La entrada en la vieja Palmira fue inolvidable, justo al atardecer, cuando el sol se ponía y manchaba con sus rojizos rayos la fortaleza romana que vigila la ciudad desde un otero. La antigua Tadmor, colonia romana desde Tito, se halla en un extenso oasis o wahat en plena Ruta de la Seda. Sus ruinas son imponentes, sobre todo el castillo, que visitamos, los restos del templo de Bel, las calles porticadas, los soportales y sepulcros hipogeos en una ladera de la fortaleza. Un día entero se detuvo allí la caravana para hacer aguada, y, los que pudimos, darnos un baño en unas termas turcas. En Palmira, por la escasez de agua, el baño se convierte en un lujo que hay que pagar. Y a buen precio. Tanto, que tan sólo unos pocos privilegiados, entre ellos nosotros ocho, accedimos a él. Seguro que habréis notado que falta uno. No lo he olvidado: Omero, sabedor de la relativa cercanía de un riachuelo, prefirió diferir el baño y no hacer gasto. Reanudamos viaje. Hallamos el riachuelo tras dos días de marcha. Se hallaba en una pequeña elevación o jebel, escondido en un oasis de montaña, entre palmeras. Lo cierto es que debió de ser agradable. Contemplé su inmersión y la de otros viajeros tras alejar a las mujeres. Algunos saltaban desde una roca que hacía de trampolín, desnudos como simios, en medio de un estruendo de espuma efervescente.

Once jornadas gastamos entre Palmira y Bardasa, junto al río Éufrates. En la quinta hubo un serio percance. Yo hablaba de amor con Sacha, tierna tras nuestras locas noches de pasión, pues hubo varias, cuando un sirio descompuesto vino a buscarme como físico.

—¡Hakim!, ¡hakim!

Al parecer había trascendido mi condición de médico sabio.

—¿Qué ocurre?

—¡A un camellero lo ha mordido una víbora!

Fui a la carrera seguido por Carmen. Tendido en una manta, sobre la arena, un árabe cetrino de color, enjuto, con la barba afilada, reflejaba en sus ojos muy abiertos terror más que dolor. Un compañero le secaba la frente del sudor con un paño negruzco. A media vara, sobre el suelo pedregoso, yacía muerta una gran víbora cornuda, habitante normal de los desiertos.

—¿Cómo ocurrió? —pregunté.

—No vio a la serpiente y la pisó —dijo uno.

—¿Dónde fue la mordida?

El herido la mostró alzándose la túnica: dos simétricas muescas, como señas de alfileres violáceos, marcaban la pantorrilla a media pierna. No sangraban.

—¡Rápido! —ordené—. ¡Quitadle la chilaba, haced un fuego y poned agua a calentar!

Me aproximé al yaciente, coloqué un torniquete en la raíz del muslo usando una sábana, le cogí el miembro herido y, aplicando la boca, succioné con fuerza en los orificios tratando de aspirar todo el veneno posible que quedara en la herida. Tras escupir, de un veloz tajo, abrí la piel entre las muescas con la gumía que saqué del cinto ocasionando una gran hemorragia. El camellero apretó los dientes pero no se quejó. Todos quedamos expectantes. Al cabo de unos minutos pareció adormilarse. El veneno que había logrado pasar al torrente sanguíneo hacía su efecto. Al poco se aceleró su latido cardiaco en la canal del pulso. Tardó en reaccionar quince minutos. Lentamente se fue despejando, abrió los ojos y sonrió. Dejé que sangrara libremente y al menguar la hemorragia lavé la herida con agua caliente y la vendé dejándola abierta, sin dar puntos. Le tomé el pulso: era firme y de normal cadencia. A la media hora se levantó y, por su pie, regresó a su camello para seguir faenando. Se me aproximó el jefe de la expedición, un obeso persa de bigote atigrado, gran papada de buey y ojos tan verdes como la malaquita.

—Gracias, hakim. Hace tres caravanas enterramos al último afecto de mordedura de víbora.

—La víbora cornuda es muy venenosa —aseguré—. Su mordedura suele ser mortal, a no ser que se actúe con decisión y rapidez.

