Visto que no podía estudiar a los vivos traté de hacerlo con los muertos. En consecuencia, una mañana, acompañado por Carmen, me dirigí al barrio de los embalsamadores. El arte de conservar cadáveres era antiguo en Egipto, remontándose a las primeras dinastías, hace cuatro milenios. Los árabes habían tratado de prohibirlo, pero hubieron de plegar velas ante los alborotos que se organizaron. Sobre todo en Alejandría el escándalo llegó al extremo: la gente se negó a trabajar, con lo que, ante la amenaza del hambre inminente, las autoridades primero califales y luego fatimíes hubieron de ceder. Hacia el oeste, junto a la aldea de Rhakotis, casi a la orilla del lago Mareotis, se encontraba el distrito en el que cientos de artesanos trabajaban con los cuerpos de los fallecidos de ambos sexos, incluso niños. Lo hacían a plena luz del día, en medio de la calle, sobre mostradores de tablas, lo mismo que en un zoco. Lo único que diferenciaba aquello de un mercado era el silencio. Y el aroma: un olor entre dulzón y agrio provocado por una mezcla de descomposición de la materia, especias orientales y perfumes del delta. El color también era distinto: verde de las largas túnicas de los operarios, negro de sus sandalias y cinturones y amarillo de la fuerte claridad solar y de la tierra, similar a nuestro albero sevillano. Los embalsamadores iban rapados por completo: en sus atezados cuerpos no se encontraba ni una brizna de cabello ni en las cejas. Sus cráneos mondos reflejaban la luz, favorecida también por el sudor que los cubría a cualquier hora. Supe que algunos eran médicos, pero la mayoría no pasaba de simple barbero o taumaturgo.
Frente a cada taller había una piscina en la que flotaban los cuerpos de los fallecidos, dispuestos ya para macerarse. Contenían un líquido especial que no pude identificar y sobre cuya composición no me atreví a inquirir. Antes de pasar a los estanques eran trabajados de manera ritual: abrían los cadáveres por el abdomen y el tórax, los vaciaban de sus vísceras, que guardaban en urnas cinerarias numeradas para evitar confusiones, seccionaban sus venas yugulares y los colgaban de los talones con un gancho, lo mismo que una res. Inmersos en una mezcla de confusión, asombro y pánico contemplamos la larga hilera de cuerpos abiertos en canal, pálidos por lo exangüe, colgados por los pies como sacrificados por un tirano cruel. Al quedar completamente desangrados los depositaban en las piscinas durante ocho días. La apertura del cráneo era distinta. Accedían a la cavidad cefálica introduciendo un trépano por los orificios nasales, sin dañar la cubierta ósea. Ya dentro, convertían el cerebro en una pulpa que extraían aspirando con una cánula de caña de bambú. Macerados los cuerpos, las pieles adquirían calidad marmórea, blanco mate, con independencia de la raza. Eran como los cueros teñidos en una tenería: todos azules, rojos o amarillos, sin traer cuenta de que fuesen de vaca, carnero u oveja. Vaciados los cadáveres, los rellenaban con estopa de lino empapada en bálsamos distintos con arreglo al precio estipulado. Un técnico entrenado se ocupaba de rellenar los cráneos mediante un estilete. Se utilizaban aromas de mirra, narciso y nardo, los más caros. Los más pobres se conformaban con jazmín y rosa, pero eran pocos: ante la muerte había quien malvendía su casa para que sus finados viajasen cómodos y aromados hasta la eternidad. La última fase del embalsamamiento era la inyección en las venas de conservantes especiales cuyos ingredientes eran varios y ocultos. Por fin se amortajaba el cuerpo con tela nueva, encerada, cubriéndose con sucesivas capas antes de entregarlo a los deudos —junto con la urna visceral— para que se ocupasen de su inhumación en féretros no al modo islamita, abiertos, sino cubiertos por una tapa hermética.
