Por suerte para su estabilidad laboral y por desgracia para su imaginación libidinosa, Macarena no acudió a trabajar el miércoles; tampoco lo hizo el resto de la semana. El culpable, al menos eso se rumoreaba, parecía ser el virus de la gripe, pero como nadie había visto el parte de su baja, todo fueron conjeturas. De hecho, Macarena era la única persona encargada de controlar los partes de ausencia de los trabajadores; por tanto, cuando ella faltaba sólo rendía cuentas ante don Francisco, que era el único que disponía de autoridad para controlar a la controladora.
La suspicacia generada con la misteriosa enfermedad de Macarena, tan radiante el día anterior, se vio refrendada con el anuncio del jefe de su inminente viaje. Salía esa misma tarde para Berlín, invitado por no se sabe qué proveedor a no se sabe qué feria o qué congreso. Explicaciones las mínimas, para algo era el jefe. Lo cierto es que a partir de ese día se comenzó a oír en los corrillos el nombre de Lili Marleen cuando se referían a Macarena. Que Samuel supiera, éste era el tercer apodo que se le atribuía, después de Brigitte Bardot hacía dos años y de Margaret Thatcher el año pasado, ambos coincidiendo con sendos viajes de don Francisco a París y a Londres, respectivamente. También era mucha casualidad que se pusiera enferma cada vez que el jefe viajaba al extranjero…
Macarena no volvería a aparecer por la oficina, pues, hasta dentro de como mínimo dos semanas, ya que la siguiente coincidía con la Feria de Abril, y eso era sagrado para la sevillana, que se tomaba días libres, de asuntos propios, de vacaciones o de lo que le saliera del Arco del Triunfo, como decían sus envidiosas compañeras. Al fin y al cabo, ella era también la encargada de gestionar todos los asuntos relacionados con las vacaciones. Por cierto que don Francisco solía dejarse ver los domingos de Feria por la Maestranza, para ver a los miuras…; sin duda, casualidades de la vida.
Así que Samuel disfrutaría —o padecería— de dos semanas libre de tentaciones. Hasta ahora Macarena había demostrado indiferencia hacia su persona; él no le atraía y eso constituía un valioso salvoconducto para perpetuar su estabilidad en el trabajo. Pero las cosas habían cambiado. Era evidente que ella le había puesto los ojos encima, y eso era garantía de que la ardiente fiera iba a intentar por todos los medios cobrar su presa, y de sólo pensar en el roce de su piel Samuel se excitaba tanto que a diario imaginaba escenas eróticas en cada rincón de la empresa: en el lavabo, en los archivos, en la mesa del jefe… El problema era que liarse con la secretaria de don Francisco equivaldría a firmar su propia sentencia de muerte, y no podía permitirse el lujo de perder su puesto de trabajo. Sin embargo, sabía que si llegaba el momento, no iba a poder resistir el turbador hechizo de sus feromonas y acabaría entregado al deseo y, como macho de mantis religiosa, condenado sin remedio a un fatal destino.
El viernes 16 no hubo cine. La oferta que brindaba el celuloide esa semana no era del agrado de Esteban, que había insistido expresamente en salir de tapas.
—¿No estrenaban ninguna película interesante hoy? —preguntó Samuel.
—La verdad es que no. Además, ayer me encontré con Marta, una vieja amiga, y quedamos en vernos luego por los pubs —respondió Esteban, la mirada fija en el montadito de pata con queso que le acababan de servir.
—Podías haber quedado mañana; los viernes son para el cine —le recordó Samuel.
—Cuando veas lo buena que está comprenderás que hay ciertas oportunidades que no se pueden dejar pasar así como así.
—No paras, hijo… ¿Cómo lo haces? ¿Cómo tienes tanta facilidad para ligar? Tampoco eres Brad Pitt, que digamos…
Conocía a Esteban desde hacía mucho. De trato agradable, derrochaba simpatía, pero ni era especialmente atractivo ni podía alardear de un físico extraordinario; sin embargo, tenía un don especial para relacionarse con las mujeres, algo difícil de explicar… Poseía una innata habilidad para congeniar con todas. Y Samuel no dejaba de sorprenderse por ello.
—Amigo Samuel…, mira…, una de las cosas más fáciles de hacer en este mundo es enamorar a una mujer —respondió Esteban, adoptando un tono más formal.
—Pues dime cómo, por piedad, a ver si aprendo —le suplicó con guasa Samuel, juntando ambas manos en un claro gesto de ruego.