—Lo sé —dijo—. He tomado nota de tu actuación para otras ocasiones. Sabía lo del torniquete, pero no entiendo que succionaras de la herida. ¿Cómo te libras del veneno en caso de llevarlo a la boca?

—El veneno de los ofidios sólo actúa si penetra en la sangre —afirmé—. Si tu boca está libre de heridas, no hay peligro de contaminación.

—¿Y en cuanto a la sección que provocaste con la gumía?

—Tiene idéntico fundamento: lograr que los restos del tósigo salgan al exterior con la hemorragia. Para ello también son los lavados.

Otro incidente, esta vez más grave, ocurrió al vadear el Éufrates por el puente de barcas que se hallaba en Bardasa. Se trataba de una antigua pasarela hecha con tablas colocadas sobre lanchones de madera anclados en el lecho del río con estacas. El río bajaba bien de agua, pues se había completado el deshielo en el Cáucaso, donde estaban sus fuentes. Un camello pisó sobre una tabla podrida, que cedió, y se precipitó al agua con su carga: un matrimonio persa que pasaba a Tabriz. El camello nadó con la maña habitual en cualquier animal y logró salir del río por sus medios, no así la pareja, que se ahogó a pesar de arrojarse a por ellos, sujeto de una cuerda, uno de sus esclavos. Yo estaba cerca. Los vi manotear antes de sumergirse en las aguas turbias, cenagosas y rápidas.

Desde Bardasa a Bagdad tardamos ocho días. El camino ahora cambió radicalmente. Se terminó el desierto y se inició una tundra de matorrales bajos que lentamente se convirtió en feraces praderas. A medida que nos aproximábamos a la antigua ciudad se veían más poblados, huertos y plantaciones. El árbol predominante era la palmera, más alta y estilizada que las nuestras. Se veían canales y regadíos que me recordaban a nuestras huertas de Valencia y Murcia. Yo proseguía mi diálogo con Sacha. A su lado me sentía rejuvenecer. Había seguido amándola al menos una vez cada cuatro días, con una cadencia que me sorprendió a mí mismo. Le había regalado esencia de alhucema, que compré para ella en el pequeño zoco de Bardasa, y se aromaba del modo sabio aprendido de Jazmina, la que fuera su ama. Incluí en el regalo —exhortándola a guardar el secreto— una cadena de plata con un aguamarina para que adornara su cintura. Me parecía cada día más bella y, con la piedra azul como aderezo debajo del ombligo, una maga lúbrica. Claro es que estaba en la mejor edad de la mujer: los veintiocho años, cuando la excelencia física es completa y se dominan las mañas de Afrodita.

—Tú estabas en Aracena cuando murió mi pobre cuarta esposa —dije.

—Es cierto, amo. Quise quedarme a su lado, pero no lo permitiste. Lo cierto es que una noche tuve el presentimiento de que había muerto. Soñé con pájaros. Y siempre que sueño con pájaros ocurre una desgracia. ¿Cómo fue su final?

—Se apagó sin dolor, como una lámpara a la que le falta aceite. Yo sufrí más que ella.

—La recuerdo cada hora, hakim. Me consolaba orar ante su tumba aspirando el aroma que amaba, a nomeolvides. Recuerdo lo mal que lo pasé al principio: pensé que prescindirías de mí, que me devolverías a mi familia o me venderías.

—¿Cómo puedes pensar esas cosas?

—Era lo más normal: muerta mi ama, ¿a quién iba a servir?

—Yo también soy tu amo.

—Lo sé. Y soy feliz por ello.

—Pero algún día no muy lejano faltaré.

—No digas cosas tristes, amo. Estamos en las manos de Alá.

—Tú eres la única de mis esclavas que quedará desvalida el día en que me marche. Por ello he concebido planes para ti.

—No me asustes, mi señor… ¿Qué planes son esos?

—Cuando cumplas treinta años te buscaré marido.

—Pero… No puede ser… Te pertenezco… Tengo hijos contigo…

—Te encontraré un buen hombre, honrado. Lo hallaré para ti. Mereces ser feliz.