Las operaciones referidas se hacían a la vista del público en medio de la indiferencia general. Para alguien no avisado, lo único que diferenciaba la labor del embalsamador de la de un carnicero del zoco era el gemido de las plañideras. Éstas, curiosamente, no emitían sus llantos y alaridos al llegar el cadáver para embalsamarlo, sino al retirarlo nueve o diez días después.
Al terminar el recorrido invité a Carmen a una raja de sandía en un puesto cercano que contenía una muestra de la riqueza hortícola del delta; su escaparate era una maravilla de frutas de distintos colores y verduras de mil clases. Tras el macabro espectáculo, fue un placer hundir las bocas en la pulpa crujiente sin cuidarnos de manchar la chilaba. La pechera de la mía era un poema en rojo y la de Carmen, más recatada, el renglón de un soneto sangriento.
—¿Qué te ha parecido? —pregunté.
—Impresionante. Sobre todo la forma de taladrar el cráneo.
—¿Tú crees en la otra vida?
—Desde luego. Pero en mi religión no hace falta ninguna clase de bagaje para presentarse ante el Señor. En las manos va nuestro viático: las pocas o muchas buenas obras que hayamos hecho.
—Me gusta —dije—. ¿No os esperan en vuestro cielo náyades, danzarinas o huríes?
—Nuestra recompensa será ver el rostro de Dios. Lo veremos más lejano o próximo con arreglo a los merecimientos.
Me la quedé mirando. No había envejecido. A sus cuarenta y ocho años seguía igual que siempre, con mayores ansias de aprender. Aquella tarde estaba especialmente apetecible. Tras su velo azulado se dibujaban puras las líneas de su rostro sin apenas arrugas, mostraba la punta de los pies y, sobre la chilaba, en esbozo, el perfil de su cuerpo que amaba y conocía muy bien. Sonreía con los ojos. Sentí el aguijón del deseo estimulándome.
—Yo no sé en lo que creo —admití—. Tal vez exista un paraíso con o sin huríes. En cualquier caso lo adelantaré con tu permiso. ¿Eres o no mi amada?
—Lo soy. Sabes que eres mi único señor.
—Regresemos pues a La Esperanza.
La penúltima jornada la dedicamos a visitar las ruinas de Canope, la población suburbial de Alejandría ordenada levantar por Ptolomeo I en el delta del Nilo, justo en el vértice de su brazo izquierdo llamado por ello canópico. Queríamos ver el templo de Serapis, la divinidad alejandrina, deteriorado pero aún en pie, y los restos de la Canopus romana, la que fuera villa de recreo del emperador Adriano, el italicense, y lugar de descanso de Séneca, preceptor de Nerón y paisano nuestro, pues era cordobés. Canope recibía su nombre —dicen que por sugerencia de Berenice— de la estrella principal de la constelación de los argonautas, la más brillante del firmamento después de Sirius. Rodeada de marismas y charcas cenagosas, su acceso era difícil, por lo que nos procuramos un guía, un típico habitante del delta de nombre Alí. Podía llegarse a las ruinas por mar en chalanas de quilla plana, pero era peligroso por los traidores médanos, que habían hecho naufragar a más de una embarcación. Después de una travesía combinada por carromato —que quedó atrás, esperándonos— y una barca que navegó un canal estrecho orillado de juncos y habitado de ánades de colores, desembarcamos en un antiguo y desolado malecón. El vendaval acamaba los juncos y levantaba espumas turbias que asustaban a los patos pequeños y a Sacha, que odiaba el frío y el viento. La esclava hizo todo el viaje acurrucada en el fondo de la nave, a mis pies. Nos explicó el joven guía, más pendiente de mis mujeres que de la ruta, que de aquellos juncos se tejían excelentes sombreros, livianos y muy apreciados para defenderse del sol en los mercados griegos e italianos.
