Capítulo 7

Noelia fue poco a poco recobrando la estabilidad emocional, si bien las primeras semanas sufrió continuas pesadillas. Se despertaba llorando, empapada en sudor y gritando: «No, por favor, no…».

Una noche, tres semanas después de liberar a su nieta, Julián se llevó un susto espantoso. Noelia se levantó de madrugada, abrió la puerta de la casa, luego la del portal, atravesó la verja del jardín y cruzó varias calles hasta llegar a una de las vías principales de entrada al pueblo. Tras andar por ella más de un kilómetro accedió a la autovía y continuó su marcha en dirección salida de la ciudad. Quinientos metros después fue avistada por el conductor de un camión, que la sacó de la carretera y avisó de inmediato a la Guardia Civil. Al día siguiente la pequeña no recordaba nada de lo acontecido durante la noche.

Afortunadamente no volvieron a producirse sucesos de esta naturaleza, las pesadillas fueron remitiendo y la niña fue recuperando su conducta habitual y el semblante dulce y tierno que la había acompañado siempre.

Pero Julián sabía más por viejo que por diablo. Había sufrido tantos reveses en la vida que no pasaba un solo día en que no pensara que las cosas podían volver a torcerse en cualquier momento. Conocía cómo funcionaba la justicia y era consciente de que, más pronto que tarde, Ricardo volvería a pasear por las calles… y quería estar preparado para ello.

Noelia se haría mujer pronto y Julián quería que aprendiera a defenderse. Ya estaba bien de números, problemas de lógica y actividades encaminadas a potenciar su capacidad cerebral. Por ello, buscó entre los gimnasios las clases que se impartían de las distintas artes marciales. No fue tarea fácil, porque era conocedor de la aversión que sentía la niña por la lucha y la competición. Si sufría por ganar una partida de ajedrez, ¿cómo iba a soportar cualquier manifestación de daño físico, aunque fuera en defensa propia? La conocía muy bien como para entender que esto era así…, pero entonces descubrió algo ideal para ella: el aikido.

El aikido se basa en principios distintos a los que sustentan la mayoría de las artes marciales. No se permite vencer, sino convencer de que el ataque es inútil. Es preciso proyectar en el corazón del adversario y en su más oscura conciencia una fuerza benéfica, no un empuje destructivo. La violencia no existe en el aikido. El maestro fundador de esta disciplina, Morihei Ueshiba, preconizaba la familiarización con el origen y el funcionamiento del Universo. El aikido se concibe como un arte de comunión con la energía universal: nuestras vidas son una parte del Universo y cada uno de nosotros, incluso el más débil, posee desde su nacimiento una fuerza interna muy grande, un pedazo del Amor Universal. El aikido pretende que nos unamos a los demás, a la naturaleza, a todo cuanto existe… entregando mucho amor.

Fue sorprendente cómo Noelia asimiló los preceptos del aikido y la técnica de su práctica. Año tras año, Julián pasaba tardes enteras embelesado contemplando la desenvoltura con que ensayaba los ejercicios. Se movía con una extraordinaria agilidad, sorteando a sus rivales, que la doblaban en tamaño, con una facilidad pasmosa. Sus delgados brazos parecían bailar con el aire, en plena armonía con el espacio que la envolvía. El profesor la embestía con fuerza y ella se colocaba siempre en la postura adecuada para esquivarlo y, a la vez que lo agarraba con aparente suavidad, hacer que su impulso chocara contra el aire, y que merced a este empuje continuara su movimiento al vacío, en la suerte de una extraña danza con el agresor. Parecía como si lo perdonara, como si pudiendo golpear a su enemigo, le diera la oportunidad de liberarse por un camino agradable. Respondía al odio con amor. Ésa era la esencia del aikido y eso fue lo que cautivó a Noelia.

Julián y Noelia jamás volvieron a hablar entre ellos de Ricardo. Era como si su vida no hubiese existido, aunque ambos, a su manera, lo tenían presente en su memoria. No había día en que Julián no saliera a la calle con el temor de encontrarse con él de frente. Deseaba que no llegara jamás ese momento, pero su instinto, el mismo que siempre lo alertó frente a ese individuo, ahora le decía que algún día iba a regresar y que no traería buenas intenciones.

Los presos que no tienen problemas con las drogas y que han disfrutado hasta su detención de una vida apacible, con un trabajo y una vivienda normales, perfectamente integrados en la sociedad, no suelen causar conflictos en los centros penitenciarios.

No había Ricardo aún cumplido sus dos primeros años de condena y ya estaba su abogado solicitando el tercer grado, ya que por entonces existía una norma tácita aceptada por las Juntas de Tratamiento de las Prisiones, las Instituciones Penitenciarias y los Jueces de Vigilancia Penitenciaria para concederlo a partir del cumplimiento mínimo de una cuarta parte de la condena. En el mismo tiempo comenzó el interno a solicitar los habituales permisos de salida. La Junta de Tratamiento del Centro Penitenciario denegó su primera solicitud amparándose en la gravedad del delito cometido y la alarma social que ocasionaría su prematuro contacto con la calle. Esta decisión fue recurrida ante el Juez de Vigilancia Penitenciaria, aunque el resultado fue el mismo. La Junta de Tratamiento denegó también el segundo permiso solicitado, más que nada por miedo a cargar con la responsabilidad de que un condenado por delitos sexuales pudiera reincidir hallándose de permiso, pero en esta ocasión el Juez de Vigilancia Penitenciaria estimó el recurso de queja interpuesto y, a partir de ahí, Ricardo ya no tuvo más problemas con los permisos que solicitaba.