—Bien: la cuestión es decirle a cada chica sencillamente lo que quiere oír. Sólo hay que ser un poco avispado, indagar sus carencias, sus verdaderas necesidades, y con esta información encauzar la estrategia adecuada. Por ejemplo: estás en una discoteca y ves a una chica con los ojos especialmente bonitos, claros, verdosos, llamativos… Si te acercas, jamás, repito, jamás le digas que tiene unos ojos preciosos, porque ella estará precisamente harta de oír siempre lo mismo. Idéntica actitud debes seguir si te gusta una chica que destaca por su belleza exterior; nunca utilices frases del tipo: «No me explico cómo una chica tan guapa como tú no tiene novio» o «Posees una belleza angelical». Ese tipo de adulaciones se repiten en la noche y la que es guapa lo tiene oído hasta la saciedad.
—¿Qué le digo entonces: que es más fea que la bruja de Blancanieves?
—No seas burro, hombre… Si es guapa o si tiene los ojos claros lo que menos querrá es que se lo vuelvan a repetir; habrá otras cosas que eche en falta, por ejemplo: no estará acostumbrada a que le digan que su conversación es interesante o que parece una chica muy inteligente. Si le dices esto último te prestará atención, y ya habrás roto el hielo. Por el contrario, si insistes con su belleza, no te mirará a la cara y pensará que eres otro pelmazo.
Esteban hizo una breve pausa para recrearse en la entusiasmada atención que le prestaba Samuel. Luego prosiguió, pletórico, como si en lugar de estar dando un consejo a un amigo, estuviera ofreciendo un discurso al estilo de los grandes oradores de las Cortes de Cádiz.
—Ahora pongamos el caso de una muchacha que no sea muy agraciada físicamente —continuó Esteban—. Seguramente estará habituada a que le digan que es muy simpática, madura, inteligente, o que resulta apasionante mantener conversaciones con ella. Toda su vida habrá oído lo mismo, de sus padres, de sus amigas… y hasta de posibles novios. Está claro que esa chica tiene otra clase de necesidades.
—Ya, hay que decirle que es la chica más guapa del mundo aunque sea un callo —interrumpió Samuel con sorna.
—Seguro que, por muy fea que sea, su físico esconderá alguna virtud especial. Y si no la encuentras, siempre podrás recurrir a frases como: «oye…, mira: es que tengo una manía, y en lo primero que me fijo de una mujer es en sus pies, y tú los tienes preciosos».
—Lo que me faltaba por escuchar… ¡Los pies! —exclamó Samuel sorprendido.
—Pues ya estarías subrayando algo de su cuerpo, algo a lo que no está acostumbrada. A partir de entonces te prestará atención.
—A ver, Esteban, que si es muy fea tampoco la quiero, que no estoy desesperado, hombre…
—Era sólo un ejemplo, pero una sutileza de ese tipo te ayudará a venderte como un hombre distinto de los demás. Tienes que innovar. Una frase lisonjera redundante es una monserga. A una mujer hay que hacerla sentir como alguien especial, única, distinta del resto. Toda persona tiene algo exclusivo, sui géneris… Tú misión es descubrirlo… y si no lo encuentras o no lo tiene, te lo inventas. La cuestión es regresar de pesca con algún pez en la nasa, nunca de vacío.
—Pero ésa es una actitud propia de alguien sin escrúpulos, de un animal carroñero que come lo que sea a cualquier precio —objetó Samuel.
—Si se tiene hambre, no se puede ser exigente. Aplicando la teoría de la gacela, el triunfo está garantizado —apuntó Esteban con absoluta convicción.
—¿La teoría de la gacela? ¿Pero qué es eso? —preguntó desconcertado Samuel.
—Amigo Samuel: si uno quiere ligar, no se puede andar con melindres y otras cursiladas. Fíjate bien en las chicas que acaban de pararse en la puerta del bar. Observa aquella morenaza… ¿Superior, eh? ¿Cuántos tíos le entrarán esta noche? Bastantes. Si apostamos por ella tendremos pocas posibilidades de triunfar. Lo podríamos conseguir, pero no sería una tarea fácil. Sin embargo, pon tu atención en la del vestido verde; sin duda es la menos agraciada, la última de las cuatro en la que cualquiera repararía. Pues bien, ésa es la pieza más asequible, el animal más fácil de cazar… ¿Acaso no ves los documentales de animales? ¿A qué gacela ataca el guepardo?