—Ya soy feliz.

—Me refiero al día que yo falte. Aún quedan hombres buenos. Podrás llevarte a tus hijos… si me dejas verlos cuando yo te lo pida.

—Señor, mis hijos son tan tuyos como míos. Dispón como tú quieras.

Tres días antes de llegar a Bagdad ocurrió el robo. Poco antes del alba, por el descuido de un vigilante que se quedó dormido, unos ladrones de camino se llevaron de la cesta de un camello un fardo con ámbar y plata en barras por valor de setenta estateras de oro griego. El dueño, un afgano que regresaba a su tierra con el producto de la venta de las especias que llevara a Chipre desde la India, se mesaba los cabellos. Se había perdido el trabajo de un año. Era curioso que, entre tanto fardo de pellejos de aceite, vino y pedazos de mármol, hubieran elegido el que contenía plata y ámbar. Ello hablaba a las claras de que el ladrón conocía el cargamento. El afgano recordó que en Palmira había despedido a un servidor tras una discusión por su salario. Dio sus señas físicas —alto, renegrido de tez, con un costurón que le cruzaba el rostro— al jefe de la caravana, y éste, nada más llegar a Bagdad, lo denunció al caíd.

Bagdad se apareció ante nuestra vista desde media legua antes de llegar. La ciudad, enorme, poblada por un millón de habitantes censados, se asentaba a orillas del río Tigris, en varios grandes meandros de su curso. Fundada en el siglo VIII por el segundo califa abasí Al-Mansur, se convirtió pronto en la mayor metrópoli económica, intelectual y artística del orbe. Poseía el mayor mercado de esclavos del mundo conocido y era grande su diversidad étnica y religiosa. La ciencia y la cultura rayaban a gran altura. La Casa de la Sabiduría fue erigida por el califa Al-Mamún para traducir del griego la mayoría de los manuscritos de los autores helenos desde Eurípides. Cuando yo llegué funcionaban seis maristanes independientes y dos aljamas. Pero, lo mismo que en Alejandría, la división religiosa y el fanatismo hicieron su aparición, y con ellos llegó la decadencia. Más o menos lo que está a punto de suceder en Córdoba: «Cuando las barbas de tu vecino veas rapar, echa las tuyas a remojar», escuché decir en el arrabal una vez a un mozárabe. Si una gran nación se disgrega, malo, o lo que es lo mismo: vale más una sola nación grande que diecisiete pequeñas. Pero «nadie escarmienta en cabeza ajena», dicen también. Bajo los buwayhíes, en 945, se inició la debacle. Suníes tirando de la cuerda por un lado y chutas halando por el otro, partieron el poder, la paz y la prosperidad. Yo vi sus últimos estertores. Poco después de nuestra marcha se inició el movimiento de los fanáticos integristas dirigido contra los ricos y las autoridades, aterrorizando a la próspera clase comerciante bagdasí. Bien organizados y formando un estado dentro de otro, los integristas triplicaron los impuestos en los mercados, saquearon los comercios y las casas hasta crear un clima de inseguridad que provocó una gran desbandada y la despoblación.

Nada más llegar, y tras instalarnos en la mejor posada de la ciudad, acudí en busca de Ibn Sina. Lo hice solo. Fue muy fácil, pues todos lo conocían por su nombre en Bagdad. Lo hallé en el maristán del que, con sólo veinticinco años, era ya director. Justo salía de una clase, rodeado de alumnos. Me presenté hablando árabe clásico. Permaneció mudo de asombro unos segundos. Luego palideció.

—Abul Qasim… —dijo al fin, trémulo—. ¿De verdad que tengo ante mí al autor de Al-tasrif?

—Es para mí un honor conocerte, Ibn Sina.

—¿Cómo dices…? Soy yo el honrado… ¡Éste es Abul Qasim! —gritó a sus alumnos, diez o doce incrédulos jóvenes que me rodearon—. ¡El prodigioso cirujano de Al-Ándalus! ¡Mi maestro! ¡Mi poca ciencia la aprendí de él! —aseguró a gritos.