Poco después de disfrutar de su segundo permiso de salida de la cárcel recibió la comunicación de su progreso de grado, siendo trasladado a un módulo especial en semilibertad. Se sucedieron las rutinarias visitas de los médicos, psicólogos, asistentes sociales, educadores… No transcurrieron ni tres días y ya había presentado Ricardo el compromiso de contratación de una empresa privada. La necesaria formalidad de la vinculación familiar no fue un impedimento, pues Ricardo seguía empadronado en el antiguo domicilio familiar de sus padres, que justamente se encontraba en la misma localidad de la prisión. Con un hogar y un contrato, la siguiente semana pudo comenzar a disfrutar plenamente del tercer grado conferido, saliendo del Centro todas las mañanas a las ocho y regresando a las nueve de la noche para dormir. Los fines de semana los pasaba en casa y, además, disponía de una semana libre al mes.

Ricardo tenía un historial penitenciario carente de partes, su conducta siempre fue positiva y había participado en todo tipo de actividades culturales, laborales y ocupacionales. A esto se añadía un dictamen psicológico favorable a la reinserción social. Por ello, el Juez de Vigilancia Penitenciaria le concedió la libertad condicional a los cinco años justos de su ingreso en prisión. A diferencia del período en el que se encontraba en tercer grado, ni el Juez ni el supervisor al que tenía que presentarse una vez al mes para firmar, le impusieron ninguna condición especial en su nueva situación de cumplimiento de la condena. No podía cambiar de domicilio ni viajar al extranjero…, pero eso a Ricardo no le importaba. Una semana después de que se le notificara la concesión de la libertad condicional, regresó al lugar donde conoció a Beatriz.

Estuvo deambulando por las calles, se sentó en un banco frente a la que había sido su casa, tomó un cortado en la cafetería donde solía desayunar antes de ir al trabajo y acudió a su antiguo club de dardos. En todos los lugares lo miraban sorprendidos, pero él parecía ignorar ese receloso y generalizado proceder, como si no hubiera ocurrido nada, como si sólo hubiese transcurrido unos días desde que se fue, como si todo estuviera olvidado…

La Navidad seguía siendo triste para Julián. Pronto se cumplirían seis años del fallecimiento de Beatriz, pero aunque fueran treinta, jamás conseguiría separar de su mente la imagen agonizante de su hija acompañada del etéreo runrún de los villancicos de fondo.

Noelia, sin embargo, tenía un don especial para aceptar las cosas. Añoraba la presencia física de su madre, pero parecía como si pudiera disfrutar de ella en otro plano, como si la pudiera de alguna manera percibir. Podía sacar jugo de la chispa que el espíritu navideño ofrece a quienes se animan a prender el encanto de la Navidad. Cuando se asomaba a su mente la opresora rememoración de la desgracia pasada, ella la combatía magnificando la felicidad presente. El aikido la había acercado al estudio de las filosofías orientales, consiguiendo hacer brotar en ella nuevos puntos de vista sobre la vida y la muerte. La había moldeado, haciéndola más persona, más fuerte… Parecía como si se encontrara permanentemente envuelta por una extraña nube cargada de energía positiva. Su presencia irradiaba calma; su mirada contagiaba paz.

Esto es lo que Julián veía, lo que los demás veían, pero Noelia llevaba la pena y el dolor dentro, tan dentro que nadie más que ella sabía que se encontraban allí, en un recóndito hueco de su corazón.

Hacía más de un año que Julián se había jubilado. La pensión le reportaba lo suficiente como para que pudieran disfrutar de una vida cómoda, aunque sin excesos. También tenía algún dinero ahorrado, así que aprovechó que en noviembre había cobrado la paga extraordinaria para proponer a su nieta pasar las vacaciones navideñas en Marruecos. Noelia aceptó encantada, pues tenía muchas ganas de conocer la cultura árabe.

El ferry zarpó de Algeciras con destino a Tánger el 22 de diciembre a las diez de la mañana. En poco más de una hora atracaban en África.

Noelia recordaría siempre ese viaje como una experiencia maravillosa. Fueron tantas las sensaciones… Sintió que retrocedía mil años en el tiempo cuando se adentró en la medina de Fez. No daba crédito a lo que veía: bulliciosos comercios diseminados en un interminable laberinto de calles donde se vendía de todo. Y luego los innumerables aromas que desprendía cada rincón: especias, pan recién salido del horno, exóticos perfumes…; todo un mundo para los sentidos. Pero Fez no fue lo único que entusiasmó a Noelia. Quedó completamente enamorada de Marrakech, del majestuoso minarete de la mezquita Kutubia y de la sorprendente plaza de Jmaa el Fna, con las cumbres nevadas del Atlas como peculiar espectador de todo cuanto sucedía en la ciudad roja. Pero si algo le impresionó sobremanera fue la sensación que le causó verse tan pequeña frente a la imponente mezquita de Hassan II en Casablanca, justo cuando el muecín dirigía la llamada a la oración. Se sintió tan insignificante…

Cuando regresaron a España daba sus primeros suspiros el año 2002. Justo al día siguiente un amigo alertó a Julián de haber visto a Ricardo merodear por el pueblo. Supo entonces que el fatídico momento que esperaba había llegado.

