Nada como el hogar, lo dije en otra parte. Nos recibieron mis nietos dando saltos y a mí en particular una fila tan larga de pacientes que recordaba a la de una tahona que regalara pan preñado, recién horneado. Nunca vi tan bonita la almunia, exultante con el verde de su vegetación: la hierba estaba húmeda, los árboles presentaban sus vestidos de gala, reventaban los arriates de flores y un aroma como de paraíso flotaba en el aire transparente. Me puse a la tarea de inmediato. Cercano a cumplir los setenta, me mantenía claro de mente y con buen pulso. Los médicos no nos jubilamos nunca por la edad: es la cabeza la que marca las pautas. Cuando no recuerdes dónde vas al salir del zaguán o la fecha del día, deberás retirarte al rincón más ameno que encuentres, cambiando el cuidado de los pacientes por el de los bisnietos, y el examen de enfermos por el de buenos libros. Otra cosa son los cirujanos: aquí interviene el pulso. El mío se mantenía firme. No dudaba al incidir la piel con mi escalpelo ni temblaba al hender la conjuntiva ocular cuando operaba cataratas, en número creciente.

Las cosas en Al-Ándalus iban manga por hombro. Nadie sabía quién gobernaba, si es que lo hacía alguien. Lo único claro es que no era el califa. Hixem II permanecía encerrado en Medina Zahara, de donde no salía ni a la oración del viernes. Le veía a menudo, pues me consultaba para que lo tratase de todas sus miserias. Lo afectaban mil clases diferentes de pústulas, podagras, mal de piedra, bubones venéreos y fístulas anales. Innoblemente entregado a la sodomía en los últimos tiempos, tenía varios amantes. No le importaba el color de sus pieles ni su apostura física: tan sólo se atenía al grosor y largura de sus vergas. Era enfermizo. Cualquier facineroso blanco, negro, rojo o amarillo era bien visto en palacio si su falo deforme alcanzaba el tamaño y anchura adecuados. En consecuencia, lo traté de varios desgarros anales, dolorosas fisuras, trombos hemorroidales y fístulas complejas. También sufría su boca. A pesar de los constantes enjuagues con ruda y malvavisco, le hedía de las miasmas venéreas que afectaban sus labios y encías conformando flemones purulentos y dolorosas aftas. Pálido, enflaquecido, depauperado, daba grima contemplar su tétrico aspecto de cadáver viviente.

Tras la muerte de Almanzor, lentamente, el edificio califal se vino abajo. Lo que parecía fábrica edificada sobre roca era sólo adobe deleznable levantado en arena. Al-Mansur fue un déspota genial, un dictador tan sólo atento a su poder, incapaz de concebir una alta política previsora y un gobierno duradero y estable, de hombres íntegros. El individuo que, como él, es absorbente, extirpador de colectividades y de individuos valiosos, deja tras sí al desaparecer la nada, una negra sima de ineptitud, de mala educación e indiferencia pública. A poco de enterrado, se entabló una lucha de dos bandos: el de las tropas berberiscas traídas de África y el de los eslavos o gentes de origen europeo, creaciones ambas del tirano. Hixem II contemplaba la lucha desde la poltrona, exhausto, sin atreverse a intervenir.