—Me abrumas —dije sonrojándome—. He venido desde la otra punta del mundo para aprender.

—Entonces no has venido a buen puerto. Soy yo el que me dispongo, Alá sea loado, a completar mi formación al lado del más ilustre de los médicos. Hasta aquí ha llegado el eco de tus hazañas quirúrgicas. ¡Abul Qasim —volvió a chillar— es el primer cirujano en todo el ancho mundo en operar un cólico miserere con éxito!

Los estudiantes me observaban con expectación máxima. Eran muy jóvenes. Ibn Sina me cogió del brazo y me arrastró a su despacho, un lugar tranquilo desde el que se veía un poblado riad y su estanque de aguas mansas y verdes.

—Dime a qué debo este gran honor, maestro —dijo.

—Quería, antes de morirme, conocer al joven prodigio. Hasta Córdoba llegan tus escritos, el rumor de tus hazañas médicas y de tus portentosas curaciones quirúrgicas. Deseo también contrastar opiniones y comparar casuísticas para que avance nuestra ciencia.

Me lo quedé mirando. No aparentaba los veinticinco años que tenía. Era muy alto, delgado, con la piel color terroso, frente lisa, despejada, ojos inmensos, negros como antracita, la nariz larga y recta, semita, pues se hablaba de que descendía de judíos de raza, los pómulos tan prominentes como un tártaro, la boca de labios finos, pálidos, barba muy larga, rizada, y bigote lacio, de puntas estilizadas que aglomeraba con goma arábiga, pues era presumido. Vestía, con cierta afectación, ropajes caros. Se cubría la cabeza con un capuz al modo turquestano, como usan en su Bujara y Samarcanda natales, sus primeras patrias.

—Tuve suerte —dijo—. Comencé mi andadura con buen pie y después todo vino rodado.

Además de sabio era humilde. Insistió en alojarme en su casa, pero quedó pasmado al saber que viajaba con mis esposas y esclavas.

—Agradezco tu invitación —dije—, pero sería una invasión guerrera. Escuché decir en Nápoles, hace ya muchos años, que los huéspedes son como el pescado: atufan a los tres días. En cuanto a mis mujeres, no podría ya prescindir de ellas. Como viejo que soy, preciso sus cuidados.

—Yo sigo célibe, maestro —admitió.

—Craso error —aseguré—. Sin las mujeres un hombre no adelanta.

Me enseñó su bimaristán, o lugar de enfermos en siríaco, y me explicó su funcionamiento, muy parecido al nuestro. Era el más moderno de los seis de Bagdad, erigido en 982. Sus veintitrés años de antigüedad lo hacían tan virginal como una núbil. Todo relucía de limpio y nuevo.

—Sé que el primero lo levantó Al-Razi hace ochenta años. ¿Es cierta la anécdota que cuentan sobre la elección del mejor lugar para erigirlo? —pregunté.

—Lo es —respondió Avicena—. Al-Razi colocó cuatro pedazos de carne de novillo en cuatro lugares muy separados de la ciudad y eligió aquel en el que el trozo de carne tardó más en descomponerse.

Me mostró la secretaría del hospital, donde constaban por sus nombres los pacientes que ingresaban y se anotaban los alimentos y medicamentos que precisaban cada día y los horarios de su administración. La jornada de los médicos —que vivían en el centro— comprendía la visita matinal y la prescripción de drogas. Por la tarde había una nueva visita seguida de las intervenciones quirúrgicas y las clases teóricas para los alumnos, no más de doce por profesor. La capacidad del bimaristán era enorme, ya que podía albergar a dos mil pacientes, entre hombres y mujeres.

Llevaba preparado uno de mis Tratados de agricultura, que le entregué firmado. Él me correspondió con una de sus primeras obras: La inocencia y el pecado, un tratado sobre las costumbres de la época en Persia. Deseaba fervientemente contemplar una intervención sobre un bocio tóxico, de los que trataba varios casos médicamente, y me presté a ello.