Fueron cinco años de sosiego, una gentil tregua que le había ofrecido la justicia; la justicia…, ¿qué justicia? No podía menos que apretar los puños hasta clavarse las uñas, mientras reprimía las lágrimas que querían aflorar fruto de la rabia contenida. Cerraba los ojos y se mordía el labio en un claro gesto de impotencia y se sentía desamparado, engañado, traicionado por el país por el que lo había dado todo.

Sentía asco, vergüenza de ser español. Él, Julián Palacios, que había peleado como el que más por la libertad, militante del Partido Comunista de España en tiempos difíciles de luchas clandestinas, encarcelado durante seis meses por defender unos ideales, representante de los trabajadores por Comisiones Obreras durante veinte años…; fiel defensor de los derechos humanos toda su vida. Y ahora se preguntaba por qué se otorgaban derechos humanos a un animal salvaje. La política de reinserción…; ¿quién demonios inventó eso? ¿Acaso la cárcel no existía desde siempre como medida de protección frente a los bárbaros? ¿Merecían realmente una segunda oportunidad determinados delincuentes? ¿Una segunda oportunidad para un psicópata? Sí, para que violara a otra mujer y luego descuartizara su cuerpo. ¿Una segunda oportunidad para un asesino? Sí, para que de nuevo tiroteara sin piedad por la espalda. ¿Qué país era éste que dejaba libres a los violadores, que no retenía a los ladrones, que disponía hoteles de lujo en las cárceles para los malhechores, que perdonaba años de condena a los implacables asesinos…, que dejaba en libertad a un sujeto que se había atrevido a eyacular sobre las inocentes nalgas de una atemorizada niña? «¡Un país de vergüenza!», se lamentaba Julián afligido.

Nunca fue partidario de la pena de muerte… ¡hasta que sufrió la atrocidad en sus propias carnes!; en las de Noelia, que era aún peor que en las suyas. Y si no la pena capital, al menos la cadena perpetua… Claro que era una crueldad extrema colgar por los pies al violador en las murallas de la ciudad para que los cuervos se lo comieran vivo, como se hacía en otra época. Pero ¿qué grado de crueldad tenía dejar expedito el camino del abusador, con las pilas recargadas, con la libidinosa ansia más perturbada aún si cabe por los años de reclusión, latiéndole a mil el miembro, relamiéndose ante la visión de una falda y dispuesto a abordar de nuevo en un portal a una frágil joven? No, eso no era crueldad; eso era reinserción, oportunidad… «¡Malditos cabrones!», exclamaba una y otra vez ante el desconsuelo que le causaban aquellos pensamientos.

El pasado agosto sostuvo una emotiva conversación con Lorenzo, el hijo menor de su añorado amigo Manolo Fernández de Cózar, que se encontraba con su esposa de vacaciones en el pueblo. Lorenzo era funcionario del Cuerpo Nacional de Policía desde hacía diez años. Se sinceró con Julián, conocedor de su discreción, y le confió el grado de impotencia y desaliento que padecía tanto él como muchos compañeros del Cuerpo. Se jugaban el tipo a diario en la calle, y sólo eran noticia de portada cuando salía a luz alguna desafortunada y aislada actuación de posible abuso de autoridad. Nunca se hablaba de los gritos e insultos que recibían por parte de los detenidos, ni si les escupían o si eran agredidos o amenazados. Para el periodista la noticia sólo era la tortura, pero… ¿qué tortura? Julián recordaba la conmovedora expresión de Lorenzo, con las cejas enarcadas y las venas del cuello hinchadas, confesando la indignación que llevaba dentro. El policía le explicó que utilizaban guantes de autoprotección con fibra anticorte para no dañarse las manos con posibles objetos punzantes, no para pegar sin dejar marca, como algún bruto había manifestado. También le habló del motivo por el que se desnudara a los detenidos y se les quitaran los cordones de los zapatos, los cinturones, los pendientes, incluso a las mujeres los sujetadores. «Simplemente se les retira cualquier objeto con el que puedan autolesionarse en los calabozos. Tendrías que ver, querido Julián, lo que algunos detenidos son capaces de hacer dentro de una celda, desde orinar y defecar en el suelo hasta autolesionarse con golpes contra la pared o morderse ellos mismos para luego denunciar que les hemos pegado. ¡Y luego hay quien piensa que son corderitos y que colaboran en todo sin ofrecer la más mínima resistencia!». Lorenzo continuó relatándole el trabajo que le costó reducir no hacía mucho a un individuo alterado, que se encontraba bajo los efectos del alcohol y que acabó destrozando a golpes los cristales de la mampara del vehículo policial. Y todo aquello no era nada comparado con la desazón que les producía comprobar cómo detenían una y otra vez a la misma persona, cómo se burlaban de ellos amparados por leyes tan blandas…

Una soleada mañana, justo cuando salía del recinto escolar, Noelia sintió una extraña sensación, como si una presencia maligna estuviera observándola. No necesitó escudriñar entre la gente para comprender que Ricardo se encontraba allí.

Estaba más delgado y vestía de una manera informal, con un moderno pantalón vaquero con los típicos descosidos en las perneras y una sudadera negra con la estampa en blanco del signo del dólar. Tenía la cabeza cubierta con un gorro de lana, también negro. Se había dejado perilla y lucía un pequeño aro en el lóbulo de su oreja izquierda.