—A la más débil —respondió Samuel.
—Exacto. Así que una vez elegido el objetivo, no hay más que entrarle siguiendo las recomendaciones que te he comentado. Ella no estará acostumbrada a que la adulen hallándose la amiga guapa justo a su lado, de ahí que su autoestima crecerá como la espuma y estará dispuesta a demostrarle a sus amigas que ella también puede gustarle a los chicos. Se dejará atrapar tan pronto como quieras.
Esteban tomó su vaso y acabó de un trago la cerveza. Luego paseó lentamente la mirada por el bar, disfrutando del éxito obtenido con su disertación, mayor cuanto más se prolongaba el reflexivo silencio de su amigo. Después llamó al camarero para pedir una nueva pinta con otro montadito.
Así era su amigo: un verdadero triunfador con las mujeres. Usaba su exquisita labia para congeniar con todas. Luego caían como moscas, guapas y feas, porque la que no le llenaba de cara lo hacía de pompis. Y en ese viva la vida y todo lo que tuviera falda, jugueteaba, al filo de la navaja, con el erial de Bécquer, deshojando en su camino fatal alguna que otra encandilada flor…
Recorrer todos y cada uno de los garitos de la zona centro buscando la compañía apetecida o el ambiente donde cada cual se sintiera más cómodo se había consolidado como una costumbre en la ciudad. Sin embargo, Esteban no necesitó realizar ninguna escala para localizar a Marta. Pensó que con toda probabilidad acabaría encontrándola en el lugar de moda, el 90 por ciento, por lo que decidió acudir allí de primeras y esperar departiendo con Samuel.
El local era espacioso, con dos salas claramente diferenciadas: la interior, habilitada como zona principal de baile —aunque luego le gente acababa moviéndose al compás de la música en ambos habitáculos—, escasamente iluminada y decorada con gigantescas fotografías en blanco y negro de estrellas de cine colgadas sobre paredes pintadas en verde pistacho, y el lugar donde se encontraba la barra, que abarcaba desde la entrada al local hasta la pequeña escalinata que separaba la tierra de la luz del reino de las penumbras. La decoración de la sala de abajo seguía las mismas pautas que la de arriba, con algunas variaciones: en lugar del verde pistacho se había optado por el amarillo limón, y las fotografías eran pequeñas, en blanco y negro también, sólo que en vez de estrellas de cine se exhibían estrellas de la calle: portales, farolas, perros, gaviotas, bomberos, barrenderos, vagabundos…, cualquier cosa que se puso delante del objetivo del dueño del local el día que salió a tomar las instantáneas. La música ambientada en los años ochenta y noventa.
La espera duró lo mismo que la primera consumición.
—Ahí está —indicó Esteban arrebatándole al vaso la última gota de whisky—, y trae compañía… que tampoco parece estar mal.
—¿Qué tal Marta? Tan guapa como siempre…, mejorando lo presente… —profirió Esteban con su habitual galantería, desviando la atención a la chica que acompañaba a Marta—; te llamas…
—Lucía.
—Yo soy Esteban y éste es mi colega Samuel. Samuel: Marta y Lucía…
Las chicas sólo tenían en común la estatura, y esto en apariencia, pues los tacones de Marta evidenciaban una altura inferior a la de su amiga. No guardaban ningún otro parecido. Marta vestía una minifalda dorada y un sugerente top negro; Lucía un discreto blusón estampado con predominio de tonos fucsias y unos tejanos. La primera estrenaba media melena a la altura de la barbilla, abundante flequillo y corte asimétrico, el tono rojo cobrizo; Lucía portaba sobre su espalda un áureo tesoro de brillantes láminas, lisas como el mar en calma. Marta mostraba una amplia sonrisa, amplificada con el intenso carmín de sus labios; dos piercings en la nariz y otro sobre la mejilla, de un fulgente color aguamarina, daban un brillo especial a su cara. Su amiga mostraba una ingrávida sonrisa, agigantada con lo único que engalanaba su cara: la luminosidad de sus ojos, suficiente para ensombrecer la hermosura de Marta y de todas las que se encontraban en el pub.
Cuando había chicas de por medio, Esteban no se andaba con rodeos. Directamente tomaba el mando. Se presentaba él mismo y luego hacía lo propio con los demás, para seguidamente sacar a la palestra, con exquisita habilidad, cualquier tema de conversación ameno y divertido para todos.
