Capítulo 25

Algunas personas no tienen otra vida fuera del trabajo, no disfrutan del tiempo libre, rehuyen del ocio, no saborean el placer de tomar relajado un aperitivo con los amigos, no saben conversar de temas que no estén de alguna manera vinculados a su mundo laboral; viven para trabajar sin percatarse de que invierten los términos de tan elemental axioma.

Bermúdez no sabía cómo ocupar su tiempo fuera del periodismo. Se levantaba y se acostaba a diario con la mente puesta en el semanario. El domingo era el único día de la semana que no acudía a la redacción, pero no por ello dejaba de madrugar; ni siquiera cambiaba la alarma de su despertador. Seguía su tradicional rutina hasta que abandonaba la cafetería. Entonces, en lugar de tomar su vehículo, daba un paseo hasta un quiosco cercano para adquirir la prensa, procurándose todos los suplementos dominicales y, siempre que el día fuera apacible, atravesaba una amplia alameda hasta llegar a un pequeño parque. Allí recibía los primeros rayos de sol entre papel cuché, empapándose de cuanto publicaba la competencia. Cuando regresaba a casa, siempre después de almorzar, se sentaba en su escritorio y comenzaba a perfilar el contenido de la próxima edición: las entrevistas que quería, los reportajes que pensaba encargar… y así transcurría la tarde del domingo, hasta que decidía dar descanso a sus huesos, nunca antes de la una de la madrugada.

—Buenos días, Sr. Bermúdez: aquí tiene lo de siempre; ¿quiere alguna otra cosa? —preguntó el quiosquero más que nada por aportar alguna chispa de calor a la relación con su cliente.

—Sí, un masaje en las pantorrillas… ¡Joder, Fermín! ¿Te he pedido alguna vez en los puñeteros veinte últimos años alguna otra cosa? —gruñó mientras echaba un fugaz vistazo a las distintas portadas—. ¡A ver qué mierda tenemos hoy para leer…!

Siempre se sentaba en el mismo lugar, aunque a aquellas horas de la mañana todos los bancos estuvieran disponibles. Aquel remanso de tranquilidad resultaba ser un lugar ideal para disfrutar en soledad de la lectura al aire libre, al menos durante un par de horas. Sólo en contadas ocasiones encontraba compañía antes de las diez de la mañana: jóvenes que se resistían a dar por terminada la frenética noche del sábado, algún que otro animoso madrugador practicando footing y poco más.

Su particular estudio al aire libre apuntaba al suroeste; de esta forma evitaba la confrontación directa con el astro rey. El sillón era holgado y cómodo: una sucesión de láminas de madera conformaban el respaldo, ergonómicamente diseñado para su espalda. A su alrededor se dispersaba una amplia variedad de potenciales pisapapeles de granito, todos ansiosos de recibir el honor de trabajar, aunque fuera por unas horas, al lado de tan ilustre personaje. A escasos treinta centímetros una férrea y aplicada secretaria se encargaba de archivar definitivamente cuanto iba desechando a lo largo de la mañana. La estancia disfrutaba de un agradable aire acondicionado, merced a su estratégica ubicación resguardada del viento. Sin tapias a su alrededor, gozaba de unas magníficas vistas, destacando justo enfrente, la esplendorosa imagen de un tortuoso sauce lloriqueando sobre un precioso estanque regentado por un par de ocas.

Apenas hacía cinco minutos que se había acomodado en su bucólico despacho cuando se le acercaron un par de tipos. Bermúdez los sintió venir, pero no por ello dejó de prestar atención a lo que estaba leyendo, por más que advirtiera que aquellos impecables y exclusivos zapatos negros de marca no encajaban con el modelo de calzado utilizado por los esporádicos visitantes de aquel paraje.

—Hermoso día —dijo uno de ellos.

Bermúdez siguió con su tarea como si no lo hubiese oído.

—¿Es usted Eugenio Bermúdez? —preguntó el otro en un tono más grave. Debía ser bastantes años mayor que el primero.

