Con el nuevo milenio cristiano, Al-Mansur retornó a las andadas. Lo suyo era la guerra, y yo imploraba por su reanudación, pues una aceifa era para mí sinónimo de paz, al tener al déspota muy lejos.
En 1002, enfermo y achacoso, inició, Alá y su profeta sean loados, la que sería su última batalla. Subió a Toledo, donde recibió la babosa sumisión del emir, y siguió a Guadalajara y Sigüenza. Supo en La Almunia que el conde castellano, el rey Alfonso V de León y Sancho de Navarra, su suegro, lo esperaban bien pertrechados en las cercanías de Soria. Entiendo el caso del rey Sancho: yo habría estrangulado con mis manos a quien tratase a mi hija como aquel rufián. Dicen que el facineroso castigaba a Blanca, su esposa, de palabra y de obra. Que la obligaba, de rodillas, a presenciar cómo fornicaba con cualquier barragana. A mediados de julio se encontraron los dos ejércitos en Calatañazor, una pequeña aldea no muy lejana a Osma. Los cristianos habían congregado a cuatro mil guerreros por una cifra pareja de los nuestros. La contienda quedó sin decidirse, con medianas perdidas por ambas partes y una herida de espada, tangencial, que afectó un hombro de Almanzor. Me contó el cirujano que lo intervino que se trataba de un corte intrascendente, pues la cota de malla impidió que el acero penetrase profundo. Tan es así, que lo arregló con varios puntos de sutura y el guerrero prosiguió camino de Canales, en La Rioja, donde hizo de las suyas: ordenó empalar al cura párroco tras dejar que lo violaran sus alféreces. Lo de que Almanzor se dejó morir de hambre tras la derrota de Calatañazor es una patraña de las muchas que cristianos y moros cuentan de las batallas fronterizas. Para empezar, allí no hubo victoria ni derrota. Y, en segundo lugar, la inapetencia del temible guerrero era debida al mal que lo minaba: la peste blanca. A las tres semanas de aquella refriega sintió un súbito desfallecimiento y, viendo que llegaba la muerte, pidió ser trasladado lo más rápido posible a Córdoba, pues reclamaba mis servicios. Tuvo tiempo al menos de pasar la frontera y entrar en tierra mora. En la ciudad de Medinaceli, a los sesenta y cuatro años de su edad, entregó el alma.
Conozco el final de Al-Mansur de primera mano por el testimonio de Eleazar Ibn Abdulah, el cirujano que le asigné y que había sido mi ayudante de mano muchos años. Cerca de San Millán, lo afectaron la fiebre y los escalofríos. Eleazar, desbordado, pues no encontró abscesos ni apostemas que explicasen la fiebre, recabó el auxilio de un físico hebreo famoso en la zona, en la cercana Logroño. Éste descubrió los chancros venéreos —los tenía hasta en la boca— y diagnosticó mal de mujer en avanzado estado. El cuadro febril y estuporoso lo achacó con buen criterio a la afección que Galeno denominaba lúes. En la fase final de la enfermedad, el médico romano describió la presencia de tumores cefálicos y viscerales que ocasionaban la desorientación, la locura y los fuertes dolores que acompañaron al feroz luchador en su vejez anticipada. Ello no es eximente, pero la demencia que le llevaba a cometer los actos más crueles y terribles tendría quizá etiología luética. Al final pagó por sus pecados con una muerte infame. Su agonía fue espantosa: dolores terroríficos lo hacían blasfemar de Alá y de su profeta, me llamaba a gritos para que lo calmase con mi esponja y lo rodeaba un hedor insufrible. De repente se le abrieron al tiempo diez o doce bubones, manantiales de pus que convirtieron su cuerpo en un pudridero de cadáveres. Para acabar cuanto antes, trató de suicidarse con la daga, pero se la quitaron de las manos. Reconozco una vez más que era valiente. En medio de incesantes alaridos, tardó tres días con sus noches en bajar a la tumba. Más de uno de los ajusticiados o torturados en su larga vida se conmovería de placer en la suya.
El cuerpo sin vida de Al-Mansur fue trasladado a Córdoba con más honores que el sultán de Damasco. No fue fácil. El bueno de Ibn Abdalah, a la vista del tufo insoportable que exhalaban sus restos, hubo de encerrarlos en un ataúd de plomo que selló y lacró. La entrada en el arrabal del cortejo que llevaba el cadáver del dictador omnímodo fue inenarrable. Durante doce días una marea de chilabas blancas, el color del luto en el califato, señoreó Córdoba y su suburbio.
Un muladí, seguramente despistado o borracho, que iba con un caftán azul, fue lapidado por la turba. Aquello era tan nauseabundo que opté por no salir de casa salvo al maristán. Pocas veces he rezado, pero aquella vez lo hice: di gracias al Señor de cualquier nombre por haber librado al mundo de aquella peste. Cuando pasó el duelo, se desató la lucha por el poder. Hixem II no contaba. Embrutecido, ebrio, ahogado en sus lascivias revenidas, sólo pensaba en que le dejaran solazarse a sus anchas en mil tipos de crápulas salaces. De un lado estaba la aristocracia árabe, que tenía un candidato, Muhammad, y de otro Abd al-Rahman Sanchuelo, el hijo de Almanzor y de Blanca de Navarra, apenas un muchacho. Se impuso Sanchuelo, pero fue una simple marioneta en las manos de Sobh. Quien seguía al frente de la trama y tomaba las decisiones en Al-Ándalus era la incombustible sultana. Las primeras noticias del vómito negro llegaron desde Cádiz en la primavera de 1003. Nos habíamos librado de Al-Mansur y ahora nos llegaba una calamidad mayor. Raro era el siglo en el que, desde la más remota antigüedad, no ocurrían dos o tres epidemias del terrible mal. Para mi fortuna, era la primera que sufría el califato desde que lo fundara Abderrahmán III. Los conocimientos que teníamos del morbo eran empíricos, como del resto de los azotes cíclicos. Hipócrates lo achacaba a disturbios en relación con la corrupción del aire, Galeno a la concentración humana, al hambre, la miseria y suciedad que solía conllevar, y Al-Razi a un desconocido transmisor que, por el aire, agua o el contacto íntimo entre aquel transmisor y el hombre, causaba el mal. Lo que sí teníamos claro los médicos cordobeses y se enseñaba en la aljama a los estudiantes es que la enfermedad era algo natural, nunca ocasionada por designios divinos o humanos en forma de maleficios de cualquier clase. Cuando el hombre inculto ignora el origen de un mal tiende a buscar culpables entre aquellos que se odian o detestan. Si se concentran miles de incultos se actúa contra los tarados o las minorías étnicas: los cristianos coptos en Alejandría, los islamitas en Nápoles y los judíos en todas partes. Afortunadamente, Córdoba no se encontraba en aquellos casos. Sus habitantes eran cientos de mi les, cierto, pero también eran cientos las medersas, escuelas cristianas y colegios hebreos.