—Yo te conozco de algo… —aseguró Lucía clavando sus pupilas en las de Samuel, que quedó por un instante atrapado en la vidriosa urna azul de su mirada.
—No sé…, yo no recuerdo haberte visto con anterioridad —respondió Samuel ligeramente sonrojado.
—¿Viajas mucho? Igual habéis coincidido en Kenia —intervino Marta.
—Marta, por favor… —protestó Lucía.
—¿Has estado allí de safari? —preguntó Esteban.
—Sí, suele ir de vez en cuando a cazar leones —bromeó Marta, advirtiendo que Lucía no quería hablar de ese tema—. ¿No vais a pedirnos nada de beber?
Poco después Samuel pudo comprobar cómo el rey de la selva había elegido a la joven y misteriosa gacela dorada, porque la otra, aun con más carne, la tenía siempre más o menos a tiro, y si se le escapaba la nueva igual no podría volver a alcanzarla.
Esteban y Lucía no pararon de charlar durante toda la noche, mientras que Samuel y Marta alternaban el palique con la danza. En lugar de cuatro parecían dos y dos, pues, fruto de la estrategia de su amigo, Samuel apenas pudo intercambiar impresiones con Lucía, y Marta estaba más interesada en beber y divertirse que en parlotear con los otros dos, a los que veía con relativa frecuencia.
Marta se movía como pez en el agua por el pub. Saludaba constantemente a conocidos y amigos y les presentaba a Samuel, que se veía arrastrado una y otra vez para bailar en grupo.
En una ocasión Samuel miró por curiosidad hacia el lugar donde se encontraban Esteban y Lucía y tropezó directamente con los ojos de ella. Experimentó cierto embarazo y desvió de inmediato la atención, pero unos minutos más tarde volvió a suceder lo mismo. Sintió un desconcierto similar al del jovencito que descubre en el colegio que una chica no cesa de mirarlo, lo que le hace suponer que siente interés por él, sin sospechar que ella podría estar pensando justo lo contrario. Esa misma pueril escena suele repetirse una y otra vez, lo que provoca que cada cual mire con más insistencia para reafirmar su presuntuosa apreciación al comprobar que su inopinado admirador está haciendo justo lo mismo, entrando en una interminable espiral donde cada uno cree que le gusta al otro cuando nadie sabe a ciencia cierta quién miró primero a quién. La diferencia es que Lucía no desviaba su atención cuando se cruzaban las miradas… Cada encuentro duraba sólo unos instantes, porque Samuel sentía que esos ojos le penetraban, como si escrutaran su alma, y aunque no le molestaba, por infantil pudor apartaba su mirada, incapaz de sostener la tensión del momento.
Poco después de las tres de la madrugada Marta anunció su retirada; dijo necesitar descansar varias horas porque debía conducir el sábado doscientos kilómetros. A Samuel la excusa le vino de perlas: por sólo unos minutos se había ahorrado la incómoda faena de inventarse un pretexto. Ahora tendría tiempo de sobra para esperar la cuarta prueba saboreando una humeante taza de café.
Esteban se ofreció para acompañar a Lucía y Samuel hizo lo propio con Marta. Justo antes de que las parejas se separaran, los ojos de Lucía se volvieron a cruzar con los de Samuel y éste de nuevo tuvo que apartar la vista, incómodo, en una extraña sensación de atracción, incapaz de sostener la intensa fuerza que proyectaban sus refulgentes iris.
La noche había transcurrido muy deprisa, aunque hubo tiempo para que germinaran las primeras semillas de una interesante relación. Y esto se corroboró en el camino de vuelta, donde ambos se hablaron, si cabe, con una mayor sinceridad. Luego se despidieron sin más: Kamduki volvía a interferir en la vida de Samuel, en esta ocasión haciendo que la noche no tuviera un final más apasionado. Regresaba a casa sin ninguna captura… y algo le decía que el infalible depredador también volvía de vacío: Lucía no tenía pinta de ser una gacela fácil de atrapar; de hecho, pensaba Samuel que los papeles se habían invertido, y que Esteban era sólo un corderito con el que la majestuosa leona podría juguetear a su antojo.
Lo primero que comprobó Samuel cuando encendió su ordenador era que tenía un mensaje para agregar un nuevo contacto a su Messenger. Era Marta, ¡y hacía sólo unos minutos que se habían intercambiado las cuentas de correo!
Samuel> Pensaba que te ibas a acostar pronto.
Martitanocturna> Así es, pero necesito antes coger el sueño, y el ordenador es mi mejor somnífero.
