La única forma de cruzar un desierto es integrando una caravana. Y una caravana es como un mundo de razas y familias diferentes. Hay un jefe que indica las paradas, rige los turnos y manda los horarios. Suele ser al tiempo el más experto conocedor del territorio, generalmente dueño de un buen rebaño de mulos y camellos. Sólo los mulos más aguerridos y los rumiantes de una o dos jorobas son capaces de afrontar con garantías el paso de un arenal de ciento veinte leguas. Componen la caravana tantos animales como solicitan los miembros que la integran. En la nuestra, muy larga, compuesta por doscientos camellos y setenta mulas, había mercaderes que llevaban doce y catorce bestias, al cabo que otros cargaban sólo una. Yo alquilé siete hermosos camellos, para ir cómodos. Cada uno colgaba de sus jorobas dos amplias cestas de mimbre, almohadilladas, una para una esposa y otra para su esclava, por parejas. Diré antes de seguir que la joroba del rumiante no contiene agua, como muchos suponen, sino grasa, y es la parte más preciada del animal, la más cara en las carnicerías. Omero iba solo en su camello, con cierta impedimenta en la otra parte para nivelar la carga, y la pequeña Sacha me acompañaba en el mío. Los otros dos transportaban los baúles y las tiendas. De cada acémila se ocupaba un camellero que iba a pie, casi siempre descalzo. El pie de un camellero del desierto es cosa aparte: imaginad un queso manchego rancio, ponedlo al sol seis días, pintadlo con betún y el resultado se aproximará algo. El olor que despide de sí casi alimenta: insufrible al principio, te marea y te atonta. Pero terminas por acostumbrarte. Incluso lo echas de menos cuando llegas a la quietud silente de la jaima. La carga más preciosa de la caravana era la mía: deliciosas mujeres. Eran raras de ver. Lo más normal en cuanto a cargamento era el aceite. Se veían también cargamentos de sal, vino, licores, telas de lino, piedras de ámbar y armas, especialmente espadas y alfanjes de buen acero toledano o germánico.

Tres días de camino nos llevó llegar a Alepo, una vieja población con una interesante ciudadela y bellas mezquitas entre palmerales y jardines floridos. Las jornadas eran todas iguales: nos levantábamos al alba, desayunábamos leche y miel untada en bizcocho seco, cabalgábamos cuatro horas a lomos de camello antes de parar a descansar y comer tasajo de carne y fruta, reanudábamos la marcha otras cuatro horas antes de hallar un lugar, normalmente prefijado, donde hubiese agua. Allí cada cual levantaba su tienda, cenaba, se entregaba al sueño y vuelta a empezar. Nosotros alzábamos tres jaimas, una, pequeña, para Omero, otra para las cuatro esclavas y la tercera, grande y espaciosa, para mí y mis esposas. Era curioso ver caminar a los neófitos tras cuatro horas de cabalgada a lomos de camello: corcovados, renqueantes, semejábamos monos o extraños seres contrahechos.

De Alepo a Palmira invertimos seis días. El camino era bueno, trillado por miles de caravanas a lo largo de los siglos, pues aquella era la Ruta de la Seda, la que traía del Lejano Oriente y de la India los mejores satenes y brocados, las ataujías más finas. Nos cruzamos muchas veces, casi a diario, con caravanas que venían de la otra dirección, cargadas con especias, sedas y alfombras afganas y persas. Durante las interminables cabalgadas hablaba mucho con Sacha, en la otra parte del camello, separada de mí por la sima que mediaba entre ambas jorobas del animal. Era una muchacha entrañable, muy bella, con el pelo negro-azul, la piel caramelo tostado, formas proporcionadas, largas pestañas y ojos pardos, que se había cultivado por influjo de su ama y cuya pasión primera era aprender.

—Naciste en Marrakech…

—Sí, amo.

—¿Cómo llegaste a la península?

—Como tantos. Mis padres y hermanos se morían de hambre en nuestro humilde aduar y hubimos de emigrar a Al-Ándalus. Cuando crucé el estrecho era una niña de cuatro años.

—¿Fuiste directamente a Córdoba?

