Capítulo 31

Hacía más de tres años que Berit Tangvald trabajaba en el subsuelo. Tenía un salario digno y disfrutaba de unas condiciones laborales aceptables, superiores incluso a las de cualquier otro trabajador del ramo. Pero en su rostro se dibujaba la tristeza y el cansancio. Sabía que jamás tendría otra ocupación y que seguiría acudiendo continuamente a aquella repulsiva madriguera de víboras hasta el final de sus días… que inevitablemente llegaría cuando Flenden lo creyera oportuno; su vida estaba en sus manos desde que lo conoció y así seguiría por siempre.

Trabajaba cuatro días consecutivos de 6 a 14 horas. Luego descansaba tres días para comenzar el siguiente turno de cuatro jornadas en horario de 14 a 22 horas. Volvía a librar tres días y completaba el ciclo con un nuevo turno en horario de 22 a 6 horas. Su encargado no parecía ser mala persona. No era tan irascible como el resto del personal de mando y a veces incluso se permitía alguna broma. Aceptaba de buen grado los cambios de turnos y atendía, en la medida en que no se viera comprometido, las demandas que el personal a su cargo le planteaba. Berit creía ver en sus ojos cierta melancolía, como si en el fondo, al igual que ella y —suponía— la mayor parte de los obreros, deseara salir definitivamente de allí.

Podría decirse que el ambiente de trabajo no era malo; sin embargo, un tufillo de desconfianza impregnaba la atmósfera. Cada cual recelaba hasta de su sombra. Los operarios sólo conversaban sobre temas triviales y jamás intercambiaban impresiones acerca de la existencia de aquellas instalaciones, ni mucho menos las circunstancias que les habían conducido hasta allí. Berit se había acostumbrado a cumplir con su trabajo sin rechistar ni preguntar nada; simplemente se limitaba a acatar a rajatabla las instrucciones que recibía de su encargado. Un trabajo, a fin de cuentas, como otro cualquiera, que podría sobrellevarse con humildad y paciencia, si no fuera porque desde que entraba en aquel agujero hasta que salía un miedo atroz dominaba sus actos, una manía obsesiva que la corroía por dentro y no le permitía pensar en otra cosa: el temor de cruzarse con Flenden.

No había día que no maldijera el momento en que lo conoció. Era una noche fría de febrero. Hacía dos meses que trabajaba en un pequeño bar del barrio de Holmlia en la capital noruega. Dos chicos jóvenes con claros síntomas de embriaguez bromeaban con ella. Tenía a la sazón diecinueve años recién cumplidos y era muy atractiva. Se aproximaba la hora de cerrar, pero aquellos muchachos le habían pedido una última cerveza. Entonces apareció Flenden. Vestía un abrigo largo de cuero negro, inapropiado para los quince grados bajo cero de la calle. Llegó exhalando el gélido aire del exterior. Se frotó las manos para entrar en calor y la miró de arriba abajo. Luego pidió educadamente una copa de akevitt, seguramente para celebrar por anticipado su nueva conquista. Los jóvenes al verlo se mofaron de su aspecto. Uno de ellos comentó que acababa de hacer acto de presencia el Conde Drácula, lo que provocó las carcajadas de su compañero. Sin que éste hubiera parado aún de reír solicitó la cuenta, acompañando la petición con una insinuación un tanto atrevida. «¿Te están molestando estos muchachos?», preguntó Flenden sin mirarlos. Berit no respondió; el pánico —hacia él y no a los chicos— no le permitió hacerlo. Flenden advirtió la repentina palidez de su rostro. Apuró la copa y se dirigió a los jóvenes en tono amenazador: «Largo de aquí». Ambos irrumpieron en nuevas risotadas. Eran jóvenes y fuertes y se sentían seguros. «Una rata que habla», dijo uno de ellos. Fueron las últimas palabras que pronunció en su vida. Flenden le propinó tal golpe en la laringe que le cortó la respiración. El amigo acudió presto a socorrerlo y al comprobar que se estaba ahogando ordenó a Berit que pidiera una ambulancia. Ella no reaccionaba. Contemplaba la escena atónita. Había agarrado por instinto el cuchillo de cortar el pan y le temblaba en las manos. El chico se lo arrebató sin que opusiera resistencia y encaró a Flenden. Éste lo estaba esperando. En una veloz secuencia de movimientos lo desarmó sin dificultad y le asestó una fuerte patada en el pecho, abatiéndolo contra la pared. Todo pudo haber acabado ahí, pero Flenden fue a buscar el cuchillo. Lo que siguió fue espeluznante. Se dirigió al chico que acababa de golpear y le hundió la hoja en el estómago, augurándole una muerte lenta. Luego fue a buscar al primero de ellos, que a duras penas mantenía la respiración. Acabó con sus esperanzas de una bestial patada en la cabeza. Berit lloraba temblorosa agazapada en un rincón. «Cálmate, ya pasó todo», le dijo Flenden. Luego telefoneó a la policía, se presentó y dijo que había ocurrido un incidente; no dio otra explicación. Berit no salía de su asombro cuando lo oyó ordenar «que limpiaran todo aquello». La chica lo miraba aterrada, implorando a Dios no oír lo que aquel sujeto con toda seguridad iba a decirle. Desde entonces, no había mañana que no se levantara con el eco de aquellas cuatro malditas palabras retumbándole en la cabeza: «Te acompaño a casa».