Desde el principio se puso al frente de la lucha Ahmed Hallifi, el mejor discípulo de Ben Saprut, que también había sido uno de mis mejores alumnos. Mandó que se cerraran las puertas de la ciudad de Cádiz. Cuando supo que el mal se extendía a Sevilla y Carmona, ordenó interrumpir el tráfico de naves por el Guadalquivir y el de mercancías desde aquellas ciudades. Sabedor de que el mal llegaría, hizo construir pabellones alejados del río, en las afueras del arrabal, para aislar allí a los infectados o sospechosos de ser portadores del mal. Al tiempo se colocaron en todas las esquinas normas higiénicas, cívicas y explicaciones sobre la peste, sus posibles orígenes y la mejor forma de combatirla. Los primeros casos en Córdoba se dieron al inicio del verano. Un carretero muladí procedente de Lebrija se desplomó al suelo en pleno zoco, vomitando un líquido negruzco, y, aquella misma tarde, hubo tres casos más en el otro extremo del suburbio. Merced a nuestras previsiones, no cundió el pánico. La gente se encerró en sus casas extremando la limpieza, hirviendo el agua antes de bebería, cociendo los ropajes en calderos, trasladando al lazareto a los afectos y quemando sus túnicas. Aun así, la odiosa enfermedad se extendió como mancha de aceite y pocas casas se libraron del mal.
Yo lo sufrí en mis carnes: Zulema y Jazmina, que era la luz de mi alma, contrajeron la enfermedad. Debieron de hacerlo juntas, pues amaban ir de compras al zoco grande lo mismo que si fuesen madre e hija. Gustaban enredar entre alfombras y sedas o mercaban especias para sus guisos, bebiendo té de menta en un colmado donde las atendían como a reinas. Regresaban paseando por la terrosa calle de los Curtidores, protegiéndose del sol con sus sombrillas. Casi al tiempo que ellas, enfermaron del mal dos de mis hijos grandes. Actué con rapidez, cuando aún había tiempo, antes de que se vedara el acceso o la salida de la ciudad: ordené al viejo Omero que trasladase al resto de mi familia a la sierra de Aracena. Tengo mis propias teorías sobre la peste. Y una de ellas es que se da menos en sitios alejados, donde el aire es más puro. En cortijos aislados, en casas de montaña, son muy raros los casos del mal. Igual que en gentes aseadas. Es por ello que sufren la epidemia con especial intensidad en los países cristianos, donde la suciedad es la norma y las gentes se lavan cada tres semanas, hediendo a perro muerto a quince varas. En lugares donde existen baños públicos la peste se detiene. Es como si el agua y el jabón fuesen enemigos jurados del morbo. Ergo, si la suciedad motiva el mal, habrá que investigar dentro de ella. ¿Qué vemos en los ambientes sórdidos? Roña, hedor, piojos, pulgas, ratas, moscas, tábanos y mosquitos. Se trataría de indagar en esa dirección. Aleccioné a Carmen antes de partir: al llegar a nuestra casa de verano, debería fumigar sus estancias, asegurarse de que todo estaba limpio, libre de miasmas voladoras, de ratas y ratones, de pulgas y piojos. Yo hice lo propio en mi caserón del arrabal, donde quedé con los enfermos y varias servidoras y esclavas. Tras hablar con Hallifi, conseguí que considerara mi propio hogar un lazareto. Me encerré allí para asistir y ver morir a los seres que amaba. Diez años después, a punto de reunirme con ellos en el paraíso de los creyentes, bendigo a Alá por permitirlo. Asistí impotente a su lenta agonía sin separarme de ellos. Los velé en sus últimas horas y cerré sus ojos. Lloré mi incompetencia largas horas paseando por el riad, orando, maldiciendo al destino, y, al tiempo, con una extraña fuerza interior que me impelía a seguir, a luchar con renovadas ansias contra la enfermedad y la ignorancia. Las cuatro siervas y esclavas que trabajaron conmigo aquellos días lograron recuperarse. No así mi madre y Jazmina, que fallecieron en mis brazos una detrás de otra. Enterré a los míos en cuatro fosas diferentes en lo más profundo del jardín, bajo los sauces, de cara a La Meca. Hice sembrar en la de mi pequeña Jazmina, mi cuarta esposa, la más joven y bella, un plantón de nomeolvides para que perfumara su larga y solitaria noche hasta el día de la resurrección. Un rayo de sol, zigzagueando entre las ramas bajas de un magnolio, iluminaba la tumba de mi madre.
La peste se fue como había venido, de súbito, lo mismo que un mal viento. Sé que duró más en Valencia, Lisboa, Barcelona o París. Allí se acompañó de los tristes cortejos que acostumbra: grandes columnas de afectados con una «P» marcada sobre sus frentes, humo de hogueras, procesiones de disciplinantes flagelándose, miserables pidiendo a Dios salud para seguir pecando, persecución de hebreos y quema de sus barrios, olor a chamusquina… Sin pérdida de tiempo marché a la sierra. Todos estaban bien. Durante un año reinó el luto en mi casa.
