Capítulo 16

La prueba número seis pudo ser resuelta sin excesivos problemas. En esta ocasión Samuel consiguió salir airoso del ataque que Kamduki lanzaba contra su sistema nervioso con cada una de las pruebas. A ello contribuyó su recién estrenada estabilidad emocional, la grata compañía de Lucía y, sobre todo, su inestimable ayuda. Fue ella precisamente la primera en llamar para interesarse por la dificultad del nuevo ejercicio y para ofrecerle su colaboración, que gustosamente aceptó Samuel. Quedaron en verse a las cinco de la tarde en la cafetería de siempre. Samuel llevaría su ordenador portátil y trabajarían allí el tiempo que hiciera falta. Si se hacía tarde y no daban con la solución, se habían prometido salir a cenar y luego volver a la carga hasta resolver el problema, aunque pasaran en vela toda la noche. Lo que no habían acordado era dónde, si cada uno en su casa o los dos juntos en cualquiera de ellas. Desgraciadamente para Samuel, la prueba la resolvieron en la propia cafetería. ¡Por una vez habría preferido tardar algunas horas más en hallar la solución!

En rigor no había motivos objetivos para certificar que aquella prueba era más sencilla que las demás. Pero la palabra «sencilla» necesita de la subjetividad para su existencia, porque el significado que recoge el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua es el siguiente: «Que no ofrece dificultad», y esto es muy relativo, pues lo que se muestra asequible para algunos, para otros puede resultar tremendamente complicado. La laboriosidad o sencillez de algo depende estrictamente de quien lo interprete. Por tanto, puede que las cosas no sean difíciles o fáciles; simplemente se saben o no se saben, se ven o no se ven.

La página destinada a la resolución de la prueba presentaba un nuevo diseño: no figuraba el típico recuadro para teclear la solución; en su lugar, se mostraba una relación con todos los países del mundo para que se eligieran tres de ellos.

En esta ocasión todo parecía estar muy claro: el baricentro es el punto donde se unen las medianas de un triángulo. Así que se trataba de una cuestión meramente geográfica. Había que localizar en un mapa el triángulo AMP, donde cada uno de sus vértices estaba representado por esas letras. Era necesario hallar, pues, tres puntos concretos del planeta representados por las letras A, M y P, de forma que al trazar el triángulo correspondiente, el baricentro se situara necesariamente en el mar, en un lago o en un río, a la misma distancia aproximada de tres países. La pista que debía encaminar la resolución de la prueba indicaba que los puntos geográficos A, M y P procedían de G, E y F, presumiblemente otros tres lugares. De modo que lo que había que hacer era conseguir un buen mapa, establecer las distintas correspondencias posibles, buscar lugares geográficos que comenzaran con esas letras y comenzar a dibujar triángulos, a medir sus lados y trazar medianas hasta dar con un baricentro que cumpliera las premisas del enunciado.

Cuando se encontraron en la cafetería, Samuel ya tenía preparado el material básico de trabajo: varios mapas físicos y políticos, un par de reglas, lápices, gomas y una relación de las posibles correspondencias entre las letras. Había configurado dos grupos, de modo que en el primero, destinado a las letras A, M y P, daba cabida a un amplio abanico de posibilidades: ciudades, capitales de provincias o de cualquier otra subdivisión, capitales de países, cabos, puertos, aeropuertos, montes, etc. Pero para el grupo destinado a las letras G, E y F, se había quedado sólo con la posibilidad de que fueran países o, como mucho, subdivisiones territoriales. Y estaba efectivamente en lo cierto. Lo que no podía imaginar era que Lucía fuera tan rauda en encontrar la solución.

Una vez acabó su infusión le pidió a Samuel que le dejara la lista de países que comenzaban por las letras G, E y F, pues pretendía anotar al lado las respectivas capitales. Así pudo ver enseguida la relación directa del grupo de ciudades: «Atenas, Madrid y París» con el de naciones «Grecia, España y Francia». No tuvieron más que trazar el triángulo para comprobar que el baricentro se situaba en un lugar del mar Mediterráneo cercano a la costa y, prácticamente, a la misma distancia de Mónaco, Francia e Italia.