El partido andalusí, que incluía a la nobleza musulmana, conservó su prestigio en las ciudades importantes: Córdoba, Sevilla, Toledo y Zaragoza. Los eslavos y muladíes se unieron al partido andalusí por un sentimiento común de repugnancia, natural, hacia los intrusos llegados del desierto y se impusieron en el norte y levante, en tanto los africanos se adueñaron del sur. El poder político se difuminaba y el califato comenzó a desmembrarse. Cuando el segundo hijo de Almanzor, Abderrahmán Sanchuelo, se hizo proclamar heredero de Hixem II, la aristocracia árabe mostró su descontento. Se produjeron distintas algaradas provocadas por los patricios musulmanes. Parte de la nobleza optó por un hijo de Hixem, Muhammad, inepto, pero al fin un Omeya. Hubo diversas alternativas en medio del desgobierno hasta que Sanchuelo fue decapitado en 1009. Muhammad II subió al trono, pero fue un espejismo que duró sólo un año. Se levantó contra él su propio padre que, como nueva ave fénix, trató de volar, lo que nunca había hecho, pero fue nada más un planeo corto, lo mismo que la perdiz que aletea con un alerón quebrado del flechazo. El joven Omeya apareció muerto en su cama una mañana de otoño y los conspiradores intentaron que un Hixem envejecido y lleno de pústulas hediondas gobernara. Tres años duró la pantomima, pues en realidad quien mandaba era un hermano de Muhammad, Suleimán Al-Mustaid.

Cuando escribo estas líneas, en el invierno de 1013, el cadáver infecto de Hixem II, descendiente del profeta, reposa ya en la tierra. Afortunadamente falleció de repente, sin dar trabajo ni pesar a nadie, pues todos agradecimos su desaparición. Certifiqué su muerte, que fue natural y originada por sus propias pestes. Jamás olvidaré la fetidez que expelía el cadáver. Era un tufo nauseabundo que llenaba Medina Zahara y que no conseguían amenguar las decenas de pebeteros de sándalo y jazmín estratégicamente situados. Ordené que sus restos fuesen colocados en féretro de plomo, que se selló con triple soldadura, también para evitar que huyesen los gusanos.

Pero dejemos la política: no hablemos de turbios e infectos personajes. Al regresar de Oriente, expliqué en el maristán mi experiencia viajera. Les hice ver que nada teníamos que envidiar en cultura y ciencia a nuestros hermanos del Oriente. Se esponjaron cuando dije que mi Al-tasrif era el texto en el que aprendían medicina y cirugía los estudiantes en Bagdad y Damasco. Lo dije sin empacho, alto y claro, que a mi edad la vanidad se estrecha. Les conté la gran impresión que me causara Ibn Sina desde el punto de vista médico, su inmensa sabiduría y sus proyectos de iniciar un tratado médico que compilara todo lo conocido en nuestro arte cuyo nombre sería Canon de medicina.

Sacha dio a luz sin novedad y me hizo padre a los setenta años. Contemplé por enésima vez las inefables mañas de un rorro, las gracias de un pequeño gateador y sus primeros inseguros pasos. Cumpliendo mi promesa busqué un marido a mi pequeña esclava. No fue fácil. Eché de menos a mi madre. Gran casamentera fue Zulema, y su concurso me hubiese venido a las mil maravillas. Tenía la habilidad de oler en la piel de una mujer sus cualidades y conocer sus aptitudes y defectos en la caída de sus ojos. Nunca se equivocó. En su defecto, movilicé a mis tres mujeres, que lanzaron sus redes en pos de un hombre afortunado. Y digo tal pues Sacha era la mejor de las hembras. Al final la cosa la dispuso el azar, como casi siempre.

—Sé que buscas un hombre para Sacha —me dijo una mañana Abdelaziz, el taxidermista, mientras desayunaba churros y mantecadas con Elvira, mi buñolera mozárabe.

—¿Cómo lo sabes?

—Las noticias corren en el arrabal. Y si son referentes a una beldad como Sacha, entonces vuelan más que el viento. ¿Cuántos hijos te ha dado?

—¿Qué te traes…? ¿Desde cuándo te interesan los hijos que me den mis esclavas…?

—Me importa todo sobre ella. Tal vez tenga el hombre que buscas.

Lo inspeccioné con calma. Mi viejo amigo había medrado y parecía hablar en serio. Debía tener mi edad o poco más. Su oficio le procuraba beneficios, sin duda, pues iba bien trajeado, estrenaba chilaba y luda fíbula de plata.

—Habla —lo conminé.

—Tengo un sobrino, un hombre excelente que ha quedado viudo. No tiene hijos. Conoce a Sacha y se ha prendado de ella desde que supo que ibas a darla en matrimonio.