La primera vez que escuché el nombre de Ibn Sina fue en el maristán, en el otoño del año 1004. Después de un seminario sobre la viruela, un grave mal endémico que se paseaba impune por toda la península, alguien me pasó un opúsculo sobre la inflamación. En sólo cuatro páginas su autor describía aquella entidad nosológica de forma magistral, concisa, sin alardear de latinismos o helenismos hueros y rimbombantes, yendo directamente al meollo del asunto. Supe enseguida, por la forma de producirse, sucinta y clara, que aquello lo había escrito un cirujano, un gran hakim. Todos los médicos comentaban la agudeza de aquellas notas y la clarividencia de su autor. Nuestro informante terminaba de regresar de Oriente. Había estado en Lahore, Samarcanda, Teherán, Damasco y Bagdad, donde conoció al ya médico insigne.
—¿Ibn Sina es egipcio? —pregunté.
—No —aseguró—. Es ciudadano persa. Su nombre completo es Abú Alí Al-Husein ibn Abdalah Ibn Sina. En Grecia y en Italia empieza a conocérsele como Avicena.
—¿Es muy mayor? —terció otro.
—Tiene veinticuatro años.
Hubo un silencio diluido. Se escuchaba el rumiar de la materia gris en los cerebros. El clamor de los cascabeles de un aguador que proclamaba su mercancía nos trajo a la realidad.
—No puede ser —intervino uno de mis ayudantes—. Nadie con esa edad tiene las ideas tan claras.
—No es cierto —señaló uno de los hijos de Al-Qurtubí, un notable físico y alquimista que había seguido la estela de su padre—. Aquí, entre nosotros, tenemos el ejemplo: Abul Qasim operaba cataratas con veinte años y era hakim con treinta.
Ahora el silencio se condensó. Todas las miradas confluyeron en mí.
—Conseguirás que me sonroje, caro amigo —dije—. Tu padre fue más precoz que yo, aunque se dedicó a una parte de la medicina menos brillante que la mía de cara a los demás y más ingrata. ¿Qué más sabes de tan joven sabio? —inquirí al viajero.
—Su fama es tan grande que acuden a su consulta pacientes desde Arabia a la India —dijo—. Nació en 980 en Afshana, una aldehuela de la provincia persa de Jorasán, muy cerca de Bujara. Cuando su padre, que es funcionario de la administración de aquel imperio, fue nombrado cadí de Samarcanda lo acompañó para estudiar en su madraza. Ya con ocho años destacó en saberes impropios de su edad: astrología, aritmética y álgebra. Retenía en su cerebro largas cifras que sumaba, restaba, multiplicaba y dividía como si dispusiese dentro de la sesera de un ábaco mental. Al pasar su progenitor a regir como primer edil la ciudad de Bujara, entonces capital de los Samaníes, fue con él. Terminó los estudios en la madraza a los trece años, caso nada corriente, y a los catorce inició su formación en aquella aljama, la más famosa entre Teherán y Bagdad. En medio del estupor de profesores y doctos enseñantes, estudió allí todos los saberes que se le ofrecían: física, química, matemáticas, teología, filosofía, el Alcorán, jurisprudencia y lógica. En sólo tres años culminó sus estudios y, tras ser sometido a examen público, superó brillantemente todas las pruebas.
Más que silencio, un estupor pasmoso planeó por el aula. Muchos dudaban de que pudiese existir una mente tan dotada por la naturaleza.
—Nadie conoce la verdadera capacidad de la mente humana —intervine—. Tales de Mileto, con sólo dieciocho años, afirmó que el principio supremo del que todo procede es el arké: lo húmedo. Y con veinte, merced a sus conocimientos geométricos y astronómicos, predijo con seis meses de antelación el eclipse solar de 585 antes de Cristo. ¿Cuándo se decantó Ibn Sina por la medicina? —pregunté al andariego y joven físico.
—Con dieciséis años. Aún estudiaba la ciencia de Hipócrates cuando, con diecisiete, salvó la vida del emir de Bujara, Nuh Ibn Mansur. Parece ser que, luego de una caída de caballo que le produjo la fractura de un hueso, contrajo el emir el mal de tétanos. Avisaron a Ibn Sina justo cuando la contractura muscular que causa aquella enfermedad ahogaba a aquel desventurado. Provisto de una cánula de su propio diseño, de caña de bambú, practicó una traqueotomía que impidió su muerte por asfixia. Tres semanas después, recuperado, el emir se ofreció para pagar en oro la cantidad que el joven cirujano estimase apropiada. Cuando Ibn Sina solicitó como pago el libre acceso a la biblioteca real, comprendió que aquel joven prodigio era un regalo que le caía del cielo. Le facilitó lo que pedía y, además, lo nombró médico de la corte y consejero de temas científicos hasta la caída del reino Samaní, en 999. Cuentan que en la magna biblioteca, de casi tanta categoría como la nuestra cordobesa, amplió aquel superdotado sus conocimientos de teología, medicina, matemáticas, álgebra, música y alquimia, en este caso para combatirla, pues no cree en ella. Comentan, hakim, que ama sobremanera tu obra Al-tasrif, uno de cuyos volúmenes en árabe llegó hasta allí.
Saber aquello colmó mi espíritu de tal satisfacción que debí esponjarme como un pavo real. ¿Existe contentamiento semejante a saberse leído y admirado por un sabio? Justo por entonces cumplía sesenta y ocho años, una edad que empieza a ser ajena a necias vanaglorias. Me aguijoneó la curiosidad por conocer a aquel docto jovenzuelo que podía ser mi nieto y quise saber más de él.
—¿Ejerce Ibn Sina la profesión en Bujara?
—No, hakim —me informó el médico—. Bujara pronto se le quedó pequeña. Empujado por el canciller real, que equivale a nuestro visir, y en tan sólo un año, escribió una obra en diez volúmenes sobre terapéutica titulada El tratado del resultante y el resultado. Allí enseña, opera, trata enfermos y tiene tiempo para polemizar, escuchar música, su gran pasión después del escalpelo, y seguir escribiendo. Acaba de concluir un libro que estudia las costumbres persas y que lleva el nombre de La inocencia y el pecado.