Samuel no supo determinar si la prueba fue demasiado simple, si con lo grande que es el mundo —y no siendo rigurosos con las distancias— el ejercicio admitía más de una solución o si los concursantes que quedaban eran formidables competidores, pero la cuestión fue que sólo una veintena de los participantes supervivientes no dieron con la respuesta correcta, lo cual suponía que, a falta de sólo tres pruebas, quedaran en liza aún más de novecientas personas. Y eso pareció enrabietar a los responsables de Kamduki, que unas horas después de que expirara el plazo para la resolución de la prueba número seis, emitieron un comunicado un tanto desafiante: anunciaban que las tres pruebas que restaban tendrían una dificultad extrema y que, en caso de que nadie resolviera alguna de ellas, se consideraría ganador aquel participante que hubiese invertido menos tiempo en la resolución de las anteriores. Era evidente que ese sistema de desempate no le favorecía mucho.

La séptima prueba no se iba a hacer de rogar, pues tenía prevista su aparición en sólo unos días, concretamente el viernes 21 de mayo, a las siete y veinte de la mañana. A Samuel no le gustaba ni el día ni la hora, porque sabía que necesitaba de la ayuda de Lucía y, para ello, hubiese sido preferible que el nuevo desafío comenzara en sábado o en domingo. Cierto es que las bases no lo permitían, pero si había llegado hasta allí había sido gracias a ella, a su extraordinaria clarividencia para con las pruebas cuarta y quinta. Puede que la sexta la hubiera logrado resolver sin su ayuda y, quién sabe, igual hasta las venideras, pero a él nunca le interesó la idea de proclamarse el más sagaz, ingenioso o inteligente, ni le preocupaba lo más mínimo hacer trampas, porque no se trataba de una cuestión de honor. Lo que realmente anhelaba era alcanzar ese premio que le brindara la independencia económica para disfrutar el resto de su vida de la plena libertad.

Samuel se levantó a las siete en punto, justo cuando sonó el primero de los tres despertadores que había programado. Comprobó con satisfacción que su conexión a Internet le seguía siendo fiel. A la hora exacta prevista apareció la séptima prueba. Su enunciado hacía presagiar la consumación de la amenaza de los creadores de Kamduki; la inclusión de su nombre le provocó un profundo escalofrío.

Prueba n.º 7:

La gloria fue para Samuel, pero otro te mostrará el camino

BUSCA AHÍ

EN EL ARCA

A 34 PASOS

AARON RIP

7 CASI FUE

PERO DIME

EL EXACTO

VERAS ORO

¿Cuántos había?

Tiempo de resolución: 12 horas

¿Qué hacía su nombre allí? ¿Se trataba de una siniestra broma? Samuel apenas prestó atención al resto del enunciado. No podía ser una casualidad: su nombre, sin ser especialmente inusitado, tampoco era muy común. Y luego, el contenido de la frase: «La gloria fue para Samuel, pero otro te mostrará el camino». Parecía como si, hablando en pasado, estuvieran profetizando su futuro triunfo. La gloria, el éxito sería para él, pero otro le indicaría el camino, la forma de conseguirlo… «¡Santo Dios, Lucía!» —exclamó para sí—. Ella le estaba ayudando, mostrando el camino… ¿Pero qué macabra burla era ésa? ¿Cómo podían saber…? Estaba inmerso en esas retorcidas reflexiones cuando sonó el telefonillo de la puerta. Era Lucía.

Los nervios se apoderaron de su cuerpo. Bloqueado, no atinaba a elegir qué tarea acometer: hacer la cama, arreglarse, ordenar un poco la casa…

—Buenos días, Samuel —Lucía le obsequiaba con una radiante sonrisa.