—No, hakim. Vivimos en Sevilla algún tiempo. Luego, una tía de mi padre tiró de nosotros y nos alojamos en el arrabal. Éramos tan pobres que vivíamos todos en el zaguán de su vivienda.

—Refréscame la memoria: no recuerdo cómo viniste a parar a mi casa. Yo no te compré…

—Para mi fortuna, me compró tu madre, Zulema, que Alá tenga en el paraíso de los creyentes. Tenía yo diez años cuando alguien le habló de mí. Creo que conocía a mi tía, que era mercera en un puesto del zoco. Ella me citaría y ello suscitó su atención.

—¿Era?

—Murió no ha mucho.

—Sigue.

—Una bendita mañana fue a mi casa y me vio. Yo, sin saber de qué iba, me esponjé igual que una pavilla real por abultar más y darme pisto.

—¿Sí? ¿Qué hiciste?

—Desde que la vi llegar me puse la chilaba de fiesta, me pinté los ojos y coloreé mis mejillas con polvo de coral. Debió de funcionar, pues le gusté.

—¿Qué pasó?

—Tu señora madre era una verdadera dama. Cuando me llamó y estuve ante ella no pude articular palabra. Mi madre contestaba por mí a sus preguntas.

—¿Qué preguntas?

—Que si estaba sana, que si había comenzado a reglar, que si mi dentadura era perfecta, que si comía bien y funcionaban bien mis cosas.

—¿A qué te refieres?

—No me avergüences, amo…

—No quisiera. Di.

—Quiso verme por abajo, y fui con ella y con mi tía adentro. Comprobó que no tenía flujos y que estaba tan entera como al salir del vientre de mi madre. Me olió la boca para saber si existía pestilencia. Por fin me desnudó y examinó mi cuerpo de casi once años. Lo cierto es que ya me apuntaban las bayas en los senos y una sutil pelusa adornaba mi empeine. A mí me chocó todo aquello. No entendía qué pasaba ni a qué venía tanto examen y peculiar pesquisa.

—Trataba de saber cómo eras para comprarte y no llevar gato por liebre.

—Exacto. Lo supe cuando, al terminar, pasó con mi tía a la habitación donde estaban mis padres. Yo me hice la tonta, pero pegué el oído al delgado tabique hecho de cañas. Intuía que allí dentro se estaba dilucidando mi futuro.

—¿Qué es lo que oíste?

—«Sabréis que mi hijo Abulcasis, el hakim, va a tomar cuarta esposa», dijo Zulema. «Sí, ama», dijeron a la vez mi tía y mis padres. «Me gusta Sacha», afirmó Zulema. «Si estáis de acuerdo la compraría para Jazmina, la inmediata esposa de mi hijo. Ella es tan buena como Abulcasis, si no más. Jamás habréis oído decir que traten mal a nadie en ese hogar, donde se alojaría. Allí se come bien y el trato es excelente. Hará muy buenas migas con las demás esclavas, pues he comprobado que Sacha es sencilla y parece dispuesta. Podríais visitarla una vez en semana y ella salir a veros cuando proceda». «La verdad es que sé por mi hermana que es cierto todo lo que nos cuentas, ama», dijo mi padre. «Tristemente necesito el dinero. ¿Cuánto me pagarías por ella? Ya sabes que está sana, es alegre, viene entera y nunca fue tocada». «¿Cuánto pides?», contraatacó Zulema. «No lo sé…», dudó mi padre, temeroso de equivocarse. «Fío en ti, ama». «¿Te parecen bien quince monedas de oro?». Vi a mi padre palidecer a través de una hendidura entre las cañas. Era mucho más de lo que había soñado, como supe más tarde. Él ni siquiera pensaba pedir oro: se conformaba con diez monedas de plata.

—Zulema era generosa —dije cavilando, envuelto en el vaivén de la montura, mirando la inacabable extensión de arena. Pensaba en lo barato que puede llegar a ser un ser humano. No hay dineros en oro para pagar por una mujer, y menos como Sacha, pero guardé silencio.

—Yo misma estaba sorprendida —siguió ella—. Jamás había visto una moneda de oro. Sabía que por ellas te daban seis de plata. ¡Noventa dinares de plata por mí! ¡Por un pequeño saco de piel y huesos!

