El amor irrumpió con fuerza en la vida de Samuel, haciendo gala de su naturaleza patológica. Sólo tenía pensamientos para Lucía. La necesidad de su presencia le trastocaba los sentidos; la incertidumbre de saber si sus sentimientos eran correspondidos le perturbaba el alma. Era tal su grado de abstracción que ni siquiera se acordó de Macarena hasta el martes 27 de abril, día en que la chica apareció de nuevo por la oficina, después de que por voluntad propia hubiera decidido descansar el lunes de resaca.
La sintomatología del amor incluye la metamorfosis de nuestra conducta, los cambios extremos de opinión y la transfiguración de nuestro estado de ánimo. Y todas estas señales se manifestaron repentinamente en Samuel, acentuadas por la exacerbada pasión con que se desarrollaba en su interior esta maravillosa enfermedad.
La presencia de Macarena hizo que su cuerpo astral regresara al material el tiempo suficiente como para comprender que si antes de enamorarse tenía un serio problema, ahora contaba con otro aún peor. Hacía sólo unos días anhelaba la liviana presencia de Macarena y el inevitable encuentro carnal que debía producirse. Sabía entonces que acabaría asaltando la propiedad cercada de don Francisco, ebrio de lujuria, para transgredir su tácita advertencia, y que tendría que preocuparse a toda costa de evitar que su jefe llegara a percibir la más mínima sospecha. Pero las tornas habían cambiado: ya no necesitaba pensar en las represalias que el mandamás pudiera emprender por su desleal conducta, pues el apetito por su exquisito manjar había desaparecido. Ahora tendría que lidiar una faena más peliaguda: esquivar a Macarena y hacerlo de forma que no se ofendiera, pues si llegara a sentirse despreciada, el desbordamiento de su cólera podría acarrear catastróficas e imprevisibles consecuencias.
Samuel se lamentaba de la descuidada frivolidad con la que había enfocado el asunto: sabiendo que se aproximaba una feroz tormenta, no había tenido la precaución de prepararse convenientemente, por lo que, súbitamente, se veía atrapado en un tremendo brete, obligado a encarar el peligro sin que hubiese preconcebido estrategia alguna. Y es que una diminuta dosis de la pócima mágica de Eros se había convertido en un potentísimo reactivo para su termostato corporal, haciendo reducir vertiginosamente la temperatura de su ardiente pasión, que en un abrir y cerrar de ojos había descendido desde los tres mil grados centígrados hasta el cero absoluto, dejando en entredicho los principios que sustentan las leyes de la termodinámica.
La situación obligaba, pues, a Samuel a improvisar sobre la marcha y eligió la opción de mantener la cordialidad que habitualmente presidía su relación con Macarena, pensando que, quizás, él seguía sin interesarle y que sus sospechas eran producto exclusivo del febril anhelo que entonces lo dominaba. Y la naturalidad que quiso transmitir pudo haber funcionado, porque la chica regresó de Sevilla realmente cansada de tanta jarana y con su voracidad saciada, pero la sobrevenida frialdad de Samuel volvió a despertar el instinto asesino de la predadora de pasiones, al sentirse una vez más flagelada por la fusta de la indiferencia. Una sola mirada antojadiza de Samuel, en la línea normal de su varonil curiosidad, podría haberlo parado todo, pero al no pasar por su cabeza la idea de ese salvador recurso, había dejado escapar la única posibilidad de eludir los mortales lazos de la infatigable seductora.
El conflicto estalló definitivamente el miércoles. Macarena transportaba varias carpetas archivadoras cuando resbaló de sus manos una de ellas. El sonido del golpe hizo que todos instintivamente levantaran la vista, con lo que Lili Marleen vio en ese suceso una nueva oportunidad para lucirse. Con sonrisa maliciosa y sin el menor rubor, se agachó despreocupadamente para recoger la carpeta. En cuclillas, alzó la mirada para verificar que todos sus admiradores seguían con interés la función… Y entonces su rictus picarón se transformó: aparte de las mujeres que, lógicamente, no prestaban atención, había un chico que hacía caso omiso al tentador panorama que se le brindaba, precisamente el que gozaba del mejor asiento en el palco, aquél a quien, casualidades de la vida, apuntaban directamente sus entreabiertas piernas…
Ese nuevo rechazo de Samuel fue la gota que acabó por colmar el vaso. A partir de ahí estaba todo decidido: Macarena bajo ningún concepto iba a dar marcha atrás.