El aroma natural de su piel impregnaba todo el rellano y comenzaba a inundar su propia casa. Sentía cómo su perfume traspasaba su cuerpo, encorsetado aún en los nocturnos efluvios de las sábanas. Una gorra de color rojo fuego cubría su cabeza. Áureos flecos parecían recogerse a modo de visillos para dejar expedito el paso a la aurora de la mañana, personificada en la radiante hermosura de su tez. Estaba espléndida.

—Lucía, no te esperaba, yo…; la casa está algo desordenada… —farfulló Samuel aturrullado.

—¿Puedo pasar? Se enfrían los churros.

Sin dejar de sonreír, Lucía levantó la mano para mostrar a Samuel el servicio de desayuno, café incluido, que le llegaba directamente a casa. Colgado sobre su hombro llevaba un bolso con su ordenador portátil. Eran poco más de las siete y media de la mañana.

Tenían doce horas por delante y era imposible determinar en aquel momento si aquello sería mucho o poco tiempo. Lo que sí tenía Samuel claro era que la ocasión merecía ser disfrutada con tranquilidad. Por ello, desayunaron y departieron sobre temas banales, hasta que Lucía tomó la iniciativa.

—Bueno, manos a la obra… que igual luego nos pueden hacer falta estos minutitos.

—Que será lo más probable —coincidió Samuel.

Se sentía orgulloso de Lucía, por el esfuerzo que acababa de hacer, madrugando y tomándose el día libre en su trabajo para enfrascarse en la escabrosa tarea de intentar resolver un previsiblemente espinoso problema de ingenio, habiendo confesado que los pasatiempos de ese tipo no le gustaban lo más mínimo. Entonces, ¿por qué lo hacía? —se preguntaba—, ¿por su innata abnegación por ayudar al prójimo, por la amistad que les unía o… porque disfrutaba estando a su lado?

—Sí, es curioso que aparezca tu nombre —reconoció ella—. Pura coincidencia; es más que probable que haya algún otro Samuel entre los novecientos supervivientes, y puede que algún Aarón… Por cierto, ambos nombres son bíblicos.

—Lo mismo que el Arca.

—Eso parece, aunque desconocemos si se refiere al Arca de Noé o al Arca de la Alianza.

Durante unos minutos, ambos se mantuvieron inmóviles, estudiando detenidamente el enunciado.

—No sé… —intervino Lucía—, no creo que tengamos ante nosotros un criptograma clásico.

—¿A qué te refieres?

—En los criptogramas, el contenido del mensaje debe sustituirse siguiendo un patrón determinado. Se suelen descifrar procediendo a reemplazar cada letra, número o símbolo por otros, de acuerdo con la pauta establecida por el autor, pero en este texto cada frase tiene sentido por sí misma o entrelaza con la siguiente… No parece que haya que sustituir nada.

—Igual no se trata de un criptograma.

—Puede, pero tampoco debemos descartar la idea de que estemos ante un documento cifrado. De momento, necesitamos abundante información: vamos a investigar todo lo que podamos sobre las palabras claves del ejercicio —propuso Lucía tomando el mando de las operaciones.

Cogió un folio y anotó la siguiente relación de palabras:

Samuel: amigos y conocidos

Aarón: muerte

Arca de Noé

Arca de la Alianza

34 pasos

—Comencemos con los protagonistas principales: investiga a tu tocayo que yo me ocupo de Aarón —continuó Lucía—, a ver qué encontramos. Debemos prestar atención a cualquier cosa que veamos relacionada con el oro y con el número 6, porque dice que 7 casi fue. ¡A la carga!