—Verdaderamente resulta fascinante —me asombré.
—Lo es más conociendo al personaje —sostuvo mi informante.
—¿Cómo es?
—Alto, fino de talle, ancho de hombros, de nariz afilada, frente despejada, pómulos salientes y mirada muy negra. Gasta bigote lacio, atigrado, y perilla de chivo.
—¿Es casado?
—Permanece célibe. No parecer tener tiempo para las mujeres, pues su gran fama como cirujano, escritor, músico, filósofo y astrónomo no le deja lugar para el reposo. Viaja sin parar por Siria y Persia, y elegir una mujer requiere tiempo. Y no digamos ya si son más de una.
Una delgada vela triangular se desliza río abajo. Deja tras sí una estela pequeña de burbujas sonoras, con gaviotas, en el agua verdosa. Pasa siempre a la misma hora, justo al alba, antes de que el almuédano desgrane su oración del ebed. Es Pedro el eslavo, mi viejo amigo. Su nombre verdadero era Piotr, pues nació en alguna parte de la Sajonia nebulosa, o más allá. Es uno de tantos europeos de piel blanca que vino contratado como soldado mercenario en tiempos de Abderrahmán III. Cuando se licenció, por viejo, se quedó entre nosotros. Dice que no soportaría otra vez los fríos y hielos de su tierra, ni la humedad que cala hasta los huesos, ni podría prescindir del vino y las mujeres andaluzas. Lo traté hace ya tiempo de un panadizo que crio en el mismísimo, y desde entonces me guarda gratitud y sentimiento. Es noble, franco y un pescador de ley que ama a los peces lo mismo que el cirujano a sus pacientes. Si cobra alevines los devuelve al río. Jamás ensucia el agua orinando en ella por la borda, como hacen tantos. Pedro pesca para comer, pues no vende el pescado ni le sobra nunca. Las percas y esturiones lo conocen y confían en él. Antes, cuando el recuerdo de mi escalpelo sobre su tumefacta piel se conservaba, solía acercarse a la orilla del río que besa mis jardines y, tras llamar a Omero a grandes voces, me dejaba su obsequio: las mejores percas, tencas, truchas y esturiones que cría el Guadalquivir. Últimamente se deja ver muy poco. Si me ve sentado en la terraza me saluda agitando sus nervudos brazos mientras tensa las jarcias de la vela. La vela de la Elbe, que así llama a su barca, tiene distintos blancos con arreglo a la estación del año: helado y pálido en invierno, esperanzado en mayo, brillante y muy caliente en los estíos y moribundo al llegar el otoño, como el ramaje de los desnudos árboles sin hojas. Un costurón costroso zurcido de hilo basto, secuela de un vendaval que la rompió una vez muy cerca de Sanlúcar, la cruza en diagonal.
Agradezco el saludo de Pedro. Me conforta en mis tristes mañanas. Desde que enterré a mi madre, tras irse para siempre Jazmina y mis dos hijos mayores, hombres ya, me posee una rara melancolía que me asola el alma. Duermo mal. Me desvelan pesadillas fantásticas, crueles, tan reales que sobresaltan mi tenso duermevela abrazado a Carmen o a su segunda esclava, Jaira, una bella tuareg que compré para ella no hace tanto. Hay poco de sensual en este abrazo: en mi penoso estado, Jaira sólo me sirve de termóforo en las noches muy frías. Desde el amanecer me arrastro por el riad como alma en pena, con ganas de dejarme llevar por la corriente, de hacer nada. Mis mujeres y mis bisnietos más pequeños intentan consolarme sin apenas lograrlo. El contento vuelve a mí lentamente, a media tarde, al tomar con Susana, Jezabel y Carmen el aromático té de hierbabuena. Es al llegar la noche, tras la cena, cuando me hallo a mí mismo y puedo al fin respirar a mis anchas. Es como si fluyeran otra vez por mis arterias las ganas de vivir, de luchar.
La vida del hombre inteligente es una batalla librada en soledad con la crueldad del mundo. Nada peor que la muerte de un hijo. Después de mi desgracia, sólo me mantenían en pie la esperanza y la fe. Fe en lo que creo, el ser humano, y esperanza en poder remediar sus males y hacer más llevadera su existencia. Por ello me planteé la idea de viajar a Bagdad y conocer a Ibn Sina, aquel joven prodigio que, fundado en parte en mis escritos y enseñanzas, hacía progresar nuestra ciencia común. Planteé el caso en una de nuestras sobremesas, con la luz ya menguante del día que se iba y una luna desnuda cabrilleando sobre el Guadalquivir. Susana me miró interrogante. A sus sesenta y seis años conservaba mucha de su belleza. Me había dado tres hijos vivos. Era la más inteligente de las tres, la más sensata. Tenía la agudeza de su raza, el talento patrimonio de tantas hijas de Israel. Se amoldó pronto a las costumbres del islam y, sin dejar de lado sus creencias, rezaba con las demás las oraciones que dispone el Libro. Lo hacía a su manera anárquica, cuando le apetecía, sin echar cuentas de horarios ni escuchar la voz del muecín. Muchas veces la sorprendí arrodillada sobre la esterilla orando a horas extrañas, cuando todos dormían. Lo que ya es un misterio es saber a qué Dios se dirigían sus plegarias. Cedió el ardor de los primeros años, pero nunca dejó de motivarme como mujer, ni dejé de amarla. «Vivid juntos hasta que os separe la muerte», dijo el rabino que nos casó según su rito, y siempre procuré no defraudarle en aquella promesa. Me envolvía en su aroma a jazmín y me ofrecía a Tania —en aquellas lejanas épocas de nuestra juventud— para alegrar mis noches si ella estaba indispuesta. Siempre me encontré a gusto en su regazo, seguro, como uno de esos niños que lloran en la noche ante la oscuridad si atisban el peligro.
—Creo que es buena idea —dijo—. Si lo dispones y es tu deseo, te acompañaría. De esa forma vería Jerusalén.