—¿Y a ti qué coño te importa? —respondió bajando unos pocos centímetros la revista hasta hacer visible a sus ojos los rostros de ambos individuos—. ¡Ni en un puto parque a las ocho de la mañana puede estar uno tranquilo! —exclamó furioso.

Seguidamente continuó leyendo, indiferente a la presencia de ambos sujetos.

—Sr. Bermúdez —insistió el más joven—: queremos hacerle unas preguntas.

—¡Me cago en mi padre! ¿Desde cuándo los maderos madrugan para dar por culo? No tengo nada que decir. Estoy muy ocupado.

—No somos policías —replicó el mismo—. Andamos buscando a Lucía Tinieblas.

—Y yo a Claudia Schiffer, ¡no te jode! ¿Y para eso me habéis seguido hasta aquí? ¡Hay que ser gilipollas…! Yo no trato con admiradores; así que… ¡aire!

—No nos hagas perder más tiempo —irrumpió con sequedad el mayor de los dos—. Sabemos que detrás de ese seudónimo está Lucía Molina. Ahora dinos cómo podemos localizarla.

Bermúdez comenzó a percatarse de la comprometedora situación en la que se encontraba. Se olía a leguas la mala calaña de aquellos individuos y no conseguía comprender el motivo por el que andaban buscando a Noelia, pues por la dulzura de su carácter era imposible imaginarla involucrada en asuntos turbios. Barruntaba problemas, mas no por ello se iba a dejar amedrentar. La colilla se mantenía firme en su boca; su semblante no dejaba escapar la más mínima brizna de nerviosismo. La genuina arrogancia que lo caracterizaba explotó en un sarpullido de sarcasmo:

—Yo no sabría deciros, pero… aquellas dos señoras con plumas igual os pueden ayudar. Ahora bien, advierto que están buscando gallinas cluecas para jugar al bingo: no podréis decirle que no. ¡Ah, y tened cuidado con un ganso calenturiento que de vez en cuando aparece e igual en lugar de desahogarse en vuestro trasero confunde las piltrafillas por donde meáis con lombrices famélicas y la emprende a picotazos hasta despedazarlas!

—¡Basta de sandeces! —gritó el de más edad, que por su determinación parecía ser el jefe—. No estamos dispuestos a tolerar tu chulería. Vas a tener problemas si continúas por ese camino.

—Me suda el pepino.

Los esbirros se miraron perplejos, preguntándose qué tipo de personaje tenían enfrente: ¿un audaz aprendiz de héroe, un fanfarrón de pacotilla o un auténtico idiota? La escasa paciencia que les quedaba se dilapidó definitivamente. En un instante, el cañón de una semiautomática asomó bajo la chaqueta del jefe, quien amenazadoramente se dirigió de nuevo a Bermúdez, esperando el derrumbamiento de su descarada intransigencia ante las nuevas credenciales que le presentaba:

—Te lo voy a preguntar por última vez —aseguró solemnemente—: ¿quién es realmente Lucía Molina y dónde podemos encontrarla?

Bermúdez no dudó en su respuesta:

—¡Que te folle un pez!

La soledad que exhalaba la atestada oficina se fundía con la de su alma. Con independencia de lo bien o mal que puedan ir las cosas, es más que seguro que, de una forma u otra, algún día van a cambiar, porque todo en la vida tiene su principio y su final. Y aquel lugar no volvería a ser nunca el mismo. El próximo domingo se publicaría el último relato de Lucía Tinieblas. Las paradojas de la vida unirían en un mismo número el último suspiro de Eugenio Bermúdez y la postrera palabra de Lucía Tinieblas. Ambos se marchaban a la vez… para siempre.

El mismo día que fallece una persona nace su olvido, apenas apreciable en su incipiente aparición, caprichoso y esporádico luego, firme y robusto con el paso de los años. Margarita no tenía ya edad ni fuerzas para seguir, para comenzar de nuevo; en cierta manera, una parte de ella también moría aquel día… El eterno olvido se encargaría de limpiarlo todo, todo menos su corazón, el único lugar donde quedaría guardada por siempre la magia de aquella alianza: la adorable Lucía y el irascible Bermúdez; la atribulada Noelia y su querido Eugenio.