Sus compañeras, absortas en sus cosas, no se percataron de que Noelia se había quedado atrás, inmóvil, con los músculos agarrotados, pesándole una tonelada cada pierna.

—Hola, Noelia: ¿no vienes a saludar a tu padre?

Ricardo le sonreía, con los brazos abiertos, esperando que llegara para abrazarla. Hay instantes que parecen durar siglos. En sólo unos segundos Noelia tuvo tiempo de volver a su antigua habitación, de oler a inmundicia, de tener arcadas al sentir el asqueroso pene de Ricardo buscando su boca, de notar sobre su pecho el corazón desbocado de su abuelo en aquella fría noche… y de escuchar la voz de su maestro de aikido inculcándole calma: «Los músculos no pueden pesar, tienen que estar relajados, libres, preparados para absorber y manejar la fuerza».

Cerró los ojos y respiró profundamente, dejó de pesarle la mochila sobre la espalda y comenzó a sentirse de nuevo ingrávida, liviana, etérea… Cuando los abrió comprobó cómo Ricardo se encontraba a un palmo de ella; antes de que pudiera darse cuenta, sintió que la estaba agarrando fuertemente por la muñeca. Pero entonces, con una increíble agilidad felina, siguió el movimiento opresivo que le llegaba como se acompaña a la ola del mar, sin rechazarla, uniéndose a ella hasta que rompe. Ambos brazos describieron un semicírculo cuando la otra mano de Noelia golpeó la parte posterior del antebrazo de Ricardo, haciendo que éste soltara su muñeca. Con el mismo golpe liberador asió a su padrastro por la zona del antebrazo donde recibió el impacto, y, ayudándose ahora de la mano libre presionó su codo haciendo que saliera disparado, con el brazo retorcido, en dirección opuesta a la que venía.

La técnica katatetori ikkyo había salido a la perfección, tal y como le había enseñado su maestro. Ricardo no dio con sus huesos en el suelo únicamente porque Noelia no quiso.

—No vuelvas a ponerme tus sucias manos encima —espetó Noelia fulminándolo con la mirada.

Ricardo la contempló entre aturdido y sorprendido y luego estalló en demenciales carcajadas. Noelia se marchó con celeridad, volviendo la vista atrás en un par de ocasiones para comprobar que no la seguía.

El pedófilo continuaba en el mismo lugar, riendo sin parar mientras la señalaba con el dedo índice de su mano derecha, como si quisiera que todos la observaran. Reía y reía sin dejar de contemplar el vaivén de sus caderas y la silueta que marcaba su ajustado pantalón. Y notaba crecer en su interior la excitación al imaginar el maravilloso cuerpo de una desconocida mujer poseído por el alma de la inocente niña de antaño, su niña, su capricho de siempre…

Noelia no contó nada a Julián de lo que le había sucedido. Él se preocupaba mucho por ella, sufría por no acompañarla a clase, se resistía a no esperarla a la salida. Y ella lo tranquilizaba constantemente: «No hay nada que temer, abuelo, sé valerme por mí misma», le decía con dulzura una y otra vez.

Una semana después de aquel incidente Julián volvió a encontrarse con Ricardo. Estaba jugando al dominó en el bar de siempre, como tantas tardes. Tenía el 5-1 en la mano y estaba haciendo cálculos para ver si cerraba o no el juego. Miró a su compañero, buscando su complicidad, pero lo que advirtió fue una expresión severa de éste, haciéndole señas para que dirigiera su mirada hacia la barra. Ricardo, sonriente, levantó su copa como si brindara por el reencuentro. Julián cerró el juego y, sin contar los puntos, se encaminó al lugar donde se encontraba Ricardo.

—Felipe, por favor, continúa tú por mí —indicó a uno de los que contemplaban la partida.

—¿Qué tal, Julián? ¡Cuánto gusto verte de nuevo…! —saludó Ricardo sin dejar de sonreír.

—¿Qué haces aquí? —Atajó Julián en tono grave.

—Quería saludarte.

—¿Qué quieres, dinero? ¿Cuánto? Julián estaba dispuesto a zanjar el asunto lo más rápidamente posible.

—¿Dinero? ¿Cómo puedes llegar a pensar eso de mí? —Ricardo chasqueó la lengua reiteradamente sacudiendo a la vez la cabeza en claro signo de desaprobación—. He venido a veros, a limar asperezas y a retomar nuestras buenas relaciones. Somos una familia, ¿no?

—Ésta no es tu familia —le reprendió Julián al borde de perder los nervios.

Ricardo dejó su copa sobre la barra y giró ligeramente el taburete sobre el que se apoyaba. Colocó las palmas de las manos sobre sus muslos contraídos y acercó su cabeza a la de Julián. Su semblante risueño se tornó austero. Sus pupilas criminales le apuntaban con descaro.

La hipocresía desapareció de su rostro y su voz sonó clara, pero lo suficientemente baja como para que sólo Julián pudiera oírla.