—¿Seguro? ¿No andaría acechándola desde antes?

—Te juro, hakim, que jamás pensó en ella cuando no era libre.

—Aún no lo es —dije para probarle—. Me pertenece.

—Lo sé, señor. Y también que piensas darle la libertad y casarla. Desde entonces mi sobrino la ama en silencio. Se trata de un amor puro y limpio.

—¿Y qué hace tu sobrino? Tendrá un oficio, supongo. Nunca lo vi por tu taller.

—Le propuse seguir mi trayectoria y traté de enseñarle, hakim, pero a él le gusta el campo. Como no tengo hijos, todo lo mío será suyo algún día no lejano. Posee una casa de labor, con su cortijo, en el camino a Cabra. Es dueño en total de siete fanegadas de tierras de regadío, un huerto ameno y una modesta cabaña con vacas y caballos.

—¿Cómo se hizo con ella?

—Pidiendo un préstamo al usurero, que yo avalé. Ha pagado ya el principal de la deuda y le quedan los réditos que, si se casa con Sacha, saldaré yo y será mi regalo de boda.

Yo escuchaba la historia como si los arcángeles la propalaran desde el paraíso. Vi al sobrino entre brumas, alto, educado, apuesto. Imaginé a Sacha servida por dos siervas en su cortijo, nuestros hijos correteando por el patio y su marido venerándola y preñándola. Tanta felicidad no era posible. Seguro que el pariente era una especie de engendro mal parido.

—Quisiera conocer al interfecto —dije, simulando indiferencia—. ¿Cómo es?

—Se llama Suleimán y tiene cuarenta años. Es bien parecido. Si te parece puedo llevarlo a tu casa cualquier día.

—Me temo que será necesario, pues Sacha me tiene dicho que jamás se casará con alguien que no sea de su gusto.

Preparé a la esclava como mejor supe, hablándole del desahogo económico de su pretendiente, de su honradez presunta, y a los nueve días se presentaron en la almunia Abdelaziz y Suleimán. Venían igual de henchidos que dos brazos de mar: embutidos en caftanes de fiesta sobre bombachos, cinturones de brocado carmesí, turbantes adornados con un rubí pequeño sobre la frente, gumías de empuñadura de plata, fíbulas de lo mismo y babuchas de cordobán curtido. Los recibí en el patio principal, donde habían preparado una mesa con naranjada y dátiles. Excusado es decir que todas las mujeres de mi casa, con Sacha al frente, arremolinadas, espiaban a la pareja desde la ventana del gineceo protegida por una bella celosía de cedro.

—De modo que tú eres Suleimán —dije, ofreciéndole un dátil.

—Sí, hakim, para servirte.

—Sé que enviudaste.

—Para mi desgracia, señor. Perdí la claridad que alumbraba mi senda, una bella esposa de sólo treinta y cinco años.

—¿Cómo fue?

—Se la llevó Alá en tres noches. Padecía de fiebres perniciosas que trajo de su tierra, pues era del sur de la Tunicia.

—Y no tienes hijos…

—No, mi hakim. El Que Está Arriba no quiso bendecirnos con descendencia. Tal vez Janira era infecunda.

No quise hacer comentarios, pero mi experiencia me dicta que en tres de cada cinco casos el estéril es el hombre. Corté la divagación y entré directamente a la escudilla, cuchara en mano.

—Me dice Abdelaziz que estás prendado de mi Sacha. ¿De dónde la conoces?

—De verla en el zoco con tus otras esclavas y esposas, hakim. Me gustó enseguida su porte, su sencillez y su belleza. Si el hakim me la diera, me haría el más feliz de los hombres. Por supuesto sería mi primera esposa y tal vez la única. Tengo demasiado trabajo en mis humildes campos para poder atender a más mujeres.