Empezaron por elaborar una relación conjunta de personajes famosos, descartando a los actores, artistas y deportistas, pero, incluso así, el número de celebridades no paraba de crecer: Samuel (el profeta), Samuel Morse (inventor del telégrafo), Samuel Beckett (escritor irlandés), Samuel Barber (compositor estadounidense), Samuel Johnson (escritor inglés), Samuel Hahnemann (médico alemán), Samuel Colt (inventor del revólver), Samuel Goldwyn (fundador de la Metro Goldwyn Mayer), Aarón (hermano de Moisés), Aarón Copland (compositor estadounidense), Aarón Klug (químico británico), Aarón Kosminski (sospechoso de ser Jack el Destripador)…

—¡Basta! —exclamó Lucía—. No tenemos tiempo material para dedicarnos a todos.

—¿Y qué hacemos? —preguntó Samuel—. ¿Nos atrevemos con los 34 pasos?

—Tampoco tiene buena pinta… ¿Cómo saber de qué se trata? Pueden ser pasos fronterizos, pasos procesionales de la Semana Santa, pasos de baile…

—¿Las arcas bíblicas, quizá? —sugirió Samuel.

—Puede, hay algunas coincidencias… El instinto me dice que van por ahí los tiros. ¿Qué tal si buscamos en la Biblia?

Descartaron el Arca de Noé por simples cuestiones cronológicas, pues aun en el supuesto de que el mito fuese cierto, se estima que el Diluvio Universal habría sucedido en una fecha aproximada al año 2300 antes de Cristo, demasiado lejos en el tiempo como para encontrar relación con el resto de vocablos. Los únicos datos del enunciado que guardaban relación entre sí eran AARON, ARCA y ORO, siempre y cuando esos términos se estuvieran refiriendo efectivamente al hermano de Moisés, al Arca de la Alianza y al oro que lo revestía por dentro y por fuera. Decidieron situar en ese contexto el meollo de la prueba. Además, la vida del profeta Samuel fue posterior a la construcción del Arca de la Alianza; por tanto, era posible encontrar alguna relación que encajara en el enunciado y, por ende, en la resolución de la prueba.

Sin embargo, las horas de la mañana fueron cayendo a un ritmo frenético, sin que consiguieran encontrar ninguna información relevante.

—Me temo que nos estamos metiendo en un callejón sin salida —suspiró Lucía abatida.

—No avanzamos mucho, que digamos —asintió Samuel—. Repasemos lo que tenemos: Aarón murió a la edad de 123 años, en el Arca de la Alianza se custodiaba su vara, junto con las Tablas de la Ley y el Maná, Aarón permitió al pueblo de Israel apostatar y adorar un becerro de oro… En cuanto al Arca, hay abundancia de oro: los querubines, las anillas, el propiciatorio, las varas…

—Datos dispersos solamente —interrumpió Lucía—. Y para colmo no tenemos nada que relacione a Samuel o a sus coetáneos con Aarón, con el detalle de que cuatrocientos años separan la vida de ambos, ni sabemos qué pintan los 34 pasos, ni qué gloria se llevó Samuel, ni… ¡Nada, Samuel; no tenemos nada!

—Y son las dos de la tarde.

Lucía resopló meditabunda a la vez que negaba con la cabeza.

—Creo que vamos por el camino equivocado —dijo—. Puede que los datos sean los que creemos, pero no conseguiremos nada rebuscando en la Biblia. Estamos ante un criptograma.

—¿Cómo puedes estar tan segura?

—No lo estoy; es una corazonada… Hay que descifrar ese dichoso texto. Bajaré a por unos bocadillos, a ver si el aire me despeja…

Un rato después se encontraban masticando, el pan en una mano y el bolígrafo en la otra.

—Si estamos ante un criptograma clásico con cifrado por sustitución, nos va a resultar muy complicado resolverlo —aseveró Lucía—. El análisis de frecuencias no nos va a clarificar nada.

—¿Te refieres a la reiteración con que aparecen las letras?

—Así es. Habitualmente la mitad de las letras de un texto en castellano son vocales, con preponderancia de la «E» y la «A». De las consonantes, algunas aparecen con mayor asiduidad; podríamos incluir las siguientes: «S, R, D, N, L, C, T, M» y «P». El resto son menos frecuentes. Pero como tenemos ante nosotros un texto relativamente normal, las reiteraciones de letras son las acostumbradas.