Ella no opuso resistencia; sabía que sería inútil hacerlo. Nada más atravesar el umbral de su hogar y sin que apenas le diera tiempo a despojarse del abrigo, la empujó con brusquedad hasta que cayó de espaldas sobre el sofá. Sin permitir que se volviera le arrancó la ropa a tirones, haciéndole daño con su salvaje furia, hasta desnudarla de cintura para abajo. Apretándole la nuca contra los cojines hasta casi asfixiarla, aquel demonio la poseyó con violencia por atrás, como si fuera una perra. Después se marchó. No quiso volverse para mirarlo: se mantuvo un largo rato postrada, llorando en soledad la salvaje violación. Su despedida se le grabó a fuego en el alma como una maldición: «Volveremos a vernos, querida».

El día siguiente Berit Tangvald no acudió al trabajo. Permaneció todo el día en casa y nadie la llamó, ni la compañera a la que tenía que relevar, ni el dueño del negocio, ni la policía para interrogarla por lo sucedido…; como si no hubiese ocurrido nada. Al caer la tarde el pánico comenzó a apoderarse de su vilipendiado cuerpo. Imaginaba que aquel abominable ser regresaría en cualquier momento y en ese sinvivir pasó la noche en vela, temblando en la frontera de la convulsión. A medida que fueron transcurriendo las horas fue recobrando la serenidad y fueron poco a poco aliviándose sus temores. Dispuesta a no volver a soportar otra noche torturada por la incertidumbre y siguiendo un súbito impulso, abandonó la vivienda a las ocho de la mañana, sin más equipaje que lo puesto, con la intención de tomar un autobús que la llevara a la tranquila ciudad de Hamar, en el condado de Hedmark, donde residía su hermana. Pero no pudo llegar a la estación: unos individuos la estaban esperando en el portal. Ese mismo día entró en las instalaciones de RH.

No le explicaron nada; pasó directamente al quirófano. La operación no revistió dificultad: un pequeño chip soldado a perpetuidad en la base del cráneo la hacía localizable para el resto de sus días. Todos los que, de alguna manera u otra, entraban en contacto con RH eran fichados para siempre con aquella irreversible intervención; así garantizaban el perpetuo sometimiento. Afortunadamente, ni Samuel ni Noelia pasaron por aquel proceso. El uno porque se preveía su inminente ejecución y la otra porque no lo quiso así el impaciente apetito sexual de Flenden.

