros simplemente contemplaban cómo el barco devoraba millas en el afanoso y vano intento de alcanzar la plateada estela de la luna. En principio habían pensado pasar la noche en el teatro o en cualquier otra dependencia desocupada, pero ahora barajaban la posibilidad de buscar un rincón en cubierta resguardado del aire; con unas mantas no pasarían frío y estarían menos expuestos.
Habían decidido que lo mejor sería desembarcar al día siguiente en Copenhague. Con esta idea, esa misma mañana emplearon dos horas en el comedor disimulando mientras desayunaban, observando con detenimiento a los distintos pasajeros para encontrar parejas jóvenes en donde el chico fuese calvo. Aunque barruntaban que el control de identidades en los desembarques no debía ser muy estricto, seguían sin poder asegurar que no examinaban, siquiera de soslayo, las facciones de quienes portaban las tarjetas.
Localizaron tres parejas con perfiles ajustados a sus necesidades. Comprobaron que sólo una de ellas dejaba sus pertenencias en la mesa mientras acudían al bufet. Este detalle era tan importante o más que la similitud física, pues debían aprovechar el desayuno previo al desembarque para hurtar las tarjetas, ya que sería mucho más sencillo pasar los controles de salida entre la multitud y a un ritmo diligente —lógico para no demorar el proceso y colapsar la salida— que a deshoras. La chica de la pareja elegida tenía el pelo negro, pero eso había dejado de ser un problema, pues Noelia se había preocupado de pasar por la peluquería para arreglarse un poco la cabeza y de camino teñirse el cabello.
Sorprendentemente, a pesar de que faltaba dar un último paso para completar la fuga, Noelia se sentía cada vez más confiada. Volvía a mostrar su imagen más afable y Samuel se contagiaba de su serenidad. Y eso que la prueba de fuego que debían superar la mañana siguiente era en extremo comprometida: merodear por el comedor, esperar a que entraran sus víctimas, aproximarse a ellos para sentarse en la misma mesa —si había huecos—, esperar a que dejaran allí sus bolsos —si es que volvían a hacerlo—, registrarlos sin que el resto de comensales —ni las cámaras de seguridad que a buen seguro existirían— se percataran mientras sus dueños se ocupaban de llenar sus platos, encontrar las tarjetas —si es que estaban las dos allí— y salir del barco a la hora establecida y antes de que descubrieran el pillaje. Demasiadas circunstancias como para pretender que todas sin excepción se conjugaran a favor… ¿Y si optasen por eludir salir con el grueso de los pasajeros y así poder observar detenidamente el comportamiento del personal responsable del desembarque? Podrían acercarse alguna que otra vez al puesto de control de salida para observar el alcance de las comprobaciones que realizaban. Igual sólo bastaba con pasar la cruise card por el lector magnético… En ese caso podrían desperdiciar sin cargo de conciencia la primera oportunidad de intentar abandonar el barco. Si no verificaban las identidades podrían salir más tarde, pues resultaría mucho más sencillo hurtar las tarjetas en la piscina, aprovechando el plácido descanso de quienes decidieran no desembarcar. Además obtendrían un margen de tiempo extra, ya que sus propietarios no advertirían la falta hasta que fuesen a pagar algo, e igual entonces pensarían que se las habían dejado olvidadas en algún lugar, porque realmente no tiene mucho sentido sustraer unas tarjetas que sólo son de utilidad a sus propietarios. De esta forma y con un poco de suerte podría transcurrir toda la jornada sin ser descubierta la astuta fechoría. ¡Habría que ver las caras de los responsables de seguridad a la hora de levar anclas! Faltarían dos pasajeros por regresar que… precisamente se hallarían despreocupados en el barco sin sus cruise cards. ¿Admitirían que se les habían colado dos polizones e interrogarían de nuevo a unos «indignados» Muki y Loreto? Seguramente, una vez comprobada la ausencia de percances mayores pasarían página para no desacreditarse ellos mismos y reforzarían los controles de seguridad, aunque con ello se demorasen las entradas y salidas de pasajeros…, al menos por el tiempo que restara de crucero.