—Sabrás que tiene tres hijos pequeños y que busco esposo para ella. Te diré también que está dotada. Ha sido, como sabes, esclava, pero le daré la libertad si le gustas y llegamos a un acuerdo. Lo esencial es que le caigas bien.

—¿Qué edad tiene? —preguntó tembloroso Suleimán.

—Treinta años.

—¿Cuándo podría verla?

—Si ella no tiene inconveniente, ahora mismo.

—Sea —dijo Abdelaziz—. Cuanto antes mejor, pues mi pobre sobrino no sosiega ni aprovecha desde que vio a Sacha.

Pasé al gineceo. Para mi sorpresa, allí no había nadie. Fui al gran salón: estaban reunidas allí, Sacha muy seria. Era evidente que terminaban de llegar de espiarnos, habían visto a Suleimán y discutían del caso. Todas estaban de acuerdo en la bondad del pretendiente al que encontraban guapo, apuesto, incluso bizarro. Sólo Sacha dudaba.

—Parece honrado. No encontrarás nada mejor —decía Susana.

—Se ve a la legua que te adora —aseguraba Carmen.

—Además de guapo tiene medios. Te hará feliz —sostenía Jezabel.

Las demás esclavas afirmaban con la cabeza y animaban a Sacha.

—Calma —dije—. Sacha no tiene que tomar ninguna decisión inmediata. Ahora vendrá conmigo y con todas vosotras. Quiero presentarle al que será su novio si ella quiere. Luego, si se caen bien, habrá tiempo de hablar.

Salimos al patio. Sacha, en medio del femenil cortejo, era la más joven y también la más hermosa. Iba sencilla: con una larga túnica celeste que descubría sus pies, un cinto de cuero negro que le realzaba el busto y la larga melena recogida en una cofia. Se había decorado los párpados con negro de humo y pintado los labios con carmín. Desprendía un agradable aroma de alhucemas. Pisando sobre mármol o alfombras en aquella tarde de primavera, iba descalza como las demás hembras. Surcaba sus ojazos un halo violáceo y sus mejillas estaban escarlatas, lo mismo que si se tratase de una niña que recibe su primer requiebro. Hice las presentaciones. Sacha flexionó las rodillas levemente, y Suleimán, dando un paso al frente, se arrodilló ante ella y le besó los flecos de la túnica. Nos sentamos todos. Vi al hombre palidecer cuando ella le mostró los blancos pies de uñas cuidadas, rojizo opalescente, y los tobillos sin ajorcas, decorados con henna.

—Querida Sacha —dije—, Suleimán pretende, primero hablarte y conocerte, y luego, si llegáis libremente a un acuerdo, convertirte en su esposa legítima. ¿Aceptas ser cortejada por él?

—Haré lo que ordenes, mi señor. Y en este caso con gusto —añadió, enrojeciendo—, pues sé que no harías nada que me perjudicase.

—Si es así, os autorizo a veros en esta casa y, si Sacha lo quiere, a salir juntos acompañados de una esclava. Si dentro de un mes Sacha lo decide sin agobios, se harán las capitulaciones y podréis casaros.

Tal fue el trato que aceptaron los dos. Suleimán venía cada tarde, poco antes del crepúsculo. Paseaban por el riad y hablaban, al principio con cautela, indecisos, enseguida con igual verborrea que cuervos indostánicos. Supe por Carmen y Jezabel, que los espiaban, que se llevaban bien y parecían gustarse, más según pasaban los días. Al décimo, sentados sobre el banco de piedra de la orilla del río, envuelto en su perfume, el viudo no pudo más y se aventuró a rozar la mano de Sacha abandonada sobre una rodilla. Ella no la retiró, aunque se puso roja como el granate. Al despedirse, pelaban la pava en el zaguán. Lo hacían largas horas, desde que sonaban las nueve en la clepsidra de la mezquita grande hasta que Omero, que no entendía de aquella pantomima, carraspeaba y se tendía en la esterilla para intentar dormir. Sólo entonces, Suleimán, derretido de amor por su náyade, se despedía con un beso volado. Los acontecimientos se precipitaron a las tres semanas de iniciadas las conversaciones.