Al día siguiente recibí una invitación del visir de la ciudad. Era evidente que Avicena había influido en ella. Lamentablemente, las estrictas leyes coránicas de los gobernantes locales impedían a las mujeres participar en ágapes, por lo que acudí solo. La comida fue sosa y desabrida. Para mayor escarnio, se habló todo el tiempo de política, un tema que odio, y más si me desborda y no me afecta, como era el caso. Hubo luego algunas alusiones a la amistad entre Bagdad y Córdoba, algo esperado y vacuo. No soporto comer entre hombres. Me falta el aire si no tengo a mi lado a una mujer y puedo oler su aroma. A los postres, el joven Ibn Sina se dio cuenta de mi incomodidad y me sacó del comedor a un bello patio.

—Te pido mil perdones, maestro. Sé que en Al-Ándalus sois más civilizados que aquí y permitís a las hembras participar en la vida pública.

—Ignoro tus convicciones religiosas, caro amigo —dije—, pero, para mí, por encima del islam o de cualquier religión están el hombre y la mujer.

Aquella misma tarde, paseando por un bello parque, hablamos de alquimia, una ciencia que hacía furor en todas partes. De vez en cuando nos cruzábamos con lo que parecía una mujer, cubierta de negro con el burka de manera que malamente podía ver dónde pisaba.

—No creo en ella —dijo—. La materia se transforma, es cierto, pero los radicales que la componen siguen siendo los mismos.

—Opino igual —aseguré—. La piedra filosofal no existe. Pienso con Al-Razi en que el oro no deja de ser oro ya sea en estado sólido o líquido. Con el sabio persa, tu paisano, digo sí a la transformación y no a la transmutación. Por mucho que la adereces con pimienta negra, una mona seguirá siendo mona mientras viva y jamás se convertirá en mujer.

—Sin embargo —dijo Ibn Sina—, creo que a través del burdo embuste de la alquimia podemos llegar a avances en el campo de la física y química. Los alquimistas árabes no habrán conseguido transformar el plomo en plata, el cobre en oro ni el cuarzo feldespato en diamante, pero han logrado con sus retortas, alambiques y probetas, innumerables productos de interés: los ácidos sulfúrico y nítrico, el agua regia, el amoníaco, alumbres y vitriolos, y han desarrollado nuevas técnicas como el sublimado, la destilación, la fusión, el tamizado o el filtrado.

Mientras yo divagaba con Ibn Sina, mis mujeres recorrían los zocos acompañadas por Omero. El primer día organizaron un mediano alboroto con sus chilabas de colores, sus aromas y la belleza de sus rostros que no amenguaban los sutiles velos. Un alguacil les llamó la atención. Regresaron al mesón rojas de furia, bufando, taquicárdicas, y me organizaron un mediano escándalo.

—No soportamos más este país —dijo Susana—. Nos miran como a bichos extraños. ¿Tú has visto cómo van las mujeres? Bendita Córdoba… Hablo en nombre de todas cuando digo que queremos irnos.

—Trataré de arreglarlo —prometí. Conseguí del visir, por mediación de Avicena, que mis esposas y esclavas vistiesen como quisiesen, eso sí, con el pelo cubierto con hijab y leve velo facial. Al menos iban frescas. Para aminorar la expectación que despertaban, el dignatario les asignó una guardia personal. Recorrían las mezquitas, los baños y los parques rodeadas de alguaciles.

Llegó el día de la intervención de estruma. La paciente era una mujer delgada que había sido obesa. Su bocio era muy grande. La tuve nueve días con mi tratamiento, que logró disminuir algo el tumor. Tras dormir a la paciente con la esponja soporífera y con la técnica descrita en otra parte, logré una tumorectomía subtotal, dejando en los cuatro polos de la víscera un muñón de tejido. La enferma apenas se quejó y ello hizo enmudecer de asombro a los presentes en el quirófano: un grupo de médicos encabezados por Avicena y doce escogidos estudiantes, pues no cabían más. Me ayudó Carmen, pues me negué a efectuar la intervención si no era con mi equipo.

Tres mañanas duraron los seminarios que se organizaron para comentar la operación. Todo admiró de mi técnica: el material quirúrgico, mi habilidad de manos, la delicadeza de las de mi ayudante y, sobre todo, la efectividad de mi anestésico.