—Un panorama desolador —apostilló Samuel.

—Sí, tenemos sólo una «X», una «V», una «H» y una «B». Si estas consonantes aparecieran en más ocasiones en el texto, podríamos suponer que están enmascarando una vocal, pero, lamentablemente, no es el caso. Está claro que si la resolución se fundamenta en la búsqueda de un algoritmo de sustitución simple, nos quedaría únicamente la opción de considerar que las letras frecuentes se sustituyen entre sí y las infrecuentes ídem de lo mismo.

Intentaron lo imposible para descifrar el mensaje. Cuando agotaron todas las vías de sustituciones simples, se aventuraron con pares e incluso tríos de letras, pero el resultado seguía siendo el mismo. A las cinco y cuarto decidieron parar quince minutos para descansar. Definitivamente, habían fracasado también en el intento de descodificar el texto reemplazando las letras, así que Lucía propuso dar un paseo para ver si eso les ayudaba a encontrar la inspiración que necesitaban.

—Tiene que haber algo: una idea oculta, un detalle imperceptible, una insignificante hebra de hilo que nos conduzca al núcleo del enigma —razonaba Lucía en voz alta.

—Pero no lo vemos y el tiempo se está consumiendo.

—Aún disponemos de dos horas.

—¿Y si pedimos ayuda? —propuso Samuel—. Según parece, Marta es todo un portento; me recomendaste que le consultara, ¿recuerdas?

Una extraña sensación sacudió a Lucía. Claro que la colaboración de Marta supondría reforzar las aspiraciones con una excelente aliada, pero… quería ser exclusivamente ella quien aportara la vía para solucionar el problema. Estaba confundida y avergonzada porque jamás había experimentado afán de protagonismo. Por primera vez desde que la conocía, Samuel percibió una ligera vacilación en su rostro. Se preguntó si acaso Lucía sentía celos.

—Es una estupenda idea —reconoció Lucía—, pero me temo que Marta no va a poder ayudarnos: está de viaje.

Y era cierto: aun en contra de sus verdaderos deseos, Lucía no habría ocultado cualquier posibilidad de ayudar a Samuel en la resolución de la prueba, sabiendo lo que para él significaba.

—¿Y dónde se encuentra ahora la doctora?

—Está en San Sebastián, participando en una conferencia sobre ajedrez y Alzheimer.

—¡Caramba! —exclamó Samuel.

—Por lo visto —prosiguió Lucía—, un periodista español de reconocido prestigio en el mundo del ajedrez sostiene que la práctica habitual de esa actividad ayuda a retrasar los síntomas del envejecimiento cerebral.

—Una entretenida manera de ejercitar la mente.

—Sí; sin duda una buena herramienta de prevención del sistema cognitivo. Leontxo García, que así creo recordar que se llama el periodista, sostiene que jamás, en su dilatada carrera ligada al ajedrez, ha conocido a ningún jugador profesional que padeciera Alzheimer. Es más, parece ser que la incidencia de esta enfermedad entre los meros aficionados es irrisoria en comparación con el resto de la población.

—Habrá que jugar al ajedrez —insinuó Samuel.

Lucía se detuvo bruscamente, ante el asombro de su acompañante, que había continuado caminando solo por unos metros.

—¿Qué acabas de decir? —preguntó ella, el cuerpo inmóvil.

—Nada, que sería conveniente que…

—¿Dijiste ajedrez?

—Claro, Lucía, es de lo que estábamos hablando… ¿Te ocurre algo?

—¡Cómo he podido ser tan estúpida! Volvamos a casa. ¡Rápido!

Lucía dio media vuelta y aceleró precipitadamente el paso, arrastrándolo consigo por el brazo como si tirara de la correa de un perro.

—¿Me puedes explicar por favor qué está pasando? —suplicó Samuel.

—Son ocho líneas con ocho letras cada una. ¡El mensaje está encerrado en un tablero de ajedrez!