Jezabel me observó de forma diferente. A sus cincuenta y cuatro años conservaba intacto su atractivo. Siempre fue la más coqueta y femenina de las cuatro. Alumbró dos varones y dos hembras viables de entre nueve embarazos. A uno de los varones, el mayor, se lo llevó la peste. Anduvo varios meses como perdida, lo mismo que esas liebres a las que desorienta la tormenta y no hallan la madriguera, pero parecía ir superando el trance. Amaba la lectura de los griegos y se refugiaba en ellos para aliviar su pena. Jamás me rechazó en el lecho o puso cara de circunstancias. Siempre estuvo dispuesta para mí, atrayéndome con su aroma a nardo y el propio de su piel, a pan caliente. Es la más discutidora de mis cuatro esposas, la que más polemiza. También la más introvertida, pues posee un rico mundo interior. Fue y sigue siendo deportista, y ama la natación, que practica a diario. Verla introducirse en el Guadalquivir es todo un espectáculo: revestida de una túnica azul ornada de cintas y puntillas, con los brazos en alto, recuerda a una pava real. Se baña en el soto del río que bordea la propiedad, entre las cañas, compitiendo con los patos y los somormujos en sus inmersiones. Luego, ante la atónita mirada de Sara, la esclava que mandé traer para ella desde Tánger nada más casarnos, se seca al sol mostrando con descaro hombros y pantorrillas.
—Si Susana se anima y no te estorbo, yo iría también —afirmó, cerrando el libro que leía—. Jerusalén me apetece —añadió.
Carmen repasaba algo entre la lista de pacientes que había tratado esos días. Dejó de leer para mirarme con sus ojazos lánguidos, tan brillantes que parecían líquidos. No aparentaba los cuarenta y cuatro años que acababa de cumplir. Estaba en una buena edad de la mujer, cuando, lejana ya la inexperta ñoñez de la edad núbil, tenía la experiencia y el empaque de una hembra ya curtida. Había encontrado su vocación en la cirugía, que llenaba su vida, y me ayudaba con una devoción poco corriente. Al principio, sus resabios cristianos le hacían ver con reticencia mis escarceos nocturnos con Nuria, la esclava catalana que comprara para ella en Barcelona, pero pronto casi me los agradeció. Quizá influyeran en ello Zulema y mis otras esposas. Debe de ser agradable dormir tranquila durante el embarazo —me dio tres hijos de siete gestaciones— y no soportar el peso de un varón en esos días críticos e impuros en los que la mujer requiere paz. También será sugestivo saber que la mujer que duerme con tu esposo no te lo va a quitar y todo queda en casa. Mi mujer cristiana fue más fogosa que las demás. Sabía que me buscaba si rondaba mi despacho en las noches sin luna que atronaban los grillos, descalza, confundido su aroma de heliotropo con el de las madreselvas y las damas de noche del jardín. También fue siempre la más sonora, la aulladora, temida y objeto de bromas y de chanzas por sus alaridos en el momento del placer, aproximadamente una berrea. Es quizá la más culta: si Susana ama a Platón y Jezabel a Sócrates, ella lee a los dos y tiene tiempo para Séneca y Al-Razi.
—Pues si vais vosotras, yo no me quedo sola —dijo—. También yo quiero ver Jerusalén.
Planeé el viaje despacio, sin descuidar ningún detalle. Dudé en llevarme a Omero, que había envejecido de repente, y al final lo incluí en la partida. Cuando supo que había pensado en dejarlo atrás se abrazó a mis tobillos, prosternado, y no paró de suplicarme hasta que accedí a complacerle.
—Sé, amo, que tengo que morir, pero no podría hacerlo en tu ausencia y la de mis amas —dijo sofocado, con los ojos brillantes.
Me conmovía. Traté muchas veces de adivinar su edad, pero creo que ni él mismo la sabía. Cuando partimos hacia Oriente, en marzo de 1005, rondaría los setenta. Surcaba su cara una red de profundas arrugas, como esculpidas a cincel, pero mantenía intacta su fuerza y energía. La vejez, en contra de la norma, lo había embellecido, limando las aristas de su rostro y dando a sus pocos cabellos un tono plateado. O sería tal vez la indulgencia con que lo mirábamos. Conseguí del visir pasaporte y salvoconductos y, tras fletar una nave en Sevilla donde fuésemos cómodos, partimos hacia Alejandría.
Contando con Omero, éramos nueve: mis tres esposas y sus esclavas, Sacha, la sierva de mi pobre Jazmina y yo mismo. En realidad, Tania, Sara, Nuria y Sacha eran, más que esclavas, parte de la familia. Entre las cuatro me habían dado diez hijos, uno de los cuales, un inteligente varón hijo de Sara, murió durante la epidemia de peste. Quise llevar a Sacha, pues me lo pidió con lágrimas visibles. Era, con mucho, la más joven de todas las mujeres que integraban el grupo y me había dado ya una pareja de preciosas mellizas. La compré para Jazmina al tiempo de nuestro matrimonio, en el propio mercado de esclavos del arrabal, cuando era una niña. Cumplió veintiocho años durante el viaje. Reconozco que también influyó mi propia satisfacción carnal: a punto de cumplir sesenta y nueve años era la única que lograba motivarme de manera espontánea.
Opino que viajar es un lujo que tiene que pagarse, pues no es obligatorio. Pretender moverse por el mundo y al tiempo ahorrar es de dementes. Por ello, siempre dije que es mejor quedarse en casa a salir de viaje y pasar necesidad. Ni en la mejor posada del orbe te hallarás como en tu hogar, de acuerdo, pero si te decides a iniciar una gira, y más si ésta es larga, pon los medios para encontrarte cómodo. Y la única forma conocida de allegar comodidad es preparar la bolsa. Tal hice. Además, ¿para qué demonios se hicieron los dineros? En un doble fondo de cada arcón de viaje de mis mujeres iban las bolsas repletas de monedas de oro y plata. Pretendía desplazarme por tierra y mar como un señor, alojarme en los mejores mesones y posadas, agasajar a mis hembras y esclavas con regalos costosos y hacer obras de caridad si fuesen necesarias.