La miré. Se agitaba al ritmo bamboleante del camello. Era un movimiento imposible, deforme, al que terminas amoldándote. Sus ojos brillaban en la sombra del parasol que nos protegía de los despiadados rayos solares. ¡Y era sólo abril! Aquel saco de huesos se había convertido en una adorable mujer y su piel rellenado de formas excitantes. Y era mía…

—Excusado es decir que mi padre, tras tragar saliva, se apresuró a decir: «Me parece bien, ama. Dispón desde este momento de mi hija. Es tuya». «Traje el dinero…», dijo Zulema. Y, sin más palabras —continuó Sacha—, sacó del pecho una bolsa de cordobán verde, depositó el oro sobre el sucio mantel y contó las monedas. Habló mi padre a su mujer. «Di a la niña que se ponga la chilaba de fiesta y que venga». No les di tiempo. Estaba tan contenta que surgí por la puerta compuesta como para una boda, sonriente. «Calma», dijo Zulema. «Traigo también este pliego que deberéis firmar y que refrendará el muftí que espera fuera. ¿Sabéis leer?». «No, ama», admitieron mis padres al tiempo. «Os lo leeré», dijo tu madre. «Pero antes diré al muftí que pase para que dé fe». «Haz como gustes, ama», dijo mi padre. El juez, que Zulema previsora había traído y esperaba en la puerta, pasó y ante él leyó: «Por la presente carta de pago admito haber recibido del hakim Abulcasis quince dinares de oro cordobés como abono por la compra de mi hija Sacha, de diez años de edad. Firmado, Ahmed y Zaina». Mis padres hicieron un garabato que refrendó el muftí. «Me llevaría a Sacha ahora», propuso Zulema. «Quiero que la preparen para su ama pues la boda es el sábado. Es decir, si ella está de acuerdo. En otro caso puedo volver mañana…». Me adelanté. Estaba harta de compartir el pequeño tabuco con mis ocho hermanos y hermanas y con mis padres. Cansada de pasar hambre. Hasta el moño de sufrir malos olores, suciedad, calor en los tórridos veranos, frío en los inviernos heladores, incomodidad y desasosiego todo el año. «Me voy contigo, ama Zulema», dije. «Recoge tus cosas», me ordenó mi madre, que no mostraba pena. «No será necesario», aseguró la tuya. «Nos ocuparemos de Sacha como está, sin equipaje. No le faltará nada». Partimos. Nada más salir se sumó a nosotras Omero, que esperaba en el figón de enfrente. Me azaró su presencia, pero me tranquilicé al ver que besaba la mano de Zulema y se adelantaba despejando el camino de mirones y curiosos. Me impresionó tu casa, hakim; nunca había visto nada más bonito ni pensaba que pudiese existir. Zulema se quedó corta. El trato fue tal que no me lo creía y lloré de felicidad toda la noche. Se ocupó de mí María, la esclava cristiana de tu tercera esposa. Jamás me había bañado con agua caliente. Me metió en la tina grande de las siervas, la de cinc, me enjabonó con sales de limón y dé sándalo, me vistió con túnica de hilo, nueva, y me dio de comer cosas deliciosas que no conocía ni de nombre: manjar blanco, mirrauste, conejo en adobo, miel sobre hojuelas, pastelillos de hojaldre, palominos duendos…

—Lo recuerdo entre brumas —dije—. Veo a una muchachita muy bella deslizarse como una sílfide por el patio, descalza para no armar rumor, con una cofia azul y una ajorca de cobre en un tobillo.

—Ésa era yo…

—Rememoro que, atareado en los planes de boda y con mi larga relación de pacientes, no reparé en ti.

—Al principio me diste miedo: tan serio, todo un rico hakim dueño de tres mujeres y pronto de una cuarta. Pero pronto empecé a amarte.

—Nunca me lo dijiste…

—Mientes, amo. O tal vez no lo recuerdes.

—Aviva mi memoria —le pedí, virándome levemente a la izquierda para verla mejor.