—Mi amo —dijo una noche Sacha—. Lo tengo decidido: me casaré con Suleimán y cuanto antes mejor.

—¿Le amas?

—Aún es pronto para hablar de amor. El amor en la mujer tarda en prender. Pero él es bueno y me quiere. No hay fingimiento en sus modos ni en el habla.

—Y te ha dicho que no resiste más.

—Exacto. Fue con esas palabras.

—Si estás decidida, hablaré con Abdelaziz, que será testigo en vuestra boda. Yo os apadrinaré.

Hubo una especie de ceremonia de esponsales tres días más tarde. Todos de punta en blanco, nos reunimos para merendar de manera principesca. Suleimán se veía excitado, tan nervioso como un purasangre antes de la carrera. Sacha estaba particularmente bella. Apareció deslumbrante con el pelo deshecho en bucles, oliendo a espliego y alhucema y con un fino collar de esmeraldas que había sido de su ama Jazmina. Sobre el blanco caftán, en su cintura, emitía sus sensuales guiños nuestra aguamarina. En una mesa aparte, con las demás siervas, se sentaban los hijos que tuvimos juntos: la pequeña Sachita, de once años, Sara, de siete, y el pequeño Yusuf, el bagdasí, que iba a cumplir dos. Después del tercer té, cuando las fuentes de hojuelas, bizcochos y piñonates quedaron limpias, se hizo el silencio y tomé la palabra.

—He hablado con el imán de la mezquita. Os casará el próximo viernes. Mi regalo de boda será un viaje por Andalucía. Iréis en mi calesa y trazaréis el itinerario que más os plazca. Los niños se quedarán en esta casa hasta el regreso, entonces los llevaréis con vosotros al cortijo.

—Mi casa y mis bienes serán de Sacha —dijo Suleimán, muy pálido—. En cuanto regrese lo escrituraré ante el muftí. Ella lo sabe.

Sacha permitía que su varón le tomase una mano, que acariciaba. Tenía los ojos bajos y se agitaba levemente, igual que un pajarillo que ensaya en el nidal su vuelo primerizo. Parecía que aquel amor tardío prendía ya.

—Zulema, mi madre, compró a Sacha para Jazmina, mi cuarta mujer —dije—. Descansen las dos en la paz del Señor. Pagó por ella quince monedas de oro. Ahora llevará de dote treinta. Treinta áureos dinares cordobeses que son el pago a un comportamiento ejemplar y a una larga fidelidad de más de quince años. Además, no va desnuda al matrimonio. Susana se ha ocupado de reunir el ajuar que aportará.

—Jazmina dejó escrito que su dote pasaría a su esclava si ésta matrimoniaba alguna vez —dijo Susana—. Sobre aquella mesa está el ajuar —añadió, señalando con la mano extendida. Todos desviamos la mirada a una mesa de roble vestida como para un banquete regio. Un candelabro de cuatro brazos con candelas iluminaba ropa planchada, apilada por géneros.

—Son seis manteles para doce del mejor hilo egipcio —prosiguió Susana—; servilletas sin cuento, a juego; diez tapetes calados; dos docenas de sábanas dobles también de hilo; tres colchas del mejor satén; diez juegos de ropa de dormir, todo en seda; veinticuatro toallas de baño de distintos tamaños en algodón del Nilo, bragas, caftanes y chilabas de todos los colores…

Sacha lloraba mansamente. Quiso hablar, pero no pudo. Después de unos momentos, pálida, temblorosa, se abrazó a Susana, y luego a Jezabel y Carmen. Por fin se aproximó hasta mí y me besó las manos. Suleimán exultaba de gozo.