Nuestro barco era tan grande que no pudo subir hasta Córdoba por el Guadalquivir. Fuimos hasta Sevilla en un lanchen. Nos despedimos de Al-Ándalus a bordo de La Esperanza, una nave de tres palos de bandera califal que disponía de seis pequeñas camaretas de literas dobles, sólo para nosotros. Mis esposas dormían con sus esclavas. Sacha lo hacía sola, lo mismo que Omero, y yo tenía el mejor y más amplio aposento, en popa. Las marismas del río de Sevilla, frente a La Algaida, mostraban su hermosura sin tacha salpicada de pinos cuando levamos anclas. Era como si la nave se deslizara por un mar de garcetas, flamencos, grullas, garzas reales y avutardas apareándose en medio de un clamor que ensordecía. Dicen que, amén de aves y pájaros sin cuento, pueblan el enorme humedal que llaman de Doña Ana ciervos, gatos monteses, linces y jabalíes.
Al doblar La Esperanza la punta de la bocana y traspasar la barra de Sanlúcar, recibió de costado el mar de fondo y comenzó a danzar. Previsores, los nueve pasajeros habíamos almorzado con ganas y teníamos en el cuerpo doble ración de manzanilla, un vino gaditano. Los tripulantes, la mayoría beréber, me miraban con respeto y admiración al tiempo. Sabían que viajaba con las bendiciones del califa y algunos me conocían de oídas, lo que influía en la devoción que me mostraban. Uno, incluso, había sido paciente mío. Hablé mucho con Andreas, el capitán griego de la nave, experto conocedor del mar Mediterráneo. Había fondeado en sus principales puertos y mantenía la extraña teoría de que la tierra no era plana, sino redonda. Era un tema que se había tocado alguna vez en la medersa y sobre el que los profesores pasaron de puntillas. Pensándolo con lógica, era muy posible, pues redondas parecían la luna y las estrellas. Por otra parte, me resultaba indiferente la forma de nuestro planeta con tal de que los hombres y mujeres que lo habitaban viviesen sanos y felices. Siete tranquilas singladuras nos llevaron a Alejandría sin escalas.
La ciudad que fundara Alejandro, el general macedonio, me interesaba al haber sido faro que irradió cultura universal en la época en la que era la más importante quizá de las pentápolis griegas. Cuando la vimos era un ejemplo vivo de la decadencia a la que conduce la intolerancia, el desgobierno y la tiranía. Tras su fundación, en la época ptolemaica, fue un emporio. Entonces la poblaban más de trescientos mil ciudadanos libres. En el periodo romano comenzó un declive que continuó con los bizantinos y se acentuó al llegar los árabes, nosotros, hace ahora casi cuatrocientos años. Primero los abasíes, y ahora los fatimíes, desmontaron la ciudad, destruyeron sus obras de arte y la despoblaron. Qué diferencia con Al-Ándalus… La guerra contra Roma hizo arder su célebre museo con la biblioteca, y la desidia abasí derribó el famoso faro alejandrino, gloria del orbe.
Buscamos alojamiento decente y no lo hallamos, tal era el grado de postración de la ciudad. Por ello, durante las dos semanas en que la visitamos, permanecimos alojados en La Esperanza. Resultó cómodo no tener que andar a vueltas con ropas ni equipajes. Durante el día recorríamos la urbe y al caer el sol nos recogíamos a bordo. Afortunadamente no hizo calor, pues el cumplimiento de las leyes coránicas, aplicadas allí con rigor, obligaba a las mujeres a ir cubiertas hasta las cejas. Indagué en pos de un maristán y fue perder el tiempo: el infortunado ciudadano que enferma en Alejandría se muere en plena calle, en las chozas de la aldea de Rhakotis, patria de los bukoloi, primeros pobladores alejandrinos, o en sus casas húmedas e insalubres. Vimos los restos de la gran cisterna que levantara Alejandro para suministro de agua potable; navegamos el lago Mareotis de aguas grises; recorrimos lo que queda del Brucheion, o barrio real, que Alejandro ordenara levantar al arquitecto Dinócrates de Rodas; visitamos el antiguo teatro griego que edificara Ptolomeo I en honor de su esposa Berenice, para muchos la más bella mujer que ha existido; estuvimos en los restos del Timonium, teatro en mármol rosa levantado por Antonio, y pisamos las desoladas piedras del Caesareum, fabuloso coliseo que inauguró Cleopatra en memoria de César. Otros días admiramos las migajas de la gran torre luminaria que tomara su nombre de la isla de Pharos, donde se levantara; el lugar, polvo, llanto y miseria, donde se alzaba el inmortal museo de Alejandría; el santuario de Mitra, donde los seguidores de la divinidad hindú se reunían el primer viernes después del solsticio de verano para practicar la taurobolia, la ingesta de la sangre caliente del toro votivo; los puertos —nuevo y viejo— separados por el gran puente Heptastadion; los zocos, la explanada del mar, el barrio judío y, una jornada entera, Canopus o, mejor, sus desperdigados y mortecinos restos. Analizábamos lo visto tras las cenas, a bordo de la nave anclada en el puerto viejo, tomando té de menta, vino griego y licor de palmera. Andreas, gran conocedor de Egipto y la ciudad, solía integrar el grupo.
—No entiendo cómo pueden desaparecer las piedras y los mármoles de un monumento de la Antigüedad —dijo Susana el día que recorrimos el Brucheion.
—Sucede en épocas de incuria intelectual y de pobreza espiritual y material —sostuve—. Ocurrió entre nosotros en Itálica. Durante el reinado visigótico las gentes, hambrientas e incultas, arramblaron con todo lo que no estuviese anclado al suelo firmemente. Por ello, en aquella ciudad, patria de Adriano, apenas quedan cuatro piedras. Aquí acaeció lo mismo.
—Y más aún —aseguró Andreas—. En el Alto Egipto hay miles de ladrones de tumbas que las desvalijan por el oro que encierran y, peor todavía, para hacerse con las momias de los faraones y altos cargos de las dinastías, convertirlas en polvo y venderlo, pues tiene fama de afrodisíaco.