La primera situación realmente embarazosa no se hizo de rogar. A mediodía del jueves estaba Samuel sirviéndose un poco de agua en la máquina dispensadora cuando sintió transitar sobre su espalda la voluminosa masa pectoral de Macarena.
—Ponme a mí otro vasito, mi arma —dijo ella mientras estacionaba uno de sus senos sobre el brazo de Samuel.
—Ahora mismo —respondió con la cara encendida.
La situación le resultaba en exceso incómoda e intentó escapar con la mayor naturalidad, pero la idea de liberarse resultó ser más pretenciosa que efectiva, porque Macarena estaba muy atenta a cualquier intento de fuga y supo acompañar el movimiento del brazo con su pecho, de forma que su huida se convirtió finalmente en un sensual paseo por el sinuoso contorno del exuberante portavoz del fuego femenino.
El resto de la jornada y la mañana del viernes fueron testigos de un feroz asedio: un continuo bombardeo de provocadoras sonrisas y cimbreos de caderas, en una atmósfera inundada como nunca por su enloquecedor perfume, intentaban derrumbar la férrea resistencia de Samuel, que comenzaba a ser consciente de la dificultad que supondría mantener dicha situación por mucho tiempo, porque por más gélido que sea el hielo, la llama acaba derritiéndolo si se lo propone… y el intenso fuego que desplegaba Macarena estaba dispuesto no a derretirlo, ¡a achicharrarlo!
Pese a todo, la semana parecía que iba a terminar con éxito para el bravo general sitiado y que su hazaña ocuparía un lugar en la Historia junto a las heroicas resistencias de Numancia o Gerona, pero el destino tenía aún algo que decir…
Un repentino asunto familiar grave hizo que el jefe de almacén no acudiera a trabajar la tarde del último día laboral de la semana. Las personas a su cargo (repartidores, operarios, mozos…) no trabajaban los viernes por la tarde, merced a la particularidad de sus horarios, que hacía que comenzaran diariamente más temprano que el personal administrativo, pero el jefe de almacén no se marchaba hasta que había supervisado la mercancía devuelta y cotejado la totalidad de los albaranes, con idea de que Samuel pudiera proceder los lunes con el proceso de facturación sin demora, como el resto de los días. Y como la prioridad fundamental de la empresa era —en buena lógica— el cobro a los clientes, el requisito previo indispensable pasaba por la facturación. Por eso don Francisco ordenó a Samuel trasladarse al almacén para acabar la faena que quedara allí pendiente.
El despacho del jefe de almacén estaba ubicado en un lateral del fondo de la nave. Desde esa posición se tenía una visión panorámica de la mayor parte de las estanterías y de la zona donde cargaban los camiones. Un enorme espejo colocado estratégicamente a unos veinte metros del despacho proporcionaba una perfecta perspectiva del pasillo central que comunicaba con las oficinas. La escasa iluminación procedente en exclusiva de la mortecina luz que emanaba del despacho del jefe de almacén, junto con el inquietante silencio reinante, hacían que ese desierto pabellón tuviera la tarde de los viernes todos los tintes de un cementerio abandonado.
Eran poco más de las siete cuando Samuel oyó el sonido lejano de una puerta al abrirse: aterrado comprobó por el espejo que Macarena se acercaba portando unos documentos… El lugar no podía ser más adecuado a sus turbias intenciones.