—Hay algo más —dije—. Sacha será libre por completo desde que se case. Yo también quisiera completa libertad para ver a mis hijos. No pido mucho, pues los niños me cansan: la vez que los traigáis cuando vengáis a comer, por ejemplo una vez al mes, o cuando yo vaya a verlos al campo. Y, para terminar, un ruego imperativo: exijo para Sacha un trato impecable. En mi larga vida jamás he castigado a una mujer, hecho que es propio de gentuza sin ley y de canalla carcelaria. Si me entero de que Sacha sufre la agresión más pequeña, con razón o sin ella, iré a buscarla.

La boda fue sencilla. La celebramos en una carpa que instalamos en el jardín, frente al Guadalquivir. Hubo danzas y músicas hasta el anochecer. Los novios pasaron su primera noche en el cuarto de invitados que utilizaba Zulema cuando vivía. Partieron de viaje y regresaron a las dos semanas. Un emisario nos trajo la noticia de que se hallaban ya en su hogar. Dejé pasar algunos días y me presenté allí con mis esposas. Fue exactamente como había imaginado: Sacha feliz atendida por dos jóvenes criadas, el marido trabajando en el campo con sus jornaleros y los niños correteando por el soto, junto al riachuelo que bañaba el cortijo.

Ha muerto Omero. Se fue sin darse cuenta. Murió igual que había vivido: sin dar afán ni pesadumbre a nadie. Rebuscamos entre sus cosas: un caftán grasiento, una chilaba que había sido blanca, sus apestosas babuchas, únicas, pues sólo cambiaba de calzado cuando el anterior estaba ya deshecho, el fez que una vez fuera rojo y la gumía mellada, tratando de averiguar su edad. No hubo forma. Hay veces que uno guarda escrita en un pergamino una fecha, que conserva un dije o una medalla conmemorativa de su nacimiento. Nada. Envueltas en un calzón siniestro con zurrapas antiguas, enrolladas en tela, atesoraba tres monedas de oro y seis de plata. Ignoro cómo allegaría su tesoro, pues nunca le pagué. Tal vez era de antes de ser comprado por Hassan o un legado que le dejó mi padrastro y yo desconocía. En cualquier caso, se merecía un entierro decente y lo tuvo. Vinieron a por él sus amigos del zoco: Agbar, el esclavo del ferretero; Eleazar, un liberto del zabazoque del mercado chico; Nicolás, un muladí tullido de una caída de mula que vendía berzas y lechugas ante el matadero; Zoilo, siervo de un tendero de especias en la alcazaba, y los dos hijos de Fátima, una curandera y quiromántica que hacía ensalmos y curaba el mal de ojo, con la que malas lenguas dicen que se entendía. Y todo porque los vieron hablando una vez frente a los baños. Es especie tan absurda —y más en un castrado— que ni siquiera precisa un desmentido.

Sus amigos tuvieron que esforzarse para cargar las parihuelas. Omero, en los últimos tiempos, comía más de la cuenta, y ello se reflejaba en su gruesa barriga y la papada, como un gorrino de engorde de esos que los cristianos conservan en orzas de aceite tras la matanza por su San Martín. Hubo tambores, tiorbas, guitarrones, vibraciones de lengua, golpes de pecho y plañideras. Yo no fui al cementerio, pues me aqueja desde no ha mucho cierto dolor en la cadera izquierda que traduce sin duda el desgaste articular que sufre. Es una parcela, la articular, que nunca toqué en mis tratamientos, pues, si he de decirlo con sinceridad, es un campo que los físicos desconocemos. Omero tuvo su sepulcro individual y propio, algo que le preocupaba una vez que lo hablamos. Se fundió con la tierra para iniciar otra vez el círculo vital: polvo, agua, planta, comida, cuerpo, muerte, cadáver. Lástima de cadáver. Mi querido esclavo se habría ofrecido para un estudio generoso de sus órganos.