Berit no volvió a ver el exterior hasta pasados tres meses, cuando Flenden la cambió por otra. Salió con la desesperación de tener que regresar en una semana para comenzar a trabajar en el servicio de limpieza, con la amargura de haber perdido para siempre la dignidad y con la carga de llevar en su vientre el hijo de la bestia.

La zona de los calabozos habitualmente se limpiaba una vez por semana, porque apenas tenía uso. Sólo en ocasiones había alguien preso. En tal caso el servicio de limpieza se encargaba de llevar una bandeja cada día con agua y las sobras de la jornada anterior del personal que comía en las instalaciones. Cuando le ordenaban volver al día siguiente solía ser para limpiar la sangre. Por eso a Berit le extrañó sobremanera tener que acudir de nuevo a dejar la bandeja con alimentos por tercer día consecutivo.

No es que se hubiera llegado a inmunizar frente al padecimiento ajeno, pero la experiencia le dictaba que era mejor no mirar, ni mucho menos entablar conversación con nadie que estuviera encerrado. Un ligero aprecio o una pizca de conmiseración no harían más que remover su propio dolor, propiciar que estallara en lágrimas la rabia de su impotencia y que afluyera de nuevo el sentimiento de asco hacia su propia persona por su rastrera complicidad, por no tener el arrojo de matarse antes que colaborar con aquellos criminales…, aunque lo estuviera haciendo sólo con una escoba. «Algo especial tendrá aquel chico cuando sigue con vida», pensó mientras se disponía a entrar en la dependencia donde debía estar preso. No podía sospechar lo que estaba a punto de ver.

Lejos de sobresaltarse, sintió cómo un manto de júbilo cubría todo su cuerpo. Uno de los perdonavidas —como ella los llamaba— que solía acompañar a Flenden yacía en el suelo. Sus ojos abiertos en una desencajada expresión de dolor certificaban su muerte. Dentro de la celda, en lugar del chico que esperaba encontrar había otros dos cuerpos. Los identificó perfectamente: uno era otro de los perdonavidas y estaba tumbado boca abajo; tenía contusiones y heridas abiertas alrededor de su pelado cráneo. El otro era Flenden. Se hallaba recostado sobre el anterior, con la ropa manchada de sangre. No podía ser tan insensible como para estar descansando sobre el difunto… Tenía los ojos cerrados y no se movía; debía estar muerto, deseaba que estuviera muerto… «¡Por el amor de Dios, que esté muerto!». Pero toda su ilusión y su gozo se derrumbaron como un castillo de naipes. De repente, los ojos de Flenden se abrieron de par en par lanzando un rayo de cólera: «¿Qué haces ahí embobada como un pasmarote, furcia inútil? ¡Entra ahora mismo!». El mundo se le vino abajo de nuevo. Flenden la zamarreó hasta arrebatarle el brazalete. «¿Cómo está mi pequeño bastardo?», fueron sus palabras de despedida. Luego Berit se quedó sola, compartiendo celda con un cadáver, sin saber cuándo la sacarían de allí.

Las sospechas vehementes sobre la muerte de Flenden habían ensalzado su espíritu, haciendo que renacieran en su ánimo la jovialidad y la ilusión. Pero todo fue tan efímero, tan ilusorio, que el desengaño desencadenó la irrupción del lamento más agónico de su atormentada alma. Su hipotecada vida era un infierno y no había forma de escapar de sus tormentosas llamas; al contrario, su situación estaba a punto de empeorar… tan pronto como su pequeño cumpliera los tres años.

En Oslo existía una de las pocas escuelas privadas de Noruega. Los hijos de los grandes magnates y de las personalidades más representativas del país ingresaban en calidad de internos al cumplir los tres años. Allí completaban su ciclo educativo primario hasta los dieciséis. Berit sabía que también formaban parte del alumnado los niños nacidos de padres adscritos al programa GHEMPE y… los críos engendrados por Flenden. En aquel centro recibían una educación especial, apartados del resto de la comunidad, y Berit Tangvald no quería eso para su hijo: una educación basada en la estimulación intelectual con la única finalidad de favorecer la aparición de niños superdotados para reclutarlos en el macabro ejército de elegidos para perpetuar la especie a costa del resto de la humanidad.