—Mis dos primeros años en tu casa fueron de gran felicidad. Ser esclava en tu hogar es mejor que ser ama en la casa del mejor especiero del zoco. Mi misión era tener bella y dispuesta para ti a Jazmina, mi señora, a la que adoraba, limpiar la estancia conyugal, lavar sus ropajes y los tuyos y cumplir sus órdenes. Jazmina era tan buena, Alá la tenga en su seno, que jamás me alzó la voz. Si me mandaba algo, enrojecía de pudor. Era mi amiga más que mi ama. Me enseñó a leer y a escribir en aljamía, aritmética y nociones filosóficas. Me prestaba los libros que leía, gruesos volúmenes que tú le alcanzabas de la biblioteca, y permitía que leyese para ella en las largas veladas, mientras esperaba tu regreso de la aljama o de ver a tus muchos pacientes. Al cumplir doce años, cuando vino mi menstruación, hizo de madre para mí. Me explicó lo que significaba aquella sangre y me tranquilizó, pues yo pensaba que iba a morir. Hice algo malo…

—¿A qué te refieres?

—Os espiaba…

—¿Cuándo? ¿Dónde?

—Recuerda, amo, que dormía en la esterilla de la entrada de vuestra cámara, por si se requerían mis servicios durante la noche. Algunas veces lo hacía en tu lecho hasta que tú llegaras o si dormías con tus otras esclavas y mujeres. Era así porque Jazmina tenía miedo en ocasiones y gustaba de sentirme cerca, me decía, para notar mi calor. Yo disfrutaba sobre todo al saber que descansaba en el mismo lugar que tu cuerpo…

—No te andes por las ramas. Habla de tu espionaje.

—Más de una vez, curiosa y silente, penetré en la habitación mientras hacíais el amor.

—Eso no debe hacerse. ¿Contemplaste mi desnudez?

—Sí, amo, pero fue en la negrura espesa. Sabía que hacía mal, pero deseaba saber qué es lo que ocurre cuando un hombre y una mujer se aman.

—¿Y qué viste?

—Sólo sombras a la incierta luz lunar. Pero escuché vuestros quejidos de placer.

Charlas de este jaez tuvimos varias en el largo trayecto hasta Palmira. Hablábamos también de temas cultos y de dudas que me planteaba sobre asuntos médicos, pero mi interés se centraba en lo lúbrico, en sus recuerdos que, de manera sensible, me alteraban y excitaban la libido.

—Hasta ahora me has dado dos hijos, Sacha —dije una tarde bajo el lento vaivén de la montura.

—De cinco embarazos, amo. Nunca fui más infeliz que cuando se malogró alguno de los frutos de nuestro amor, pues para mí fue amor.

—¿Recuerdas la primera vez que te amé? —pregunté.

—Como si lo viviese en este instante, hakim. Fue en el segundo embarazo de Jazmina. Yo tenía trece años. Viniste a mí una noche de julio, desnudo, me alzaste de la esterilla y me llevaste al gineceo en brazos. Allí, en el diván en el que nos sentamos las esclavas, me tomaste y me hiciste mujer. Nunca olvidaré que manchamos de sangre la otomana. Tú reías al ver mi cara descompuesta del terror.

—¿Te hice daño?

—Deseaba tanto ser poseída por ti que no me di ni cuenta. Me entregué con tanta fuerza y me amaste de manera tan sabia que sentí placer a la primera.

—Fue hace quince años. Eran otros tiempos… para mí. ¿Chillaste?

—Sí, y me maldije por ello. Seguramente me oiría alguien. Tú también berreaste como un gamo. Y debiste de disfrutar, pues me buscaste noche tras noche hasta la cuarentena de Jazmina, tras dar a luz. Enseguida me dejaste encinta.

—¿Cuándo te tomé por última vez? Ya no me acuerdo…

—Fue en la última Fiesta del Cordero.

—¿Qué dirías si fuese a visitarte? —dije, tomándole una mano.

—Me harías feliz. ¿Cuándo sería, mi amo?

—Cuanto antes… siempre que estés dispuesta.

—Me hallo limpia.

—Será esta noche, pues. Prepárate y espérame en la jaima cuando el vigía cante la medianoche.