Mis cocineras se esmeraron, pues sabían que Omero agradecía un buen guiso. De hecho, fuera de las horas que pasaba en el zaguán, el mejor lugar donde encontrarlo era la cocina. Allí era consentido por sus zalamerías y gracejo, pues el siervo tenía cierta chispa. Enredaba entre las fuentes picoteando aquí y allá, probando un asado, catando un vino, paladeando un postre, pues se las daba de buen entendedor. Hubo en su memoria un ágape a sus modos: pescado en salmuera, manjar blanco, gachas, pichones asados —que adoraba— y migas que llaman «del pastor», aderezadas con embutido de ciervo, cabeza de jabalí, ajo, pimentón, comino y azafrán. Fue la última vez que pasaron por casa Sacha y su marido con los niños, ahora cuatro, pues hace un año dio a luz a un varoncito tras malograrse otro. La noté feliz y enamorada de su esposo. Con treinta y cinco años, está más guapa que nunca. Su marido besa por donde pisa, pues se ve a cien leguas que la ama tiernamente.

A raíz de cierto incidente en el quirófano, he pensado seriamente en retirarme. Fue hace meses, poco después de cumplir setenta y seis. Operaba una catarata senil. De repente se enturbiaron mis ojos. Pensé que yo mismo padecía del mal, pero no era así. Detuve la intervención unos segundos y me recuperé, pero el pulso me temblaba. Cedí el escalpelo a mi ayudante de mano, un experimentado cirujano, y éste concluyó la operación sin mayores problemas. Todo ello me hizo cavilar. No es lícito poner en riesgo la salud de los demás por egoísmo o una equivocada concepción profesional. Retirarme no debo, pues me lo impiden los pacientes que se agolpan a mi puerta, pero sí dejar el escalpelo y dedicarme sólo al ejercicio de la medicina. Además, de un tiempo a esta parte me conturba un dolorcillo gástrico que va a más. Es la sensación de tener en el estómago un duende travieso y juguetón que se hace notar, que pesa y dice aquí estoy yo. Arrastro desde hace varios meses una inapetencia que se ha traducido en adelgazamiento de siete libras. Como a la fuerza, venciendo las arcadas, de la mano de Carmen, que, como cristiana que es, hace para mí de fiel samaritana. Hace pocos días, al despertar, devolví un buche de jugo digestivo en forma de baba espesa con algunos hilillos hemorrágicos. Ayer, palpándome, noté en el epigastrio una masa desplazable y sensible que parece tener vida propia. No puedo engañarme a mí mismo. Después de cincuenta y cinco años de ejercer la más noble de las profesiones, conozco la enfermedad que sufro: es el neoplasma gástrico, un mal maligno e incurable que minará mis fuerzas y roerá mis entrañas perforándolas como los topos una verde y húmeda pradera. No hacen falta físicos expertos que dictaminen sobre mi mal ni notarios que den fe. Tampoco un juez que dicte su sentencia: conozco de memoria el veredicto.

Mi tiempo se termina y me parece justo, pero mentiría si dijese que lo acepto de buen grado. Nadie hay tan enfermo ni tan viejo que no espere alentar una hora más. Incrédulo hasta el fin, creo que el paraíso se encuentra en esta vida y que todos, si se lo proponen, lo tienen a su alcance. Con salud, trabajo y una buena mujer, son muchos los buenos ratos que alcanza un hombre honrado y sabio. A pesar de ello, siempre queda un resquicio para la duda y la esperanza. ¿Existirá el más allá? Si existe Dios, espero que se apiade de su humilde siervo.

Esto se acaba. He pasado una noche infame entre el dolor urente y un tenso duermevela. Tengo dispuesto ya mi testamento. No quiero ceremonias hueras ni ostentosas: una tumba discreta a la sombra de un ciprés donde fundirme de nuevo con la tierra. Mis bienes serán de mis esposas y mis libros para la humanidad. Me pesan los párpados lo mismo que si fuesen de mármol y apenas siento al muecín proclamar la segunda oración. Muero de la mejor forma posible, dulcemente, rodeado de los seres que me aman, mis esposas, mis hijos, mis esclavas…