A más de mil kilómetros de allí, Marta regresaba a su hotel tras la espléndida comida que los organizadores del simposio habían ofrecido en el Restaurante Akelarre.

Por la mañana se había celebrado una primera ponencia, en donde una colega suya había expuesto un experimento que había llevado a cabo con dos grupos de personas mayores. Uno de ellos había estado desarrollando un curso de ajedrez durante un año, en tanto que el otro había continuado con su actividad habitual. Los resultados habían sido espectaculares: mientras que el grupo que no siguió las clases de ajedrez no consiguió mejorar sus prestaciones mentales, los que sí asistieron vieron mayoritariamente incrementados sus rendimientos cognitivos.

Para la tarde estaba programada, en primer lugar, una visita al Centro de Tecnificación de Ajedrez, un ambicioso proyecto inaugurado hacía sólo unos meses, con casi seiscientos metros cuadrados de espacio distribuido en dos plantas y destinado exclusivamente a la promoción y práctica del ajedrez. Más tarde, a las siete, estaba prevista la reanudación de las exposiciones de los conferenciantes. Marta había sabido excusar con habilidad la visita al complejo ajedrecístico, por lo que disponía de casi dos horas para solventar definitivamente la prueba número siete de Kamduki, que tan bien encarrilada tenía. Favorecida por la circunstancia de encontrarse temporalmente sumida en el mundo del ajedrez, no tuvo dificultad esa misma mañana en descubrir que el acertijo se escondía en el tablero de juego. Ahora confiaba encontrar la relación de cada palabra del enunciado con el ajedrez. Y si necesitaba de algún dato o aclaración técnica, contaba con la cercana presencia de un par de maestros participantes en las Jornadas que se estaban celebrando allí mismo, en el maravilloso Hotel María Cristina, donde todos se alojaban. Subiendo por la glamurosa escalera de mármol enmoquetada en rojo se sentía como una de las estrellas que anualmente se hospedan allí con motivo del famoso Festival de Cine. Se preguntaba cómo serían las noches donostiarras…

Mientras conectaba su ordenador, sonreía al recordar la anécdota que había oído esa misma mañana: El ciudadano británico Alec Holden, en diciembre de 1997 y a la edad de 90 años, apostó 100 libras a que llegaría a cumplir los 100; lo consiguió y ganó 25.000 libras. Su explicación venía muy a juego con el debate: «El secreto de mi longevidad consiste en desayunar cereales, hacer un poco de ejercicio, jugar al ajedrez y ¡no dejar de respirar!».

Entró en Internet y escribió las palabras «Samuel» y «ajedrez» en el buscador, convencida de que pronto iba a obtener resultados clarificadores, cuando se hizo oír el timbre de su teléfono móvil. La procedencia de la llamada reflejada en la pantalla le heló la sangre.

—No puedo estar allí «cuanto antes»: me encuentro en Guipúzcoa… ¿Qué le ocurre? —preguntó Marta angustiada.

—Será mejor que venga. —La voz sonaba tan fría como lúgubre.

—¡Dios mío! Dígame que no ha muerto…; ¡dígamelo!

Entre sollozos y con la mano temblorosa, llamó a recepción solicitando un taxi. Sabía que se solía mentir para no dar la peor de las noticias por teléfono, mas se aferraba a la idea de que no la estuvieran engañando y que pudiera llegar a tiempo para abrazarlo en vida…

Salió a toda prisa, abandonando en la habitación todas sus pertenencias. Su participación en Kamduki había concluido.

—Samuel Reshevsky, niño prodigio del ajedrez, nacido en Polonia y nacionalizado estadounidense.

—¿Sus principales logros? —preguntó Lucía.

—Tuvo una carrera muy dilatada. Ganó el campeonato de los Estados Unidos en siete ocasiones y consiguió el primer puesto en numerosos torneos: Siracusa 1934, Margate 1935, Kemeri 1937, Hastings 1937, Hollywood 1945, Nueva York 1951, 1955 y 1956, La Habana 1952, Dallas 1957…

—Ya…, ya vale —atajó Lucía—; son demasiados éxitos. Necesitamos más pistas.