Quedaba una tercera opción: esperar a bordo hasta que el viaje llegara a su fin. Suponían que igual entonces no necesitarían de las dichosas tarjetas para volver a pisar tierra firme. Ya se informarían de ello. Y en caso de que siguieran solicitándolas hasta el final, al menos dispondrían de más tiempo para elegir las personas adecuadas y el momento oportuno para sustraerlas. Pero eso implicaría diferir el asunto muchos días, tentando más de la cuenta a la fortuna. Lo más sensato, sin duda, era intentar desembarcar en otro país a la primera oportunidad; por eso habían ideado el plan para hacerlo en Copenhague a la mañana siguiente. Sin embargo, sin saber muy bien por qué, Noelia no acababa de verse en Dinamarca. En cambio Estonia le sonaba a gloria. El idioma, similar al finés, era completamente desconocido para ella, pero sabía que buena parte de la población hablaba ruso y que la mayoría de los jóvenes dominaban el ingles. Estonia: recordaba haber disfrutado mucho con la lectura de los cinco volúmenes de La verdad y la justicia, del escritor estonio Anton Hansen Tammsaare… A ella verdaderamente le habría encantado emprender la nueva vida en San Petersburgo. Fiel a su predilección por leer los textos originales, su desmedida admiración por los grandes escritores rusos le hizo aprender el idioma. Lamentablemente, esa alternativa era inviable, pues carecían de los visados exigidos por las autoridades rusas. Con Estonia no habría problemas, y Tallin debía ser una ciudad preciosa… El barco no llegaría allí hasta las dos de la tarde del sábado. Eso era mucho tiempo: tendrían que permanecer dos días más a bordo… Desechar la opción danesa incrementaba innecesariamente el riesgo pero… tenía una corazonada. Nunca le habían fallado y… ¡le sonaba tan bien Estonia!
Resguardados del viento, la sucinta noche prometía ser espléndida, demasiado hermosa como para desaprovecharla durmiendo. Muy pronto despuntarían las primeras luces del alba para dar fe de que el destino les regalaba la oportunidad de saborear un nuevo día el uno junto al otro.
—¿Sabes? Cuando me sentí completamente desahuciado en el túnel, cuando perdí toda esperanza de salir de allí con vida, llegué a maldecir el día que se me ocurrió concursar en Kamduki —Samuel hizo una pausa mientras apretaba la mano de Noelia, que no se había separado de la suya en la última hora—. Sin embargo, y aunque seré siempre un fugitivo, gracias a ese condenado juego nuestras vidas se han unido para siempre.
—Ése es un buen ejemplo de la grandeza y la miseria de la vida: el dolor y la alegría se necesitan mutuamente; coexisten en una delgada línea que separa nuestros soñados anhelos de las indeseables amarguras. Al igual que el incendio destruye para propiciar nuevos brotes, la despiadada desgracia acaba abriendo otra puerta, por más que nuestra mortal y humana condición no nos lo permita apreciar.
—¿Y por qué todo funciona así? Ya me dijiste que no se puede entender en su esencia más profunda el concepto de bondad sin haber conocido previamente la maldad, pero… ¿eso significa que siempre existirá gente tan perversa como Flenden, que la crueldad no desaparecerá jamás de la faz de la tierra?
—Puede que la crueldad resida en la propia condición humana, al igual que todas las transgresiones de la moralidad y la honestidad; pero también habita el amor. Esto siempre será así… al menos en el plano en que existimos. Aunque… sí que es cierto que Flenden es extremadamente malvado.
Noelia titubeó recordando la determinada voluntad de Samuel de no concederle la clemencia que ni siquiera pidió.
—Algún día comprenderás que la vida y la muerte no nos pertenecen —continuó como si leyera los pensamientos de Samuel, que en ese instante volvía a arrepentirse de no haberle disparado.
—Esa bestia es responsable, por acción y omisión, de innumerables muertes.
—La maldad no se elimina con maldad. Hicimos lo que debimos. Si no lo mataste es porque estaba escrito que no debía morir…
Noelia se dio cuenta de que, una vez más, se estaba adentrando en un terreno pantanoso, inaccesible aún para la conservadora mente de Samuel. Aun así, había algo que quería decirle desde que escaparon del túnel y no encontraba la forma de hacerlo.
—Flenden es un admirador de Nietzsche.
—Otro hijo de puta —subrayó Samuel en un incontrolable impulso.