Ya en tierra, nos internamos de la mano del cicerone entre piedras y murallones derruidos hasta el templo de Serapis, del que permanecían en pie sus columnas jónicas, las cuatro paredes y parte del techo abovedado. El atrio y la cella se encontraban bien conservados, destacando la belleza reverberante al sol de sus fustes de mármol. Nos habló el guía del dios alejandrino de la medicina, aunque creo que sabía yo de Serapis más que él. Al lado del templo se veían los restos de las casas de adobe de las rameras que, en gran número, ejercían su oficio entre los peregrinos, casi todos enfermos o desahuciados, quienes pasaban por los prostíbulos antes o después de venerar al dios.
—Entonces, Canope era una mezcla de balneario médico y estación de placer —observó Carmen.
—En cierto modo —respondió Alí en un árabe que no entendíamos bien—. La curación se impetraba del dios colocando en el atrio del templo un remedo en cera del órgano que se pretendía sanar: una mano, un pie, un ojo, un corazón, etcétera. Después era tiempo de gozo venusino para los que podían.
—Sé que a las puertas del Serapeion ejercían una legión de médicos y curanderos para aquellos que no curase el dios —dije.
—Cierto —corroboró el guía—. Y todos se ganaban bien la vida.
—Prueba evidente de que cura más la ciencia que la magia —intervino Susana.
Hubo un silencio que nos hermanaba a todos en el amor a Hipócrates.
—Los desgraciados que fallecían en Canopus podían ser embalsamados, como en Alejandría, pero pagando un sobreprecio —dijo Alí.
—Lo harían sus deudos —apostilló Jezabel.
—Se entiende —contestó Alí, levemente amostazado. Continuamos a una explanada de piedra con restos de mosaico desde la que se divisaba una bella panorámica del río y, al fondo, el albo caserío de Roseta, en la otra orilla.
—Ésta es la gran plaza que ordenó edificar Adriano, el emperador —señaló Alí—. Se hallaba rodeada de construcciones varias: cenadores, merenderos, mesones y casas de ludibrio. Según Flavio Josefo, el historiador romano, aquí danzaban bailarines de ambos sexos, desnudos, al son de pífanos, tambores y deliciosas músicas.
—Séneca afirma —intervine— que era obligatorio que toda mujer ofreciese su cuerpo al que cortésmente lo solicitase.
—Así es —confirmó Alí—. Copulaban a veces en medio de la vía pública, sin distinción de sexos: hombres con hombres, mujeres con mujeres y por parejas heterólogas que después se intercambiaban al albur.
—No me extraña que trabajasen tanto los galenos —dijo Carmen con gesto contrariado—. La promiscuidad sexual da placer pero trae muchas pestes.
Caminamos unos pasos hacia el mar azul, que casi se tocaba. Las olas se estrellaban contra los rompientes deshaciéndose en una confusión de espumas y burbujas. El índigo marino y el del cielo se confundían en el horizonte. Un montón de piedras y de lajas de mármol, entre hierbajos, servía de refugio a sabandijas y lagartos.
—Éstos son los restos del Casino de Adriano —dijo Alí frente a un desvencijado murallón quebrado en adarajas.
—Aquí se solazaría el emperador con sus amantes Lucio y Antínoo —dijo Susana.
Las demás mujeres la miraron. También Alí parecía sorprendido por tamaña sapiencia en una hembra.
—Cuéntanos de Adriano —me pidieron al tiempo Jezabel y Carmen.
—Creo que Susana, y tal vez Alí, sepan más que yo del italicense —dije.
—Yo no sé mucho —aseguró el guía—: Que era emperador, que estuvo aquí varias veces y que vio morir a su efebo dilecto.
—Adriano nació en Itálica, muy cerca de Sevilla —sostuvo Susana—. Fue adoptado por Trajano, a quien sucedió en el trono imperial. Casó con Vibia Sabina, quien le aportó como bien dotal esta parte de África. A pesar de ello, al ser ambiguo o claramente homosexual, despreciaba a su esposa. Se enamoró de Antínoo en Atenas, durante uno de sus muchos viajes al Ática. Dicen que el efebo, de quince años cuando lo conoció, era de una belleza poco común.
—No entiendo qué puede hallar un hombre en otro hombre —dijo Jezabel.