Su pequeño aprendía con facilidad y Berit temía que destacara en la escuela, porque eso era precisamente lo que pretendía Flenden, para luego seleccionar de entre sus numerosos vástagos a los más aventajados, aquéllos que hubieran heredado la mayor parte de sus genes, para inculcarles sus ideas, para sentarlos a su lado y hacerlos partícipes del despiadado proceder de RH…

Berit lloraba desconsolada en un rincón de la celda. No iba a permitir que su hijo siguiera los pasos de su padre… y no estaba dispuesta a esperar más tiempo para impedirlo.

En algún momento acudirían a retirar los cadáveres de aquella improvisada morgue y entonces la sacarían de allí. Abandonaría las instalaciones como cualquier otro día, sólo que ése sería el último. Luego acapararía la atención del país por un día: joven de veintidós años mata a su hijo y después se suicida. Inventarían trastornos psicológicos y aprovecharían la ocasión para repasar los índices de suicidio en los países nórdicos; después todos la olvidarían.

Cuando Kristoffer observó que la llamada que vibraba en su muñeca era la de Nicholas Flenden dedujo que algo gordo había pasado. Habitualmente su jefe sólo estaba despierto tan temprano cuando regresaba de una noche de juerga por las salas de fiesta y los prostíbulos, y él lo había dejado la tarde anterior listo para retozar con su nuevo y recién llegado juguete… La estentórea voz de Flenden escupiendo órdenes como un poseso le confirmaron sus temores:

—Quiero que se controle minuciosamente todas las vías de salida del país: fronteras, andenes, embarcaderos…; detén todos los vuelos hasta que no se compruebe una a una la identidad de los pasajeros. Difunde sus fotografías por todos los lugares. Que salgan sus caras en el próximo informativo…; que digan que son unos delincuentes peligrosos. Alerta a Suecia… y a Dinamarca. Que comprueben todas las pernoctaciones contratadas anoche, empezando por los albergues y lugares más modestos… ¡y que averigüen en España de una puñetera vez su verdadero nombre: que pongan patas arriba la redacción del semanario si es preciso! ¡Los quiero hoy… y vivos! ¿Entendido?

—Perfectamente, señor…

—Y que nadie olvide mis instrucciones si aprecia su vida: no quiero ver ni un rasguño en el cuerpo de la chica; a él me lo traéis como sea pero con un hálito de vida. Primero le pondré una breve filmación para que vea cómo su pretencioso e iluso amor gime de placer mientras la penetro y luego le sacaré los ojos con mis propias manos.

Flenden jamás amenazaba si no estaba dispuesto a ejecutar. Y así pensaba literalmente hacerlo. Estaba convencido de que Noelia en el fondo ansiaba entregarse a él, y aunque en ese momento se encontraba confundida, acabaría sucumbiendo a sus íntimos anhelos y se dejaría poseer gustosa, engañándose a sí misma bajo la excusa de salvar con ello la vida de Samuel. Pero el acuerdo obligaría a manifestar una desatada pasión por su parte: ella tendría que volcarse sobre él con frenesí, sacudiendo la pelvis sobre su miembro con fiereza apasionada, apretando las uñas en su espalda y suplicando «más, más, más…, fóllame más, mi amor, fóllame más…». Luego evidentemente no cumpliría su parte del trato: se recrearía contemplando el estupefacto rostro de Samuel y se encargaría personalmente de que aquellas imágenes fueran las últimas que viera en su vida.

—Prepara el helicóptero que salimos para Bergen en diez minutos. Apostaría a que están allí.

—¿Bergen, señor? —Kristoffer tragó saliva antes de hablar; quería asegurarse de que su jefe no había tenido un pequeño lapsus—. No es normal que hubieran elegido el túnel para huir…

—¡No es normal para un cernícalo como tú! ¡El helicóptero!