En la intervención que practicó Avicena, la extirpación de un gran tumor adiposo sobre un flanco, el paciente tampoco se quejó, pero al precio de estar tres días baldado en cama, vomitando y sin poder moverse. Y es que el bueno de Ibn Sina empleaba como anestésico pasta de adormidera disuelta en leche ingerida en ayunas, pues estaba vedada la ingestión de vino. En Bagdad estaban resignados a los tristes efectos colaterales de la pasta de opio, sin contar con la posible adición del paciente a la droga, y por ello vieron con alivio los espléndidos resultados de mi esponja. Por descontado que les dejé mi fórmula.

Avicena era casi más filósofo que médico. Seguía en su pensamiento a Aristóteles coma a coma. Hablamos una larga noche sobre el tema. Su libro de consulta, el que reposaba en la repisa a la cabecera de su lecho, era la Metafísica del pensador heleno. Confesó haberla leído más veces que el Corán. A pesar de ello me dijo que no la entendía del todo, pues el filósofo peripatético no expone el origen de las cosas como obra de un Creador bondadoso. Mi colega confundía la doctrina aristotélica con el pensamiento neoplatónico, las mezclaba. Para él, y para mí, la razón está por encima de todo. Mediante la razón, explicó, se nos llama a buscar la perfección. Distinguía entre la esencia abstracta y el ente concreto que no elige existir, pero que existe por la esencia. Confieso que a veces me perdía, pues la filosofía pura me duerme. El ente —dijo— está compuesto de una parte necesaria, Alá, que existe, y una parte de «lo posible», el resto de los seres, que sólo existen por una causa: la voluntad de Dios. Me sorprendió que negara la inmortalidad del alma como ente individual.

—Imagina —dijo al final, alboreando el día— a un hombre suspendido en el cosmos, en el aire, aislado, sin contacto con nada, sin notar siquiera su propio cuerpo. ¿Intuirá su propio ser?

Aquello me superaba. Los rasgos del joven sabio se afilaron y sus ojos me parecieron de repente los de un destartalado orate. Luego de la larga charla filosófica, sólo pensaba en Sacha y en la tibia calidez del lecho. Avicena esperaba expectante mi respuesta. Urdí una que no comprometía, que ni negaba ni afirmaba.

—Imagino… —repliqué muy serio. Cualquier otra respuesta nos habría llevado a tres horas más de reflexiones metafísicas.

En parte por la incomodidad de mis mujeres y también para evitar la fuerte canícula estival, adelantamos el regreso seis días. Me despedí de Ibn Sina con una opípara cena en el mesón. Desde luego estaban mis esposas y esclavas a cara descubierta. Había encargado al mesonero un buen cordero, que habían preparado al modo persa, con almendras, bien cargado de especias. Intentando resarcirme de la larga abstinencia de tres semanas, pedí también vino nuevo, un excelente caldo de color rubí y sabor arrutado. Entre el óptimo asado de cordero, el vino sirio al que hizo pocos ascos y mis mujeres, los ojos le hacían chiribitas al bueno de Avicena. Creo que aquella noche tomó la decisión de tomar estado, pues supe que antes del año de nuestra marcha se casó con una bella joven persa, de Qom.

Todos cogimos aire al salir de Bagdad. La ciudad mantenía su viejo esplendor y el estado de la ciencia era muy bueno, pero nos hallábamos como encorsetados, sin poder bostezar ni respirar a gusto. Encontramos lugar en una caravana que hacía idéntica ruta que nos trajo, pero a la inversa, y en casi un mes llegamos a Antioquía. Andreas nos esperaba a bordo de La Esperanza con ensalada griega, berenjenas al horno con queso del Peloponeso y vino de retsina. Once singladuras nos llevó cruzar el Mediterráneo de punta a punta. Las mismas que empleó Sacha en echar por la borda las bilis de un mareo que no era de la mar, que estuvo calma. Sólo se le aplacaba bebiendo ouzo, un licor anisado con el que brindábamos en cada amanecer. El último día del mes de julio de 1005 avistamos el alminar de la gran mezquita cordobesa.