Hubo el mismo silencio que en una discusión entre hormigas. La luna apareció entre un jirón de nubes negras, huidizas, que amenazaban agua. Las mujeres se miraron intrigadas.
—¿Qué es un afrodisíaco? —preguntó Jezabel, desde siempre la más cándida, también la más adorable cuando tuvo veinte años.
—Se dice de las sustancias o drogas que estimulan el apetito sexual en el hombre o la mujer —aclaré.
—¿Y eso existe? —habló ahora Carmen.
—Buena pregunta —dije—. En realidad se trata de una pura entelequia. No existe mejor afrodisíaco para el hombre que el cuerpo de una mujer hermosa y en sazón. No hay sustitutivo para el atractivo de una fémina. Imagino que a vosotras os ocurrirá lo mismo con nosotros.
Mis esposas y esclavas se sonrojaron, mas no dijeron nada. Quizá las cohibía la presencia de Andreas. Otra noche quisieron saber de Berenice. Fue Sacha, la esclava de mi pobre Jazmina, la que se interesó. Se encendió como una tea resinosa al contacto del fuego al hacer la pregunta:
—¿Fue tan hermosa como afirman, amo?
—No conozco mucho de aquella reina y no quiero engañarte —dije.
—Yo sé algo —aseguró Andreas—. Ella y Arsínoe pasan por ser las hembras más bonitas que han pisado la tierra. Arsínoe fue concubina de Filipo de Macedonia. Era tal su belleza que pasmaba y dejaba sin habla a su interlocutor. En cuanto a Berenice, fue la más deslumbrante entre las reinas lágidas —así llamadas por descender de Lagos y Arsínoe— hasta el punto de inspirar a Calimaco de Rodas la oda más ardiente que se ha escrito para una mujer: El rizo de Berenice.
Otra noche surgió el tema del célebre museo alejandrino, del que no quedaban ni las raspas. Quiso saber de ello Susana.
—¿Por qué el nombre de museo si lo que contenía era la famosa biblioteca? —preguntó.
—Porque se edificó en honor de las musas clásicas —dije—. Era una fantástica construcción de mármol blanco de Paros, levantada en el centro geométrico de la ciudad, en aquel mustio y agostado pedregal que vimos el otro día. Contaba con paseos y jardines interiores, pórticos labrados, salas de conferencias, comedor, parque zoológico y varias secciones dedicadas a las musas griegas, las que, presididas por Apolo, habitaban el Parnaso y protegían las letras, las ciencias y las artes, especialmente la poesía.
—¿Cuáles son esas musas, amo? —quiso saber Sacha.
Las esclavas, descalzas, sentadas sobre la cubierta a los pies de sus amas, y Sacha, siempre a mi lado, nos servían, pero estaban autorizadas a intervenir en la conversación, cosa que hacían más de una vez. Sacha, la más joven, era también la más inquieta. Sabía leer y escribir y tenía nociones de aritmética, pues Jazmina le había enseñado antes de morir.
—Quizá mis esposas puedan nombrarte a alguna —dije.
—Yo sé de Urania, Euterpe y Terpsícore —enumeró Susana.
—Cierto —corroboré—. Urania, musa de la astrología, presidía un planetarium; bajo la advocación de Euterpe, musa de la música, se erigía una sala de conciertos; y Terpsícore patrocinaba, como inspiradora de la danza, un salón de suelo de encerada tarima y rodeado de espejos en el que se ejercitaban bailarines de ambos sexos.
—Amén de ellas, yo he oído hablar de Talía y de Melpómene —dijo Jezabel.
—A tales destinaba el museo alejandrino un gran salón de teatro, con su escena, proscenio y numerosos palcos —aseguré—. Afirman que fue el teatro cubierto mayor que ha existido, con un aforo de ochocientas personas.
—Creo que faltan Calíope, Polimnia y Clío —intervino Carmen.
—Exacto. Había para las dos primeras un estrado, con su púlpito, para oradores, mímicos y vates. A Clío se reservaba la más monumental biblioteca erigida nunca por el hombre. Fomentada por Ptolomeo I, contenía setecientos mil volúmenes manuscritos, casi todos en papiro, una planta que crece a la orilla del Nilo.
—El museo era el centro de la vida cultural e intelectual de Alejandría, que es hablar del mundo de la época —sostuvo Andreas—. Ser bibliotecario era un honor superior al de primer ministro. Ejercieron tal cargo personajes como el ya citado poeta Calimaco, el crítico de arte Zenodoto o el rapsoda Apolonio de Rodas. Pero nos hemos dejado en el tintero a una importante musa para muchos, aunque no sea mitológica sino real: Safo.
—Reconozco que me has pillado en un renuncio —admití—. ¿Quién es Safo?
—Una paisana mía, poetisa, nacida en Lesbos hacia 620 antes de Cristo —respondió Andreas—. Se dedicó a la enseñanza poética, musical y de la danza en una especie de internado para jovencitas en su isla.
—Algo he oído —intervino Susana—. Platón la cita en sus Diálogos y le da el nombre de décima musa. Compuso epigramas, elegías, epitalamios y un himno a Afrodita. Algunos la tenían por pervertida desde el punto de vista sexual.
—¿A qué tipo de perversión te refieres? —pregunté, admirando la sapiencia de mi primera mujer.
—Varios pensaban que se entendía con las jóvenes que educaba —comentó Susana—. Por ello, al haber nacido en Lesbos, la calificaron de lesbiana, pues al parecer eran más en la isla las corrompidas por tal aberración.
—Referente a sexo, es difícil hablar de aberraciones —sostuvo Andreas—. Para mí todo es válido. Yo hablaría mejor de desviaciones de la regla digamos normal o habitual.
—Estoy de acuerdo con Andreas —convine.
Quedamos en silencio. Todos, incluidas las mujeres, bebíamos vino de retsina, un mosto griego del que Andreas tenía varios odres. Labor del vino o fruto de las mentes maquinando desviaciones sexuales, el caso es que a las féminas les brillaban los ojos y sus mejillas arreboladas echaban humo.