—¡Ah! Es verdad, se me olvidaba. Ya no tengo familia, ni un cómodo trabajo, ni reputación, ni casa… Cierto, alguien me lo quitó todo… ¿Sabes? Vi a Noelia la semana pasada. Está estupenda… ¡Qué pechos le han salido! Escúchame, viejo inútil, te pongas como te pongas voy a chuparle esos pezones y luego me la voy a follar una y otra vez; ¿te enteras?: me la voy a follar…

Julián no pudo más y agarró a Ricardo con fuerza por el cuello, intentando estrangularlo, pero la balanza de fuerzas no era equitativa y Ricardo pudo zafarse con facilidad. Quiso embestirlo de nuevo, pero sus amigos ya lo sujetaban, intentando calmarlo. Y Ricardo volvía a reír de nuevo, como lo había hecho unos días antes con Noelia, señalándolo con el mismo dedo. Caminaba hacia atrás, abandonando el bar, riendo como un enajenado…

Julián tardó en sosegarse. Sentía una fuerte opresión en el pecho, pero no consintió en acudir al hospital. Quería volver con su nieta cuanto antes. No pensaba contarle nada, pero daba igual: Noelia lo sabría, no podía explicarse cómo, pero sólo con mirarlo lo sabría.

A Julián no le quedaban ya dudas. Sus peores temores se habían cumplido: Ricardo no iba a parar hasta abordar a Noelia para forzarla y poseerla. Con ello no sólo satisfaría sus instintos más animales; de camino consumaría la venganza sobre su persona. No debía, pues, perder más tiempo: sabía que el monstruo podría atacar en cualquier momento.

Así que esperó a que llegara el viernes, que seguía siendo el día predilecto de los asiduos al club de dardos. Simuló no encontrarse muy bien y se acostó temprano. A las once y media, cuando Noelia llevaba ya un buen rato profundamente dormida, se incorporó y buscó un pequeño bolso de viaje que tenía oculto en uno de los altillos de su dormitorio. En su interior guardaba un sobre, una descomunal faca de veinte centímetros de hoja con su correspondiente vaina de cuero, dos botes de cloruro de etilo en spray, un rollo de cinta de embalaje, una mascarilla con válvula de inhalación para protección respiratoria de vapores, una docena de candados de tamaño medio, cinco trozos de cadena de acero revestido de goma, un pedazo de tela y un bote de plástico de cierre hermético.

Se dirigió a la cocina y sacó del bolso el sobre, un bote de cloruro de etilo, el trozo de tela, la mascarilla y el envase de plástico. Dejó el sobre en el recibidor de la entrada y volvió a la cocina. Abrió de par en par la ventana e introdujo el trozo de tela en el bote de plástico, dejando la tapadera a medio cerrar. Se colocó la mascarilla y roció la totalidad del spray sobre la tela, cerrando con fuerza el envase hasta oír el clic y guardándolo de inmediato en el bolso. Luego regresó a la habitación de Noelia para contemplarla por unos segundos. Por último, cerró la ventana de la cocina y la puerta de entrada a su piso con mucho sigilo.

De camino a la parada de taxis sacó del bolsillo de su chaqueta su inhalador, aplicándose tres dosis consecutivas; luego lo arrojó a un contenedor de basura. Poco después entraba en la pensión Manoli y pedía la llave de la habitación número 107.

Éste era un momento muy delicado, pues podría ocurrir que el recepcionista se percatara de que ésa no era su habitación, sino la de su «amigo», por quien se había interesado esa misma tarde. Podría llegar a suceder algo aún peor: que Ricardo ya se encontrara dentro. Entonces tendría que recurrir al plan B, que era simple, pero bastante más arriesgado: sin duda no le iba a resultar nada fácil apuñalar a Ricardo en un descuido. Afortunadamente, el recepcionista apenas le prestó atención. Simplemente lo reconoció de haberse registrado hacía unas horas y le entregó la llave sin más. Julián no podía asegurar si la desidia que mostraba obedecía al interés que le suscitaba el programa de televisión o al canuto que se estaba fumando.

Subió las escaleras y abrió la puerta de la habitación de Ricardo. Una repentina tufarada le hizo titubear. Dejó la puerta entreabierta y bajó de nuevo a recepción, para devolver la llave, disculpándose por haber confundido el número de su habitación. El recepcionista, o lo que fuera aquello, le dio la llave de la 105 sin dejar de prestar atención a la tele y al porro.

Julián respiró aliviado al comprobar que la habitación de Ricardo era como la suya: podría ocultarse debajo de la cama con razonables posibilidades de no ser descubierto. Sólo corría peligro si a Ricardo le daba por asomarse allí, pero objetivamente no había motivo alguno que pudiera impulsarle a actuar así.

Preso de una gran agitación, sacó del bolso el cuchillo y el bote de cloruro de etilo que le quedaba. Apagó la luz y se introdujo por la angosta y tenebrosa franja que separaba el somier del suelo. Arrastró el bolso consigo y se arrinconó contra la pared sobre la que se apoyaba la cama. Desenvainó la faca y la agarró firmemente con la mano derecha; la izquierda sujetaba el spray con el dedo índice pegado al pulsador. Sólo entonces se dio cuenta de que había pasado por alto varias cosas: una el calor que sentía ahí abajo; aun siendo invierno, el hecho de no haberse quitado la chaqueta, unido a la excitación y al roce de la moqueta, le estaba haciendo padecer un sofocante bochorno. Otro descuido fue no imaginar el insoportable hedor que emanaba ese lugar. Podía distinguir varias colillas, patatas fritas, una lata de cerveza, trozos de pan… Y por último, lo peor de todo, aquello era un nido de cucarachas. Las odiaba, nunca las había podido soportar… y ahora las sentía corretear frente a sus narices.