Samuel se mantuvo de pie, diferenciando los lotes de albaranes ya revisados de cada reparto en cuatro grupos distintos, para que luego las facturas fueran imprimiéndose ordenadas para cada uno de los cuatro agentes comerciales de la empresa. Detrás de él se aproximaba Macarena. Se volvió un instante para saludarla en la distancia y continuó con su trabajo, recolocándose un poco para no darle por completo la espalda. Cuando vio que Samuel había notado su presencia dejó los documentos sobre un estante y, como si de una extraña ceremonia se tratara, disminuyó considerablemente su paso para iniciar una tranquila aproximación con un caminar acompasado que recordaba al de los felinos. Saboreaba el momento y quería prolongarlo. Sus ojos, clavados en la figura de Samuel, recorrieron su cuerpo de arriba abajo. Hasta entonces sólo había reparado en su fisonomía: una cabeza redondeada con pómulos carnosos sobresaliendo en su siempre rasurada faz, una tímida sonrisa que rara vez dejaba entrever su reluciente dentadura, la nariz proporcional en forma y tamaño al rostro, ojos castaños, pelo moreno, lacio, esparciendo caprichosos flecos sobre su frente, orejas ni grandes ni pequeñas; una cara más bien mona, aunque… nada especial. Ahora se preguntaba cómo no se había fijado antes en su altura, en su complexión atlética y en aquellas palpitantes venas marcadas sobre sus grandes manos. Luego se detuvo en su trasero y tomó vuelo las agazapadas alucinaciones de su ninfómana existencia. Pensó en la fortaleza pélvica y el vigor sexual que debían proporcionar sus musculosas nalgas e imaginó esas manos recorriendo sus pechos en tanto ella presionaba con fuerza su trasero mientras la penetraba. Invadida por una fuerte excitación, deslizó la lengua por sus labios, relamiéndose cual leona que sabe que su presa no tiene escapatoria, que será devorada lentamente. El furor uterino le sacudía el cuerpo con violentos pasmos…
—¿Qué tal, Samuel? Por fin estamos solos.
Sin andarse con rodeos, se acercó a él y posó la mano sobre la parte posterior de su muslo, para ir ascendiendo gradualmente hasta alcanzar sus glúteos. Samuel se apartó y, con acentuado nerviosismo, se dirigió a ella:
—Macarena…, por favor…; no es el lugar. Si nos viera don Francisco…; él te aprecia y…
—El viejo no tiene lo que guardas tú aquí —interrumpió la fiera mientras sus garras prendían firmemente sus genitales.
Ante el desconcierto y el leve movimiento rotatorio al que lo sentía sometido, Samuel comenzó a notar cómo su miembro crecía incontrolablemente contagiándose de la pasión. Con sobrehumano esfuerzo su voluntad pudo convencer a su instinto para zafarse de su captora y tomó asiento en el sillón giratorio, dispuesto a reanudar su trabajo con los albaranes. Pero la insaciable bestia no estaba dispuesta a dejar escapar a su víctima. Con extraordinaria agilidad, antes de que Samuel pudiera siquiera acercarse a la mesa, ya estaba ella sentada a horcajadas sobre su regazo, mirándolo frente a frente y cubriéndolo con sus infinitas piernas.
—Tenemos sólo un ratito y hay que aprovecharlo, mi arma; no quiero que el viejo me eche en falta —dictaminó Macarena con irrevocable determinación—. Ya me quité las braguitas para no perder tiempo…
Samuel se sentía incapaz de reaccionar ante la inminente consumación de su codiciada fantasía. Sus deseos más íntimos estaban a punto de explotar desbocados de excitación al sentir todo el indómito fuego de la amazona sobre su cuerpo: su carnosa y húmeda lengua deslizándose sobre su rostro, sus prodigiosos pechos balanceándose suavemente al ritmo del acompasado trote que precedería a su cabalgar salvaje… Se veía abocado a firmar su rendición sin condiciones. Esclavizado en la fogosidad del momento, quiso buscar con sus labios los erectos pezones de su ama. Todo el espacio que lo envolvía era piel, carne, fuego de Macarena, personificación sublime de la mitológica Medusa, y sentía sus innumerables tentáculos rodeando su pelo, recorriendo su cuerpo, forzando la cremallera de su pantalón para liberar la ardiente potencia de su virilidad…
Y entonces vio en la más profundo de su alma la imagen de Lucía, su mirada penetrante y su tierna sonrisa, y con impulsivo arrojo lanzó un furibundo grito y la zarandeó hasta liberarse de sus raptoras garras.
—¡Basta! —bramó—. No quiero, ¿entendido?
—¿Eh? ¿A qué estás jugando? —preguntó sorprendida Macarena, inmóvil sobre su cabalgadura.
—Quítate de encima y lárgate de aquí —ordenó Samuel con enfática firmeza.
—¿Pero quién coño te crees que eres, niñato de mierda?
La respuesta de Macarena vino acompañada de una seca bofetada. Luego se incorporó presa de furia, exaltada y jadeando de rabia, con una inyección mortal de veneno en sus ojos. Anduvo unos metros y, casi sin detenerse, se giró negando con la cabeza en claro gesto de desaprobación para comunicarle su irrevocable veredicto:
—Estás muerto, niño.