—Según leí en una ocasión al citado Platón, Safo era casada —dijo Carmen—. Ello desmentiría la acusación de homosexualidad —añadió pensativa.
—No exactamente —la corregí—. Se sabe desde la Antigüedad que hay hombres y mujeres bisexuales. Sócrates, al parecer, era uno de ellos.
—No es el caso de Safo —aseguró Andreas—. Nuestra poetisa era normal en sus actitudes sexuales, y ello por una razón de peso: casó con un tal Cercilas y tuvo con él una hija. Ya viuda, concibió una violenta pasión por un joven de Lesbos llamado Faón y, al verse despreciada, se dio muerte arrojándose al mar desde el promontorio de Lecade. Ninguna mujer lesbiana, salvo en caso de locura, se quita la vida por un hombre. Ocurre que la bella poesía de Safo y su inmortal lírica están inspiradas en el afecto que sentía por las jóvenes que la rodeaban, y de ahí la confusión.
—Yo opino igual —intervino Jezabel—. ¿Quién ha dicho que una mujer no pueda amar a un hombre y al tiempo sentir cariño, sin otra connotación, por su esclava, por ejemplo?
—Es como dices —aseguré—. Las mujeres sois más sensibles y receptivas que los hombres.
—¿Dónde puede encontrarse la obra de Safo? —preguntó mi segunda mujer.
—Seguramente en la biblioteca de Córdoba —dije—. La mayoría de los autores griegos están allí, muchos en versión original y otros traducidos al árabe.
—Leyendo la poesía del romano Catulo puede hacerse uno la idea de la rima de Safo, pues la imitaba —sostuvo Andreas.
Yo estaba sorprendido del cariz que tomaba la conversación, de la cultura de mis mujeres y de que un marino trasegador de mosto con aspecto anodino leyese a Catulo. Las cosas nunca son como parecen. En otra de las charlas, después de visitar el islote de Pharos y los restos de la magna luminaria que, tristemente, ha pasado a la posteridad en el recuerdo, Carmen se interesó por ella.
—¿Cómo era el faro de Alejandría?
La pregunta iba dirigida a mí, tenido por oráculo infalible por mis hembras, pero mis lagunas en tantísimos temas cultos son penosas. Desvié la cuestión a Andreas, que parecía estar en su elemento.
—La gran torre de luz, que tomó el nombre de faro de la islita donde se construyó, en pleno puerto, fue con justicia una de las grandes maravillas de la humanidad junto a las pirámides, el coloso de Rodas o los jardines colgantes de Babilonia —sostuvo el griego—. Fue levantada en 280 de la era cristiana por Sostratos de Cnido, por orden de Ptolomeo II. Su altura alcanzaba los ciento ochenta codos reales.
—¿Era de piedra? —preguntó Carmen.
—No. El material de construcción era el ladrillo, un ladrillo rojizo fabricado a los pies del coloso. De esa manera la torre se elevaba junto con los obreros que la construían, utilizando andamios, poleas y polipastos. Se asentaba sobre una inmensa plataforma cuadrada que a su vez soportaba otra octogonal y ésta, por fin, una cilíndrica de la que emergía el tubo de la torre.
—Sería muy ancha…
Casi siempre preguntaba Carmen, la más interesada en conocer vestigios del pasado.
—Tanto que cabía en su interior una rampa helicoidal que ascendía hasta la cima y por la que podían circular carros y caballos. Le daban luz ventanas en arco bizantino y de herradura. Se accedía a su interior por una descomunal cancela de hierro forjado que se cerraba al anochecer y se abría al alba. El puesto de cancerbero era muy deseado, pues ejercía al tiempo como vigilante de los negocios y tenduchos que se abrían en la rampa, tal sería su anchura.
—Sé que en la cumbre ardía un impresionante quemadero.
—Debía serlo —dijo Andreas—. Conozco casi todos los faros en el Mare Nostrum y sus luces son ridículas al lado de la que emitiría el gran faro. Los faros actuales, situados en cabos o farallones rocosos, son simples antorchas que a veces se apagan por el viento. Al cabo, el quemadero del faro alejandrino lanzaba a partir del crepúsculo llamas que ascendían nueve varas de altura y eran visibles en muchas leguas a la redonda. Se hallaba situado en la cima de una colosal estatua de bronce que representaba a una mujer.
—No hay estopa ni yesca que arda diez horas. Explícame cómo lograban mantener el fuego tanto tiempo.
—El combustible era petróleo —aseguró Andreas—, un aceite mineral muy inflamable, negro y viscoso, transportado desde el desierto arábigo. Un ingenioso dispositivo metálico, mediante contrapesos, hacía subir el líquido oleoso al enorme depósito de la cabeza de la estatua. Allí, un encargado lo prendía al anochecer con gran cuidado.
—No lo entiendo. De esa forma el petróleo ardería día y noche.
—No era así. Cuando, al amanecer, se hacía innecesaria la luminaria, se apagaba con un opérculo de acero deslizado por hábiles operarios mediante un cabrestante.
—Una vez, en la gran biblioteca cordobesa, vi un dibujo del faro. Lo decoraban cuatro grandes esculturas metálicas dispuestas según la Rosa de los Vientos.
Todos mirábamos a Carmen sorprendidos de su erudición. Recordé las veces que la dejé en la biblioteca mientras yo trabajaba en el maristán. Desde luego aprovechaba el tiempo.
—Eran los célebres tritones de hierro forjado —dijo Andreas—. De gran tamaño, emergían de los pies de la estatua, uno en cada cuadrante de la torre, orientados siguiendo los puntos cardinales. No hace mucho se encontraron sumergidos en el mar restos de uno.
—Y allí se hallarán los demás. ¿Cómo fue el final de la torre?
—En los estertores de la época ptolemaica hubo un gran terremoto que la destruyó casi por completo. De asolar lo que quedó en pie se ocuparon los alejandrinos. Rara es la casa en la ciudad que no luce en alguna parte de su fábrica ladrillos rojos del glorioso faro. Yo los he visto muchas veces, pues los enseñan con orgullo.