Ricardo apareció después de cuarenta interminables minutos. Julián sintió un fuerte pellizco en el estómago cuando escuchó de abrirse la puerta. La luz invadió la habitación y la penumbra se hizo dueña del repugnante cobijo donde se encontraba, dejando visible una mayor cantidad de desperdicios de los que pensaba que había… y más cucarachas también. El sudor empapaba su cuerpo; el corazón encogido en un puño bombeaba sangre a plena potencia. Le retumbaban los latidos tanto que sintió miedo de que Ricardo pudiera llegar a oírlos. Pero éste se fue directo al baño y cuando regresó ya se había desnudado. Apagó la luz y cayó a plomo en la cama.

Julián notó el contacto frío del metal sobre su cabeza. Luego pasaron cinco tensos minutos en los que el somier sufría los continuos cambios de postura de su huésped. Cuando parecía que se había quedado dormido un descomunal eructo tronó en el cuchitril. Siguió una sacudida violenta del colchón. Ricardo corrió hacia el baño para vomitar el exceso de alcohol y la atmósfera se hizo aun si cabe más nauseabunda. Regresó a la cama entre maldiciones y blasfemias, pero ahora sí dejó de dar vueltas.

Julián no veía llegar el fin a su angustiosa situación. Tuvo que hacer un esfuerzo colosal para no gritar cuando notó que una cucaracha merodeaba por su cabeza para detenerse a beber en el arroyo de sudor que circulaba por una de sus sienes. No pudo soportarlo y sacudió la cabeza con fuerza hasta sentir cómo el repugnante insecto daba la vuelta por la oreja y atravesaba su mejilla para resbalar a la moqueta por la comisura de sus labios. Sabía que había hecho sonar el somier al restregar su cabeza y sintió verdadero pánico de que Ricardo lo hubiera escuchado. Siguieron treinta segundos de absoluto silencio hasta que, por fin, se dejaron oír los primeros ronquidos.

Julián esperó quince minutos más para asegurarse de que Ricardo se encontraba completamente dormido. Luego fue saliendo de su escondite lentamente, con sumo cuidado, arrastrando con suavidad el bolso. No quiso ni mirar a Ricardo, le bastaba con oír sus ronquidos.

Dejó el arma junto al bolso y se dispuso a tomar el envase que contenía la tela empapada en cloruro de etilo. Entonces comprobó que su mano le temblaba. Le asaltaron dudas: ¿tendría el suficiente poder narcótico la inhalación del cloruro de etilo?, ¿no hubiera sido mejor intentar conseguir cloroformo?, ¿tendría bastante fuerza como para mantener la presión del trapo sobre la boca y la nariz de Ricardo durante el tiempo necesario? Pero debía funcionar, lo había probado consigo mismo hacía un par de años y tuvo que retirar la tela porque sintió mareos. Luego estuvo varios minutos con pérdida de equilibrio, desorientación y ligeros temblores. Parecía mentira que un producto así pudiera adquirirse con tanta facilidad en las farmacias… y es que su utilización como anestésico local en medicina deportiva era muy frecuente.

Volvió a titubear. ¿No sería más sencillo seccionarle directamente la yugular? El plan que había trazado le forzaba a llevar el trapo en una mano y el spray en la otra, pero aún estaba a tiempo de modificar el guión y cambiar el bote por la faca. Finalmente decidió seguir el truculento plan original.

En un soplo de tiempo se colocó la mascarilla protectora, abrió el envase hermético, sacó la tela y la dejó casi en volandas a un centímetro del rostro de Ricardo. Pasaron varios segundos, la respiración adquirió un ritmo entrecortado, parecía que estaba funcionando y, de repente, los ojos del pedófilo se abrieron como platos. Julián presionó entonces la impregnada tela, cubriendo por completo la nariz y la boca de Ricardo, mas éste reaccionó y con sus dos manos le agarró del brazo, tirando con fuerza hasta zafarse del paño que le perturbaba el conocimiento. En ese preciso instante recibió sobre toda la superficie de la cara un chorro helado de vapor. El instinto llevó a Ricardo a protegerse los ojos, pero entonces descuidó la boca y la nariz, y por estas vías de entrada el gas narcótico llegó en abundancia a sus pulmones. Un instante después estaba profundamente dormido, aunque Julián siguió rociándole gas hasta que el rostro quedó casi cubierto por una gélida capa blanca.

Sin perder un segundo, rodeó la muñeca izquierda de Ricardo con una cadena, ajustándola todo lo que pudo con un candado. Luego tiró de la cadena hasta la esquina del somier, pasando por debajo del bastidor y volviendo hacia arriba para colocar otro candado. Idéntica operación hizo con la mano derecha y con ambos tobillos, inmovilizando cada una de las extremidades a las cuatro esquinas del somier. Con el mismo apresuramiento extrajo del bolso la cinta adhesiva de embalaje y pegó un extremo sobre la boca de su prisionero, pasándola por debajo de la cabeza hasta completar varias vueltas, como si estuviera momificando un cadáver. Por último tomó la cadena que quedaba y la pasó de extremo a extremo de la cama, en perpendicular al vientre de Ricardo, hasta asegurarse de que el torso no pudiera brincar sobre el catre. Sólo entonces comenzó Julián a respirar con calma.