Samuel> Lo pasamos bien esta noche… Fue un placer conocerte.
Martitanocturna> Lo mismo digo, pero no te encontré tan animado. Bueno, quizá yo sea demasiado marchosa… Parecías que me dabas de lado.
Samuel> No, por favor, no pienses eso; es que a mí me cuesta congeniar con una chica, bueno, más que congeniar… encontrar lo que busco, lo que me gusta, no sé… Pero, créeme, me sentí muy bien contigo, me transmitías tranquilidad, madurez, dulzura…, mucha simpatía. Se te ve con las ideas muy claras.
Martitanocturna> Tan claras que por eso estoy chateando contigo a estas horas.
Samuel> Aparte de por coger el sueño…
Martitanocturna> También… Me encantó tu compañía, y tú notarías que me gustaste, ¿no?
Samuel> No sé…, noté que te caía bien.
Martitanocturna> ¿No sabes? ¡Por favor…!; si en el trayecto final se me notaba un montón.
Samuel> Sí, me di cuenta de que fluía algo especial entre nosotros. Y eso que apenas hace nada que nos conocemos…
Martitanocturna> Samuel, ¿puedo preguntarte algo?
Samuel> Claro.
Martitanocturna> Pero respóndeme con sinceridad.
Samuel> Te doy mi palabra.
Martitanocturna> ¿En algún momento se te pasó por la cabeza darme un beso?
Samuel> No; la respuesta es no.
Martitanocturna> De acuerdo, agradezco tu franqueza; veo que… no te gusto lo suficiente.
Samuel> No, espera…, me hubiera gustado besarte, ¡cómo no!, pero…
Martitanocturna> ¿Entonces? Explícate.
Samuel> Advertí que habíamos congeniado demasiado bien, y no quería arriesgarme a estropearlo. Aunque no nos viéramos más, quería que guardaras un buen recuerdo de mí como persona, no como un buitre. Además, yo no soy mucho de rollos de una noche, excepto cuando me gusta alguien de la forma en que tú lo hiciste. Ni me lo planteé…, o al menos no encontré el momento; no quería que pensaras que sólo quería eso de ti.
Martitanocturna> Eso dice mucho a tu favor, pero… ¡me quedé con las ganas de un beso!
Samuel> Sin problemas: la próxima vez que nos veamos, que será en dos semanas según dijiste, te doy ese beso.
Martitanocturna> ¡Eh!, no te embales, que cada cosa tiene su momento. Al menos tendrás que currártelo un poco, aunque… no voy a ponerte trabas en el camino, no vaya a ser que vuelva a quedarme con las ganas.
Samuel> Seguro que no volverá a ocurrir.
Martitanocturna> Oye, te dejo; son más de las cuatro.
Samuel> De acuerdo, estamos en contacto.
Martitanocturna> Un beso… virtual, claro.
Marta volvía a hacerle un favor a Samuel: la cuarta prueba de Kamduki estaba a punto de aparecer y necesitaba estar concentrado al cien por cien. A esas alturas, cualquier cosa se podía esperar. Samuel se reprochaba no haber obrado con honestidad. Había mentido a Marta, y a buen seguro el culpable había sido Esteban con su decálogo sobre cómo triunfar con las mujeres. Ni Marta le transmitió tranquilidad, ni congenió realmente con ella ni notó nada especial más que la atracción física. Estaba tan sexy que no sólo la hubiera besado sino que con sumo gusto la habría acompañado hasta el dormitorio. Sólo la maldita prueba y ese inevitable pudor que siempre le acompañaba, impidiéndole dar el primer paso, le habían privado del éxito amoroso aquella noche. «Lo que es la vida —pensó Samuel—, de no interesarle absolutamente a nadie, de la noche a la mañana me encuentro que tanto la explosiva y peligrosísima Macarena como la atrevida y despampanante Martita se beben los vientos por mí. ¡Cuánto repentino frenesí!».
Justo a las cuatro horas y doce minutos apareció la cuarta prueba. Samuel leyó antes el plazo de resolución que el propio enunciado. Respiró tranquilo al descubrir que dispondría de tiempo más que suficiente y que resolverla debía ser una simple cuestión de paciencia para averiguar la combinación matemática entre la secuencia de letras… ¡y a él las matemáticas nunca se le dieron mal!
Prueba n.º 4:
¿Qué letra sobra en la siguiente relación: C, E, O, S, U?
Tiempo de resolución: 6 días