—Sí —coincidió Samuel—; Reshevsky fue un jugador sobresaliente durante toda su vida: en 1984 consiguió ganar el torneo de Reykjavik ¡con 73 años!

—Introduce los términos «Aarón» y «ajedrez» en Google —sugirió Lucía.

—Aparece otro fenómeno: Aarón Nimzowitch.

—Un momento… —Lucía daba muestras de haber encontrado algo—. El enunciado dice AARON RIP. ¿En qué año murió?

—En 1935.

—El mismo año en que Reshevsky ganó el torneo de…

—De Margate, Inglaterra —se apresuró a responder Samuel.

—¡Fantástico! —exclamó Lucía—. Reshevsky ya hizo su trabajo; ahora otro de los participantes en aquel torneo nos «mostrará el camino».

Aunque no les resultó sencillo, finalmente pudieron encontrar la nómina de participantes en aquella competición: Reshevsky, Fairhurst, Menchik, Capablanca, Mieses, Thomas, Reilly, Sergeant, Milner Barry y Klein.

—El único nombre que me suena es Capablanca —señaló Samuel.

—Fue Campeón del Mundo —ratificó Lucía—. Debe ser él…; ¡creo que lo tengo! Comprueba por cuánto tiempo retuvo la corona mundial.

—Pues venció a Lasker el 28 de abril de 1921 y lo perdió a manos de Alekhine el 29 de noviembre de 1927.

—Eso suma 6 años y 7 meses; ¡justo lo que pensaba!: 7 CASI FUE.

—Eres fantástica, Lucía.

—Y hay algo más —prosiguió ella—. Los 34 pasos no pueden ser otra cosa que 34 jugadas. Samuel: sólo podremos descifrar el criptograma con una partida de ajedrez.

—¿Una partida de ajedrez? —repitió Samuel impresionado.

—Una partida de ajedrez, con 34 movimientos, que disputó Capablanca en el torneo de Margate de 1935. Necesitamos encontrar esa partida.

Quince minutos de navegación bastaron para hacerles ver que les iba a resultar muy complicado localizar la partida por Internet.

—¿Cuánto tiempo nos queda? —preguntó Lucía.

—Una hora escasa. ¿Y si nos acercamos al club local de ajedrez?

La imparable marcha del progreso erosiona todo cuanto encuentra a su paso, y los clubes de ajedrez no son una excepción. Hoy en día existen programas informáticos, a muy bajo precio, de fuerza similar a la de los mejores Grandes Maestros. Esto unido a la posibilidad de disputar partidas por Internet con jugadores de cualquier parte del mundo y de seguir en propia casa el desarrollo de torneos en directo, ha hecho disminuir paulatinamente la afluencia a los locales de los clubes de ajedrez, en otra época ilustres y ahora, como sus compañeros del billar, los naipes y demás juegos de mesa, anclados en el ostracismo y confinados entre los límites de añejos muros cubiertos de historia.

Dos veteranos contendientes simultaneaban manotazos a un sufrido reloj, mientras las piezas bailaban sobre el tablero a un ritmo vertiginoso, pese a la avanzada edad de las manos que las impulsaban. Una maraña de revistas, planillas, libros y piezas flanqueaban la mesa de juego. Lucía y Samuel esperaron respetuosos a que la partida acabara. A cada jugada, sucedía un comentario jocoso:

—¡Dama que vuela, a la cazuela!

—Lo que vuela es tu tiempo: te quedan diez segundos.

—Me sobra la mitad para darte mate.

—Corre, corre…

—¡Ah, te escondes como una rata!

—Ya te digo…: cuatro, tres, dos…

—¿Será posible?

—¡Tiempo! Otro currito… ¡Por derecho!

—Pero si estabas frito… ¡Lamentable!