Se quitó la mascarilla y la chaqueta y encendió la luz, circunstancia que no fue bien recibida por sus dilatadas pupilas. Luego se sentó en la única silla que había en el cuarto. Miró a la cama y quedó horrorizado ante el espeluznante espectáculo que se abría ante sus ojos.

El tiempo comenzó a transcurrir allí sentado, sin que Julián fuera consciente de ello, sin saber si pasaron minutos o tal vez horas, serenándose, recobrando su habitual ritmo cardiaco, recordando…, sobre todo recordando los años de angustia que le había hecho vivir aquel hombre. Y entonces oyó el sonido lejano de una campana, una vez, dos…, hasta cuatro veces. Respondió mirando su reloj en un acto reflejo y se levantó. Era ya hora de acabar lo que había empezado.

Una bofetada de agua fría rescató a Ricardo del mundo de los sueños. Visiblemente afectado por los efectos del narcótico, pasó un rato antes de salir del atolondramiento. Luego se dio cuenta de que apenas podía moverse y empezó a forcejear y a emitir desesperados y guturales gritos. De repente se acordó de la faz de Julián entre la nube tóxica y comenzó a buscar por la habitación, hasta que los ojos de ambos se encontraron. Ricardo se apaciguó un instante para luego reanudar con más violencia los intentos de liberación.

El sonido ahogado que brotaba de su garganta retumbaba en el silencio de la noche, incrementando el riesgo de ser oído por alguien. Julián le hizo un claro gesto para que se callara. El filo helado de la hoja de acero acariciándole el cuello acabó persuadiendo a Ricardo de que era mejor quedarse quieto. Julián comenzó a hablar con absoluta serenidad: «Bien, Ricardo: ¡quién te iba a decir que ibas a acabar así! Un viejo inútil acaba de arruinarte los planes… Pero no quiero prolongar este discurso; me da asco hablarte, mirarte, permanecer aquí un minuto más. Iré directo al grano. Te diré lo que voy a hacer: voy a sacarte los huevos de un tajo, luego voy a cortarte la polla en rodajas y lo voy a lanzar todo por la ventana para que se lo coman los perros, después aguardaré aquí tranquilo a que termines de desangrarte; ¿qué te parece?».

El demacrado rostro de Ricardo se transfiguró dominado por el pánico: los ojos parecían querer salírseles de las órbitas; el sudor fluía a borbotones por su frente.

Un lastimero gemido salió de su garganta cuando notó cómo la hoja de acero rasgaba sus calzoncillos. A continuación perdió el control del esfínter de su vejiga y se orinó encima.

Julián retrocedió unos pasos, sin querer volver a mirarle a la cara. Tomó el mismo trapo que le había servido para la anestesia y agarró con firmeza los genitales de Ricardo. Preso de la ira y con la mano temblorosa, levantó la faca hasta casi tocar el techo y exclamó con voz desgarrada: «¡Jamás volverás a violar a ninguna niña, hijo de puta!».

El metal cortó el aire, como halcón en busca de su presa, con la intención de seccionar la carne de un corte seco. Los veinte centímetros de la hoja se clavaron por completo. El acero atravesó con facilidad todo lo que encontró a su paso, pero no brotó sangre.

Julián se alejó con un llanto desesperado. El cuchillo quedó hundido en el colchón; ¡no había podido hacerlo!

Regresó a la silla, apoyó los codos sobre sus rodillas y hundió la cabeza en sus manos, sollozando, completamente derrumbado. Al cabo de unos minutos se levantó y contempló a Ricardo. Su semblante ahora había cambiado. Lo miraba de otra forma, como si riera bajo la mordaza con la misma risotada burlona y alienada que exhibiera en el bar. Le señalaba con el dedo índice de su mano derecha.

Julián abrió la boca para decirle algo, pero rechazó la idea. Se volvió alicaído, encorvado, con los brazos gachos y el paso trémulo y se colocó la chaqueta. Luego liberó al colchón de la faca y se la guardó, sin vaina, en el bolsillo interior donde solía llevar el inhalador, tomó el socorrido paño y el spray y, sin apenas pulso, pero decidido, vació lo que quedaba de gas sobre la nariz de Ricardo, cubriéndola a continuación con el trapo, para favorecer la concentración del producto. En unos segundos la cabeza dejó de agitarse, vencida por el poder narcótico del cloruro de etilo.

Julián inhaló también algo de gas, pero ni siquiera se percató. Se encontraba ausente, como si su cuerpo fuese el blanco de un rito vudú.

Durante unos minutos buscó la cinta de embalaje; la tenía frente a sus narices y no la veía. Al rato la descubrió. Aupó la cabeza de Ricardo con una mano y, con la otra, con un renacido vigor que le brotó de las entrañas, comenzó a dar vueltas y vueltas con la cinta, hasta dejar la cabeza completamente cubierta. Entonces se detuvo extenuado, jadeando, ido, para contemplar las últimas sacudidas del infausto bulto sobre la cama. Luego Ricardo dejó de existir.

La imagen no podía ser más escalofriante y grotesca: el zombi salía de la habitación después de haber vencido a la momia.