—Ni se puede entender a no ser que ande por medio una dislocación quizá de nacimiento —dije—. En cualquier caso, no podemos juzgar. Si un hombre renuncia a la mujer, un ser tan bello y adorable, y no hay por medio depravación ni intereses bastardos, será por una causa poderosa. Yo vi un busto de Antínoo en Atenas y, con la frialdad que presta el mármol, atestiguo que era de una hermosura deslumbrante.
—Adriano ya andaba entonces en amores con Lucio, uno de sus colaboradores más cercanos, y trajo a Canope a ambos amantes —continuó Susana—. Algo ocurrió aquí que llevó a Antínoo al suicidio.
—¿Qué fue? —interrogó Sacha con los ojos muy abiertos.
—Lo ignoro —respondió Susana—. Quizá Alí pueda decirnos algo.
—Dicen que se quitó la vida una noche de invierno, en medio de la lluvia —dijo el guía—. Los amantes habían bebido vino y licores hasta la madrugada. Hubo un relámpago que el emperador tomó como infeliz augurio, y ordenó llamar a una vieja hechicera famosa en la ciudad. Se presentó la bruja, desgreñada del viento y del diluvio. Se trataba de saber quién de los dos, Lucio o Antínoo, amaba más al cesar. Lucio, borracho, se retiró a su cámara.
—¿Qué edad tendrían entonces los amantes? —preguntó Jezabel.
—Adriano debía contar sesenta años, pues murió con sesenta y dos, Lucio, que era casado, unos cuarenta, y Antínoo tal vez veinticinco —dijo Susana.
—Dudo mucho que un joven de esa edad pueda amar a un hombre tan mayor —observó Jezabel.
Yo callaba. Me sentía ese hombre tan mayor. Jezabel se dio cuenta de su desliz y se ruborizó. Mejor es no nombrar la soga en casa del ahorcado, debió pensar.
—Nunca podrá saberse. En cualquier caso, Antínoo era dueño de un halcón leonado que llevaba con él a todas partes —afirmó Susana.
—Cierto —dijo Alí—. Parece que la bruja exigió su sacrificio para poder leer sus vaticinios en los coágulos de sangre mezclados con el agua del Nilo. El joven palideció, pero consintió por no defraudar a su poderoso protector. El animal fue degollado y en su sangre la nigromante vio que el amor de Lucio por Adriano era mayor que el de Antínoo. A pesar de ello, amo y criado fueron juntos al lecho. Posiblemente no hubo amor, pues, ebrios, aseveran que apenas se mantenían en pie. Al amanecer una esclava descubrió el cuerpo sin vida de Antínoo dentro de una bañera tinta en rojo. Se había abierto las venas.
—Yo escuché en Atenas otra versión de la muerte de Antínoo —intervine—. Me aseguraron allí que el mozo andaba enamorado de una doncella de la isla de Claudiópolis, a la orilla del Ponto Euxino, la patria de ambos. Habiendo sido despreciado por ella dada su ambigüedad e incapaz de desligarse del emperador, anciano y caprichoso, prefirió la muerte a aquella esclavitud.
A partir de Alejandría fue agradable cruzar con La Esperanza frente al delta, travesía que hicimos costeando. La ribera era arenosa, en forma de suave seno convexo, muy poblada de palmas, palmeras datileras y maleza. Surgía de ella el clamor de miles de aves: avutardas, cigüeñas, garzas, pollas de agua, pelícanos, petreles, espátulas y otras mil clases. Al cruzar frente a la desembocadura del brazo derecho del Nilo sus aguas se enturbiaron hasta hacerse casi negras, del limo que arrastraban. Apuntaba abril y el aire era ya cálido. En el cielo sin nubes lucía un sol egipcio: grande, rotundo y amarillo.
Pregunté a Andreas sobre el mejor modo de, tras visitar Jerusalén, llegar a Bagdad. Yo tenía la idea de ir recto, a través del desierto sirio, pero me la quitó de la cabeza.