—Bueno…, ya sabes que cada cual interpreta las cosas a su manera. Y el mejor ejemplo de ello lo encontramos en la Biblia o en cualquiera de los más importantes textos religiosos. Las ideas de Nietzsche fueron en gran medida tergiversadas, sobre todo por el nazismo. Flenden se ve como el superhombre idealizado por Nietzsche, mejor dicho, como la interpretación que él mismo hace de ese superhombre. Ha leído toda su obra y…, verás, no sé si actúa movido por sus propias interpretaciones pero… —Noelia sintió cómo un escalofrío sacudía su cuerpo erizando los pelos de su piel— he notado que despedía tanta maldad… y he visto tal grado de malignidad en su mirada que… —tragó saliva y continuó con voz trémula— me he llegado a preguntar si Nicholas Flenden no es la personificación del verdadero Anticristo anunciado por San Juan.
Samuel se percató de su turbación e intentó de inmediato hacer que se olvidara de tan espeluznante idea.
—No, amor mío, Flenden no es más que un perturbado criminal, uno de tantos psicópatas carentes de empatía que se deslizan por la escurridiza pendiente de la iniquidad, sólo que, por desgracia, ha alcanzado un estatus de poder que lo hace tremendamente peligroso —dijo procurando inyectar una dosis extra de convicción a sus palabras, aunque en el fondo, y a pesar de su habitual escepticismo, venido a menos desde que conociera a Noelia, le inquietó aquella sobrecogedora suposición nacida de ese sexto sentido que su amada parecía poseer.
Noelia buscó su cuerpo reclamando el calor protector de su abrazo. Se mantuvo aferrada a él durante unos minutos. Apenas había tenido tiempo de digerir cuanto había ocurrido. Acariciaba su rostro y recordaba la terrible aflicción que le produjo pensar que lo había perdido para siempre. Una lágrima resbaló por su mejilla al imaginar la agonía que tuvo que padecer encerrado en aquel agujero.
—¡Cuánto debiste sufrir en el túnel!
—Te mentiría si te dijera que no lo pasé francamente mal. Pero creo haber aprendido del sufrimiento; ya sabes: lo que no te mata te hace más fuerte.
—¿Sabes de quién es ese aforismo?
—Ni idea.
—De Friedrich Nietzsche.
—Odio a ese tipo. ¿Qué tal si nos olvidamos para siempre de Nietzsche, de Flenden y de todo lo que se relacione con RH?
—Jamás podremos olvidar lo sucedido, pero, siempre que nos sea posible, procuremos apartarlos un ratito… Olvidar no soluciona nada; los recuerdos, buenos y malos, son el rastro de nuestro propia existencia. Las vivencias están ahí para hacernos mejorar. Recordar el mal nos hará predicar en su contra; olvidarlo propiciará su vuelta. Me costó mucho entender que mi prodigiosa memoria es más un privilegio que una condena, que el olvido es un monstruo al que hay que vencer más que alimentar y que los recuerdos gratos son la huella del regalo de la vida, en tanto que los malos constituyen el vestigio de la desgracia y el odio, los que precisamente hacen grandes la felicidad y el amor. Finalmente pude comprender que si pretendes olvidar tu pasado acabas hundiéndote con él. Jamás me sentí tan orgullosa de mí misma, aun con el dolor que me desgarraba el alma, que la noche que me despojé de toda mentira. No puedes imaginar cuán feliz me sentí al mostrarme ante ti como realmente soy, con toda la verdad de mi pasado… Gracias, amor mío, por la vida que me has ofrecido.
Luego buscó su boca para besarlo.
Hacía ya bastante rato que había amanecido. Seguían en cubierta esperando para acudir al comedor tan pronto como abriera, con idea de ser los primeros en desayunar y evitar así encontrarse con sus potenciales delatores, que de ninguna manera aparecerían tan temprano: el uno porque tenía pinta de dormir como un lirón y la otra porque sabe Dios cuánto tiempo invertiría en su acicalamiento.
Contemplaban la inmensidad del mar. Samuel sujetaba su cintura y ella se sentía la mujer más feliz del mundo. No era la misma. Una sensación nueva inundaba su ser hinchiendo su corazón de ilimitado amor… Una sensación maravillosa, indescriptible; la misma que en un determinado momento sintieron todas las madres del mundo y que ella había notado desde el primer instante. Tomó la mano de Samuel y la posó sobre su vientre y, con lágrimas en los ojos, pensó en su madre y en su abuelo.