Bajó las escaleras sin mirar al suelo, como si de una endemoniada vedette se tratara, y pasó frente a la recepción sin comprobar si había alguien o no tras el mostrador, aunque lo único que allí quedaba era el inconfundible tufillo a hachís. Siguió por el estrecho pasillo en busca de la calle. Por fin abrió la puerta y el aire fresco bañó su rostro.

Era la sombra de un hombre, vacío… Se movía a pequeños pasos, como si cargara sobre sus hombros con un trono, en línea recta hacia un lugar previamente elegido y balbuciendo reiteradamente: «Dios mío, ¿qué he hecho?».

Las primeras luces del alba comenzaban a escapar tras la difuminada cortina de la moribunda madrugada justo cuando Julián se adentraba en el Parque Reina Sofía, otrora paraíso forestal y ahora cobijo de vagabundos. Se recostó en un banco y pensó en Noelia, luego se vio allí mucho más joven, paseando con su esposa, Beatriz jugando en los columpios, correteando, abrazada a él, vio cisnes sobre el lago, vendedores de madroños. Sonreía en una calma infinita, el cuchillo tendido al suelo, un reguero de sangre fluyendo mansamente de sus muñecas… Vio a su amigo Manolo, a su madre, a Beatriz sonriendo con dulzura y a su esposa, que le acariciaba el pelo… Después sintió una inmensa paz.

Aquella noche Noelia había vuelto a tener la misma pesadilla. Se veía pequeña, con un pijama rosa repleto de peces de colores. Sentía frío en los pies aunque no iba descalza. Caminaba y caminaba por un largo sendero. No sabía por qué se encontraba allí; sólo quería escapar. El camino estaba flanqueado por árboles y escuchaba extraños ruidos a su alrededor, como si la persiguieran perros, pero ella no tenía miedo. Luego se veía más mayor y el camino se convertía en un largo túnel, todo negro, abandonado…, y ella buscaba a alguien. Sentía una soledad infinita y quería salir, porque al hacerlo sabría la verdad, entendería qué hacía allí. Luego era de nuevo pequeña y andaba por el camino, cada vez más ancho y más oscuro, desierto, y los perros ladraban; a continuación volvía a ser mayor y a transitar por el túnel, ahora iluminado con una espectacular combinación de luces de colores. Así una y otra vez: pequeña-camino-mayor-túnel. Y desesperaba por salir porque no entendía nada, hasta que dos grandes luces se acercaron y pararon frente a ella. Un hombre la tomaba en sus brazos y despertaba, y entonces comprendía qué estaba pasando: su abuelo había muerto y abandonaba la ciudad. Pero al instante volvía a ser mayor y continuaba caminando por el túnel hasta que a lo lejos veía la silueta de alguien… Y justo cuando creía ver su cara despertaba sobresaltada, angustiada, sin poder averiguar quién era la persona que buscaba.

El sobre descansaba encima del mueble de la entrada. Noelia no necesitó abrirlo para conocer su contenido. Su abuelo le había hablado tanto de lo que tenía que hacer si alguna vez a él le pasara algo… Hacía mucho tiempo que estaba todo previsto: dónde tendría que acudir, qué debería llevarse, cómo disponer del dinero… En cierto modo Noelia sabía que ese día tendría que llegar. Con las lágrimas escurriéndosele por las mejillas abrió el sobre. Contenía una nota escueta:

Querida Noelia:

Tú sabes que tenía que llegar este momento. ¡Tú siempre lo sabes todo, reinita! Me hubiera gustado esperar algún tiempo, pero me ha sido imposible. De todos modos, me voy tranquilo: pronto vas a cumplir quince años y ya hace bastante tiempo que eres tú la que cuidas de mí. Aun siendo tan joven ya eres toda una mujer y sabes lo que tienes que hacer cuando yo no esté. Sé que nunca me vas a perdonar, pero te juro que no lo hago por venganza. Espero que también entiendas que me vaya…; no tengo edad ya para soportar la cárcel.

Siempre estaré contigo, reinita… Un fuerte beso.

Tu abuelo

El maestro la aguardaba en el dojo, el mismo espacio donde tantas horas habían practicado juntos. Conocía la noticia y estaba seguro de que Noelia acudiría hasta allí. Se acercó despacio, envuelta en su peculiar atmósfera espiritual de sosiego. Se miraron a los ojos y no necesitaron mediar palabra alguna para comprender cada cual los sentimientos que los embargaban. Se saludaron con el típico ritsurei y Noelia dio media vuelta. El maestro sabía que nunca más volvería a verla.

Antes de partir escribió una carta para la señora viuda de don Manuel Fernández de Cózar. No se trasladaría a Granada; quería empezar una nueva vida lejos de su pasado.

Noelia lanzó una última mirada desde la colina. Ahí dejaba su pueblo para siempre. Ahí quería enterrar su infancia, sus terribles recuerdos…

Nadie volvió a saber nada más de la pequeña Noelia. El recuerdo de su historia fue desvaneciéndose con los años, afianzando su puesto en la amnesia popular, pero no pudo escapar de la atribulada mente de su protagonista, por más que ella se empeñara en lograrlo, porque, se quiera o no, el olvido no tiene aliados: actúa al capricho de su voluntad rebelde, escondiendo para siempre lo que no queremos y restregando continuamente por nuestra cara lo que ordenamos desterrar.

Lamentablemente, el olvido sólo se hace eterno cuando no lo deseamos.