—La mejor época para cruzar el desierto es el invierno —aseguró—. Ahora ya es tarde, pues se inicia el calor. Se precisan veinte días, quince si se va ligero. Si, como imagino, haces el viaje solo, las mujeres quedarían a bordo bajo mi cuidado.
—¿Estás loco? No pienso dejar atrás a mis mujeres.
—Pues entonces te aconsejo hacer el viaje por el norte. Es un poco más largo, pero se agradece, pues se reduce mucho la extensión del arenal a recorrer y es más fresco.
—¿Qué ruta me aconsejas?
—Partiendo de Antioquía, Alepo, Palmira, Bardasa y, siguiendo el curso del Éufrates, Bagdad. Hay muchas caravanas que llevan esa ruta camino de Teherán y más allá, la India y China.
—¿Cuánto tiempo lleva el camino del norte?
—Yendo con mujeres, veinticinco días.
—Si, como pienso, permanecemos un mes en Bagdad, en tres meses aproximadamente estaríamos de vuelta en Antioquía. Tú y La Esperanza me esperaréis allí.
—Como mandes, señor, que para eso me pagas —dijo Andreas—. Por primera vez en mi vida vacaré igual que un potentado. Me tumbaré al sol a tu salud o iré al Pireo a hacer ciertas gestiones.
—Prefiero que permanezcas en Antioquía. La nave podría sufrir una avería o a ti enredarte una de tus paisanas griegas. Dormiré más tranquilo sabiendo que me esperas en el lugar donde me dejes. Ya encontrarás solaz entre las hembras antioqueñas.
Quedó acordado así. En dos singladuras desembarcamos en Ashdod, un abrigo pesquero palestino desde el que llegamos a Jerusalén al día siguiente. Hicimos el viaje en dos amplias calesas. En una íbamos mis esposas y yo y en la otra las cuatro esclavas, Omero y el equipaje. Tras hallar acomodo en el mejor mesón de la ciudad hicimos por ella un breve recorrido que trataba de colmar las ilusiones religiosas de mis tres esposas. Por orden de antigüedad matrimonial, visitamos primero los restos del templo de Salomón: un alto murallón de grandes piedras al fondo de una explanada inhóspita. Nos sumamos los nueve al coro de israelitas que golpeaban su frente —suavemente— contra la dura piedra rezando y pidiendo a Jehová que les restituyese el templo y la ciudad perdida. Algunos nos contemplaban incrédulos, pues vestíamos ropas morunas. De allí fuimos a la iglesia del Santo Sepulcro, que yo ya conocía. Tras pagar el modesto canon a la familia musulmana que controlaba la entrada —por extraño privilegio de los frailes ortodoxos que la mantienen—, oramos los nueve ante las ranuras en la piedra, engastadas en plata, donde se hincó la cruz del galileo. Carmen y su esclava Nuria vertieron abundantes lágrimas —no por sus pecados, desde luego—, que nos contagiaron, y salimos de allí hipando y lacrimosos, con la mirada roja. Un coro de cristianos salmodiando sus cánticos nos observó con cara de estupor: nueve islamitas en chilaba y pantuflas postrados ante el ara del sacrificio de su profeta. La última estación, la más sencilla, fue la visita a la mezquita de Omar. Allí, las mujeres por su lado y los hombres por el nuestro, nos reclinamos de cara a La Meca para pedir a Alá por un feliz viaje.
Por complacer a Carmen y Nuria, hicimos el regreso a la nave pasando por la cercana Belén. En una pequeña ermita, en el lugar donde nació de María el Salvador de los cristianos, nos recogimos todos en silencio para orar seguramente al mismo Dios. Un pope ortodoxo contempló sin creérselo aquella tropa islámica repentinamente conversa al cristianismo. Andreas nos esperaba en La Esperanza con un cordero asado al modo griego regado con vino de su tierra. Dos días de navegación hubimos antes de desembarcar en Antioquía. Allí me ocupé de encontrar una caravana que saliese cuanto antes en dirección a Oriente. El 9 de abril del año 1005 de la era cristiana partimos a Bagdad.