El lunes no quiso madrugar. Conocía de sobra lo que le esperaba en la oficina; no era la primera vez que alguien perdía su empleo por su presumible relación con Macarena. Ahora le quedaba la duda de saber si sus predecesores fueron descubiertos por don Francisco o, por el contrario, habían sido víctimas del despecho o el capricho de su secretaria.
Se presentó sobre las once de la mañana saludando con un apático «Buenos días» a sus compañeros; la respuesta que recibió fue aún más fría. Se dirigió directo a la mesa de Vicente, sepulturero oficial de la empresa. Como era de esperar, el jefe lo había hecho trabajar el sábado para preparar su finiquito. Parco en palabras, se limitó a indicarle a Samuel dónde debía firmar, acompañando su gesto con un tímido «Lo siento». Samuel comprobó el montante de su liquidación y luego desechó la documentación, firmando sólo el recibí de la comunicación de despido. El importe difería del cálculo que previamente había realizado en casa; por tanto, no quedaba otro remedio que presentar una demanda. Así se manifestaba la cicatería de don Francisco, pretendiendo escatimar el justo estipendio que le corresponde al trabajador que despide, tan ruin como el que roba un anillo a un cadáver…
Samuel no tenía intención de reclamar su puesto de trabajo; iniciaría el proceso judicial con la única finalidad de cobrar la liquidación que legalmente le correspondía. La legislación española permite despedir libremente a cambio de la indemnización económica correspondiente, fijada en cuarenta y cinco días de salario por cada año de servicio en la empresa, prorrateándose por meses los períodos inferiores al año. No hay más; basta con cumplir unas meras formalidades, consistentes básicamente en redactar una carta de despido indicando la fecha y los motivos, que podrán ser justificados o no. Pero eso da igual; se puede aducir cualquier causa, por estrambótica que pueda parecer. Luego en la comunicación de despido se añaden frases del tipo: «Ante la imposibilidad de la empresa de demostrar los hechos imputados, se reconoce la improcedencia del despido y se pone a su disposición la indemnización legalmente prevista…». Cierto es que se contemplan algunos casos en los que no se admite el despido libre, apareciendo la figura de la nulidad y la obligación de la empresa de readmitir a la persona despedida abonando las cantidades dejadas de percibir, y puede que su caso, claro ejemplo de acoso sexual, se pudiera encuadrar en uno de ellos, pero ¿cómo demostrarlo?, ¿cómo probar que había sido despedido por su obstinada resistencia a las pretensiones sexuales de la virtual jefa de personal, que según contrato desempeñaba únicamente funciones de auxiliar administrativa? Además, ¿estaría dispuesto alguno de sus compañeros a declarar a su favor en un juicio? Y aunque en el mejor de los casos consiguiera una sentencia de nulidad, ¿podría soportar seguir trabajando allí? Le harían la vida imposible, de tal forma que al final acabaría con una depresión o solicitando la baja voluntaria.
Mientras abandonaba la oficina, algunos de sus compañeros le dedicaron una mirada tímida y compasiva; luego bajaron la cabeza avergonzados. Y no había nada que reprocharles porque él había actuado igual en el pasado. La deshumanización impera en nuestras vidas. ¿Quién se atreve a mover un solo dedo a favor de un compañero si con ello pone en riesgo su estabilidad en el trabajo? ¡Nadie! Rezamos una oración por su alma y nos parapetamos en la barricada de nuestros miedos, de la misma forma que procedemos —sálvese el que pueda— ante las injusticias y las desigualdades del mundo, e incluso ante la agresión o el delito, aunque se cometan frente a nuestras propias narices. No, Samuel no esperaba que nadie fuese a ayudarle… y hasta cierto punto ni siquiera lo quería.
Se despidió de todos con la misma frialdad con la que había saludado a su entrada, no molestándose en preguntar por don Francisco para decirle cuatro cosas, porque sabía que no estaría, que su cobardía no le permitía mirar a la cara a alguien de tú a tú, cuando ya no existía una relación contractual que condicionara el encuentro. Sin embargo, Macarena sí que estaba en su sitio. Se veía altiva, orgullosa de demostrar a todos —y especialmente a todas— quién mandaba realmente allí. Samuel se detuvo un segundo frente a ella y con voz fuerte y clara, para que todos pudieran oírlo dijo:
—Te quedaste con las ganas, zorra.
Sin dejar de retocarse las uñas, esbozó una sonrisa arrogante y respondió:
—Y tú sin trabajo, mi arma.