—¿Podrían ayudarnos? —aventuró Samuel, presionado por la premura de la situación.

—¡Cómo no! —se ofreció uno de ellos.

—Buscamos una partida del año 1935 —continuó Samuel.

—Somos viejos, pero no tanto —contestó con una sonrisa el mismo que se había ofrecido a ayudarles. El otro seguía pensando en la partida que acababa de perder por tiempo—. Los sábados por la tarde suelen venir algunos chavales. Uno de ellos compite regularmente; dice tener una base de datos con más de cuatro millones de partidas.

—No podemos esperar hasta mañana; gracias de todas formas —respondió Samuel dando la vuelta para marcharse.

—Espera un segundo. —Lucía prestaba atención a una colección de libros que reposaban sobre los anaqueles de un polvoriento armario—. ¿Me permiten?

Lucía tomó en sus manos un libro de Panov dedicado a la vida de Capablanca. Incluía setenta partidas selectas del genial jugador.

—Es nuestra última oportunidad —declaró Lucía.

Y allí estaba lo que buscaban: la partida número sesenta que recogía aquel volumen era la que disputaron Capablanca y Thomas, en el torneo de Margate de 1935, con victoria del primer jugador en 34 movimientos.

A toda máquina tomaron un tablero y desplegaron sobre cada escaque las letras que integraban el enigma, ante la pasmosa contemplación de los jugadores allí presentes.

—¿Sabes interpretar una partida de ajedrez? —titubeó Samuel.

—Es sencillo: las filas están numeradas del 1 al 8 y las columnas se designan comenzando por la primera letra del abecedario. De esta forma, cada casilla tiene un nombre.

—Como el juego de los barquitos —corroboró Samuel.

—Sí, aunque… este libro es muy antiguo y no utiliza el sistema algebraico de anotación…

—¿Podrás conseguirlo, entonces?

—Sí; no te preocupes —le tranquilizó Lucía—. Veamos: por sus movimientos debemos descartar a los peones, a las torres y a los alfiles, porque, según veo, no se consigue hilvanar una palabra inteligible. ¡Vamos con los lindos caballitos!

El caballo del flanco de dama de las blancas inició su triunfal recorrido en la casilla b1, y de ahí pasó por d2, f1, e3, d5, b6, a4 y b6, donde acabó su viaje con un mortal brinco que aprisionaba a la reina negra. Samuel y Lucía se miraron boquiabiertos. El caballo en su camino había marcado la clave: ÉXODO 37, 3.

Se levantaron a toda prisa, ante la petrificada expresión de los marrulleros luchadores, que seguían sin comprender qué estaba sucediendo. Lucía les sonrió:

—No tendrán a mano una Biblia, ¿verdad?

El chico del cíber palideció cuando vio entrar a Samuel. Éste se detuvo un instante frente a él y lo saludó al estilo militar, llevando su mano derecha con los dedos juntos hasta la sien. «Es el mismo loco de hace un mes», pensó el chico.

Lo que restaba fue simple: buscaron la cita bíblica y descubrieron que, efectivamente, el Arca de la Alianza custodiaba la respuesta, pero habría sido imposible resolverlo sin reproducir aquella partida de ajedrez. Samuel leyó en voz alta el texto: «Además fundió para ella cuatro anillos de oro a sus cuatro esquinas; en un lado dos anillos y en el otro lado dos anillos». Radiante, tecleó la respuesta correcta, cuatro, y esperó la validación. Curiosamente les había sobrado casi siete minutos.

Se encontraban muy cansados, pero decidieron dar un paseo. Luego cenaron en una pizzería. Samuel no olvidaría jamás aquel día, no sólo por la satisfacción que le produjo llevar a buen término la intrincada prueba número siete, sino por la sinceridad con que Lucía se abrió ante él. Hablaron largamente sobre temas trascendentales y Samuel quedó prendado del peculiar punto de vista que Lucía tenía sobre la Vida, Dios y el Amor.